Martín era un original a la fuerza, de igual modo que se encontraba en el paro; a la fuerza. La segunda circunstancia le había obligado a adoptar una postura poco frecuente en la vida y así, sin proponérselo, resultaba original.
Sentía desmedida afición por el teatro y el cine. Pero lo que, de verdad, constituía para él una atracción irresistible era el espectáculo de humor. Con excepción del crimen, estaba dispuesto a llegar a cualquier cosa con tal de ser testigo del hecho humorístico.
Y así, entre la espada de su incapacidad económica y la pared de sus deseos insatisfechos, cayó enfermo atacado de una fuerte depresión nerviosa que, en el plazo de breves días, le convirtió en una caricatura de si mismo.
No manifestaba interés por cosa alguna, su proverbial apetito desapareció por completo y permanecía hosco, encerrado en un limbo particular, tumbado en la cama con la persiana baja y la luz apagada.
Cerca de dos semanas transcurrieron hasta que la autoridad paterna se impuso y, como un fardo, Martín fue introducido en el coche y llevado a la consulta del más destacado psiquiatra de la ciudad.
El enfermo se empeñó en entrar en el despacho del médico sin ser acompañado por nadie y no reveló una palabra de lo hablado en la consulta. Las medicinas recetadas desaparecían discretamente lavabo abajo sin causar desperfectos visibles en el desagüe lo que confirmó la primera impresión de que el doctor sabía lo que se hacía y los medicamentos no eran perjudiciales.
Repitió la visita una semana más tarde y volvió de ella visiblemente recuperado. Decididamente, aquel galeno era una notabilidad, pensaron los familiares de Martín.
Se celebraron otras cuatro entrevistas más y, después de la última, el enfermo fue dado de alta. La depresión había remitido por completo y volvía a disfrutar de la vida, la comida dejó de ser un tormento y a ojos de Martín sus interlocutores perdieron el aspecto de antipáticos y crueles inquisidores.
Sin embargo, continuaba negándose obstinadamente a hablar del médico y a unirse al coro de alabanzas que sus padres entonaban incansables.
El ex-enfermo sabía que si había experimentado tan espectacular mejoría y tan rápida curación, el doctor no debía de ser acusado de lo que tenía todas las trazas de un milagro.
Ya antes de haber entrado en el despacho barrocamente decorado con una impresionante colección de diplomas, títulos y pergaminos otorgados por varias universidades nacionales y extranjeras, se había sentido un poquito aliviado.
La cita que le permitió asistir a la consulta por primera vez, se concertó a última hora, aprisa y corriendo. Por esa razón, pese a ser invocado el nombre de una amistad común, tuvo que permanecer en la sala de espera, muy concurrida, durante más de dos horas.
El famoso especialista era hombre meticuloso y concienzudo que formulaba infinidad de preguntas a cada paciente y no admitía respuestas monosílabicas.
Así que Martín, en el primer momento molesto y después francamente divertido, tuvo la oportunidad de escuchar una serie de despropósitos que tuvieron a virtud de barrer de su mente las nubes pesimistas que le abrumaban.
A partir de la visita inicial, aguardó con impaciencia el día en que se produciría la siguiente y aquellos ratos hicieron más por su salud quebrantada que los más modernos fármacos de importación.
Cuando era introducido por la enfermera con cara de camello hidrópico en la sala siempre animada, tomaba asiento donde podía, adoptaba un continente austero y ausente que desanimaba a quienes sintieran la tentación de pegar la hebra y prestaba oído atengo a las habituales incoherencias comentadas en aquel lugar.
Su rostro impenetrable de tahur no dejaba adivinar ninguna de las impresiones que experimentaba. Pero interiormente, sin que nada delatara que en su ánimo se estaba produciendo un saludable cambio, una procesión de carcajadas homéricas sacudían y alejaban la indiferencia y el aplatamiento anímico en el que estaba sumido.
Luego, al regresar a casa, reflexionaba detenidamente en cuanto había escuchado y, de pronto, reía alegremente, como en otros tiempos.
Una tarde las risas fueron tan ruidosas que atrajeron a sus padres temerosos de que se hubiera vuelto completamnte loco. Martín los tranquilizó, asegurándoles que se encontraba mejor que nunca. De paso, aprovechó las circunstancias para agradecer cariñosamente su resuelta determinación de llevarle al médico. Los autores de sus días se retiraron safisfechos y despreocupados.
Una vez solo, el alegre parado reflexionó profundamente durante largo rato. Fruto de su meditación surgió una idea que, al día siguiente, puso en práctica.
A primera hora de la mañana, se dirigió al Colegio Oficial de Médicos, donde contaba con un amigo de la infancia. Este, después de múltiples dudas y vacilaciones, terminó por entregarle un grueso librote en el que figuraban clasificados por especialidades, todos los doctores colegiados de la capital de España.
