La celda

El lugar al que, finalmente, he venido a parar es una verdadera porquería. Más parecido a un ataúd que a ninguna otra cosa, me produce invencible claustrofobia imposible de combatir utilizando los recursos de la no muy fértil imaginación que conservo.

Puesto en pie, con la espalda apoyada en la puerta, puedo caminar tres pasos y medio hasta la pared opuesta. En ésta, situado como a un metro ochenta del suelo y casi tocando con su borde superior en el techo, se encuentra el ventanuco para la entrada del aire desde el que se vislumbra el sombrío panorama de una estrecha chimenea de ventilación. Se trata de una especie de tubo de cemento de no más de treinta centímetros de diámetro. Nadie en su sano juicio pensaría en utilizarlo como vía de escape.

La distancia que separa los otros dos muros no debe de ser superior al metro setenta, aunque, la verdad, no la he medido nunca; ¿para qué? Carezco de instrumento adecuado y ya poseo la certidumbre de que si se produce el más leve movimiento sísmico, por poco que se acerquen, me convertirán en una oblea.

El suelo, de terrazo casi negro, formado por grandes losas separadas o unidas -vaya usted a saber- por finas láminas metálicas, probablemente me mantendrá los pies a temperatura cercana a la congelación. Esto, durante los inviernos benignos. Será mejor que no me devane los sesos suponiendo lo que sucederá cuando lleguen los grandes fríos.

Del techo, no muy alto, cuelga una bombilla desprovista de pantalla que derrama, de pésima gana, sus cuarenta vatios sobre aquel calabozo inmundo, negación de cuanto representa el aire libre y los espacios abiertos.

La puerta, quizás por una ironía del destino o, más verosímilmente, a causa de la influencia de que gozaba alguien que me precedió en el disfrute del alojamiento, está pintada de un feo color marrón, con vetas que intentan, sin mucho éxito, por cierto, imitar las estrías propias de un castaño. De todos, he de reconocer que la contemplación de la cancela, me permite forjarme la ilusión de que no me hallo en una mazmorra o en un féretro.

Desde un enorme poster clavado con chinchetas en el tabique de la izquierda, el rostro de Marconi parece contemplarme con sarcasmo. A su derecha, adivino los colores italianos de una pequeña banderola de tela bastante deslucida por el paso del tiempo. En la esquina, al lado de la puerta, una percha de las llamadas de rinconera, parece formular una petición para que me despoje de la chaqueta.

Bajo el respiradero, instalados sobre sólidas palomillas metálicas, reposan tres estantes de madera basta, sin pulimentar. Ellos fueron los causantes de una campaña de intoxicación que emprendí ante la directora del establecimiento, seguramente harta de que la importunara tan pronto como tenía la oportunidad de echarle la vista encima, terminara por alcanzar el triunfo.

-Si las estanterías están ahí, ¿qué inconveniente existe para que yo las aproveche? En ellas, puedo colocar alguno  de mis libros; los más necesarios; por lo menos, los imprescindibles. No trato de coaccionar ni de chantajear pero, si se me permite hacer uso de esas tres tablas, prometo solemnemente que no daré motivos de queja. Seré un recluso modelo.

Me consta que miles de ciudadanos en mi situación, en un alarde de entereza, demostrando la firmeza de su carácter, no se arrastrarían abyectamente despojándose sin pudor de la escasa dignidad que aún conservan pese a la crueldad del sistema que los oprime.

Pero,  yo no soy como ellos. Por el contrario, soy un ser débil que, en vez de crecerse ante los contratiempos, capitula desvergonzadamente.

La mandamás permaneció unos instantes en silencio, mirándome al fondo de los ojos, como tratando de adivinar un oculto designio en mis humildes palabras. Por último, encogiéndose de hombros, pronunció la frase que yo ansiaba escuchar.

-Concedido. Y, ¿de qué libros se trata? ¿No serán pornográficos, eh?

-De ninguna manera. Son, simplemente, varios diccionarios y una enciclopedia. Ah, me olvidaba; también me interesan «Crónica de la humanidad» y «Crónica de un siglo», todos libros de consulta.

-Y, ¿para qué son necesarios tantos libros de consulta?

