Doble o nada

Ignoro si a Vd. le ocurre como a mí, pero estoy seguro de que, si le sucede, se sentirá tan molesto como yo. Le explicaré de qué va la cosa.

Cuando comienzo a escribir uno de estos conatos de historia, procuro concentrarme y apartar de la mente cualquier idea que pueda interferir en tarea capital. Sin embargo, algunas veces resulta imposible.

Hace poco tiempo, por ejemplo, actuando como ginecólogo en paritorio, había iniciado la traída al mundo de un bodrio que iba a bautizar con el nombre de «Esto no marcha» -curiosa premonición- cuando su protagonista, Senén, se empeñó en hablar y actuar utilizando el guión previsto para Bruno, personaje central de «Así, cualquiera», otra historieta cuyo argumento pugnaba por tomar forma definitiva al abrigo de mi blanca y cada día más escasa cabellera.

Senén estaba condenado a ser un desheredado de la fortuna, y en mi imaginación, le reservaba tal cúmulo de desgracias y situaciones penosas que, asustado, temiendo la avalancha que se le venía encima, inició una rebelión incruenta, pero molestísima.

Cuando yo intentaba hacerle decir en tono melodramático: «Tendré que empeñar el felpudo», exclamaba con acento de magnate de petroleo: «Vaya, las acciones Payer han subido otros cuarenta enteros».

La situación se deterioro considerablemente en el momento en que Bruno, satisfecho con el papel que habría que representar en «Así, cualquiera», se negó obstinadamente a aceptar el que trataba de abandonar Senén.

Además, para colmo de males, a Bruno le gustó Ana, en cuanto la pensé para Senén y, a medida que la adornaba con virtudes y cualidades, crecía su capricho de hombre a quien nada se resiste.

En aquellos momentos sentí una profunda envidia de Pirandello, a quien buscaban desesperadamente nada menos que seis personajes. A mí, por el contrario, se me escapaban los dos que, erróneamente, consideraba de mi exclusiva propiedad.

El problema se me antojaba insoluble. ¿Qué podía hacer? ¿Cambiar de nombre a los protagonistas? ¿Suavizar la triste situación del desgraciado aminorando, al mismo tiempo, la fortuna del agraciado por la suerte?

Tan pronto como estas dos soluciones apuntaron en mi cerebro -y de momento sólo se encontraban en estado embrionario- Senén y Bruno se enzarzaron en una enconada polémica. Mis esfuerzos por llevar un poco de orden y sensatez a los acalorados litigantes no consiguieron el menor resultado. Cuando intente hacer valer mis derechos de autor, el barullo llegó a ser imponente; tanto, que se me declaró un tremendo dolor de cabeza refractario a cuantos analgésicos probé.

Cuando, en un susurro para no hacer excesivo ruido, afirmé que ninguno de los dos tenía voz ni voto, que ambos eran producto de mi fantasía y, por tanto, yo y únicamente yo contaba con el poder necesario para hacerles nacer en cuna de papel, o borrarles de un simple plumazo, su indignación adquirió proporciones gigantescas. A grito pelado declararon que, puesto que les había creado, so pena de merecer el castigo reservado a los asesinos, no debía borrarles del mapa; que lo sugerido les hacía temer por su razón y que si me creía un dios dueño de vidas y muertes.

Bruno, quizás presumiendo de culto, llegó a decir que yo era especie de tirano medieval que intentaba poner en práctica un derecho de pernada mental totalmente obsoleto y fuera de lugar.

Durante unos momentos los descontentos se callaron, sumidos en honda reflexión.

«Aunque no lleguen a un acuerdo -me dije-, menudo alivio que me proporciona su silencio. Y como no me propongan algo admisible para mi dignidad de ser de carne y hueso, recurro al olvido y se acabó».

Aquello resultó una verdadera imprudencia pues, Bruno y Senén, alojados en mi cerebro, formaban parte de mi mismo y estaban al cabo de la calle de cuanto pensaba.

Procuré tranquilizarles, diciéndome mentalmente: «Esto hay que arreglarlo a satisfacción de todos». Al propio tiempo, procuraba que mis pensamientos se encaminaran por derroteros distintos, totalmente ajenos al problema en cuestión.

Naturalmente, esta tarea no estaba al alcance de un ser humano como yo, incapaz de pensar en dos cosas distintas simultáneamente.

Para hacer algo tan complicado sería necesario disponer de un cerebro montado con un mezclador de sonido, pero, incluso si esto fuera posible, el nuevo pensamiento, fruto de los otros dos, resultaría un híbrido que nada tendría que ver con los dos iniciales y, por tanto, sería inservible.

Así pues, hice lo único factible. Alternativamente, pensé en Senén, en Bruno y en las angulas al pil-pil. Pasé veloz de un personaje a otro y, de ellos a mi plato favorito, para empezar nuevamente con Senén, como en un carrusel desbocado que gira más rápido a cada vuelta, hasta que sucedió lo que tenía que suceder.

En mis fatigadas circunvalaciones cerebrales se materializó, no sé por qué, un nuevo pensamiento relacionado con la motosierra PAJAX, modelo T-13.

Entonces me vi libre de mis rebeldes caracteres que aún tuvieron tiempo de gritar a coro, antes de desaparecer para siempre en el olvido: «¡ASESINO!».

