Última singladura

Nació tierra adentro pero cuando -a los siete años- conoció la mar, sin saberlo, se enamoró. A partir de aquel veraneo en Gijón, se pasaba el año importunando a sus padres que, ya mayores, carecían de ánimos para contrariar los deseos de su hijo único y, temporada tras temporada, volvían al piso alquilado frente a la playa.

Para Raúl, el retorno a la casa gijonesa era como la vuelta al auténtico hogar. Esperado durante los meses del curso escolar con nerviosa impaciencia, era acicate en los estudios y ayudaba en la obtención de unas notas cada vez más brillantes.

En las vacaciones de Navidad y Semana Santa olvidaba los libros de texto y se atiborraba de relatos acerca de navegantes y conquistadores, siempre con el mar como telón de fondo y protagonista indiscutible.

Bastante antes de finalizar el Bachillerato, anunció a su familia que iba a ser marino, no que le gustaría o que quisiera serlo. Que iba a ser marino. Sus padres, ante aquella firmeza no opusieron obstáculos y, para Reyes, le regalaron un sextante. Tan pronto como consiguió el título, se matriculó en la Escuela de Náutica de Barcelona, y allí siguió los estudios con excelente aprovechamiento, siendo apreciado por profesores y alumnos.

Con el apoyo del Director de la Escuela, que veía en Raúl un claro ejemplo vocacional, logró embarcar rápidamente.

Pasaron los años y los barcos. Siempre hacia delante hasta que su sueño, el que parecía un imposible, se hizo realidad. Mandaba un barco, su barco. Después hubo otros, pero ninguno como aquel que toda su vida evocaría como se recuerda el primer amor, con una ternura especial no exenta de nostalgia y de tristeza.

Hizo largas travesías por todos lo mares y conoció infinidad de puertos y países pero nunca volvió a sentir lo que experimentó cuando abocó el puerto de Hamburgo, el primero al que arribó al mando del Río Montalén.

Coincidiendo con su prolongada estancia en Aden, Arabia, obligada para efectuar algunas reparaciones en el casco del barco, comenzó a beber más de la cuenta. Al principio, la excusa era el calor, pero más adelante, cuando ya se encontraba en latitudes menos agobiantes, no necesitó disculparse ante sí mismo para beber abundantemente.

Después de varios incidentes con la oficialidad y la tripulación, que comenzaba a perder la confianza en sus dotes de mando y el respeto a su capacidad profesional, Raúl fue llamado a las oficinas centrales de la naviera armadora de su barco.

Allí fue reconvenido con toda dureza. Se le dijo que la casa no podía permitirse la inconsciencia de confiar el mando de uno de sus barcos a una persona dominada por el alcohol y, en consecuencia, vigilarían su conducta. Caso de repetirse el hecho de encontrarse ebrio a bordo se verían obligados a expulsarle fulminantemente.

El marino aceptó las razones que aducían sus patronos y prometió una enmienda radical e inmediata. Realizó dos viajes -uno a Panamá y otro a Marsella- en los que no hubo nada que reprocharle. En el tercero, con destino a Rotterdam, comenzó a beber de nuevo. Los primeros días se limitaba a un par de copas, pero más tarde, sin medida alguna, llegando al puerto holandés en pleno delirium tremens. En el puerto fue recibido por el agente de la naviera e ingresado en un sanatorio para alcohólicos.

Tras dos meses y medio, desintoxicado y en forma, recibió la carta de despido por alcoholismo incorregible, acompañada de una fotocopia en la que él mismo había firmado previamente prestando su conformidad al cese en caso de reincidir en el consumo de bebidas alcohólicas. Incluían los armadores un billete de avión para Madrid y un cheque con la liquidación definitiva.

Raúl, en un estado de confusión mental que no le permitía percatarse claramente de su situación, hizo efectivo el cheque y partió para España.

Cuando llegó a Madrid, sin salir siquiera de Barajas, sentado en una incómoda butaca de plástico, decidió hacer balance general de su vida pasada y planes para el futuro.

