Desde hace años vengo sintiendo dudas acerca de la verdad que encierra la afirmación, repetida por algunos críticos y comentarístas taurinos, de que «el toro de lidia desea ser lidiado y se siente satisfecho de morir en el ruedo».
Esto me parece una falacia, pero, deseando conocer la verdad, decidí formular la pregunta clave al único que puede responder con conocimiento de causa.
Esta decisión, fácil de tomar y difícil de llevar a la práctica, me planteaba un serio problema que había que resolver, nunca mejor dicho, cogiendo el toro por los cuernos.
La primera dificultad surgía en el terreno (otro término taurino) de la comunicación. ¿En qué idioma hablar con un toro?n
Recordé, entonces, una Perla del Bachillerato (sí, hombre. Esas deliciosas respuestas recopiladas por un catedrático de Valladolid), que decía, «en Holanda, de cada cinco ciudadanos, dos son vacas».
Por asociación de ideas, visualicé «las vacas suizas», y vino a mi memoria, luego, que los suizos, democráticos desde hace muchos años, pueden derogar o promulgar una ley sólo con la aprobación / conformidad de cierto número de ciudadanos y, por esa razón, si allí no se libran de los comicios ni las vacan, deben disponer de una lengua común.
Tras ésto, pensé que en Suiza, un idioma más o menos no importa pues se hablan, que yo sepa, alemán, francés, italiano y romanche o rético. En este hermoso país nació Berlitz, fundador de una de las primeras academias de idiomas del mundo y, por tanto cabía la posibilidad de que pudieran orientarme.
Decidido, escribí a Ginebra comunicando mi problema y suplicando su ayuda.
Unas fechas más tarde recibí su respuesta, en la que decían que contaban con un curso con el cual, por el módico precio de 10.750 pesetas, vería satisfechos mis deseos. Añadían que el curso se titulaba «¿Quiere usted aprender vacuence en 10 días?»
Creí que habían sufrido un error y que su proposición se refería al vascuence. Les dije, por tanto, que el vascuence era la lengua de los vascos y que lo que verdaderamente precisaba era hablar con las vacas, no con las vascas.
A vuelta de correo recibí un folleto editado a seis tintas en el cual, entre otros 46 idiomas, figuraba el VACUENCE.
En vista de ello, remití su precio y, puntualmente recibí el curso completo que incluía dos discos de 33 revoluciones.
Naturalmente, en díez días no pude aprender el idioma pero al cabo de dos meses me encontraba en condiciones de mantener, mejor o peor, una conversación normal sobre cualquier tema corriente.
Debo decir, en honor de la verdad, que varios vecinos me denunciaron a la Policía Municipal sosteniendo que mi domicilio se había convertido en un establo, pues juraban que era imposible que una garganta humana emitiese tan variada gama de mugidos.
La denuncia no prosperó por falta de pruebas, aunque los dos guardias que efectuaron un minucioso registro domiciliario, provistos del correspondiente mandamiento judicial, estuvieron a punto de llevarme al manicomio.
Me costó mucho tiempo y paciencia convencerles de que todo lo que estaba haciendo era ponerme en condiciones de conocer toda la verdad y sólo la verdad.
Por fin, llegó el momento de realizar mis planes y la víspera de San Mateo, época en que se celebran corridas en Oviedo, fui a visitar al empresario con el fin de pedir su autorización para entrevistar, por lo menos, a uno de los toros que se lidiarían al día siguiente. Concedida la autorización, obvio es decirlo, sin revelar el contenido de mis preguntas, me dirigí a la Plaza de Toros y, tras mostrar mi permiso a mayoral, me situé en un burladero de chiqueros y comencé a hablar con los toros.
Al principio, el desconcierto de las reses fue evidente pero comprensible pues ¿quién de vosotros no se sorprendería si, de pronto, una vaca nos preguntará en un español correcto «¿qué piensa usted de los partidos de fútbol?»
Después, convencidos de que allí no había ni trampa ni cartón, accedieron a hablar, digo a mugir.
Incluiré aquí sólo las respuestas de interés general pues reproducir íntegramente la conversación que sostuvimos convertería este breve artículo en un auténtico libro.
Y allá van las preguntas y respuestas tal como fueron formuladas y contestadas sin quitar ni poner mugido, pudiendo cada lector sacar las conclusiones que considere oportuno:
Yo: ¿Es verdad que habéis nacido en Andalucía?
Toro: ¡Qué va!, nacimos en Salamanca, y a mucha honra.
Yo: ¿Es cierto que tenéis más de cinco años?
T: De eso ni hablar. Ninguno de nosotros tiene más de 3 años y medio.
Yo: ¿Quien te bautizó con ese nombre de Bravucón, que parece un insulto?
T: El hijo de… del ganadero, que es un guasón. Yo, realmente me llamo Pepín.
Yo: ¿Sabéis para qué os han traído aquí?
T: Naturalmente, somos toros no burros.
Yo: ¿Habéis hecho un desplazamiento cómodo desde la dehesa?