-Naturalmente, para escribir, porque supongo que mi traslado no significará, además, que he de cesar de hacerlo. No existe ninguna ley que me impida emborronar cuartillas. Estoy bien informado.

-Efectivamente, en ningún código se prohíbe escribir, si bien se fijan algunas limitaciones.

-Mientras no esté penado escribir peor que Cervantes, yo, con permiso, continuaré haciéndolo.

-De acuerdo, de acuerdo. En cuestiones de este tipo, yo no entro ni salgo.

Así fue como, a base de perseverancia, obtuve lo que pretendía y, ahora, tengo frente a mí, bien ordenados sobre los modestos tableros, doce diccionarios -de distintos idiomas- y un diccionario enciclopédico español en tres tomos, además de las crónicas mencionadas.

Sin embargo, me asalta la duda; mucho me temo que no puedo escribir cuatro líneas seguidas; cuatro líneas que posean cierto mérito, que tengan la virtud de llegar al ánimo de quien las lea, aunque, en realidad, escribir es sumamente fácil. Escribir mal, quiero decir. Cualquiera es capaz de hacerlo.

Pero aquí encerrado, ¿qué demonios puedo encontrar con un mínimo de interés? Esta especie de caja mortuoria en la que estoy encerrado carece de perspectivas. Cuatro paredes, un techo y un suelo, no dan mucho de sí; tan poco, que apenas logro moverme para intentar que el ajetreo físico realice el milagro de despertar mi dormida fantasía.

Recuerdo que, hace algún tiempo, cuando trabajaba y disponía de la libertad de circular a mi antojo, las ideas se me agolpaban en el cerebro; eran tan abundantes, que me colocaban en un aprieto, pues ignoraba cuál era la más digna de ser convertida en un relato breve, una novela corta o un cuento.

Desde hace muchos años, prácticamente desde que sólo era un muchacho, he vivido animado por el deseo de escribir. Dejar constancia sobre el papel de cuantas imágenes surgían en mi mente, constituía una obsesión que no me abandonaba ni de día ni  de noche.

Elegir uno de los personajes que se me aparecían pugnando con otros que, forzosamente, debían aguardar su turno para materializarse, enfrentarlo con la vida, relacionarlo con los sucesos reales o imaginarios pasados, presentes o futuros, me proporcionaba un placer inefable.

Entonces, me sentía un poco dueño y señor de vidas y haciendas, divinidad poderosa adornada con la potestad de otorgar felicidad o castigar con desgracias y calamidades.

En aquella época, sentado en un cómodo sillón, situaba sobre las rodillas un diccionario de sinónimos y encima de éste una libreta de papel cuadriculado. Luego, tan pronto como retiraba la tapa del bolígrafo, las quimeras manaban con fluidez y mi única tarea consistía en convertirlas en frases escritas.

En cambio, ahora todo ha cambiado. La sustancia gris que albergaba mi cráneo parece haberse convertido en humo, dejándome sumido en un mundo absolutamente vacío de imágenes y conceptos.

Hace pocos minutos, tras una minuciosa búsqueda, encontré entre las páginas del diccionario árabe-español, media docena de hojas solamente escritas por una cara. Deseando realizar una prueba, adopté la misma postura que en otros tiempos más felices en lo que se refiere a la producción literaria, coloqué los papeles como solía hacerlo, destapé el bolígrafo y esperé ilusionado, anhelante.

Transcurrió cerca de una hora y mi mente no dio señales de vida. Finalmente, con calambres en ambas piernas, y una tremenda molestia en el cuello, hube de rendirme a la evidencia: mi magín se había declarado en huelga o, peor aún, negándose a acompañarme en mi encierro, había permanecido al otro lado de la puerta, acaso para siempre.

Intenté que mi intelecto, si no se había extinguido definitivamente, saliera de aquel mutismo enloquecedor y puse en práctica un tratamiento de choque, algo así como un electroshock casero.

