Aunque decirlo de esta manera resulta de una vulgaridad atroz, lo más exacto, en una breve definición del carácter de Ladislao, sería afirmar que tenía más cara que espalda.
Otra de sus características personales, ésta celosamente oculta al conocimiento público, era una pierna artificial. Construida en madera de teca refractaria a polillas y termitas, con refuerzos de aluminio anodizado, estaba dotada del juego tibiotarsiano y del correspondiente de los dedos.
El artesano japonés autor de aquella maravilla, a la que sólo le faltaba presumir de padecer de callo para parecer real, había garantizado la indestructibilidad, incombustibilidad e indeformabilidad.
Ladislao estaba absolutamente seguro de que, a menos que se exhibiera en paños menores, nadie podría albergar la sospecha de que su anatomía se encontraba incompleta. Poco tiempo después de haberle sido entregada la prótesis, caminaba con los mismos andares, un poco petulantes, con que se desplazaba antes de la loca acometida de aquel tractor con ínfulas de cirujano que le cercenó limpiamente la pierna izquierda, de rodilla para abajo.
Entre las muchas virtudes de que el remendado cojo se hallaba adornado no figuraba, ni mucho menos, la timidez. Muy al contrario. Especialmente, en lo tocante a la ropa y calzado, sus gustos se inclinaban con descaro hacia la ostentación. En dos detalles era un auténtico maniático que rechazaba de plano la teoría gallega de que «la arruga es bella» y, así, la raya de su pantalón podía ser utilizada para cortar en trozos la más dura de las tabletas del turrón alicantino.
En cuanto a zapatos, podía decirse, sin temor a exagerar, que la contemplación de sus eternos reflejos sin la colaboración de gafas ahumadas constituía un acto de inconsciencia o de temeridad.
Con la cerrazón mental propia de un drogado, juzgaba a quienes andan por la vida, despreocupados de su aspecto externo, con los pantalones abombados o los zapatos llenos de polvo, no como seres felices y sin prejuicios sino como potenciales delincuentes cuyo inevitable fin sería un largo alojamiento, por cuenta del contribuyente, en una prisión de alta seguridad.
Solía decir a cuantos querían escucharle -y también a los que no deseaban hacerlo- que aquellas personas (y recalcaba mucho la pronunciación de esta palabra), indiferentes al qué dirán, se quedarían tan frescas al verse acusadas de la comisión de media docena de asesinatos con las agravantes de menosprecio al sexo, nocturnidad y escalo.
Ladislao, que, como todo el mundo razonaba muy bien sobre algunas cuestiones de la vida y fatalmente acerca de otras, era curiosamente irracional cuando pensaba en zapatos. Para él la forma, el color, el material con que había sido fabricado un zapato eran cuestiones mucho más importantes que la erradicación del hambre, el dolor, el terrorismo o la ignorancia.
A muchos codos por encima del boxcalf, el tafilete, el ante o cualquier otra piel, colocaba el charol, como un dios de todos los dioses. Y así, a fuerza de pensar en el charol, deslumbrado por su brillo cegador, concibió una genial idea que le permitiría disponer en todo momento de un par de flamantes zapatos de aquel fastuoso material.
El mismo «zorro del desierto» no hubiera planeado una operación con más lujo de detalles y astucia. Cuando consideró que no quedaba un sólo cabo por atar, decidió llevarla a cabo.
Escogió un calzado cualquiera, todavía en buen uso, se desprendió de la prótesis y, poniendo el zapato en el pie derecho -único que le quedaba de origen-, ayudándose de unas muletas, se lanzó a recorrer las calles enfangadas tras varios días de lluvia pertinaz, procurando pisar reiteradamente allí donde el suelo se encontraba en peores condiciones.
Después de un mes de este tratamiento, aquel zapato se hallaba en un estado lamentable. Parecía imposible que fuese hermano gemelo de aquel zurdo, permanentemente a resguardo de las inclemencias.
