Archivo por meses: abril 2020

El paciente doctor Lucas

En la placa de bronce colocada sobre la puerta del consultorio, al igual que la fijada en el umbral de acceso a la escalera, podía leerse: Doctor Lucas Humera, especialista en pulmón y corazón. Consulta de 10 a 2 y de 4 a 7.

El insistente timbrazo que resonó de pronto en el piso silencioso, sobresaltó al doctor. Instintivamente, echó una ojeada al reloj de muñeca. Eran cerca de las ocho , y Laura, su enfermera y ayudante, hacía rato que se había ido.

La llamada volvió a hacerse oír, esta vez más prolongada y perentoria. Diciéndose que, a aquellas horas, debía de tratarse de un error, acudió a la puerta. Tras ella, en actitud presta a oprimir el pulsador, se encontraba un hombre alto, de aspecto macilento y mirada sombría.

Aunque hacía frío y amenazaba lluvia, el tardío visitante no llevaba abrigo o impermeable. Vestía un traje de paño verdoso cuya chaqueta, sin solapas y con coderas de cuero, recordaba la que visten los bávaros.

El recién llegado, cortésmente, se despojó del sombrero y dijo:

– Si es usted el doctor Lucas, tengo que hablarle. A cualquier precio.

– Si, soy el doctor, pero la consulta ya ha concluido. Tendrá que volver mañana.

– Mañana será tarde. Dentro de dos horas me marcharé. Vienen a buscarme.

– Y, ¿por qué tanta prisa? ¿No puede atenderle cualquier colega allá donde vaya?

– No; debe ser ahora mismo y usted.

– Está bien; pase. No comprendo el motivo de tanta urgencia. Su aspecto no parece indicar que disfruta de buena salud, pero tampoco creo que esté a punto de morirse. Sígame usted.

Lucas, precediendo a su cliente, avanzó pasillo adelante y lo introdujo en el despacho en que recibía a los enfermos. Este, en dos rápidas zancadas, se adelantó y ocupo el sillón de cuero habitualmente utilizado por el médico.

– Siento fobia por las sillas -ofreció como explicación de su inesperada conducta.

El doctor lo miró boquiabierto. En su dilatada experiencia practicando la medicina, jamás se había tropezado con algo semejante. Permaneció en pie unos instantes no sabiendo qué partido tomar. Finalmente, en tono que denotaba sorpresa y enfado, sugirió:

– Esas dos sillas son muy confortables; además, si lo desea, puedo traerle un cojín.

– Ya le he dicho que las sillas me producen una fobia invencible; aunque sean más cómodas que este sillón. Me recuerdan algo sumamente desagradable que soy incapaz de situar -se dignó aclarar el del traje gris, imprimiendo leves movimientos de vaivén al sillón giratorio.

«Formidable -pensó Lucas, un tanto asustado. A estas horas, sin nadie que me eche una mano, y en poder de un chiflado; porque este tío está más loco que un cencerro. Tendré que armarme de paciencia y seguirle la corriente hasta que se canse y se vaya por donde ha venido.»

Designado a su suerte, el especialista en pulmón y corazón ocupó una de las sillas despreciadas por el otro. Precavidamente, tomó posesión de la que se encontraba cercana a la estatuilla de mármol que adornaba la mesa. En aquellos momentos, lamentaba que sus aficiones no se hubiesen inclinado hacia el deporte en vez de hacia el arte. ¡Cuánto más tranquilo se sentiría con un bate de béisbol al alcance de la mano!

Una brusca pregunta vino a apartarlo de sus pesimistas pensamientos.

– ¿Dispone usted de rayos X?