He de confesar que, desde entonces, no me siento muy tranquilo. No obstante, si alguien me llevara a los tribunales, estoy dispuesto a alegar con total seriedad que me limité a actuar en defensa propia.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

Adventure in London

Que todas las mujeres tienen algo es un hecho que no requiere demostración. Es axiomático. Que algunas lo tienen todo, tampoco puede ponerse en tela de juicio. Es evidente.

El caso de Katy era tan notable que, no haberla incluido en el catálogo de monumentos merecedores de ser admirados en el Reino Unido, constituía una prueba inequívoca de la flema británica.

Un país como aquel, que muestra con semejante desfachatez tan apabullante combinación de «corpus delicti» producto de la rapiña sistemática realizada durante siglos en todo el globo y, al propio tiempo, que trata de ocultar semejante monumento nacional, no merece el perdón de los amantes del arte.

Katy era algo increíble. Sus ojos, de un azul purísimo, miraban con tal muestra de inocencia y provocación que paralizaban.

Sus cabellos, largos y rubios, recordaban al trigo maduro y listo para cortar. Los labios, un tanto gordonzuelos, sonreían con ternura infantil.

Cuando se movía, lo hacía con naturalidad, sin envaramiento y como si ignorase que se estaba produciendo el traslado de una obra de arte.

Y, en fin, del resto de su cuerpo, de sus líneas semicurvas y curvas, no es preciso hablar. Hubiera sido un auténtico pecado que no hiciese juego con la perfección descrita.

Cuando Ramón y Arturo la vieron por primera vez, Katy, camarera en un pequeño salón de té situado en Fleet Street, realizaba verdaderos juegos malabares con bandeja, tetera y bollitos, deslizándose entre las mesas sin esfuerzo aparente.

Ramón, que conocía un poco de inglés, fue el encargado de solicitar la consumición y, como hubiera sido demasiado pedir lo que, de verás, se les apetecía, requirió té con bollos.

Tan pronto como tuvieron delante su encargo, Ramón le dijo a su amigo: «Mira Arturo, yo entiendo algo de esto y tengo la seguridad de que le gustas. Cuanto pase de nuevo por aquí, vamos a tirarle el picado. No sé cómo me voy a arreglar en inglés, pero ya se me ocurrirá algo.»

Arturo, más realista que su amigo, respondió: «Déjate de cuentos y no me metas en líos. Si te gusta a ti, intenta lo que quieras.»

Ramón insistió, «pero no seas majadero, ¿es que lo la encuentras guapa?»

«Pues claro que la encuentro guapa, o ¿crees que estoy ciego?» -contestó Arturo. Pero no se trata de eso. Es que tu todo lo ves de color de rosa. A ver, ¿de dónde sacas tú que le gusto? Es la primera vez que me ve -añadió con acento apenado». Y, tras un momento de silencio, apostilló: «Y si me viera más veces, sería mucho peor.»

«Amigo, eres un cenizo -porfió Ramón. Con ese temperamento, no vas a ninguna parte y, claro, no te comerás una rosca en tu vida.»

«Bueno -concedió Arturo- haz lo que te parezca, pero verás como vamos a hacer el ridículo, especialmente yo.»

Ramón, investido ya de la dudosa categoría de intérprete celestinesco, espero una oportunidad y, tan pronto como Katy pasó cerca de su mesa, le pidió que se aproximase.

Cuando la tuvo a su lado, pidió la nota y, al pagarla, manteniendo bien a la vista un billete de cinco libras, como dando a entender que podía tratarse de la propina, preguntó: «Por favor, ¿quiere decirme como se llama?

Naturalmente no formuló la pregunta así, sino en inglés, ya que Ramón ducho en estas lides, no ignoraba que en cualquier país del mundo debe hablase el idioma oficial si se desea ser comprendido, y de manera especialísima en el Reino Unido.

Katy, con una sonrisa que encerraba un montón de promesas, dijo: «My name is Katy», ya que, aparentemente, no conocía ni palabra de español.

Tanto Arturo como Ramón, quedaron extasiados ante aquel nombre tan británico y hermoso, hasta aquel momento desconocido para ellos.

A mí, que estoy escribiendo esto, no me produjo la menor impresión porque ya se lo adjudiqué en el segundo párrafo. Compruébelo si no se fía.

Entonces, Ramón se despidió para siempre del billete, que pasó a manos de Katy y, ya lanzado, dio un paso más en el camino de la perdición que trataba de pavimentar para Arturo.

«¿A qué hora se cierra el establecimiento?»

«A las ocho», respondió Katy, prescindiendo de intérprete y acariciando con la mirada al incrédulo Arturo.

Este, haciendo un esfuerzo sobrehumano, recurriendo a las más recónditas células del intelecto, soltó un desesperado bramido que podía pasar por: «I´ll be awaiting you? (Te estaré esperando).

Ramón, estupefacto, boquiabierto, comprendió que aquello era, a la vez, una cita en toda regla y el final de su misión como intérprete. Para cuanto sucediera a partir de las ocho de aquella tarde, su presencia sería innecesaria, indiscreta e inoportuna.

Salieron a la calle, Arturo prácticamente remolcado por su exintérprete, pues aún no se había recuperado del shock producido por su evidente buena estrella.

En cuanto se encontraron rodeados de la bruma londinense, Ramón palmeó enérgicamente la espalda de su aún asombrado amigo y le dijo, echando una ojeada al reloj: «Bueno, hasta las ocho tenemos tiempo para dar un paseo. Vamos.»