Ladislao comprendió que había llegado la hora de pasar a la fase dos. Se colocó, pues, la falsa pierna, calzó los dos pies y se fue a adquirir un billete de autobús con destino a una ciudad cercana en la que era totalmente desconocido.
El viaje, dejando aparte las miradas irónicas de tres jovencitas que tomaban por despiste involuntario tan distinto estado de conservación, no tuvo historia.
Llegado a la ciudad que pretendía hacer víctima de su depravado proyecto penetró con paso decidido en el comercio más lujoso que encontró y, tomando asiento en una cómoda butaquita, respondió al empleado que, solícitamente, le preguntó qué deseaba: «Quiero los mejores zapatos de charol que tengan ustedes».
Cuando le mostraron cuatro o cinco modelos diferentes, Ladislao dijo, muy serio: «He dicho los mejores. ¿Esto es todo lo que puede ofrecerme? Estos son de mala calidad; se ve enseguida:»
El dueño del establecimiento que se encontraba muy cerca, escuchó la última frase y tomándola por un insulto personal, se aproximó y con palabras corteses, pero de evidente mal humor, intervino en la conversación diciendo: «Perdone usted, señor; aquí no tenemos nada malo. Esos zapatos son de buenísima calidad. Si no los utiliza para jugar al fútbol le durarán varios años. Vamos, que se cansará de ellos.»
El posible comprador se apresuró a contestar diciendo en tono de disculpa: «Bueno, verá, no he querido ofenderle. El único culpable es mi pie derecho. Le parecerá extraño, pero la verdad es que este pie me trae por la calle de la amargura. Observe usted la diferencia que existe entre el zapato del pie izquierdo y el derecho; aquél prácticamente nuevo, y el otro, hecho una pena.»
«La cosa está clara -respondió el dueño del negocio, visiblemente calmado-. Lleva usted unos zapatos con un defecto de fábrica. la piel del derecho es como un trozo de cartón.»
«Perdone que le contradiga -terció Ladislao-. Si esto me hubiera ocurrido únicamente con este par de zapatos, no tendría inconveniente en concederle la razón. Lo malo es que me sucede con todos igual. Ya no sé que hacer.»
«Pues está claro -repitió el patrón-. Compre usted en comercios serios como éste, donde garantizamos la calidad de los artículos que vendemos. Le aseguro que, si en el plazo de un mes, sus dos zapatos presentan un aspecto tan distinto como los que lleva puestos, le entrego un nuevo par absolutamente gratis.»
Poco más precisó Ladislao para dejarse convencer. Probó, se calzó, abonó el elevado importe de la compra y se fue satisfecho, después de estrechar la mano de empresario y dependiente.
Cuando se encontró nuevamente en casa, a solas en su habitación, soltó el torrente de carcajadas que había estado reprimiendo desde hacía más de tres horas.
Al día siguiente comenzó a poner en práctica la operación «envejecimiento» ya descrita, procedimiento por el cual, antes de veinte días, se halló en condiciones de presentar la ansiada reclamación que repetiría en distintas villas y ciudades de las cercanías para disponer siempre de tres o cuatro pares de zapatos del mismo modelo, pero ilesos.
Por un acto de misericordia divina, los ojos del asombrado comerciante no se salieron totalmente de sus órbitas al contemplar el impecable zapato izquierdo y el repelente estado del derecho, pero la palabra era la palabra y, casi en coma, sin poder salir de su estupefacción, entregó al avispado cojo un nuevo par de zapatos.
Ladislao, sardónico, le dijo al encaminarse a la puerta: «Ya le había advertido de que mi pie derecho traía «mala pata».»
Y, efectivamente, su pie derecho trajo la mala pata; tan mala, que enredándose en el felpudo de la entrada, le precipitó de cabeza a la acera y, de allí, a la calle donde un automóvil le hizo fosfatina la pierna de carne y hueso.
Por el contrario, la prótesis resistió estoicamente la inopinada embestida motorizada y aunque, a causa del golpe, fue a parar encima del cochecito de un niño, desde allí, silenciosa e impasible, con el brillante zapato de charol en su sitio, pregonó la categoría de los fabricantes nipones.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986