T: El único desplazamiento que conocemos es el de los costillares que tenemos hecho fosfatina a causa de los bandazos del camión en que nos trajeron.
Yo: Ahora tú, Cortijero
T: Bueno, voy a contestar, pero, ante todo, quiero aclarar que me llamo Luciano.
Yo: ¡Ah!, perdona. Si sabéis para qué os encierran, ¿por qué no os rebeláis y os negáis a colaborar?
T: ¿Por qué no lo hacéis vosotros cuando os llevan a la guerra?
Yo: Bueno, de una guerra se puede salir ileso, pero de aquí…
T: No podemos hacer nada. Recuerdo el caso de uno de nuestros hermanos que se fugó y después de armar la marimorena en un pueblo charro donde aplastó dos perros, corneó a una anciana del Asilo, destrozó los escaparates de un comercio de loza fina y tres puestos de fruta en el mercado, fue muerto a tiros por la Guardia Civil.
Yo: ¿Qué suerte es la que, no se cómo decirlo, la que menos os «molesta»?
T: El simple hecho de llamar suerte a cada uno de los lances por los que hemos de pasar es un auténtico escarnio. Que siga hablanco Pascasio, que tiene más facilidad que yo.
Yo: ¿Qué puedes decirme tú, Pascasio?
T: Pues mira, para empezar, lo de los sacos de arena es una auténtica animalada.
Yo: ¿Qué es eso de los sacos?
T: Pues muy sencillo. Cuando estamos descuidados, nos sueltan encima de los riñones un saco lleno de arena húmeda que debe pesar unos 100 kg, que ya nos deja para el arrastre.
Yo: ¡Qué barbaridad! ¿Y luego?
T: Después, cuando sales del toril, donde reina una suave penumbra, y pasas al ruedo con la blanca arena deslumbrante del sol, con la muchedumbre vestida de colores distintos y chillones que grita como un sólo energúmeno de varias cabezas, te sientes aturdido; tanto, que embistes violentamente contra las tablas (¡qué acertado su nombre de burladeros!), con lo cual no sólo te duelen los riñones sino que la cabeza y la base de los cuernos es un puro dolor.
Yo: Verdaderamente, tienes razón. El hombre es un ser muy cruel.
T: ¡Si sólo fuera eso! Fíjate que luego, un hombre sobre un caballo, vergüenza debería de darle a este último pues, realmente también es un animal, comienza a hundirte en el lomo un palo grueso y largo terminado en un agudo pincho. Aprieta y barrena con toda su fuerza, haciendo un daño increíble.
Yo: ¿Y qué me dices de las banderillas? Debe de ser algo muy molesto.
T: Veo que no tienes ni idea de cómo utilizar nuestro idioma porque decir molesta es casi tan disparatado como usar la palabra «acariciador». Figúrate que sin que estuvieses enfermo te pusieran seis inyecciones por medio de una jeringuilla de medio metro con la aguja terminada en un arpón. ¿Encontrarías «molesta» la cura o tratarías de romperle la crisma al practicante?
Yo: Estoy completamente de acuerdo contigo. Se me están poniendo los pelos de punta.
T: Pues todo lo que te hemos contado no es nada. Después de ésto, al Presidente (mal rayo le parta), decide que estuvo bien de bromas y llegó la hora de la verdad o sea la última hora para nosotros. En algunas ocasiones, lo de la hora resulta literal y el primer espada te confunde con un acerico cosiéndote a puñaladas con la idem.
Yo: Observo que os tomáis todo esto con una buena dosis de humor.
T: ¿Tú crees que si nos valiese de algo ponernos dramáticos, no lo haríamos? Algunos de nosotros hemos llegado hasta a hincarnos de rodillas pidiendo clemencia, pero los hombres son tan bestias que se hacen los tontos y dicen que estamos escasos de fuerzas o flojos de remos.
Yo: Todo lo que me habéis dicho es cierto, pero tampoco vosotros estáis totalmente libres de culpa. ¡No me negaréis que todos los años muere algún torero en los ruedos!
T: Claro que no lo negamos. Pero, creeme. Cuando un toro cornea al hombre que tienen enfrente lo hace a ciegas, medio borracho de tanto embestir a un trapo que no cesa de moverse, que tan pronto te lleva a un lado como a otro. Pero, de verdad, nunca deseamos devolver el mal que nos hacen.
Yo: Estoy tan avergonzado y me da tanta pena pensar en vuestro triste destino, que prometo solemnemente no volver a pisar un tendido aunque me regalen la entrada. ¿Queréis añadir algo?
En ese momento, un toro cárdeno que estuvo todo el rato apartado, se acercó y, timidamente, me preguntó:
T: ¿Es cierto que la gente paga fuertes sumas de dinero por contemplar un espectáculo como éste?
Yo: Como supongo que deseas conocer la verdad, te la diré: Sí, es completamente cierto.
T: Pues yo te diré otra verdad:
Prefiero ser toro y morir como voy a hacerlo a ser uno de los que van a disfrutar con mi muerte.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986