¿Con qué producto se lava usted el pelo?
Bueno, da lo mismo. Cualquiera que utilice es exactamente igual a los demás.
Gel, champú, escamas, jabón, no importa.
¿No se ha fijado con qué frecuencia se anuncian los productos de limpieza anteponiendo la palabra «nuevo»?
Yo nunca lo he creído. Si fuera cierto, en la Oficina de Patentes no darían abasto y con los nuevos empleos que ya hubieran tenido que crear para atender tanta demanda de registro podríamos alardear del índice de paro más bajo del mundo.
Además, ¿no nos han asegurado que «no hay nada nuevo bajo el sol»?
No obstante, le recomiendo que se lave el pelo. Con cualquier producto, pero hágalo. Si se abstiene totalmente, no sólo le olerá fatal, sino que cuando trate de peinarse tendrá que utilizar una trilladora.
Sea el que sea su comportamiento con las excrecencias pilosas de que le ha dotado la naturaleza, no tema. El pelo no desaparecerá. Se limitará a cambiar de alojamiento.
La materia ni se crea ni se destruye; se transforma. En el caso de la materia que llamamos cabello, pasa de la cabeza a otras zonas del cuerpo, generalmente el pecho, los hombros y las piernas.
Estoy refiriéndome, únicamente al sexo masculino. En la mujer, la cuestión es «peliaguda», pues quién sería el inconsciente que se atrevería a preguntarle a una de ellas a qué zonas de su cuerpo van a parar los cabellos que iniciaron la desbandada de su adorable cabecita.
La respuesta más probable sería breve, expresiva y rotunda, pero nos quedaríamos «in albis». Se limitaría a decir: ¡GUARRO!
Insisto, en el hombre, los cabellos realizan una mudanza para la que no precisan ayuda del capitoné.
Conozco a un individuo que posee un cráneo mondo y lirondo, sin un solo pelo. Sin embargo, por la razón que tan reiteradamente vengo exponiendo, cuando desea echar un vistazo al reloj, que lleva en la muñeca, debe servirse de un peine, tal es la maraña selvática que cubre sus extremidades.
En cuanto a la bárbara creencia de que a los calvos les crece el pelo hacia dentro, baste decir, para desacreditarla, que el hecho es imposible. Existen calvos que razonan genialmente y que ni podrían hacerlo si los cabellos se les enredasen en las ideas, como indefectiblemente sucedería si tan «descabellada» teoría fuera cierta.
Los calvos gozan de toda mi simpatía e incluso les envidio un poquito. ¡Qué suerte, cuando se colocan frente a un espejo, disponer de la oportunidad de conocer anticipadamente, qué aspecto tendrán al comenzar a ejercer de calaveras! Afortunados ellos que no van a experimentar un susto de muerte.
Y los hirsutos, ¿qué? Pues nada. Que tampoco paso por aquello de «hombre peludo, hombre fortudo».
Sé de personas cuyas cabezas más se asemejan al Mato Grosso que a una razonable cabellera humana y, sin embargo, tienen que ayudarse de un juego de poleas para llevarse unos espárragos a la boca.
También rechazo, por inconsecuente, la presunción de acusada virilidad en quienes poseen pelo en abundancia. No hay nada que lo demuestre racionalmente.
Por contra, se sabe de buen número de calvos, imberbes y barbilampiños que, no sabiendo, no pudiendo, o no queriendo estarse quietos vienen contribuyendo incansablemente al crecimiento de población y poseen el bien ganado título de padres de familia numerosa.
Creo que he demostrado con suma facilidad y eficacia algunas creencias erróneas y dañinas, pero no podría conciliar el sueño esta noche si no adelantara para mis amigos calvos la noticia de algo que puede hacerles felices.
Para el creciente número de calvos que se ven obligados a abandonar el uso cotidiano de pelucas, peluquines, bisoñés y postizos a causa del intolerable calor que producen, los japoneses, ¿quienes habían de ser?, han inventado una peluca con ventilador incorporado (naturalmente minimizado) que, dicen, es una delicia.
Bien es verdad que, por diminutos que sean, los ventiladores aumentan un tanto el volumen de la cabeza pero, a cambio, prestan a la primera de las partes en que se divide el cuerpo humano un inequívoco aspecto de fábrica de ideas, de almacén de conocimientos, por lo que merece la pena realizar el desembolso de las 243.000 pesetas a que se eleva su costo.
Así que, amigos, cesemos de preocuparnos. El pelo, postizo o natural no hace otra cosa que cambiar de asiento.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986