La posesión del Nomenclátor le permitía realizar la segunda parte de su proyecto.
Aquella misma tarde, llamó por teléfono a la consulta de un oftalmólogo, el doctor Audino, y se enteró de las horas de recibo. De cuatro a ocho, por las tardes, y, por las mañanas, de diez y media a una y media, le respondieron, pero sería mejor que concertara una entrevista para evitar esperas molestas, añadieron previsoramente.
Pero Martín no accedió. Dijo que llamaría otro día, a primera hora. Naturalmente, no facilitó su nombre ni confesó que él, precisamente, quería esperar. Cuanto más, mejor.
Aquella tarde, a las cinco menos cuarto, se presentó en casa del doctor Audino. Dijo que deseaba ser recibido, que no tenía cita previa y que no tenía prisa alguna.
«Tiene usted diez personas delante», le informó la enfermera, invitándole a pasar a la sala de espera.
La habitación, como casi todas las destinadas a estos menesteres, tenía poca ventilación y su única ventana se abría a un angosto y tenebroso patio por el que ascendían arrastradas notas de un tango y los gimoteos de un niño.
Sobre dos mesitas bajas, un montón de revistas que nadie se molestaba en ojear, en parte debido a la poca luz de la que disfrutaban, y porque escuchar las conversaciones que se cruzaban entre quienes aguardaban requería menos esfuerzo.
Reinaba allí una atmósfera de templo pagano que parecía invitar a desnudar el alma ante los asistentes como en una pretérita confesión pública.
Precariamente sentado en una silla demasiado frágil para su amplia humanidad, como una enorme gallina sobre su palo, un buda humano pontificaba con atiplada voz. Las gafas ahumadas tras las que ocultaba los ojos le prestaban una apariencia extraña. Las manos regordetas cruzadas sobre el amplio vientre hacían pensar en la bendición urbi et orbe.
Hablaba con tonillo suficiente y despectivo y las otras nueve personas le escuchaban como debió ser escuchado en sus buenos tiempos el oráculo de Delfos. El gordo advertía el respeto que producían sus palabras y, mezquinamente, se aprovechaba de aquel hecho para no tolerar interferencias.
Cuando Martín entró, el obeso orador decía: «Pues, como aseguraba cuando la llegada de este joven ha venido a interrumpirme…»
«Usted perdone», se atrevió a decir el recién llegado.
«¿Qué he de perdonarle?», quiso saber un poco inseguro el conferenciante.
«Pues, que le haya cortado el rollo, naturalmente», contestó Martín en tono zumbón.
El otro, más mosca aún, optó por no acusar recibo de la intemperancia y prosiguió:
«Sí, en casos de quistes conjuntivales ya desactivados y para terminar con derrames subsidiarios, no hay nada como la Dexametasona Constrictor. Su fórmula es un verdadero hallazgo: dexametasona fosfato sódico 1 mg.; cloranfenicol (succinato sódico) 7,3 mg., tetrizolina clorhidrato 0,5 mg. y vehículo coloidal c.s.p. 1 ml.»
Después de soltar la retahila de nombres incomprensibles, el adiposo vademecum permaneció unos instantes en silencio, volvió a tomar la palabra y añadió:
«No es que tenga nada contra el colirio oculos, vasoconstrictor antibiótico. Reconozco sus virtudes, pero, los antibióticos tiene sus inconvenientes…»
Lo que iba a seguir quedó en el aire, pues uno de los que aguantaban con estoicismo el didáctico chaparrón intervino para decir:
«Ya sé, ya sé; se refiere usted al shock «anaprofiláctico»…»
Como movida por un resorte, la diminuta fémina que ocupaba la silla inmediata a la de Martín, se puso en pie y, con una dignidad nada consonante con su exiguo tamaño, exclamó:
No estoy dispuesta a tolerar que ante una señora como yo, se pronuncien palabras tan soeces como la que acabo de escuchar.»
El culpable, fijó la vista en el suelo y se hundió en su asiento.
El gordinflón cambio de color y, visiblemente azorado, optó por permanecer en silencio.
Martín, algo verde aún en aquellas situaciones, se disponía a levantarse para abandonar la sala de espera cuando unas palabras pronunciadas muy cerca le hicieron desistir. Aguzó el oído y se inclinó hacia delante con curiosidad.
Frente a él, sentadas en un diván, tres personas cuchicheaban. Una, joven y bonita; otra, viejecita vestida de negro, con la barbilla apoyada en la empuñadura del bastón y la tercera, un hombrón con erizados cabellos entrecanos cortados a cepillo. Este último estaba en el uso de la palabra.
