Cambio de sexo

No me avergüenza confesarlo. Desde muy joven lamento no haber nacido mujer.

Cuando por primera vez tuve conciencia de mi cuerpo, involuntariamente comparé las formas groseras que veía con aquellas gráciles y armoniosas de las mujeres que conocía.

Pronto comprendí que el problema era más profundo de lo que, en principio, pudiera parecer, pues no sólo me encontraba en conflicto con mi apariencia externa, sino con mi personalidad, con mi yo íntimo.

A partir del día en que cambiamos de domicilio, la vida fue un tormento. A través de mi ventana, separada de la de la casa vecina por un angosto patio de luces, vi cómo una jovencita cepillaba repetidamente sus rubios cabellos, sentada ante el espejo del tocador.

Estaba vestida únicamente con un tenue camisón que no lograba disimular por completo la pureza de sus líneas.

Con la misma sinceridad con que declaré mi disconformidad con lo que soy y mis acuciantes anhelos de ser mujer, aseguro ahora que aquella deliciosa visión femenina no despertaba en mí, ni turbios pensamientos, ni deseos inconfesables.

En lo más recóndito de mi alma, la envidia feroz crecía y crecía, produciéndome una desagradable sensación de ahogo que terminaría por asfixiarme.

¿Por qué no puedo sentir sobre mi piel la suavidad de la seda, adornarme con joyas y dejar a mi paso una estela perfumada de Chanel número 5?

Un fatídico error del destino me hizo nacer con una sensibilidad casi enfermiza y una delicadeza de sentimientos claramente femeninos. Más de una vez me sorprendí tragando las lágrimas causadas por la impresionante armonía de un paisaje iluminado por la luz de la luna. Lo mismo me sucedía cuando escuchaba atentamente las tiernas notas de una balada de Chopin.

Mis padres, él aficionado a vagabundear pretextando la ampliación de nuestros recursos, ella siempre tumbada perezosamente, acicalándose coquetona, estaban desconcertados. Ignoraban el origen de aquellas manifestaciones extrañas. Yo lo conocía perfectamente.

Mi padre, que habia encontrado sobre una mesa un libro titulado «El médico en casa» y, por supuesto, no lo había leído, pues no sabía hacerlo, diagnosticó con cara de galeno: «Seguramente se trata de una carencia vitamínica».

Al observar mi incrédula y triste mirada, se retiró precipitadamente profiriendo un malhumorado bufido.

Por su parte, mi madre, más práctica como todas las madres, no cesaba de advertirme acerca de los peligros que encerraba una alimentación poco abundante. Utilizando un léxico no muy académico, pero quizás bastante apropiado, solía decirme:

«Mira, tú come. Cuando la barriga está vacía, la cabeza no puede estar llena. La danza sale de la panza. Con la tripa hueca no se mueve ni una rueca. Etc.»

Yo aguantaba el chaparrón pensando en otras cosas y, cuando mi madre consideraba que había agotado el tópico y, por ello, creía haber cumplido con su deber, me marchaba silenciosamente. Iba buscando la soledad que me permitía hacerme la ilusión de un repentino cambio.

En aquella época vivía en el santuario de mis sueños, huyendo de la desoladora realidad. Cerrando los ojos y haciendo un esfuerzo de imaginación lograba verme tal como deseaba ser. Alta, delgada, rubia; los ojos no los cambiaría, seguirían siendo verdes con reflejos amarillentos; la dentadura, blanca, perfecta. Los cabellos, rubio ceniza, larguísimos. Y el tipo, ¡qué tipo, santo Díos! Sería la envidia de las mujeres y la obsesión de los hombres.

Cuando, tras enérgica pugna, volvía a pisar el duro suelo de lo cotidiano y recordaba los innegables adelantos de la cirugía, me preguntaba si no sería viable un milagro quirúrgico que facilitara la oportunidad de vivir como deseaba. En una palabra, un cambio de sexo como los que había comentado T.V. en una emisión de divulgación científica y que contemplé con el corazón en la boca.

Sin embargo, no tenía más remedio que admitir lo impracticable de mis pretensiones, pues si bien el avance de la ciencia era prodigioso, aún faltaban muchos años, siglos quizás, para afrontar con posibilidades de éxito un caso como el mío.

Si conociera la existencia de un virtuoso del bisturí lo suficientemente atrevido o loco para intentar un cambio de sexo que me convirtiera, a mí, una gata de angora, en chica despampanante, lo buscaría infatigablemente aunque para encontrarlo tuviera que recorrer todos los tejados del mundo.

Sin dejar uno.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa, Oviedo, 1986

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