Tenía cincuenta y ocho años. Carecía de familia -sus padres habían fallecido hacía algunos años dejándole un piso en Gijón y algún dinero- y prácticamente no contaba con amigos. Le faltaban dos años para alcanzar el retiro, que con la expulsión se le negaba ahora. Era precisa un severa administración para ir tirando hasta que apareciera algo. Quizás dar clases de náutica a jóvenes que desearan comenzar la carrera que se había terminado para él. Lo primero, irse a Gijón, a su casa.

Inmediatamente, se acercó al mostrador de Iberia, tomó un billete para Asturias y facturó su equipaje. Faltaban dos horas y media para su vuelo y, no teniendo nada mejor que hacer, se dirigió a una de las cafeterías. Se sentó ante la barra y pidió un coñac. Cuando tuvo la fina copa en la mano, en el momento de levantarla para llevarla a los labios, de lo más íntimo de su ser, surgió una protesta, una rebelión que, literalmente, le obligó a dejarla otra vez sobre la reluciente barra niquelada, diciéndole al extrañado camarero: «Póngame también un zumo de naranja, por favor.»

Mientras, a traguitos, tomó el refresco, se prometió -sin solemnidad ni juramentos- que nunca más volvería a tomar algo que contuviera alcohol. Después, pagó coñac y naranja y estuvo paseando hasta la salida del avión.

Cuando llegó a Gijón, después del corto vuelo y el viaje en autobús desde el aeropuerto de Ranón, era noche cerrada. Tan pronto como estuvo en casa, se duchó y se acostó. Aunque el portero disponía de una llave y había sido avisado de que debía aprovisionar nevera y despensa, Raúl no sentía apetito. Ni siquiera tuvo curiosidad por comprobar si sus instrucciones habían sido cumplidas.

El tiempo pasó lentamente. De una iglesia cercana llegaba el sonido de las campanas que marcaban las horas, causándole la impresión de que entre una y otra transcurrían bastante más de sesenta segundos. Por fin, una tenue claridad comenzó a filtrarse por los intersticios de la persiana no cerrada del todo. Amanecía y, con la llegada del nuevo día, se iniciaba el enfrentamiento con una vida desprovista de interés y de objetivo.

Tan pronto como hubo luz suficiente, se levantó, preparó un rápido desayuno y echándose a la calle, comenzó a pasear por el muro , sobre la playa de San Lorenzo. Era muy temprano aún y las pocas personas con las que se encontraba, con las manos en los bolsillos y los cuellos de las prendas de abrigo levantados, caminaban a paso rápido. Hacía frío y soplaba un fuerte nordeste.

El ruido de los propios pasos resultaba un monótono acompañamiento a las negras ideas que le asaltaban. Después de dos vueltas al paseo marítimo, cansado de andar, se acercó a la barandilla metálica pintada de blanco y, acodándose en ella, contempló la mar revuelta por las grandes olas cubiertas de espuma.

Repentinamente comprendió que su vida había experimentado tal cambio que nunca más volvería a ser lo que fue. ¿Iba a transcurrir, como aquel momento, entre continuas lamentaciones y la irresistible añoranza de su existencia anterior? No, le resultaría imposible volver a vislumbrar la mar sin sentir una dolorosa vergüenza que acabaría por volverle loco.

En aquel momento, de igual modo que en Barajas se prometió no volver a tomar una sola gota de alcohol, se hizo el firme propósito de no poner sus ojos en el mar nunca más. Debía romper con sus hábitos de una manera definitiva y, para ello, la única solución que se le ocurría era marcharse de Gijón e ir a vivir tierra adentro.

Conocía Oviedo y no le disgustaba. Aquella mañana, después de traspasar a una sucursal ovetense del banco en que tenía todo su dinero el total de sus recursos y de poner en venta el piso que había heredado de sus padres, se fue, prometiendo no volver jamás.

En un modesto hotel de la capital de Asturias residió ocho años y, cuando comenzaron los apuros económicos porque su peculio tocaba fondo, se traslado a una pobre pensión a las afueras, situada casi al pie del monte Naranco.

Dos años después, prácticamente sin recurso, visitó al propietario de unos barracones habilitados como cocheras proponiéndole hacerse cargo de su custodia nocturna, por una módica cantidad y el consentimiento de instalar un camastro y una cocinilla de gas. El dueño de los garajes, más por piedad que por otra cosa, accedió llevando su generosidad hasta autorizarle a hacer uso de un trocito de tierra para sembrar patatas y algunas legumbres.