«Quiá. De aquí no me muevo hasta que salga Katy. Este asunto es demasiado serio para andar con bromas», contradijo Arturo, añadiendo después de una pausa. «Ya nos veremos en el hotel.»

Desembarazado de su compañero de viaje, Arturo, ya más tranquilo, estuvo de plantón más de dos horas en inconsciente imitación de los inmóviles guardias de Buckingham Palace. Su quietud pareció un tanto sospechosa al bobby de servicio, estudiante de medicina en la facultad nocturna, que dudaba entre una detención inmediata por sospecha de preparación de robo, o ingreso en el hospital más próximo por presunción de catatonia.

El bobby que, evidentemente, no era un discípulo del  infalible Holmes, se absdtubvo y su falta de acción permitió el nacimiento de lo que podía llegar a ser la pasión del siglo.

Cuando, por fin, Katy salió cerrando la puerta suavemente, Arturo tuvo que realizar una pugna heroica. No era timidez lo que le impedía moverse para acudir a su encuentro. Un calambre espantoso, producto de su prolongada inactividad, le había dejado tan soldado al suelo como una farola.

Finalmente lo consiguió, viendo premiado su ánimo por unas palabras en español, con fortísimo acento inglés, que venían a disipar las dudas que le habían atormentado durante su dilatada vigilancia.

Aquello de ¿cómo me arreglo yo ahora sin saber prácticamente nada de su idioma?, carecía de importancia. Todo se había solucionado gracias a las ofertas de los «tours operators» que venden vacaciones en España a precios de saldo.

Más contento que unas pascuas, tomó la mano que se le ofrecía como saludos y se quedó con ella.

Como soy persona discreta, y estoy seguro de que usted también lo es,l no trataré de referir  detalladamente todo lo que aconteció durante los diez días en que Arturo, con una perseverancia digna de la mejor causa, procuró afanosamente la consecución de sus inconfesables fines.

Le aseguro, sin embargo, que dos veces consecutivas hubo de solicitar a sus padres, con urgencia, pues el caso apremiaba, nuevas remesas de fondos para reponer el dinero invertido en cenas, teatros, un juego de sortija, collar y pendientes en carísima bisurería fina y un chaquetón de pieles.

Entre tanto, Katy ponía en práctica la táctica dilatoria que tantos éxitos había deparado a sus compatriotas a los largo de los siglos. Buenas palabras, sinceras promesas, llamadas a la caballerosidad y al sentido común, todo ello con la expresión de auténtico pesar de que aquello que es imposible hoy, alegrémonos, será una gozosa realidad el jueves próximo.

Pasaron los días y llegó el último, el señalado en el billete de avión como fecha tope para volar a España, sin que Arturo hubiera logrado nada positivo y, por ello, se sentía como un burro sometido al tratamiento de la zanahoria.

Su estado de finanzas era absolutamente ruinoso. El de Ramón aún permitiría la adquisición de un par de bocadillos, una cerveza a repartir y sufragar el traslado hasta el aeropuerto, pero nada más.

El avión, que iba a cortar como un cuchillo el cordón umbilical que unía frágilmente el amor entre Katy y Arturo, despegaba a las 5, 05.

Katy había prometido que acudiría a Heathrow a tiempo para despedir a su enamorado.

A las cuatro menos cuarto, los dos amigos entregaron sus maletas y recogieron las tarjetas de embarque. De Katy, ni rastro.

A punto de pasar a la sala reservada a quienes se aprestaban a realizar el vuelo 643 de Iberia, alguien les llamó por sus nombres. Era un joven, elegantemente vestido, rubio, de unos ojos azules que irradiaban bondad y simpatía. Desentonaba un poquito la voz, de tono un poco bronco.

Se trataba de Edward, hermano de Katy, cuya existencia Arturo ya conocía, aunque solo por las frecuentes alusiones de su hermana.

En un inglés muy sencillo y, hablando lentamente, explicó que había surgido un imponderable que impedía a Katy cumplir con su deseo de venir a decirles good-by. Su tía Jane se cayó por las escaleras aquella mañana y tuvo que ser ingresada urgentemente en el hospital. En aquellas circunstancias era mejor que otra mujer la acompañara.

Muy pocas palabras más y con el disgusto consiguiente, los dos viajeros se despidieron de Edward y cruzaron el umbral de la puerta de entrada a la sala de embarque.

Apenas lo hubieron hecho, Edward, que les había acompañado hasta allí, llamó a Arturo, como si hubiera olvidado decirle algo importante.

Esperando escuchar algunas palabras que atenuaran su disgusto, el cariacontecido Arturo se volvió y, efectivamente, tuvo la oportunidad de oír un último mensaje.

Fue éste, dicho con la voz acariciadora de Katy:

«Anda que te zurzan, babayu. Cuando llegues a Oviedo, dái recuerdos a la Escandalera de parte de Tino, el de Sotrondio».

Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986

 

 

 

 

La Puerta

Margarita y Juan habían conseguido, partiendo de cero y a base de sudor y lágrimas, la escritura del piso en que habitaban desde hacía diez años.

Mientras la vivienda no fue suya, ni una sola vez había pasado por sus mentes la posibilidad de un robo. Luego, con la posesión tan trabajosamente lograda, las cosas cambiaron.

La transformación comenzó una noche en que, ya acostados, ambos se levantaron y, sin mediar palabra, fueron a comprobar si la puerta estaba bien cerrada.