Tomé de la repisa que la albergaba la «Crónica del siglo XX» y la abrí al azar, por una página cualquiera. Las hojas se separaron por la ciento setenta que correspondía a sucesos más o menos importantes, acaecidos en el año 1915. Bajo el titular de «Alemania hacia el racionamiento», y, a continuación de la fecha (31 de enero), decía:

«En Alemania los alimentos son cada vez más caros y escasos, y los graneros no cubren las necesidades del país. En enero aparece el «pan de guerra», elaborado con centeno y harina de patata. Los mataderos no sólo han de abastecer a la población civil, sino también a los soldados que se hallan en el frente, por lo que gran parte de las reses sacrificadas, así como espárragos, judías y guisantes, se destinan a la industria conservera. El contenido de una lata de conservas constituye la ración diaria para dos soldados.»

Leí el suelto periodístico con parsimonia, mastiqué con fervor cada una de las palabras, frases y oraciones; medité profundamente y aguardé el milagro. Abrigaba la esperanza de que, ante mis ojos atónitos y agradecidos, se produjesen el prodigio. Recordaba que, en otros tiempos, algo semejante a lo que acababa de realizar desencadenaba un alud de sensaciones, percepciones y sugerencias. Una ínfima noción tiraba de la siguiente, esta de otra y, como los eslabones de una cadena, me inspiraba no una, sino infinitas tramas acerca de las cuales era capaz de escribir cuanto deseara, sin darme punto de reposo.

Pero, ahora, nada. Continuaba en blanco. Antiguamente, la lectura de aquel breve artículo me hubiera sugerido varios argumentos. Por ejemplo, que si los graneros alemanes no bastaban para cubrir las necesidades del país, ya habían encontrado la solución desvalijando los que hallaron en las tierras ocupadas. O también, que, en vez de envasar espárragos podían haberse dedicado a freírlos. Incluso, que aquello de «el contenido  de una lata de conserva constituye la ración diaria para dos soldados», no quería decir absolutamente nada. Omitía el comentario acerca del peso de la lata. Evidentemente no es lo mismo que dos hombres deban conformarse con una lata de cien gramos o se vean obligados a efectuar tremendos esfuerzos para dar cuenta de una lata que pese ocho o diez kilos.

Al comprender la diferencia existente entre mi capacidad especulativa anterior a la entrada en la celda y mi estado actual, al que había llegado a partir de aquel momento, sollocé amargamente. ¿Cómo es posible -me pregunté- que las facultades de un hombre experimenten tan radicales cambios?

Cogí la «Crónica de la humanidad», y repetí el fracasado experimento. Para permitir que la suerte -favorable o contraria- actuase como tuviera por conveniente, abrí el grueso volumen con los ojos cerrados.

Cuando miré, tenía ante la vista la página 276; concernía al año 995. El tembloroso dedo índice de la mano izquierda se detuvo sobre una corta gacetilla que informaba así:

«Los regentes de la familia Fujiwara consiguen con Michinaga Fujiwara el momento cumbre de su poder. Cuatro yernos y tres nietos de Michinaga serán emperadores japoneses. Para la realización de medidas forzosas para el estado, Michinaga se ve obligado a recurrir a tropas domésticas de las familias guerreras, quienes alcanzan cada vez más poder e influencia.»

Procedí a leer las breves líneas sin saltarme una sílaba. Las releí cuatro veces más… Nada. Era como si estuviese contemplando la piedra Rosetta. En aquella ocasión, acaeció algo mucho pero que en la precedente: ni siquiera se me ocurrió un poquito de lo mucho que «no» se me ocurría.

Aparté el librote y las hojas cuadriculadas, y permanecí mucho tiempo con la cabeza entre las manos; los codos en las rodillas. Me sentí completamente abatido.

Tengo la certeza de que esta situación causará hilaridad entre quienes no hayan experimentado jamás el prurito de escribir. Pero, estoy igualmente seguro de que aquellos que sufren o han sufrido la comezón de la literatura activa compartirán mi angustia.

Además, me constaba que, antes de ocupar el indigno espacio a que había sido relegado, había estado a punto de comunicar a mis semejantes algo de suma importancia de lo que, ahora, no conservaba ni el más ligero atisbo. Mi desconcierto llegaba a su punto más elevado. ¿Qué me sucedía? ¿Sería posible que un cambio en las condiciones de vida, el simple trueque de la circunstancia externa, posea tamaña influencia en la coyuntura interna?

