Archivo por meses: junio 2015

A la unanimidad por la discrepancia

Con la mente reposada y las ideas en ebullición, tras quince días haciendo solo cosas inútiles, es decir, con la mitad de las vacaciones aún en mi haber, comencé a meditar sobre algo que había atraído mi atención en más de una oportunidad.

Siempre que se reúnen tres españoles para la toma de decisión, generalmente, surgen tres opiniones, absolutamente dispares.

Y digo generalmente, porque se dan ocasiones en que, con el mismo número de ponentes, se ponen sobre la mesa cuatro o más mociones.

Esta versatilidad de la mente hispana, a buen seguro que habrá puesto en un aprieto a más de un responsable de la urgente aprobación o rechazo de un proyecto importante.

¿Qué neurona traviesa, que circunvolución cerebral es culpable de nuestra incapacidad para admitir lo que puede ser bueno, aunque no haya sido propuesto por nosotros mismos?

Desde aquí propongo a la desasistida investigación nacional decida un estudio incansable y tenaz hasta que se encuentre la solución a tan oculto misterio.

Por si nadie me escucha, cosa más que probable, me atrevo a brindar un sistema que cuenta con alguna posibilidad de éxito.

Puesto que el obstáculo principal, aparentemente, se encuentra en el deseo de llevar la contraria, sugiero a quienes deban presidir una reunión de cualquier tipo inviertan radicalmente los términos iniciales de su perorata.

Y deberán comenzar diciendo:

«Señores, esta reunión carece de la más mínima importancia. Se ha producido quorum, aunque maldita la falta que hacía. Si bien nos han reiterado varias veces que debemos tomar una decisión de la máxima urgencia; yo no lo considero necesario porque, realmente, nos importa un rábano los 23 km. que los vecinos se ven obligados a recorrer para disponer de agua a causa de la estúpida avería en la traída.»

«Añadiré que deseo fervientemente que ninguno de ustedes se adhiera a la propuesta que formularé enseguida. Es más, ruego encarecidamente que cada uno mantenga la suya a raya hasta llegar al insulto personal y a la agresión física.»

«Por último, ordeno, han oído bien, ordeno que sus mociones sean absolutamente diferentes de manera que no existan dos iguales y, por supuesto todas serán discrepantes de la mía, que consiste en «arreglo inmediato». »

Al escuchar este inesperado exordio, un tanto distinto a los que estan habituados, los asistentes permanecen perplejos durante cierto tiempo, se observan de reojo y nadie se decide a hablar.

El presidente, con cara inexpresiva, tampoco dice nada.

En los rostros de los reunidos puede advertirse una angustia atroz, reflejada sin duda por la lucha interior que están sosteniendo con sus principios.

Por fin, el de más edad, pregunta con voz entrecortada: Pero, ¿lo dice usted en serio?

El presidente se limita a responder «Si».

Trascurre un buen rato sin que nadie se mueva ni hable. Entonces, uno cualquiera propone que se realice la votación por escrito.

El presidente accede, se procede a votar en la forma apuntada y realizado el recuento y lectura de los votos, este es el resultado:

Asistentes: 15

A favor: 15

En contra: 0

Nulos: 0

Abstención: 0

Por falta de otros asuntos a tratar, se disuelve la sesión, previa aprobación, por mayoría, de la propuesta formulada por el Presidente.

A la salida, ya en el pasillo, seguro que se escucharán comentarios como el que sigue:

«Si este tío pensaba que íbamos a aceptar su propuesta y hacer lo que le diese la gana, menuda sorpresa se habrá llevado. Lo tiene bien merecido, por mandón».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Foz, 1986

¡Vamos de rebajas!

En un rincón de los grandes almacenes Circe, dos señoras gordísimas, con rostros enrojecidos y sudorosos, trataban mutuamente de arrancarse de las manos un pijama infantil azul celeste del que pendía un cartelito con la leyenda:

P.V.P: 2.350 ₧.

Rebajado: 1750 ₧.

Ahorre: 600 ₧.

El forcejeo arreciaba entre jadeos y gruñidos. De pronto, se escuchó un chasquido producido por la prenda en litigio que, salomónicamente, prefirió zanjar el pleito antes de que adquiriese mayores proporciones.