Aquello fue como abrir los aliviaderos de un embalse. Su, hasta entonces, callada preocupación se convirtió en un torrente de proyectos relacionados con la seguridad ciudadana, en general, y con su hogar en particular, de modo especialísimo.

A partir de entonces, experimentaron, sin ser conscientes de ello, la sensación de que sus enseres, el mobiliario y los electrodomésticos habían sido revalorizados hasta alcanzar un valor incalculable.

Su acuciante necesidad de protección tenía que materializarse en algo concreto y, por fin, cayeron en la cuenta de que si en la puerta se habían iniciado sus temores, debía de ser porque en ella, precisamente, se encontraba el punto débil a través del cual podría llegar el eventual peligro.

Aunque, hasta aquel momento, nunca habían leído las páginas de sucesos, con el paso de los días se convirtieron en dos auténticos conocedores de cuanto se relacionaba con el allanamiento de morada. En sus conversaciones era frecuente el uso de palabras como pata de cabra, palanqueta, ganzúa, gato hidráudico, reventador, etc.

Temerosamente, lamentaban el virtuosismo con que los cacos eran capaces de acceder a los lugares mejor protegidos, y se calentaban el cerebro tratando de encontrar un medio seguro de hacer fracasar en sus intentos a los amantes de lo ajeno.

Por fin, decidieron pasar de los dichos a los hechos, considerando las características que debían adornar a la barrera que contendría la codicia de los delincuentes.

Su puerta no se parecería en nada a la de Bisagra, en Toledo que, por muy del siglo IX y muy árabe que fuera, carecería de condiciones para ejercer como tal.

Tampoco tendría que ver con las del Sol, de estilo mudejar, también en Toledo, ni con la Brandeburgo, en Berlín, Alcalá, en Madrid, la de Santa María, en Burgos, la Gran Puerta del Sur, en Seúl, la del Carmen, en Zaragoza y, ni siquiera, con la Puerta Santa de Santiago de Compostela.

No, aquella puerta, su puerta, sería la barrera por antonomasia, el obstáculo superlativo, la cancela infranqueable, el portón inatacable. En realidad, habría de ser, no una puerta, sino «la puerta».

Este impedimento ideal, suma y compendio de todas las virtudes, formaba parte de un sueño recurrente que la pareja sufría y gozaba casi cada noche.

Por la mañana, mezclando ilusión y realidad, fingían responder a la llamada del portero, perdón, del administrador de fincas urbanas, que les decía:

«Los inquilinos del 3º A dicen que, con semejante fusilada, es imposible dormir. Así que, o colocan sordina a las metralletas o se firma con los chorizos una tregua inmediatamente».

Esta imaginaria conversación bastaba para situar las cosas en su verdadera dimensión y, entonces, comentaban las características con que su puerta debería contar.

Ella, un poco más lanzada, decía: «Desde luego, con mirilla panorámica en panavisión y cristal antibala».

El, aun más técnico y exigente, añadía: «¿Y por qué no con un analizador de ondas electromagnéticas incorporado, capaz de detectar y reflejar en una pantalla el índice de agresividad de nuestros visitantes?

«En el visor -agregaba- podrían aparecer ordenadamente, de menor a mayor, de acuerdo a su capacidad de violencia, pobres, cobradores de recibos, Testigos de Jehová, inspectores de Hacienda, ladronzuelos, navajeros, atracadores y maníacos homicidas».

«Es más -seguía entusiasmado- se podría aplicar al analizador un aparato que, automáticamente, lanzara un gas al rostro del inoportuno para persuadirle de sus, seguramente, malévolas intenciones».

«Por ejemplo, a los pobres se les rociaría con un gas eufórico-nutriente. Para los cobradores, se destinaría un gas que estimularía la aparición de una amnesia fulminante. A los Testigos de Jehová, se les trataría con gas gélido que causaría una súbita afonía. Para el hombre de Hacienda se reservaría un gas que despertaría su repentino anhelo de tomar el primer avión a Nueva Zelanda. A ladronzuelos y navajeros, se les curaría con el gas del arrepentimiento. Para los atracadores, uno que provocaría el incoercible afán de depositar un donativo en nuestro buzón y, por último, los homicidas se convertirían en mansos corderos, merced al Ciklon II, gas utilizado con clamoroso éxito en Bergen Welsen, Dachau y lugares de esparcimiento semejantes».

Al fin, porque las ideas encuentran su final cuando comienzan a ser realidad palpable, adquirieron la puerta con más garantía del mercado, ganadora de varias medallas de oro en distintos certámenes internacionales.

Contaba el dichoso chirimbolo con dieciséis bisagras soldada a marco y puerta; marco y bastidor eran de acero laminado, con solapa. Tenía veinticinco pivotes fijos de encastración marco-puerta, pletina de umbral, de acero inoxidable, antigato hidráulico, cuarenta y dos pivotes de anclaje al suelo, cerradura de alta seguridad antipalanqueta y antiganzúa, y llave de borjas frontales.

Aquello era una verdadera obra de arte, pero, se gastaron una pequeña fortuna en acoplarle todas las mejoras que su imaginación y su miedo les habían sugerido y, como era de espera, comenzaron a respirar tranquilos.

Hasta se atrevieron a pasar, juntos, un día en la playa, algo que, hasta entonces, no habían tenido la osadía de concebir.