La cuestión había sido formulada de sopetón y en voz tan alta, que el doctor se sobresaltó. Sin embargo, tuvo la virtud de aguzar su entendimiento. Advirtió algo en lo que no había reparado hasta entonces. El acento con que profirió la frase no le resultaba conocido, a pesar de sus frecuentes viajes por el extranjero en los que recorrió, prácticamente, toda Europa. ¿De dónde procedía aquel hombre? Nada, no podía localizar el país en que pronunciaban las erres, tes y uves de manera tan especial. Las vocales también resonaban de forma más apagada y oscura. Desde luego, no era español, ni de la América de habla hispana, pero dominaba el castellano a la perfección. ¿De dónde demonios procedería?

– Le he preguntado si dispone de rayos X -insistió ominosamente el enfermo.

– Pues claro que tengo rayos X; buen especialista sería si no fuera así. Y, puesto que la cosa parece urgente, vamos a dejarnos de rodeos; empecemos.

El doctor tomó una ficha del cajoncito que se encontraba sobre la mesa y se dispuso a escribir, pero antes de que tuviera tiempo a hacer la primera pregunta, la voz con acento inidentificable lo detuvo.

– ¿Qué va a hacer usted?

– Lo acostumbrado en estos casos; cubrir la ficha con sus datos personales.

– No hay tiempo para eso; ya le he dicho que me vendrán a buscar muy pronto.

– Está bien, está bien. Olvidaremos el trámite. No obstante debe usted de proporcionarme alguna pista que contribuya a orientarme hacia lo que he de buscar. Por ejemplo, ¿dónde le duele?, ¿qué síntomas nota usted?

– No me duele absolutamente nada y no advierto síntoma alguno.

Entonces no comprendo a qué ha venido -dijo suavemente el doctor que, aún cuando estaba a punto de estallar de indignación, no osaba ofender al lunático.

– He venido exclusivamente en relación con los pulmones y el corazón.

– Muy bien, comencemos ya -decidió Lucas impaciente. Y, sin más palabras, se puso de pie y, rodeando la mesa, se dirigió al chocante ser al tiempo que extraía el fonendoscopio de uno de los profundos bolsillos de la bata.

– Y eso, ¿qué es? -interrogó el visitante, levantándose también.

– Un fonendoscopio; sirve para realizar la auscultación previa a la exploración radiológica.

– ¿Cómo funciona?

– De manera muy sencilla; introduzco estos dos extremos en los oídos y luego, apoyaré el tercero en su pecho. A ver, quítese la chaqueta y la camisa.

– Antes de hacerlo, quiero auscultarle yo a usted, doctor. Tengo ese capricho.

El doctor, cada vez más asustado ante la actitud imperiosa y, sobremanera, por el tono amenazador con que fue proferida la frase, accedió.

Tembloroso de rabia, se despojó de la bata y el polo de manga corta que vestía debajo de aquella y, en silencio, entregó el aparato y se sometió a los manejos del improvisado galeno.

– ¿De dónde proceden los golpes rítmicos que estoy escuchando?

– Son los latidos del corazón, ¿qué carajo va a ser? ¿O cree que ha conectado con radio Pamplona en el día de la Tamborrada? -retrucó exasperado.

– Vaya, vaya; no conviene que perdamos la paciencia -aconsejó burlonamente el falso discípulo de Hipócrates. Tome usted, ya basta -añadió devolviendo el aparato.

El doctor Humera volvió a ponerse la ropa que se había quitado un momento antes. Apenas lograba disimular su ira y el resentimiento que aquel individuo había despertado en él. Haciendo un esfuerzo, recogió el fonendoscopio y, con lógica curiosidad, inquirió:

– Pero, ¿trata de hacerme creer que nunca ha visto un aparato como éste? ¿Ni siquiera ha oído hablar de él?

– No, nunca -se limitó a decir en interrogado, sin inmutarse.

– Bueno, pues ahora es su turno. Quítese la ropa.

– No, doctor; solo la quitaré para que me vea con los rayos X y eso, únicamente si no hay otro remedio. Nada de auscultaciones previas.