Sin una palabra, cada contrincante se apresuró a ocultar en el fondo del exhibidor el medio pijama en su poder. Podrían sentirse satisfechas. De acuerdo con las matemáticas, separadamente habían ahorrado 875 ₧ y no las 600 que prometía la etiqueta.

Ante un largo mostrador se agolpaba una multitud anhelante por encontrar el tesoro escondido de una camisa o un pantalón por un precio tan reducido que permitiese a la afortunada exploradora presumir ante la familia de experta buscadora y administradora.

Todas deseaban decir: “Mira Pepe, si te dejo a ti, seguro que me vienes a casa con una birria tres veces más cara que esto. No, si ya lo digo yo; los hombres no sabéis comprar”.

De nada valdría que Pepe odiara las camisas a rayas y los pantalones verdes. Tampoco serviría, para dar fin a estas expediciones a la caza del “chollo”, que Pepe regresara al hogar, después de un día de llovizna, con las perneras a medio tobillo a causa del encogimiento del tejido.

Pepe callaba. Contaba con sobrada experiencia y sabía que, ante sus protestas, únicamente arrancaría de la sacrificada esposa algo parecido a: “Eres un desastre. ¿Cómo se te ocurre ponerte el pantalón nuevo en un día así? Tengo que estar en todo”.

Por esta razón, Pepe es enemigo declarado de cualquier venta que pueda tener la menor relación con rebajas, ofertas, saldos, ocasiones y oportunidades, pensando , creo que no sin razón, que si existe negocio en estas operaciones será para quienes las ofrecen, conociendo de antemano que la codicia humana puede mover montañas y mucho más fácilmente trapos, zapatos, muebles, electrodomésticos o automóviles.

Cuando la Gerencia del Circe (o de cualquier otro gigante centro comercial) anuncia a su personal que se va a preparar una operación rebaja, los empleados advierten el instantáneo incremento de sus recursos vitales. Es la adrenalina, que acude en su ayuda. Los más timoratos sienten la tentación de hacerse un seguro de vida y los menos devotos recurren a la confesión general.

La traumática experiencia que se avecina mantendrá al personal hecho polvo dos meses antes de la quincena fatídica, y otros dos meses después de su finalización. Cuando la catástrofe ha ido olvidándose y el ritmo de trabajo ha alcanzado la normalidad, una mujer de la limpieza encontrará siete calzoncillos detrás de un radiador y el encargado de mantenimiento comprobará asombrado que la bombilla aquella no estaba fundida, estaba tapada por un enorme sujetador.

¿Cómo fueron a parar estos artículos a lugares tan poco apropiados? ¿Quién ha sido el responsable de semejante absurdo?

Los empleados conocen perfectamente el nombre de la culpable. Se llama “histeria colectiva”. Hasta los más novatos le han sido presentados y, si fueran sinceros, confesarían que ha sido un placer.

De todos modos, pese a quien pese y caiga quien caiga, estos follones económico-deportivos multitudinarios, continuarán celebrándose y el público seguirá persiguiendo la inalcanzable quimera del vellocino de oro moderno, la consecución de una ganga que, en la mayoría de los casos. Pasará a engrosar la colección de artículos, enseres y adminículos innecesarios, inútiles y de mal gusto, que ya nos abruman con su sola presencia, en espera de los que se les unirán en las próximas rebajas.

Lo dicho, dicho está. Yo no rebajo nada.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

Ha sido descubierto el paradero del «Quinteto clásico de viento»

Reproducimos, a continuación, una sensacional noticia publicada en el “Faro de Vigo”.

P. Bambues, corresponsal de este diario en la villa de Foz, ha culminado una paciente labor de investigación que ha dado como fruto el descubrimiento del retiro en que se habían recluido los componentes del mundialmente aclamado “Quinteto Clásico de Viento”.

Como se sabe, el Quinteto desapareció sin dejar rastro a últimos de junio, tras su actuación en el Teatro Real de Viena comentada en términos sumamente elogiosos por los principales críticos musicales de todo el mundo.

Bambues, siguiendo una tenue pista, comprobó que el “Quinteto” había realizado pruebas de grabación en unos estudios que, aunque situados en Foz, pertenecen a una multinacional inglesa. Dichas pruebas corresponden a “Muñeira Astur”, la más reciente composición de la famosa agrupación musical.