El día elegido para hacer uso de la libertad que les confería el recién estrenado cancerbero era domingo y, aunque no ignoraban que en esa fecha los desvalijadores de pisos se sienten especialmente activos, se fueron temprano y muy confiados sabiéndose inexpugnables.

A su vuelta, por la noche, a medio camino entre el ascensor y la vivienda pudieron ver que la puerta, aquel mirlo blanco, se encontraba entreabierta.

Con dos gritos desgarradores, un por barba, Margarita y Juan soltaron lo que traían en las manos y bastaron dos pasos y un empujón a la falsaria para comprobar que su hogar había sido despojado cuidadosamente de cuanto no era suelo y paredes.

Sosteniéndose mutuamente para no caer al suelo, vencidos por la desgracia, la pareja, mirándose a los ojos, recitó a coro:

«Creí que habías cerrado tú».

Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986

El teléfono de la esperanza

La desgracia se había cebado despiadadamente en Leonardo. Toda su vida había trascurrido entre enfermedades y contratiempos de distintos calibres. Con toda propiedad podía clasificársele como un supermercado de la catástrofe.

De niño experimentó todas las dolencias infantiles y de adolescente padeció las correspondientes a aquel periodo de su existencia.

Cuando ya no era adolescente, ni tampoco adulto, en el momento en que el único problema capilar de los de su generación radicaba en el costo que suponía la frecuente poda de tupidas cabelleras, él se libraba de tan oneroso gasto a cambio de una calvicie prematura que le iba dejando tan lampiño como la puerta de una nevera.

Días después de celebrar el decimoctavo aniversario de su venida a un mundo que le reservaba tantas y tantas funestas oportunidades, estaba en la terraza de su casa, piso tercero A, cuando un súbito ataque de vértigo le precipitó a la calle, naturalmente sin paracaídas.

Fue aquel un «vertiginoso» descenso que le proporcionó la inopinada oportunidad de trabar conocimiento con un fornido sacerdote navarro que, ocasionalmente y ajeno a lo que se le venía encima, despertó del golpe en una cama del hospital asegurando formalmente que había sido objeto de un atentado.

Aquella brusca e imprevista toma de contacto originó la fractura de ambas clavículas y cuatro costillas en el improvisado campo de aterrizaje sacerdotal.

El involuntario imitador de Icaro fue más afortunado y sólo se rompió ambas piernas y el tabique nasal.

Tres meses de estancia después, curado del vértigo, ingresó en Caja y fue tallado.

Tan pronto como se incorporó a filas, la piorrea tomó posesión de su dentadura y la entrega de licencia coincidió con la colocación de un nuevo equipo dental que sustituía  al que hubo necesidad de desahuciar por el procedimiento de urgencia.

La flamante herramienta desgarradora, trituradora y masticadora era soberbia. Blanca como la nieve y deslumbrante como ésta. Sin embargo el mecánico dentista que la ensambló tomaba las medidas más bien a ojo, consiguiendo de esta forma que la dentadura entrechocara tan ruidosamente que le obligaba a descender escaleras con enorme parsimonia para no causar la errónea impresión de encontrarse interpretando un solo de castañuelas.

Entre incorporación y licencia soportó los ataques, unas veces combinados, y otras por libre, de conjuntivitis, colitis, rinitis y otitis y, para colmo de indignidad, orquitis.

Cuando comenzaba a tomar gusto por la vida civil, o dicho de otro modo, diez minutos después de abandonar el cuartel, conoció a Jimena. Tres meses después consiguió trabajo y seis meses más tarde, se casó con ella.

Ya sé que esto parece hoy excesivamente precipitado, incluso imposible, pero debe tenerse en cuenta que todo sucedía hace muchos años. Los empleos no eran pepitas de oro y las mujeres soñaban con casarse.

Leonardo, en vista de que en el transcurso de los seis meses posteriores al casual conocimiento de Jimena únicamente había padecido de los callos, una afonía que le obligaba a hablar por señas y dos hemorragias nasales, creyó que su prolongada racha de mala suerte había finalizado. Consideró que Jimena, además de estar muy buena, se había convertido en su talismán.

Así que, como queda escrito más arriba, se casó.

Después de mucho pensar, decidieron realizar el viaje de novios en tren para no tentar innecesariamente a la suerte con un vuelo a Sevilla.

Llegados al hotel y después de curar dos dedos que se había aplastado con al bajar la ventanilla de su departamento, Leonardo, seguro ya de que Jimena estaba buena pero no era, de ninguna manera el amuleto supuesto, decidió consumar el matrimonio a todo gas, antes de que se incendiara el edificio, se desbordara el Guadalquivir o, lo que sería más grave, la poliomielitis tuviera la repentina ocurrencia de dejarle incapacitado.

A la mañana siguiente, bien temprano, despertó a causa de unos intensos picores en la pantorrilla izquierda. Alarmado, se levantó y, encerrándose en el cuarto de baño, pudo comprobar que en aquella parte de su anatomía se estaba formando una enorme roncha de muy mal aspecto.

Volvió al dormitorio y, no sabiendo qué hacer, pero no deseando despertar a su dormida esposa, se sentó en la butaca a oscuras. «Después de desayunar, iremos a un especialista de la piel», se dijo.

Tan pronto como el doctor Turcios vio aquello, diagnosticó eczema seco. Extendió siete recetas, se embolsó 7.500 pesetas, y les acompañó amablemente a la puerta.