Está negativa agotó la paciencia del médico. A dos dedos de soltar un exabrupto, miró a los ojos al hombre que tenía enfrente y algo debió de ver en ellos que le obligó a callarse.

– Pasemos, pues, a la sala de radioscopia -dijo, abriendo una puerta situada al fondo del despacho.

– De manera que ese trasto es el famoso artefacto -se asombró el inflexivo ignorante.

Efectivamente, el modelo instalado en la consulta del doctor Lucas pertenecía una generación relativamente anticuada. Aunque el hecho era innegable, resultaba sorprendente, dada la pretendida incompetencia sobre la materia que lo denostaba, que se atreviera a calificarlo como trasto.

– No comprendo su osadía al descalificar la máquina, teniendo en cuenta que ha confesado su ignorancia acerca de estos asuntos -contraatacó, resentido, Humera.

– Es que, por su aspecto vetusto, da la impresión de que no sirve para nada.

– Pues funciona perfectamente -remachó cada vez más molesto, mientras accionaba el interruptor que la activaba. Luego, apagó la lámpara central dejando la estancia sumida en suave penumbra, apenas disipada por la luz procedente de una diminuta bombilla piloto.

– ¿Para qué apaga la luz? -interrogó belicosamente aquel pelmazo monumental.

– Para que mis ojos se adapten a la luminosidad precisa.

Durante unos instantes, el silencio reinante en la sala de radioscopia, únicamente fue turbado por el monótono zumbido del aparato que parecía tomar fuerza para ser utilizado.

Después, volvió a escucharse la voz del peregrino sujeto que decía:

– Y, ¿está usted convencido de que, con ayuda de esta artificio, verá mis pulmones y mi corazón?

– Naturalmente. Oiga, amigo, dispense mi curiosidad pero, la verdad, no puedo soportarla un minuto más: ¿es posible que nunca se haya colocado ante un aparato de rayos X?, ¿qué jamás…?

– Y, ¿cómo funciona? -interrumpió su interlocutor como si no hubiera escuchado lo que se le decía.

– Ahora se lo diré, aunque, por supuesto, no espere ningún cursillo intensivo. Pero, dígame, ¿de dónde sale usted? Parece una persona culta y…

– Vamos, doctor apresúrese; no queda mucho tiempo.

Lucas descolgó de la cercana percha una especie de largo delantal y había comenzado a vestirlo cuando fue interrumpido sin contemplaciones.

– ¿Para qué es eso?

– Para protegerme de los rayos. Verá usted…

– No le va a hacer falta, por lo menos de momento. Primero deberá usted situarse en el lugar que tendría que ocupar yo. Antes de que me mire, yo lo veré a usted. Rápido, ponga esa cosa en marcha, instálese donde proceda y dígame hacia donde he de mirar.

Las órdenes fueron impartidas con tal acento de autoridad, que el doctor optó por callarse y someterse. Volvió a desprenderse de la ropa y, sin una palabra de protesta, ocupó su sitio tras la pantalla, no sin antes oprimir un botón rojo, a la izquierda del cuerpo principal del aparato.

Inmediatamente, un resplandor verdoso inundó la habitación y, en la brillante superficie aparecieron, nítidamente dibujados, el corazón y los pulmones del atribulado médico.

– Veo una especie de barrotes curvados, más sombreados que algo como dos sacos y una bola que se agita. ¿Qué es todo eso?

– Los barrotes, las costillas; los sacos, los pulmones y la bola, el corazón -fue la escueta respuesta.

– Con que así son ustedes por dentro; ahora cambiemos de lugar y míreme. Se lo ha ganado a pulso, doctor.

Lucas, una vez más, obedeció, pero no consiguió localizar órganos, vísceras o huesos en el cuerpo situado ante los rayos.

Cuando se marchaba, el extraño paciente comentó con ironía:

– Ya no me sorprende que se averíen ustedes tan fácilmente.