El “Quinteto Clásico” se encuentra en Fazouro, pequeña localidad a las afueras de Foz. Allí, en la lujosísima residencia “El Descanso”, se han dado los últimos retoques a la “Muñeira Astur”.

Como curiosidad, y antes de recordarles los nombres de cada uno de los componentes de esta asociación artística, descubriremos una de sus curiosas costumbres: sólo uno de ellos ensaya de día, preferentemente tan pronto da cuenta de su ligera comida. El grupo realiza los ensayos, individuales y de conjunto, de doce de la noche a diez de la mañana. Diez horas diarias de intenso trabajo les asegura un perfecto acoplamiento, una seguridad y un virtuosismo reconocido por la élite de la melomanía de dos continentes.

Al frente del “Quinteto”, su veterana directora, Soledad Rascón, consigue del corno inglés acentos insospechados de conmovedor patetismo.

Una solista, Elvira Martín, logra del fagot matices de aterciopelada brillantez.

Otra solista, Eugenia Mies, arranca de su trompeta de varas acordes de una sonoridad y belleza indescriptibles.

Con la trompa, Luis Martín, el inolvidable solista de la Banda Militar de Cazadores de Montaña, de guarnición en Jaca, da un rotundo mentís a quienes sostienen que este instrumento ofrece pocas posibilidades.

Y, finalmente, Pedro Martínez obtiene el máximo partido del trombón. Sus notas estremecedoras son un verdadero huracán de armonía. Sin pasarse nunca, sus interpretaciones tienen un sello personal, una fuerza, apasionamiento y entrega que lo hacen único.

Los aficionados a la buena música, con mayúsculas, están de enhorabuena. Muy pronto va a estar a su disposición, tanto en disco como en casete, lo que, estamos seguros, ha de ser el mayor éxito musical de los últimos tiempos, la “Muñeira Astur”, una auténtica obra de arte.

Pedro Martínez Rayón. Foz, 1986

Los reservados

Hace algunos años, ignoro si la cosa sigue lo mismo, los reservados eran lugares públicos convertibles en privados mediante la elevación en un doscientos veinticinco por ciento sobre el precio inicial de la botella de manzanilla, las aceitunas rellenas y las lonchas de jamón que se servían tan pronto como D. José llegaba acompañado de su amiguita de turno.

El mobiliario de un reservado era sencillo, casi siempre espartano. Dos sillas, una mesa, un espejo y un diván. Este último, colocado allí como mesa de operaciones para hacer frente al alto número de indisposiciones que se producían en aquellos locales, no se sabía bien si debido a la falta de ventilación, la mala calidad de las aceitunas o las excesivas muestras de paternal afecto prodigadas por los visitantes masculinos.

Con el cambio de mentalidad que se produjo al finalizar la Gran Guerra, desapareció la necesidad de contar con reservados para degustar jamón pues comenzó a pensarse que dicha actividad era, y es, algo sumamente natural y consustancial al hombre y a la mujer.

Desde entonces, resulta frecuente ver cómo se ejecutan aquellas acciones en los emplazamientos más insospechados que, evidentemente, no fueron proyectados para tales fines. Portales de fincas urbanas, parques públicos, automóviles aparcados ante ruinosas capillas en las que santos milagrosos no dan crédito a sus ojos, la cabecera de gol de un concurrido campo de fútbol, todo cabe.

En fin, que ya no es precisa la interesada complicidad de un camarero para calmar la sed y el apetito. Ahora, cuando el hambre apremia, se sacia sobre la marcha.

No obstante, perviven aún otros reservados y reservas.

Por ejemplo, algunos pronósticos continúan siendo reservados. Desconozco si es así porque los médicos que los facilitan no quieren pasar por cotillas o en previsión de casos en que los pacientes fallecen. Entonces puede decirse sin temor a errar: «Fulano se encontraba más allá de las posibilidades de la ciencia».

También las tribus de indios americanos, o mejor lo que queda de ellas, se encuentra en reservados pues, ¿qué otra cosa son las reservas? De todas maneras, creo que las autoridades federales se equivocan y más apropiado sería, si lo que desean es perpetuar la existencia de los primeros ciudadanos USA, mantenerlos en conserva y no en reserva.