Desde aquel momento, además de alimentarse, contemplar la maravillosa perspectiva de la Plaza de España, el Parque de María Luisa, distintos monumentos y hacer aquello, podían divertirse colocando sobre el eczema una amplia variedad de pomadas que conferían a aquella porquería delicadas tonalidades del ámbar, violeta y marrón oscuro.

Sevilla, Plaza de España

Plaza de España de Sevilla

Las curas eran laboriosas y comenzaban siempre con la aplicación de un maloliente líquido, para lo cual utilizaban, de acuerdo con las instrucciones grandes pedazos de algodón en rama.

Encontrar el lugar adecuado donde ocultar aquellos pingajos húmedos constituía una verdadera pesadilla para el reciente matrimonio. Tirarlos por la ventana no era higiénico ni recomendable. En la papelera, tampoco. ¿Qué pensaría el servicio de limpieza?

Creyeron encontrar una solución cuando Jimena, con gesto resuelto, levantó la tapa del WC y, después de dejar caer en su interior aquella inmundicia, tiró de la cadena.

Hasta las 3,30 de la madrugada del cuarto día, el sistema funcionó. A hora tan intempestiva, dejó de hacerlo.

El vigilante nocturno, deshaciéndose en excusas, les suplicó que cambiaran de habitación para proceder ipso facto a arreglar todo el sistema de cañerías pues la habitación del piso inferior se encontraba inundada por el agua que caía en cascada desde la que ocupaban.

A partir de aquel momento, por San Lucas de Barrameda, no solo desembocaba el Guadalquivir, sino también los paquetes, cuidadosamente envueltos en plástico, que Jimena y Leonardo botaban, sin solemnidad ni botella de champagne, cada anochecer.

Como todo, también el viaje de novios llegó a termino y la pareja volvió a sus lares.

A los dos meses Leonardo, que únicamente había experimentado una ligera tortícolis, por cuya razón se encontraba sumamente satisfecho, comenzó a sufrir una rebelión delas masas en edición unipersonal.

Jimena parecía estar harta de tanta dentadura postiza, de la calvicie y, en fin, de las múltiples secuelas que aquel enfermo recalcitrante coleccionaba. Daba señales de desazón y descontento.

Una mañana en que a Leonardo se le pegaron las sábanas, se encontró encima de la mesilla de noche una nota que decía escuetamente:

«Adiós, convaleciente perpetuo»

En circunstancias distintas lo más probable hubiera sido que Leonardo admirase el lacónico estilo de su esposa, pero en aquel momento no se encontraba en las condiciones más propicias para otra cosa que para maldecir la hora en que se le ocurriría casarse, la perra suerte que le deparó tan puercas jugadas, la hora en que nació y, ya puestos a ello, el Día de la Raza.

A pesar de que su ya duro y cotidiano entrenamiento debería haberle abroquelado contra las consecuencias de cualquier catástrofe, ante aquella se sintió totalmente indefenso. El abandono de su recién estrenada esposa le sumió en una negra sima de dolor. Tan honda, que decidió dejar caer el telón y hacer un mutis definitivo.

Leonardo era calvo, lo cual no le impedía ser persona de decisiones rápidas: así pues, inmediatamente, comenzó a pensar en las ventajas e inconvenientes que reunían diferentes métodos de embarque para la eternidad.

Descartó al instante la defenestración, pues aún recordaba su caída desde la terraza y no deseaba verse obligado a realizar el último viaje en compañía de clérigos o seglares.

Del gas ciudad, ni hablar. Tenía un olor insoportable y, además, podía ser detectado por los vecinos que quizás le impidieran la excursión.

Revolver o pistola no tenía y, aunque dispusiera de armas, no las utilizaría, pues le sobresaltaba demasiado el antipático ruido que producían al ser disparadas.

Repentinamente, recordó las medicinas que se almacenaban en la despensa. Restos de innumerables tratamientos que su mala salud y un rosario de accidentes le habían hecho seguir. Representaban varios quilos de material aprovechable.

«Ahora vais a servir, de verdad, para algo», se dijo imaginando el cocktail especial e irrepetible que iba a preparar sin necesidad de receta alguna.

Cuidadosamente, eligió cuantos fármacos llevaban la indicación de «solo uso externo» y reforzó el surtido con un par de limpiametales.

El resultado de la mezcla del medio cubo de agua y el contenido de los frasquitos, botellas, tubos y polvos seleccionados, presentaba un color que ni el divino Dalí hubiera soñado en sus delirios más audaces.

Después de agitar concienzudamente aquel mejunje infernal, digno del aquelarre más distinguido, Leonardo decidió irse a lo snob y buscó en la cristalera fina, regalada por su tía Victoria, una hermosa copa para champagne, que llenó hasta el borde. Se sentó cómodamente en una butaca, que por cierto estaba sin pagar en su totalidad, y levantó la burbuja cristalina disponiéndose a vaciarla de un trago.

Antes de hacerlo, paseo su mirada por la habitación en muda despedida de aquel lugar en el que tanto había amado y sufrido y que, en breves instantes se convertiría en su mausoleo.

Sobre la mesita baja se encontraba un periódico del día anterior, abierto por las páginas centrales, de cuyo texto destacaba un conciso titular que decía «Teléfono de la Esperanza».

Involuntariamente, Leonardo vio el título y pensó: » Esperanza para quienes aún disponen de capacidad para albergarla. No para mí, que ya llegué al límite de la desesperanza».