The portuguese conection

La casa, sola, valía más del millón y medio que Sindo pedía por edificio y huerta. Así que, cuando el fascinado comprador pudo ver el feraz aspecto de la tierra, los hermosos frutales y la solidez del pétreo cierre, hizo un simulacro de regateo, más por el buen parecer que por otra cosa, y pagó en metálico, como exigía el vendedor.

Playa, Foz, Lugo

Playa de Foz en Lugo, foto Pedro M. Mielgo, 2013

La transacción se realizó en Foz, en cuyas cercanías estaba situada la finca objeto de la operación. Con el dinero a buen recaudo, en uno de los bancos del pueblo, Sindo quiso demostrar su generosidad invitando a comer al nuevo propietario. Puestos de acuerdo, se dirigieron a Fazouro, al restaurante El Descanso en el que estaban seguros de paladear pescados y mariscos sin trampa ni cartón.

El dueño y señor de aquel lugar de delicias gastronómicas les atendió personalmente mostrándoles langostas y centollos, aún vivos, para que eligieran las víctimas más de su agrado.

Debían aguardar, mientras en la cocina preparaban los platos de su elección, una media hora y, para hacer más grata la espera, solicitaron una botella de Alvariño, reserva quinto año, muy fría.

Como decía Sindo, aquello «entraba sin que lo empujaran». Tan cierta era su observación que cuando sirvieron los centollos hubieron de pedir otra botella y, cuando llegó el turno de la langosta, otra más.

Las consecuencias de tan abundante trasiego fueron las previsibles y, cuando después de los postres, para acompañar al café, comenzaron a beber coñac, la intoxicación etílica de ambos comensales era notoria. Su alegría les impedía conversar en tono normal y el volumen de su charla superaba, al menos en dos decibelios, el permitido en cualquier ayuntamiento sensato.

Almorzando en una mesa cercana, a menos de un metro, se encontraba el conductor de un aparatoso automóvil con matrícula portuguesa aparcado frente a las ventanas del restaurante. Aquel lusitano regordete, favorecido por la naturaleza con un rostro de querubín en el que brillaba el par de ojos con la mirada más inocente que se pueda imaginar, no perdía una palabra de lo que Sindo proclamaba a voz en cuello.

Entre otras cosas, el arrebatado y vocinglero orador, comunicó inconscientemente a cuantos escuchaban, voluntariamente o no, su ardiente deseo de zambullirse en una activa vida de negocios para la que, estaba seguro, poseía notables condiciones.

Al día siguiente, avanzada la mañana, Sindo despertó con un fuerte dolor de cabeza y un desagradable sabor de boca que le sugería machaconamente imágenes de cloacas y letrinas. A pesar de su malestar, consiguió realizar un esfuerzo sobrehumano para no romperse la crisma en la ducha, logró afeitarse sin contabilizar más de catorce cortaduras y se lanzó a la calle tras ingerir tres tazas de café negrísimo.

No había caminado más de treinta pasos cuando tropezó violentamente con alguien que leía tranquilamente el periódico. El encontronazo fue tan fuerte que el descuidado lector, después de trastabillar, quedó sentado en el pavimento. Sindo, apuradísimo, trató de disculparse y sacudir el polvo del agredido, simultáneamente.

Recuperada la vertical, el accidentado ordenó las hojas del periódico, que también se había ido al suelo, tranquilizó como pudo a su despistado agresor y con fuerte acento portugués dijo:

«Hombre, qué feliz casualidad. Le conozco. Ayer yo también estaba, a la hora del almoço, en el mismo restaurante que usted. Me encontraba en una mesa próxima y, aunque no era mi intención, escuché que estaba decidido a entrar en el mundo de los negocios. ¿Es cierto, o se trataba únicamente de una broma?».

Sindo, bastante abroncado todavía, respondió que, efectivamente, el día anterior se hallaba un tanto alegre pero que su deseo más ferviente era comerciar en algo, a ser posible en el campo de la importación/exportación.