Otros reservados o reservas supervivientes, quizás a causa de un repetido milagro que ha pasado inadvertido hasta ahora, son las que corresponden a champagnes, vinos y coñacs de cosechas remotas tan solicitadas y consumidas que, lógicamente, debería haber sido agotadas hace muchos años. No se me ocurre otra explicación que la que proporcionaría un perdurable bautizo a escala universal, por supuesto sin invitados ni monaguillos.

Asimismo, subsiste la reserva militar que no conozco bien. Me atrevería a afirmar, a pesar de ello, que debe tratarse de una especie de limbo especial para gente de armas tomar en el que, en posición de descanso, cuando han pasado a formar parte de sus huestes, guardarán, en una gigantesca sala de banderas, la última llamada a filas, esta vez no para guerrear sino, muy al contrario, para disfrutar de la paz eterna.

Y finalmente, los reservados que más estimo. Aquellos que, como mi amigo Atilano, aseguran con la mano elegantemente colocada a la altura del quinto espacio intercostal izquierdo, que jamás, en ninguna circunstancia, harán traición a la confianza que se ha depositado en su discreción.

Para mí resulta un misterio cómo puede producirse tan abismal contradicción entre los que aseveran y los que van a hacer tan pronto como cuenten con una oportunidad de efectuar, a su vez, y con la máxima reserva, una confidencia.

¿Se trata de mala memoria, de peor intención o simplemente es un rasgo de imbecilidad? No me atrevo a decidir.

Lo que sí me encuentro en condiciones de afirmar es que Atilano, y los de su especie, resultan personas sumamente útiles. El lo ignora, pero ya me ha prestado, absolutamente gratis, impagables servicios que, de ningún modo puedo agradecerle de viva voz pues podría descubrir el pastel y, por despecho, convertirse en persona totalmente reservada y discreta.

Existen infinidad de Atilanos tratados injustamente y estoy convencido de que, como mínimo, se les debería abonar un canon de publicidad por prestación de asistencia pública.

Recuerdo la última vez que, con el mayor descaro, utilicé a mi amigo. Yo no tenía acceso a las altas esferas de la empresa de la empresa en que trabajo como modesto chupatintas, pero sabía que utilizándole como caja de resonancia lo que yo deseaba supieran llegaría a su conocimiento al día siguiente, a más tardar.

Entre el personal de la sociedad existían gran malestar a causa de una cafetera. ¿Le parece extraño? Pues no debe parecérselo. En una de las áreas disponían de una hermosa cafetera eléctrica únicamente para su uso, vedado a todo empleado ajeno al servicio. Como no estaba permitida la salida para tomar café a alguno de los establecimientos cercanos y el olor que salía de la zona privilegiada no era suficiente para calmar las ansias del brebaje, los ánimos estaban excitados (por algo se dice que el café es excitante).

Entonces se me ocurrió darle cuerda a Atilano. Con toda reserva le dije que se iba a armar un lío monumental. El Comité de Empresa estaba dispuesto a llegar a la huelga si la situación continuaba igual. Que, o se instalaba una nueva cafetera para el resto del personal, o sabe Dios qué podría suceder. Que la dirección tenía en sus manos la posibilidad de adelantarse a la acción del Comité y colocando una buena máquina, desbaratando así los planes de revuelta pero, añadí, que convenía callar como muertos para ver los toros desde la barrera. Le pedí, finalmente, que hiciera honor a su bien ganada fama de individuo reservado.

Atilano me aseguró que él era una tumba, aunque no oliese mal.

Mi revelación se produjo un sábado, a las 9 de la mañana. El lunes siguiente, a la hora de entrada, pudimos ver, junto a los relojes de la firma, una hermosa cafetera que también despachaba chocolate, té, caldo, tabaco, y no daba los buenos días de verdadero milagro. Pero todo se andará, con la involuntaria ayuda de todos los seres reservados que en el mundo habitan.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

Carta de desajuste

Aún no se me ha olvidado la ocasión en que, por primera vez, como alumno de segundo curso de Ciencias de la Información, me enviaron a la calle, grabadora en ristre, a realizar una encuesta.

La pregunta clave, abierta de par en par, daba lugar a muchas otras partiendo de las eventuales respuestas. Se trataba, simplemente, de conocer la opinión que TVE merecía  a los viandantes masculinos. De las mujeres se encargarían otros más afortunados que yo.

