Una noche de esas en las que, sin motivo aparente, soy incapaz de conciliar el sueño, fui consciente por primera vez en mi vida de que me encontraba reposando sobre un mueble, trasto, enser o chirimbolo nacido de la fecunda inventiva del hombre y no por generación espontánea.
Como soy persona curiosa, decidí que, tan pronto amaneciera, comenzaría a investigar acerca del origen y la evolución de tan cómodo artefacto.
Por ser, también, amante de la verdad he de confesar que no pude poner en práctica mis intenciones al cantar el gallo pues, para entonces, estaba profundamente dormido. Pero cuando logré regresar al mundo de los vivos y mantenerme razonablemente despierto, puse manos a la obra.
Lo primero que descubrí fue que la cama primitiva no se parecía en absoluto a la actual. Era tan diferente que ni siquiera se llamaba cama.
Los hombres primitivos, para los suramericanos «ansestros», eran tan bestias y estaban tan agotados de correr detrás o delante de los dinosaurios (la posición dependía de quienes estuvieran más hambrientos), que, llegada la hora de acostarse, se dejaban caer en el santo suelo y, muy buenas noches.
Con el paso del tiempo se sofisticaron los métodos de caza, el hombre dispuso de más tiempo para el descanso y, encontrando el suelo menos santo y cómodo de lo deseable, pensó que quizás situando entre su cuerpo y el pedregal una piel, el reposo sería más placentero. Resultó como suponía. Entonces el jefe de la manada (aún no habían alcanzado la etapa social denominada tribu), decidió, argumentando a base de cachiporra, que si con una piel se estaba cómodo, con dos, el confort se doblaría. Puesta a prueba tan avanzada teoría, se demostró lo correcto de la misma.
Ese fue el primer paso hacia la invención de la cama.
El segundo consistió en la elevación de una especie de ménsula de troncos, naturalmente sin tallar, para evitar la mordedura de animales poco recomendables. No olvidemos que aún no se conocían sueros ni vacunas.
A partir de estos primeros balbuceos, inconsciente búsqueda de la horizontalidad perfecta, la cama experimentó una veloz evolución en la que comodidad, funcionalidad, higiene y elegancia se dieron cita.
Como puestos de acuerdo, en Francia, Inglaterra e Italia, los inventores Lit, Bed y Letto lanzaron al mercado los últimos modelos que, únicamente fueron superados no hace mucho tiempo por la cama de agua, diseñada por un anónimo buzo profesional con destino en el puerto griego del Pireo.
Esta variedad, según aseguran autoridades en el campo de la medicina, no es recomendable para reumáticos.
He pasado por alto, consciente de mi omisión, los lechos con dosel por su proclividad al incendio que, en más de una ocasión obligaron a sus usuarios a un involuntario paso del reposo temporal al eterno.
Las prestaciones de una cama normal son infinitas y, por ello, no voy a citar más que las dos más importantes: en ella nacen quienes tienen tanta prisa por vivir, si no lo hacen en taxis o aviones, y mueren aquellos a quienes le sorprende la muerte cuando se encuentran acostados.
La palabra cama jamás será mencionada por las exquisitas damas de la época victoriana. Llegada la hora de dormir decían: «ha llegado el momento de que me retire».
Curiosamente, de aquello hemos pasado al extremo opuesto. De ser algo innombrable, se ha convertido en el único elemento imprescindible del cine actual.
A pesar de su apariencia semántica, nada tienen que ver con la cama el camaleón y el camafeo. De camarera, no me atrevería a decir otro tanto. De Kamasutra, sí.
No puedo resistir la tentación de recordarles que nuestra primera cama no se llama así, sino cuna. La última, también cambia de nombre. Se denomina féretro o ataúd.
Deseo que hayan trascurrido un montón de años desde que abandono la primera, y que aún deban sucederse muchos más hasta que le tiendan en la última.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986