Contra sus deseos, o por lo menos sin la intervención de su albedrío, depositó la copa sobre la mesita y con una mano, aparentemente dotada de vida propia e independiente, cogió el diario.

Asombrado, leyó el parco aviso que figuraba bajo aquellas palabras extrañas. Decía: «No tome una decisión precipitada. Todo problema tiene su solución. Cuando crea que ya nada importa y que la vida no merece la pena ser vivida, aplace su determinación unos minutos. Póngase en contacto con nosotros llamando al teléfono…».

Leonardo arrojó el periódico al suelo y volvió a coger la copa, dispuesto a terminar de una vez. Sin embargo, la colocó sobre la mesa nuevamente.

Una tenue llama de ilusión había nacido en su interior y, aunque no quería admitirlo, pensar en la ingestión de aquella maloliente porquería le causaba un asco imponente.

«Bueno -se dijo- En realidad, esto no va a adquirir peor aspecto dentro de cinco minutos. Y, además, la mía no tiene porqué ser una muerte repentina».

Con un gesto indeciso, Leonardo asió el teléfono y, sin levantarse de la butaca donde aún se encontraba, leyó el número de teléfono de la esperanza, marcó y esperó unos instantes antes de conseguir respuesta.

Una agradable voz de mujer dio fin a su nerviosa espera diciendo: «Buenos días».

Leonardo en tono de duda, preguntó: «¿Es la esperanza?». La respuesta en la que se traducía un deje jovial, le extrañó un tanto: «Pues claro, ¿quién iba a ser, hombre?, ¿qué tripa se te rompió?».

«Pues  verá -contestó- ; no se me rompió ninguna tripa, todavía, pero es probable que se me rompa todo de una vez. Estoy a punto de suicidarme».

«¡Qué burro eres, pero qué burro eres! ¿Cómo se te ha ocurrido semejante estupidez? Mira, déjate de pamplinas y piensa que por muy desgraciado que te sientas hoy, mañana será otro día. ¿Por qué no me cuentas tus penas? Verás cuanto mejor te sientes cuando desembuches».

Leonardo, sin comprender la razón, comenzó a notar como si le quitasen de encima una pesadísima losa y, poco a poco, tímidamente al principio, y con toda sinceridad luego, fue recitando su patético catálogo de contratiempos, enfermedades y tristezas, terminando por confesar el reciente abandono de  su esposa.

Al otro lado del hilo telefónico que le unía a la esperanza, la voz de su interlocutora solo interrumpía para pronunciar breves palabras de asentimiento como: «Ya», «Bueno», «Vaya», que no hacían otra cosa que alimentar el anhelo de simpatía y comprensión experimentada por Leonardo.

Cuando terminó la larga letanía y confirmó su propósito de quitarse la vida, aquella voz se limitó a decir: «Bueno, no es posible que hayas aguantado a pie firme todo lo que me has contado y te arrugues ahora con la espantada de tu mujer. Si te deja una, piensa que te ha hecho un favor. Desde este momento tienes la oportunidad de disponer de las que quieras».

«Pero, ¿qué dices? -exclamó Leonardo-. No lo entiendo. O estás loca, o no sabes lo que dices».

«Claro que lo sé, hombre, claro que lo sé. Tengo mucha experiencia en estas cosas. El ambiente que me rodea y mi oficio me han enseñado mucho», dijo la voz amable.

«Nada, nada, tengo que tomar alguna medida», confesó Leonardo.

«Bueno, pues si se trata de tomar medidas -fue cortado- toma las mías; ahí van: 90-60-90. He de confesarte -continuó- que no soy la Esperanza. Esa salió ayer con un argentino que la trae tarumba y no volvió todavía. Yo soy la Manuela».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

El jardín de doña Luz

Decididamente, no comprendía la razón de aquel precipitado cambio de domicilio. Tampoco veía muy clara la súbita desaparición de sus sobrinas Eva y Ana que siempre, desde pequeñitas, habían vivido con ella en la enorme casa de Barcelona.

Echaba de menos a sus criadas, especialmente a Jacinta, la paciente ama de llaves heredada de sus padres tanto años antes que, por muy atrás que hiciera retroceder sus pensamientos en el recuerdo, era incapaz de contemplarse a sí misma sin atisbar, al fondo y como tratando de pasar desapercibida, la figura protectora y el rostro amable de la omnipresente Cinta.

Cinta, como la llamaba cariñosamente, fue el sempiterno paño de lágrimas. Primero, cuando era una mocosuela de caminar vacilante, sus acogedores brazos estaban prestos a recibirla para prodigarle los maternales cuidados que la fría y distante madre no sabía o no quería dispensar. Luego, ya de adolescente, se convirtió en la incansable caja de resonancia de interminables confidencias y, por fin, cuando Lucita pasó a ser doña Luz, Cinta representó un baluarte contra las horas de desánimo, dolor y amargura causadas por la muerte del novio desaparecido en la guerra.

Y ahora, no sólo se había esfumado Cinta. Las demás, vestidas de la mañana a la noche con severos y elegantes trajes negros, la habían dejado en poder de los nuevos criados, todos hombres, enfundados en sus ridículos uniformes constituidos por pantalones azules y chaquetas blancas. No podía evitarlo; el personal de su flamante domicilio le producía la misma impresión que los atareados camareros de un hotel de no muy elevada categoría.