«…hace más de cinco años. Y, aunque parezca imposible, quedé fenomenal. Lo recuerdo perfectamente. Yo me encontraba, de pie, en una pila de troncos sobre la que, con una grúa, iban depositando los que descargaban de un enorme camión. De pronto, la cadena se rompió y, al soltarse, el madero que colgaba se desprendió y me propinó un tremendo golpe en el rostro. Sentí un dolor agudísimo pero, sacando fuerzas de flaqueza, llevé la mano a la cara. Enseguida advertí que me faltaba el ojo derecho. Mis compañeros me apoyaron contra un árbol, a la sombra y, diligentes, iniciaron la búsqueda. Tuvieron que remover toda la pila de troncos pues el ojo se había colado hacia el fondo del montón. Tres horas más tarde apareció. Se encontraba bastante sucio, pero con agua del botijo y un pañuelo no muy limpio, lo dejaron bastante presentable. Luego, me metieron en una furgoneta y me llevaron a la ciudad. En total habían transcurrido unas seis horas. Sin embargo, en el hospital estaban acostumbrados a cosas por el estilo; en diez minutos volvieron a colocarme el ojo y Santas Pascuas. Todo en orden.»
«¡Santo Dios!» -articuló trabajosamente la viejecita. Pero, ¿cómo es posible? Y, ¿veía usted bien?»
«Por el otro ojo, sí, estupendamente -respondió tranquilo el accidentado. Por el que me habían vuelto a poner, nada en absoluto, como siempre. Como era de cristal…»
Martín, reprimiendo a duras penas la carcajada, se apresuró a batirse en retirada. Le dijo a la enfermera que volvería, pues había recordado una cita importante a la que no podía faltar.
Al día siguiente era sábado, jornada que todo especialista que se precie dedica a pescar, cazar o hacer encaje de bolillos. Así que Martín, no deseando perder una sola fecha, hubo de conformarse con el Seguro de Enfermedad y, ya metido en gastos, acudió a uno de los Ambulatorios más concurridos de Madrid.
La sala de espera venía a ser como la de la Estación de Chamartín, pero mas ruidosa y concurrida. Para hacerse oír todo el mundo hablaba a gritos, lo que obligaba a subir conjuntamente el tono. Cuando el pandemonium alcanzaba su cénit, el celador, embutido en su bata primitivamente blanca, intentaba restablecer el silencio y, como su voz individual no podía elevarse por encima del enloquecido orfeón, volvía a introducirse en su garita y salía de nuevo enarbolando una pancarta en la que los no iletrados podían leer: SE CALLEN.
Monótonamente, la pauta griterío-cartelón-griterío, se repetía cada diez minutos. El de la bata blanca cumplía su misión con la misma fe en el resultado de sus esfuerzos que quien espera una reducción de los impuestos.
Martín se encontraba físicamente mal. Aquel barullo le desconcertaba. Después de buscar infructuosamente dónde tomar asiento, advirtió que estaba libre una de esas sillas anatómicas de plástico que hacen innecesaria la calefacción y logran para sus usuarios más jóvenes la calificación de inútil total para el servicio militar.
Luego de renunciar definitivamente a permanecer sentado en la postura deseada, pues resbalaba continuamente, prestó oído a lo que se gritaba en las cercanías de su silla, modelo diseñado por la Inquisición en uno de sus momentos de intransigencia más rabiosos.
A su derecha, deslizándose y enderezándose alternativamente, en sus respectivas localidades, se encontraban un hombre y una mujer de mediana edad. Saltaba a la vista que estaban casados. Un matrimonio de tantos. Ella, con aspecto dusto y autoritario. El, con aire sumiso y apocado, miraba a sus congéneres como diciendo: «si se atreve, llévele la contraria a mi costilla y verá lo que es bueno.»
«Cuéntame los latidos, Lorenzo», dijo la mujer.
«A ver», contestó el marido asiendo delicadamente la muñeca con una mano como un jamón.
Transcurrieron unos minutos durante los cuales Lorenzo no apartó los ojos del reloj. Por fin, con un vozarrón que sobresalió claramente por encima del relativo silencio provocado por la aparición del cartel, proclamó: «Vas a ciento veinticinco revoluciones.»
A pesar de la incomodidad y el calor del lugar, Martín comenzaba a disfrutar. Como inicio aquello no estaba mal. A su espalda, en otra fila de butaquitas gemelas, pero en amarillo, alguien dotado de una voz estridente, ponía por los suelos los medicamentos en general. Especialmente, a los destinados a la vía oral, no los tragaba.
Su compañero en el sedente suplicio, le daba la razón pero disentía en un pequeño detalle. «Las medicinas, todas, son una porquería. A pesar de ello, yo tengo mucha confianza en los excipientes, por ejemplo, con sabor a morcilla. De esta forma, no daría ninguna pereza repetir las tomas.»