Raúl se consideraba afortunado. Se había acostumbrado a pasar con poca cosa y con lo que obtenía de aquella diminuta huerta tenía suficiente para salir del paso. El mismo se lavaba la ropa y se las arreglaba para estar presentable. Tenía suerte de caer bien y no le faltaba nunca un rato de conversación con los residentes en las casas cercanas.

Por las noches, cuando el último de los automóviles que se guardaban en sus dominios había sido cerrado, aderezaba y consumía su frugal cena y, después de fregar los pocos cacharros que utilizaba, se sentaba un rato a contemplar el cielo. Estando despejado el firmamento, aquel lugar era ideal para hacerlo. Un tanto alejado de la ciudad, el resplandor de millares de luces no apagaban el fulgor de las estrellas que tan conocidas y amistosas le resultaban.

Entonces trataba de no recordar su antigua vida, también bajo las estrellas, pero cabalgando sobre las aguas. Experimentaba un amargura tan dolorosa como si estuviera aquejado de una enfermedad física. Ni siquiera le quedaba el consuelo de encontrar un responsable en quien descargar su hiriente sentimiento de culpabilidad. Recordaba una frase, que escuchó no sabía donde, que afirmaba «el hombre mata cuanto ama», y ahora comprendía ampliamente su significado.

«El mar era mi aliento, pensaba, y yo mismo acabé con la posibilidad de vivir en él y con él».

Cuando alcanzó los setenta y dos, todavía se mantenía erguido. Caminaba con el bamboleo de quienes han pasado mucho tiempo sobre la cubierta de un barco. Conservaba todo su cabello, blanquísimo, y en su rostro atezado brillaban los ojillos azules con una mirada un tanto triste.

Sus deseos de volver a ver el mar se hacían insostenibles, viéndose obligado a realizar estoicos esfuerzos para desoír las insistentes llamadas que se producían cada día con mayor frecuencia. Pero fiel a sus dos promesas, los vetos a la bebida y al mar, se negaba a claudicar.

Sin embargo, un día, después de una inacabable noche en que apenas pudo conciliar el sueño, a las cuatro de la tarde se encontró en un autobús rumbo a Gijón.

Parecía que algo le empujaba. Era como si alguna cosa más fuerte que su propia voluntad le arrastrase. A las cinco ocupaba un banco en el Muro, frente al mar, al que se había obstinado en enfrentarse durante catorce años.

Era el mes de noviembre y hacía un frío cortante, como la última vez que había estado en aquel mismo lugar. No obstante, él no lo advertía. Como un hambriento, hundía su mirada en aquellas aguas verdosas que comenzaban a reflejar los rayos de un sol que muy pronto se ocultaría tras el montículo de Santa Catalina. Mientras gozaba del paisaje que amaba desde niño, pensaba con pesadumbre en la felicidad que había arrojado por la borda.

Una congoja le atenazaba la garganta y experimentaba un violento deseo de estallar en sollozos.

Súbitamente, como movido por un resorte, se puso en pie y, cruzando el paseo, avanzó los pocos metros que le separaban de la barandilla. Al llegar, la asió con ambas manos , separando los brazos, como hacía cuando se encontraba en el puente al mando del Río Montalén. En aquel momento, un agudo dolor, que parecía partir del brazo izquierdo, le traspasó el torso. Era como si le hurgaran en el pecho con un garfio al rojo vivo. Las rodillas le fallaron y cayó al suelo. A través de una niebla que no procedía de la playa, podía ver aún el mar.

Un transeúnte que se acercó y comprendió lo que ocurría se fue corriendo a una cafetería próxima y volvió prontamente con un vaso de coñac.

Cuando, después de incorporar a Raúl, trató de hacerle beber aquel remedio de urgencia, el exmarino, con una sonrisa de felicidad en los labios, todavía logró articular: «No; quebrantar dos promesas en un mismo día, es demasiado»

Reflexiones en clave de fa, Pedro Martínez Rayón, Oviedo, 1986

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