Archivo por meses: octubre 2016

Los temblores del señor Gómez

Su propia esposa se lo había dicho varias veces y él, desapasionado y sincero, tenía que reconocer lo justo de los reproches.
«En algunas ocasiones, estás insoportable. Has cambiado tanto que no te reconozco. No me explico qué te ocurre. Deberías ir al médico.»
Era cierto. De cuando en cuando y por motivos que no estaban nada claros se ponía fuera de sí. No sentía dolores ni molestias concretas pero, en su fuero interno, debía admitir que algo no marchaba bien.
Lo impreciso de los síntomas le impedía tomar una determinación al respecto. Porque, ¿a qué médico acudir? No era como si le doliera el estómago, los riñones o los oídos.
En realidad, se trataba de algo indefinible que, como partiendo de la mente, fuera extendiéndose por todo su cuerpo. Como un anhelo insidioso de no sabía qué.
Pero la mente no duele, se decía después de cada uno de aquellos extraños y esporádicos ataques que le dejaban exhausto, acobardado y con la incómoda sensación de impotencia que impone la confrontación con un deseo insatisfecho.
Y, bien, ¿qué es lo que ansío tanto que la imposibilidad de su consecución me tiene maltrecho, y tan poco evidente que ignoro de qué se trata?
Recordaba con claridad meridiana la última ocasión en que se había visto atacado por el insidioso mal.
Era una noche calurosa del mes de agosto tras un día en que el menor movimiento costaba un esfuerzo de voluntad.
Después de cenar, su mujer le propuso salir a la terraza en busca de un soplo de aire fresco. Accedió desganadamente y se sentaron en silencio. El bochorno parecía disponer de presencia física; pesaba como una losa.
Frente a su casa, asomando por detrás del bosque cercano, la luna iluminaba el paisaje con su luz prestada con tanta claridad como si fuera propia.
Era una luna llena, enorme, que recordaba la faz burlona de una mujer desprovista de cabello.
Gómez, que contemplaba sin despegar los labios la irreal escena, dejó de percibir el canto de los grillos, que parecía añadir algún grado más al sofoco reinante. De pronto, comenzó a temblar como sacudido por una ráfaga de viento helado.
«¿Qué te sucede?, inquirió su esposa al advertir la conmoción y los sonidos inarticulados que la siguieron.
«No lo sé …», respondió Gómez sin dejar de estremecerse. Y se disponía a continuar hablando pero su acompañante le interrumpió.
«Mañana, sin falta, vas a ir al médico».
«Bueno -accedió cansado de luchar contra aquello- pero, ¿a qué médico?»
«Primero, al de cabecera; luego ya veremos», dictaminó la mujer.
Poco más tarde, la pareja decidió retirarse a descansar. Entró ella la primera y, por último, Gómez, arrancándose violentamente a la fascinación en que se encontraba sumido, apartó la mirada de la brillante luna, cerró la puerta de la terraza y se retiró con lentos pasos.
A la mañana siguiente, Gómez soportó una serie de análisis , reconocimientos y pruebas que pusieron de manifiesto el excelente estado de su salud física.
El doctor que le atendió le aseguró que no localizaba ningún desorden corporal. Si acaso, para mayor tranquilidad de todos, convendría visitar a un psicólogo o psiquiatra. Tras aquellas inexplicables ansiedades pudiera ocultarse algún problema psicosomático.
La primera reacción de Gómez al escuchar estas palabras fue la normal o, mejor dicho, la esperada por los médicos de cabecera. «¿Cree Vd. que me estoy volviendo loco?»
Después de asegurarle repetidas veces que no; que si estuviera volviéndose loco él sería el último en sospecharlo, el doctor le recomendó dos o tres especialistas excelentes.
Ya en la calle, la esposa de Gómez preguntó a éste:»¿Por cuál de ellos te decides?», recibiendo la respuesta de: «Por ninguno. Si no estoy loco, ¿para qué vamos a dar más vueltas?»
Claro que Gómez conocía perfectamente a su media naranja y respondió así sólo para cubrir el expediente. Sabía, sin embargo, que, como un cordero, visitaría a quien ella decidiera.
El edificio donde tenía su consulta el émulo de Freud, no le agradó. El ascensor, empotrado en la pared y lleno de espejos que reflejaban sus ojos atemorizados, tampoco.
La enfermera que le recibió con almibaradas palabras y que, con falso paternalismo, cubrió su ficha médica, le desagradó profundamente.
El despacho del especialista despertó en él una aversión sin límites y la frase con que el galeno comenzó la entrevista hizo nacer en el ánimo del preocupado Gómez un odio irracional.