Pues sí, me dije, incorporándome; he de admitir que mi reclusión en este lúgubre espacio ha actuado igual que una esponja húmeda y ha borrado mis ideas como si se tratase de ecuaciones anotadas en un encerado.

Cuando quise perseverar en la cuenta -ya archisabida- de los tres pasos y medio que mide la pared más larga de mi encierro, al adelantar la pierna derecha, un dolor agudo, insidioso, me atenazó a la altura de los riñones.

Soy bastante pesimista y, habitualmente, lo veo todo negro, pero, a pesar de esta faceta negativa de mi carácter, no pensé ni por un momento en el cáncer. Todo lo más, un inoportuno ataque de lumbago que venía a sumarse a mi desgracia personal.

Afortunadamente, el tormento había sido causado por un muelle. No mío, claro sino de la yacija en una de cuyas esquinas permanecí sentado más de cuatro horas en un vano intento de recuperar las aptitudes perdidas acaso para siempre.

¿De qué manera saber si cuando saliera de allí volvería a discurrir como antes? Fundadamente, sospechaba que las ideas no crecen como el cabello, ni pueden colocarse en la cabeza como un sombrero.

El único método para comprobar si la libertad de sentarme a escribir donde me apetezca influye positivamente en el rendimiento imaginativo, radica lisa y llanamente en el abandono de este agujero infamante.

Y, ¿cómo salir de aquí? En el estado actual de mi cacumen va a ser imposible que dé con un plan ingenioso y atrevido que me permita olvidar el recuerdo de hoy y recordar el olvido del ayer.

El pudridero únicamente ofrece dos aberturas al exterior. El ventanillo de aireación y la puerta. El primero, no resiste el análisis más somero. Hasta el humo, nacido de los innumerables cigarrillos que he fumado, tropieza con dificultades para disiparse, y forma, durante un buen rato, una espesa niebla que flota perezosamente en el enrarecido ambiente, contribuyendo a prestar a la minúscula catacumba cierto regusto a fumadero de opio.

Queda únicamente la puerta. Por ella ha de ser, entonces. Si no hay otro remedio, utilizaré la puerta. Todo antes de permanecer sumido en este Nirvana inhóspito, ayuno de todo estímulo para la razón, que terminará por convertir mi cabeza en una excrecencia maciza, compacta e inservible.

Tomada esta decisión, no conviene que actúe precipitadamente. Es preciso que elija con precaución el momento más adecuado; aquel en que la acción que voy a realizar cuente con menores probabilidades de acarrearme represalias. ¿De día o de noche?

Tendré que actuar discretamente pero con audacia y decisión. Lo que tengo perfectamente asumido es que nunca volveré a poner los pies en esta celda. Abandonaré los libros, ¡qué remedio!, ya que es imposible que me los lleve todos de una vez; pesan demasiado. Sólo falta fijar el momento. Así que, ¿cuándo me voy?

El debate interno que realicé conmigo mismo, me dejó exhausto y no aportó solución alguna. ¿Qué demonios hago?

De pronto, caí en la cuenta de que si continuaba por el mismo camino, devorado por la duda y la incertidumbre, jamás me vería fuera de aquella deshumanizada trampa y, en el mismo instante, resolví jugarme el todo por el todo y hacer mutis inmediatamente, sin aplazamientos cobardes.

Entonces, volví a ponerme en pie -trabajosamente, pues sentía nuevamente la punzada lumbar-, y me encaminé a la puerta. Frente a ella, me detuve, hice una profunda inhalación y, dispuesto a todo, así con fuerza el tirador, lo hice girar y salí al pasillo de casa.

Mi esposa debía suponer que no soportaría durante mucho tiempo el ostracismo de aquella despensa transformada en despacho de la noche a la mañana, pues rondaba muy cerca; me espiaba.

-Querida- le dije sin contemplaciones- escribiré en cualquier sitio menos ahí. El argumento de que nuestro hijo se pasó dentro muchas noches utilizando el equipo de radioaficionado para hablar con medio mundo, no me vale. Una cosa es hablar y otra, escribir. Si insistes en tus pretensiones, aunque no poseo facilidad de palabra, hablaremos de divorcio. Alegaré crueldad mental.

 

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