El portugués, entonces, se presentó. Dijo que su nombre era Alvaro Carvalho do Silva. Añadió que desde hacía muchos años se dedicaba , venturosa coincidencia, precisamente a esa clase de negocios. Agregó que para celebrar el casual encuentro invitaba a su interlocutor a tomar un café y que espera que no le privase de aquel placer. Sindo aceptó, en parte porque aún no se sentía totalmente despierto y el café habría de venirle bien, y en parte por hacerse perdonar el impresionante trastazo.

Cuando, dos horas más tarde, salieron de la cafetería, español y portugués se trataban de tu, eran amigos íntimos y habían convenido realizar juntos una operación que les reportaría pingües beneficios. Alvaro enviaría su género en una barquita de pesca. Comunicaría la fecha de llegada en una carta en la que no se mencionaría la clase de mercancía para evitar indiscreciones. Por la misma razón, el desembarco se haría por la noche.

Naturalmente Sindo no era un retrasado mental y sólo efectuaría el pago del cincuenta por ciento de su valor contra compromiso de entrega firmado por Alvaro y avalado por dos conocidos bancos portugueses. el cincuenta por ciento restante, sería satisfecho a la persona que transportase hasta la playa de Peizás aquel maná llovido del cielo.

«Bueno -reflexionaba Sindo- se puede decir que éste ha sido un negocio hecho a trompicones. Para que digan. Total, coloco un millón, y dentro de nada se convierte en dos».

Tal como había sido convenido, ocho días después, a mediodía, los dos socios se encontraron en la misma cafetería. A aquella hora estaba casi vacía. Instalados en un rincón, Sindo recibió del portugués varios papeles con aspecto capitán, perdón, quise decir, oficial, con membretes, firmas, sellos y pólizas suficientes para satisfacer al más desconfiado. Complacido, sacó del bolsillo el medio millón y, con aire de entendido, colocó sobre la mesa un recibo por el monto del que se desprendía. Alvaro firmó, sin apenas fijarse, y recibió el dinero..

Poco más hubo. Solamente el acuerdo de que el exportador comunicaría, por lo menos con una semana de antelación, la fecha de arribada. Los dos contrabandistas, pues está claro que no eran otra cosa, se estrecharon las manos y cada uno se fue por su lado.

El día uno de noviembre, quince días después de la entrega del dinero y doce antes de la llegada del alijo, Sindo recibió una carta certificada que decía escuetamente:

O senhor Carvalho da Silva cumprimenta muito amigavelmente ao seu companheiro o Excemo. Senhor Sindo Cabra e oferece-se para quanto dispor.

As mercadorías ficaron enfardadas e aparelhadas para transportaçao.

(Saida 12, chegada 14/11). P.M.N.

Muitos abraçamentos,

Alvaro Carvalho da Silva.

Desde aquel momento, dos pensamientos ocuparon permanentemente el intelecto de Sindo: Uno, «Este Alvaro es un hombre de palabra. Tendré que hacer más operaciones con él». Dos, «Debo encontrar un procedimiento para estar al tanto de las idas y venidas nocturnas de la Guardia Civil, no vayan a hacerme polvo el asunto».

Lo de realizar nuevos negocios tendría que esperar. En cuanto a la actuación de la Guardia Civil, con la ayuda de Trededos no sería difícil saber a qué horas hacían sus rondas por Peizás, si es que aparecían por allí. Todo se reduciría a ponerle en nómina por las fechas que faltaban hasta el día catorce. Además, Tresdedos, aunque vago y borrachín, tenía fama de haber andado ya metido en líos de contrabando y podría echarle una mano la noche en que había de comenzar su racha de buena suerte. Con unas cien mil pesetas bastaría y sobraría. Otras cien mil para alquilar una furgoneta, sin chófer, para trasladar la mercancía desde la playa al garaje de su casa. En total la cantidad a desembolsar se elevaría a un millón doscientas mil que, restadas de los tres millones setecientas cincuenta mil que iba a producir la venta de setecientas mil unidades, a cinco pesetas cada una, dejaría un beneficio líquido de dos millones doscientas cincuenta mil, aparte de una existencia «en almacén» de doscientas cincuenta mil unidades.