«¿Qué tenemos aquí?», dijo tan pronto como le puso la vista encima. El interrogado prefirió abstenerse de abrir la boca para responder. Si, dejándose llevar por sus impulsos naturales, hubiera contestado, la consulta hubiera finalizado antes de empezar.
Pues si que había caído en buenas manos. ¿Era tan tarugo que no podía darse cuenta de que en su presencia se encontraba un ser asustado, deseoso de ser tranquilizado?
Siguiendo indicaciones de aquel despistado cubierto con bata blanca, Gómez se acomodó en el diván corno si se dispusiera a echar una siestecita.
Entretanto, el Dr. Lupescu había tomado asiento en una butaca situada en la cabecera del lecho, fuera del ángulo de visión del paciente; estaba dispuesto a grabar en un pequeño magnetofón cuanto se dijese en aquella primera sesión.
«Comenzaremos -dijo el que en su fuero interno Gómez llamaba ya matasanos- por una cosa sumamente sencilla. Se llama asociación de ideas o, también, palabras asociadas. Consiste esta técnica, muy usada desde hace tiempo, en algo muy simple. Yo digo una palabra y Vd. pronuncia el primer vocablo que acuda a su mente. Empecemos ya.»
– «Blanco» … «Imbécil»
Lupescu se removió inquieto en su asiento. No le pareció un inicio demasiado prometedor. Sin embargo, no hizo ninguna observación y continuó:
– «Calor» … «Muerte»
El doctor no pudo evitar una ruidosa aspiración. Aquella asociación le daba frío.
– «Hambre» … «Cadáver»
Aquello era demasiado. Intentaría poner coto a tanto disparate antes de que la entrevista se le fuera de las manos. No obstante, resolvió hacer un nuevo intento:
– «Madre» … «Asesinato»
«Oiga, Sr. Gómez, ¿está Vd. seguro de haber comprendido mis instrucciones?» «Sí, sí, doctor. He entendido perfectamente lo que tengo que hacer. Vd. dice una palabra y yo respondo con lo primero que me venga a la cabeza.»
«Eso es -respondió desconcertado el Dr. Lupescu. Está bien; vamos a continuar.»
– «Vacío» … «Fiambre»
– «Amor» … «Linchamiento»
A partir de este momento el médico fue apretando el acelerador verbal y en rápida sucesión lanzó vertiginosamente palabras contestadas velozmente y sin inmutarse por Gómez.
A la palabra remoto, respondió con sepultura; a latrocinio con calavera; a lejano, con tortura; a inodoro con restos; a carnada con difunto, y a benigno con occiso.
Lupescu estaba más que harto. «Este tío tiene que estar fingiendo. Es materialmente imposible que esté padeciendo tan agudo síndrome de agresividad», se dijo.
Y, en vista de que por aquel camino no llegaría a ninguna parte, con rostro impenetrable que no permitía hacerse idea de sus sentimientos, ordenó al paciente incorporarse y tomar asiento frente al lugar que él ocupó tras la mesa.
Aunque en la ficha cubierta por la enfermera momentos antes ya figuraba un completo historial, deseaba ahondar profundamente en aquel carácter nada frecuente en sus amplios archivos. El doctor no lo hubiera confesado ni a su padre espiritual, pero tenía conciencia de que se hallaba perplejo.
Así pues, procurando dar a su voz una entonación tranquilizadora, inició el interrogatorio que, no confiaba mucho, le permitiría llegar al fondo del caso.
– «Hábleme de su infancia. ¿Ha sido un niño feliz?.»
– «He tenido una niñez desgraciadísima. Mis padres y mis maestros me pegaban y castigaban diciendo que no me esforzaba en ser como los demás. Mis compañeros de estudios me conocían por el mote de ‘El Felpudo». Sostuve conmigo mismo una tremenda lucha hasta que, por fin, pude aceptarme como soy. Me casé, ya muy mayor, con una mujer hecha de recuelos femeninos, la única que se me puso a tiro. Cuando ya me había resignado a convivir con mi carácter excesivamente sentimental y bonachón, incapaz de hacer daño a una mosca, comienzo a experimentar accesos de mal carácter que me aterrorizan y que ignoro a dónde me llevarán … »
– «¿Hace mucho tiempo que ha comenzado a advertir los síntomas que tanto le alarman?.»
– «Hará unos seis meses, aproximadamente.»
– «Recuerda en qué momento y en qué circunstancias se presentaron los primeros?.»
– «La primera vez fue por la noche. Yo estaba a punto de irme a la cama.»