No, no era que los criados hicieran alarde de mala educación, que se comportaran con brusquedad o que sus modales dejaran algo que desear. Nada de eso. Sin embargo, no le agradaban. Detrás de su cortesía superficial, se ocultaba alguna malévola intención que, por el momento, era incapaz de determinar.

Y, ¿qué decir de los invitados? El hecho de que sus sobrinas hubieran brindado la oportunidad de pasar una temporada en su casa -al fin y al cabo, no les pertenecía a ellas- a un grupo de desconocidos, era una muestra de frescura. Y, encima, ¡se habían ido dejándola a solas con toda aquella gente!

El proceder, la falta de consideración de Ana y Eva, no tenía perdón. Tan pronto como les echara la vista encima iba a cantarles las verdades del barquero. Además exigiría que se deshicieran del servicio y repusieran en sus puestos a Cinta y al resto de su antiguo personal. Y, por supuesto, que se largaran todos los gorrones que andaban por la casa como Pedro por la suya, muchos de ellos sin tomarse siquiera la molestia de darle los buenos días.

Había algo, no obstante, que aunque a regañadientes, no tenía más remedio que reconocer. Su actual residencia podía tener inconvenientes, pero contaba con un jardín -más que jardín merecía el nombre de parque- muy superior al de la antigua casa, en realidad unos pocos metros cuadrados de césped no muy bien cuidado.

Pasear por el parque, aún con la seguridad de encontrarse con algunos de los extraños convidados, representaba un auténtico gozo que doña Luz se regalaba a diario, soportando sol, agua, frío o calor.

Su lento deambular por las amplias avenidas, bajo la frondosa arboleda, a dos pasos de los espléndidos macizos de flores, le deparaban la ocasión de tropezar con un señor, muy anciano y correcto, que, invariablemente, se descubría ante ella y, con el sombrero en la mano, la cumplimentaba con una frase -todos los días la misma- en algún idioma extranjero que doña Luz no entendía pero que se aprendió de memoria.

Sonaba algo así como: «Jaben si gut gueschlafen?»

¿De dónde habrían sacado sus endemoniadas sobrinas aquel estafermo? ¿De qué lo conocían si no hablaba español?

A pesar del malestar que le causaba el extraño individuo, su presencia llegó a resultarle tan familiar que los paseos parecían incompletos hasta que se producía su aparición, habitualmente de manera repentina.

Por el contrario, no acaba de resignarse a que el mayordomo -o lo que fuese aquel individuo joven, vestido completamente de azul oscuro que trataba autoritariamente al resto del servicio- no consultara con ella, como había hecho cada día Cinta, en qué consistirían los menús para el almuerzo y la cena.

Allí parecía darse todo por sentado. Como si su opinión no contara lo más mínimo. En aquella cuestión comenzaba a sentirse más que harta. El consuelo que, en un principio, suponía estar preparada para responder con un rotundo no a la solicitud de dinero para el sostenimiento de la casa, había empezado a difuminarse. Según sus cálculos, había llegado a su nuevo hogar hacía más de tres meses y nada; el mayordomo -o lo que fuera aquel tipo de azul oscuro- no le había hablado de la cuestión económica ni una sola vez.

Y, desde luego, no por falta de oportunidad pues, cada dos o tres días se hacía el encontradizo y con gran cortesía, esos sí, se interesaba por su salud con tanta insistencia que llegaba a resultar un poco pesado e indiscreto.

«¿Cómo se encuentra la señora?» «¿Ha dormido usted bien?» «¿Tiene buen apetito?» «¿Echa de menos alguna cosa?» «¿Necesita algo?»

Pero las preguntas que estuvieron a punto de sacar de sus casillas a doña Luz fueron las siguientes:

-¿Hace usted de vientre? ¿Cómo marcha ese intestino?

En aquella ocasión, doña Luz demostró de una vez y para siempre, que una señora es una señora. Realizando un esfuerzo sobrehumano y tragándose la indignación que pugnaba por exteriorizarse, lanzó al indiscreto preguntón una mirada que debió producirle ronchas, y respondió:

-Las señoras como yo, carecemos de vientre e intestinos.

La tía de las irresponsables Eva y Ana confiaba en que, a partir de entonces, aquel maleducado mayordomo -o lo que fuese- encontraría a forma de mantenerse en su lugar; el que le correspondiera de acuerdo a su posición en la casa y en el servicio de la misma. Pues no faltaría más.

«Pase por que se interese por el estado de mi apetito, si me mantengo o no desvelada, si necesito alguna cosa; al fin y al cabo es una muestra de buena educación. Pero, pero lo otro ha sido de una indecencia inaudita. Me van a oír mis sobrinas, esas locas de atar que me han colocado en semejante situación.»

Tanta cólera produjo este incidente a la desgraciada doña Luz, que las lágrimas incontenibles, acudieron a sus ojos. Para ocultarlas de las miradas de los invitados, subió rauda a su habitación. Lloró un rato y, cuando se calmó un poquito, paso al cuarto de baño para enjugar el llanto. Después de hacerlo, al colocar la toalla en el soporte, reparó en las grandes letras azules esparcidas sobre la felpa.

«Clínica Mental El Sosiego», decían las despiadadas palabras no vistas hasta entonces.

Por si en su confusa mente quedara alguna duda, aquella noche, coincidiendo con las campanadas de las diez, pudo escuchar el cauteloso clic indicativo de que la puerta de su dormitorio había sido cerrada desde fuera.