«La aparición de aquel mayorista de Vigo fue verdaderamente oportuna. De qué manera pudo enterarse de su adquisición de un millón de unidades, era imposible de comprender, pero así son los negocios y no hay que darle vueltas -seguía discurriendo Sindo-. El caso es que tomaría la partida de 750 mil , que le pagaría al contado y que los postes corrían de su cuenta. ¡Viva Vigo! -agregó silenciosamente, incapaz de contener su entusiasmo mercantil-«.

Con un método que decía mucho y bueno de sus facultades organizativas, Sindo trazó un plan de campaña con tal profusión de minúsculos detalles logísticos que, con toda seguridad, hubiera provocado la más verde envidia del mismísimo general Patton.

Después, como todo gran hombre que se siente tranquilo pues únicamente las circunstancias adversas, independientes de él mismo, pueden arrebatarle el éxito y, seguro de que aquellas que le son subordinadas están bajo control, esperó.

Lugo, playa, Catedrales

Playa de las Catedrales. Foto Pedro M. Mielgo, 2013

Y su espera finalizó. Llegó el día, mejor dicho, la noche del 14 de noviembre y la P.M.N. (que, afortunadamente, no quiere decir Policía Montada de Noya sino pleamar noche), y, con día, noche y marea, arribaron el barquito, la lancha, un frío polar y lo que parecía el segundo diluvio universal.

«Tengo la suerte de cara -se dijo Sindo-. Es una noche que ni hecha de encargo por Alvaro».

Cuando el último fardo se encontró a salvo en la playa, después de haber comprobado, concienzudamente, pero al azar, el contenido de cuatro o cinco y de haberse salvado por los pelos de perecer ahogado, Sindo entregó las quinientas mil pesetas restantes y, escrupulosamente, exigió la firma del recibo por parte del minero encargado del transbordo.

Inmediatamente, la lancha y los dos hombres que la tripulaban se hicieron a la mar y desaparecieron entre la lluvia en dirección al barco que apenas se divisaba allá a lo lejos.

En el momento en que Sindo y Tresdedos iniciaban la pesada tarea de transportar los bultos de la playa a la camioneta aparcada en un camino vecinal no muy distante, en las dunas se encendieron cuatro potentes reflectores y, desconcertados, calados hasta los huesos, dando diente con diente a causa del frío y del miedo, fueron detenidos y conducidos al cuartel de la Guardia Civil, sin que prácticamente pronunciasen una palabra.

Tras una hora de espera, pasada en celdas separadas, fueron llevados al despacho del sargento Ruiz, Jefe de la Brigada con destino en la zona. Este hizo sonar un timbre y ordenó al guardia que se presentó que trajera unas toallas, un par de mantas y zapatillas para los detenidos.

Haciendo un gesto en que se traslucía una leve sonrisa de guasa, el Sargento dijo: «No me queda más remedio que pediros perdón. Tenéis que comprender que cualquiera puede cometer un error. Además el procedimiento que empleasteis para transportar vuestro género resultaba muy sospechoso. Estáis en vuestro derecho si decidís presentar una denuncia contra el Destacamento, por actuación indebida».

«Por curiosidad, ¿a cómo os ha salido cada unidad?».

Sindo, medio oculto por la toalla con que se secaba la cabeza, murmuró: «A peseta, pero las he vendido a cinco».

«Pero, ¿qué dices, hombre? ¿Cuántas quieres a 0,25? ¿A quién se le ocurre traer de esa forma, desde Portugal y pagándolas a peseta, un millón de agujas de gramófono?».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986