«Mire, déjese de pamplinas. Donde esté una medicina para uso tópico…»
«Querrá usted decir utópico», interrumpió con timidez el amante de los excipientes.
«Yo no hablo jamás de política. Y menos con socialistas», cortó indignado el de la voz chillona, levantándose apresuradamente.
Después de aquello, Martín no pudo resistir más. Necesitaba descansar. Haciendo un esfuerzo, logró ponerse en pie y se dirigió a los servicios.
Dos viejecitos terminaban de secarse las manos, uno con el pañuelo y el otro que, aparentemente, no tenía, con el faldón de la camisa. Habían tenido que ingeniárselas, pues, allí no se veía ni rastro de toallas, servilletas de papel o, siquiera, esa maquinita infernal que, por medio de aire caliente, distribuye equitativamente la humedad sin reducirla.
«Si he de decirle lo que pienso de los médicos, tendremos que irnos a un descampado, no vayan a tener micrófonos instalados por aquí; tengo miedo a represalias», confesó uno de los viejos.
«Yo también. Como a los jubilados nos dan los medicamentos gratis, a lo peor, para ahorrar, nos recetan una mezcolanza de fresa y cianuro», aseveró el otro.
«¿Te acuerdas del hongo? Aquello era formidable. Y a mí me vino al pelo. Me curó varias cosas. Cuando tuve la ciática, lo de la próstata y después la glosopeda, quedé como nuevo. Y, además, sabía fenomenal.»
«Oye, oye. Eso de la glosopeda, ¿no es una enfermedad de las vacas?»
«¡Qué va, hombre! No estás tú mal vaca. La glosopeda es un mal que ataca las encías, te las pone rojas, sangran mucho y los dientes se te aflojan. Si lo sabré yo.»
«Bueno, yo, la verdad es que prefería la cirigüeña. Sabía a rayos, pero era de un efecto fulminante. A la primera toma yo empecé a notar que me picaban menos los sabañones. ¿Y para los dolores de estómago? Algo increíble.»
Los dos ancianos terminaron de enjugar las extremidades superiores y con talante nostálgico abandonaron aquel lugar poco apropiado para las confidencias. Allí no olía precisamente a Chanel nº 5.
En el enrarecido ambiente permaneció flotando la última frase pronunciada por uno de los vejetes: «En Santander, había un curandero que llamaban el Brujo, que…»
Martín volvió a sumergirse en la olla de grillos, cada minuto más febrilmente agitada y, cuando dio con un asiento vacío, lo ocupó. Tan pronto como lo hizo, una mujerona dueña de varias papadas, le preguntó: «Y a usted, ¿qué le pasa?»
«A mí, nada, ¿por qué?»
«Entonces, vendrá a recoger una receta, ¿no?»
En aquel momento, Martín comprendió que se le ofrecía en bandeja una nueva vía de diversión. ¿Por qué limitarse a escuchar cuando podía contribuir a crear mayor confusión?
Así que, sin dudarlo un instante, respondió de una tirada:
«¿Tanto se me nota? Pues sí. La verdad es que tengo cartilla de desplazado. El médico de Alcalá de Henares, me dijo que podía solicitar una receta aquí.»
«Bueno, pero, ¿qué enfermedad padece?»
«Tengo semántica hiperbólica.»
«Vaya por Dios. Y eso, ¿qué es?»
«Es un mal de la lengua.»
«¿Duele mucho?»
«Algunas veces, sí. Al pronunciar algunas palabras, sobre todo.»
«¿Por qué no prueba usted a hacer buches con un fervidillo de flor de saúco, manzanilla, romero y mejorana? Eso alivia muchísimo. Una hermana de mi consuegro tuvo un divieso en salva sea la parte y…»
«¿Pero, señora, ¿qué tiene que ver el trasero con la lengua?»
«Nada, nada. Usted pruebe y verá que alivio va a notar.»
Martín pareció aceptar el desinteresado consejo de su naturista interlocutora y, so pretexto de estirar las piernas, se levantó, caminó unos pasos y, procurando ocultarse entre la multitud, salió a la calle.
Se sentía muy feliz y un gozo inefable parecía poner alas en sus pies. Había encontrado una verdadera mina de humor cuya explotación sería cómoda y divertida.
A partir de aquel día podía ser, a voluntad, público y actor. Era cierto que por su actuación no percibiría ni un céntimo pero también era verdad que no le costaría una peseta contemplar la representación de los demás.
Alegremente pero con toda seriedad decidió dos líneas de conducta que seguiría a rajatabla. Jamás sería presa de una nueva depresión y nunca volvería a trabajar por cuenta ajena.
Si encontraba un trabajo cualquiera sería dado de alta inmediatamente en el Seguro Obligatorio de Enfermedad; y eso nunca.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987