– «¿Ha experimentado esas molestias durante el día?.»
– «No, nunca. Siempre me dan alrededor de medianoche.»
– «Ha dicho Vd. que hace unos seis meses que han comenzado a manifestarse las desazones. Bien, ¿cuántas veces las ha sufrido en ese tiempo?.»
– «Pues, unas seis veces.»
– » O sea, que una vez por mes.»
– «Ahora que lo dice Vd., doctor, sí. Es cierto. Viene a ser eso.»
– «¿Cuándo ha sido el último, diremos, ataque?.»
– «Fue exactamente el día doce, o sea hace tres días.»
El doctor Lupescu trató de ocultar un gesto de satisfacción, pero fue incapaz de impedir el brillo de alegría que asomó a sus ojos.
– «Creo que …, permítame un momento …», dijo atropelladamente, mientras, con mano trémula, volvía las hojas del calendario de mesa.
– «Bien, bien. Ahora, si no tiene inconveniente, va a volver a describirme con todo detalle los síntomas, las pequeñas molestias, esas extrañas ansias de origen desconocido. Manténgase tranquilo y procure no omitir nada. Algunas veces, en un pequeño pormenor olvidado se encuentra la clave de todo. Comience Vd. cuando quiera.»
– «Pues, verá, doctor. Ya le he dicho que no siento dolor alguno. Sin embargo, -y le ruego que no se ría Vd. de mí- noto como si la dentadura tratara de disminuir de tamaño. Es como si hubiera iniciado un crecimiento hacia dentro. En realidad, mis piezas dentales han alcanzado menor volumen. He acudido a la consulta de un estomatólogo que, después de observarme detenidamente, me ha asegurado que poseo las herramientas desgarradoras, trituradoras y masticadoras más fuertes que ha visto en su vida. Dijo que era un caso increíble. Luego, está lo del pelo. Yo he sido siempre muy peludo. Tanto, que no me he bañado en público nunca. Siempre he tenido que afeitarme cuatro veces al día y cortarme el pelo lunes, miércoles y viernes -cosa que supone una elevada renta-. Coincidiendo con los ataques o lo que sea, el cabello ha empezado a caerse, la frente se ha vuelto más espaciosa y de las orejas han cesado de brotar aquellas matas de vello que mermaban mis facultades auditivas.»
– «Siga, siga», pidió el doctor al observar que Gómez, por primera vez desde el principio de su confesión, daba muestras de incertidumbre.
– «Con las uñas también me sucede algo extraño. Desde que nací mis uñas fueron muy fuertes y puntiagudas. Ahora, véalas Vd., apenas crecen y son mucho más frágiles …»
– «Bueno, Sr. Gómez. Si no tiene nada que agregar acerca del aspecto físico de la cuestión, hableme ahora de la vertiente psíquica. Cuénteme sus pensamientos, sus temores, deseos íntimos. Dñigame qué cree Vd. que le está sucediendo.»
– «Pues, no sé qué voy a contarle. Estoy hecho un lío. Confieso que, por un lado, me encuentro más feliz. He comprobado con alegría que mi presencia repentina en una cafetería no causa entre los presentes el sobresalto que originaba hace algún tiempo. Ignoro a qué se debe esta nueva actitud pero resulta agradable. En la oficina, hasta el jefe de personal parece mirarme menos atravesadamente. Por la calle, son menos los niños que me señalan con el dedo. No lo entiendo … Por el contrario, he notado que mis antiguos hábitos alimenticios están cambiando. Cosas que antes comía con verdadero gusto, ahora me causan una repugnancia invencible … Actualmente, lo que más me agrada es la fabada asturiana, la paella valenciana, el caldo gallego, los gambas al ajillo… Antes, no quiera saber…»
– «Basta, Sr Gómez. No es preciso que continúe. Su caso está perfectamente claro. No padece Vd. ninguna enfermedad contagiosa. Tampoco se trata de algo que figure en los libros de medicina. Lo que Vd. tiene es muy sencillo aunque infrecuente, por no decir único. Le recomiendo que se tome con tranquilidad lo que voy a decirle. Las fechas en que tienen lugar lo que, a falta de un término más apropiado, llamaremos ataques, me han dado la pista. ¿No se ha fijado en que éstos coinciden exactamente con los plenilunios? Pues bien, la verdad, Sr. Gómez, es que Vd. es un hombre lobo -científicamente un licántropo- que se está convirtiendo en un hombre a secas. De ahí sus repentinos ataques de furor y sus deseos asesinos. Está Vd. pagando el precio que todos hemos de satisfacer por el ‘privilegio’ de pertenecer al género humano.»