No soy orador

Como pueblo, el nuestro manifiesta su necromanía a través de distintas expresiones públicas como funerales, entierros, y finales de Campeonatos de Copa, siempre muy concurridos.

Podemos incluir entre estos actos, las despedidas de soltero y los homenajes, cuando se producen traslados acompañados de ascenso.

En uno de estos últimos, D. Fabián, hasta hacía pocas fechas subdirector de un organismo estatal de provincias, era agasajado por sus amigos, conocidos y fuerzas vivas de la ciudad, que deseaban poner de relieve su adhesión y alegría por el ascenso aparejado a su nuevo empleo en Madrid.

Tres de sus colaboradores más cercanos hasta aquel momento habían organizado el acto y, con tiempo suficiente, solicitaron de quien correspondía la concesión de la Gran Cruz de…, con distintivo blanco.

La condecoración fue concedida y aquella noche, a los postres de la cena que reunía cerca de doscientos comensales, le sería impuesta.

Con la natural satisfacción de los organizadores, todo se realizó según había sido previsto en el programa y sin el menor fallo.

Después de los discursos de rigor, se imponía que el homenajeado diese las gracias y se despidiera. Este, tras escuchar los clásicos e insistentes gritos de «que hable, que hable», se levantó y se dispuso a hacerlo, no sin dirigir acuciantes miradas al reportero de «A grito pelado», periódico local en el que don Fabián tenía la esperanza de ver reproducidas sus palabras.

Carraspeó, tiró dos veces del chaleco que, inexplicablemente, se empeñaba en poner al descubierto su abultado estómago, volvió a dirigir una imperiosa mirada al periodista y, ya seguro de que éste se encontraba preparado para tomar buena nota de cuanto iba a decir, comenzó.

«Queridos amigos, quiero deciros, ante todo, que no esperéis escuchar un  brillante discurso pues no soy orador. Si he accedido a pronunciar unas palabras ha sido ante la insistencia de los organizadores de este acto a quienes no podía desairar».

«Reconozco humildemente que mis merecimientos son muy escasos para que se me tribute este homenaje y menos aún para se me haya concedido esta condecoración, la cual, pese a todo, ostentaré orgullosamente a partir de este momento en cuantos actos oficiales deba asistir en Madrid por razón de mi nuevo cargo, en el cual, por supuesto, seguiré avanzando por la senda de la más estricta justicia».

(Una estruendosa salva de aplausos interrumpe al pseudo-orador. Restablecido el silencio, continúa la perorata, después de interrogar con la mirada al representante de la prensa que le tranquiliza con una cabezada afirmativa).

«Tened la completa seguridad de que mi estancia entre vosotros me ha colmado de satisfacciones porque me ha permitido, con vuestra inestimable colaboración, cumplir con mi deber, cosa que ansío más que cualquier otra cosa.».

(Gritos de «bravo, bien, bien», y nuevos aplausos).

Os recordaré mientras viva y cuanto pueda hacer por vosotros desde el puestro que inmerecidamente voy a ocupar ahora, lo haré».

«Espero que conserveis tan buen recuerdo de mí, como yo me llevo de todos vosotros»

«De corazón, muchas gracias y hasta siempre».

Con una úlitma mirada al reportero, D. Fabián tomó nuevamente asiento.

Cuando finalizó el acto eran las dos y media de la mañana.

D. Fabián, en medio de abrazos y apretones de mano de la concurrencia, aún encontró modo de asir por el brazo al representante de «A grito pelado» para inquirir: «¿Qué, lo tomaste todo?»

«Si, respondió aquel. Aquí lo tiene, todo tomado en taquigrafía para no perder ripio».

Tranquilizado el recién condecorado, se despidió del periodista diciéndole, «Pues hala, rápido a la redacción para que tengan tiempo a componerlo».

No perdió tiempo el autor de la crónica y, llegado a su destino la entregó apresuradamente al Jefe de redacción que ya le esperaba.

Se disponía el gacetillero a marchar a casa cuando una voz destemplada le hizo detenerse en seco.

«¿Qué traes aquí , desgraciado? No te vayas que te voy a leer el próximo Pulitzer».

Con temeroso asombro, el atribuido autor escuchó ésto que parecía dictado por el genio de la sinceridad.

«¿Amigos? Cómo tratarás a los enemigos. Desde luego, no eres orador, si acaso un rollista. Tu fuiste quien dió la pelma a los organizadores para que te hicieran hablar. Conoces la humildad porque buscaste la palabra en el diccionario. ¿Qué demonios vas a reconocer tu falta de méritos, cuentista? Eso sí, no te quitarás la Gran Cruz ni para ir a la cama.

¡La senda de la más estricta justicia! No la reconocerías aunque fuese más ancha que una autopista de tres carriles.

Eso también es verdad aunque yo diría que de lo que te has colmado ha sido de dinero, algo que, desde luego, ansías más que cualquier otra cosa.

Claro que vas a ocupar otro puesto inmerecidamente. Puedes estar seguro.

Nos recordarás mientras vivas, pero no por lo que tú te crees. Ya me ocupé yo de que te sirvieran una langosta «especialmente» preparada para que te produzca una gastroenteritis inolvidable».

El joven periodista, lívido, no pronunció palabra. Sí lo hizo el Redactor Jefe, que debía su puesto a los buenos oficios de D. Fabían, para decirle:

«Eres un imbécil, pero ya no un imbécil en la nómina de «A grito pelado». Pasa por caja y que te hagan la liquidación»

Y añadió: «Ah, me quedo con tu obra de arte por si tratas de presentar una reclamación».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986

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