No me dieron instrucciones concretas, limitándose a decirme: «Hala, a ver como te las arreglas! Luego escribirás un artículo basado en lo que escuches.»

Recuerdo que, un poquillo nervioso, me dirigí al Retiro pensando que quienes se encontraran allí no tendrían mucha prisa y responderían de mejor grado que los transeúntes que circulaban precipitadamente por las pobladas calles madrileñas.

Después de meditarlo un momento, y tras vacilar repetidas veces, opté por un señor de mediana edad que, sentado plácidamente en un banco, dejaba vagar perezosamente su mirada sin fijarla en ningún sitio en particular.

Me senté a su lado y luego de saludarlo con un tímido buenos días, le confesé lo que pretendía de él, añadiendo que era la primera oportunidad en que hacía aquello. Junto a él tenía un neófito con grandes deseos de lucirse. Inmediatamente, me tranquilizó, prometiendo responder a cuantas preguntas le formulase.

Entonces, tratando de aparentar mayor seguridad de la que realmente sentía, hice la consulta inicial de la que esperaba se convirtiera en una brillante carrera plena de aciertos y triunfos

«¿Qué opinión le merece TVE?», indagué con la boca seca por la emoción.

«Lo que más me agrada de T.V. son los anuncios. Me encantan», dijo con acento de sinceridad. «Pero -continuó mientras aspiraba hondamente el humo del cigarrillo recién encendido- los destrozan totalmente intercalando con machaconería trozos de películas, partidos de fútbol y otras zarandajas. La Dirección General del ente público parece no comprender que la publicidad es el motor de la economía. La industria, el comercio y las finanzas se irían al traste sin el concurso formidable de la voz y la imagen publicitarias que, echando las campanas al vuelo, cantan las excelencias de los diferentes productos y servicios. Las autoridades televisivas ignoran que el rancio refrán de el buen paño en el arca se vende, ha pasado a mejor vida. Actualmente, quien no se anuncia no se come una rosca. Por esa razón, no quisiera por nada del mundo ser uno de los responsables de la hecatombe económica que se avecina. Es de todo punto continuar así. Deben cesar de inmediato los programas estúpidos que nos empujan a la ruina. Terminemos con las memeces; publicidad desde que se inicia la programación hasta que finaliza. Si acaso, breves tele-filmes en los que se muestre con detalle la fabricación de artículos de consumo, los métodos de trabajo en cadena y cosas por el estilo.»

Como mi primer cliente parecía dispuesto a continuar por idénticos derroteros, me permití pulsar el stop del aparatito; cortésmente me despedí agradeciendo su inestimable -y, a buen seguro, poco frecuente- opinión y me fui.

Hacía unos instantes, el sol, que hasta entonces mantenía con las nubes una enconada lucha para adueñarse del firmamento, se ocultó.

Resultaba superfluo disponer del título de meteorólogo para pronosticar una pronta lluvia. Efectivamente, no llegué a disponer del tiempo necesario para abandonar el Retiro. Cuando me acercaba a una de sus salidas, allá arriba se abrieron las espitas y el agua inició su descenso. Se trataba de un chaparrón impresionante que puso en desordenada fuga a cientos de paseantes.

Era como, si de pronto, se hubiese dado la orden de salida para un alocado maratón con metas en lugares diferentes.

A toda velocidad crucé la puerta del inmenso parque, atravesé la calle General Álvarez y enfoqué la del Doctor Castelo. No muy lejos, en la acera derecha, un letrero luminos, apagado entonces, pero no menos visible por ello, me indicaba donde podía encontrar refugio. Decía Cayena Pub.

Arriesgándome a tumbar de espaldas a cualquier atrevido que, a pesar de aquella manera de llover, se dispusieron a abandonar el establecimiento, atravesé su umbral y pasé al interior.

La instalación era moderna, demasiado para mis gustos más bien tradicionales. Mucha luz indirecta y escayola. En las ventanas, visillos color rosa de aspecto polvoriento. Una barra diminuta, el pavimento cubierto con moqueta verde limón que desentonaba rabiosamente con la decoración. Veinte o treinta mesitas cuadradas coronadas por ridículos mantelillos de encaje de imitación completaban el cuadro.

Al entra, no había muchos clientes. Después, a medida que la incesante lluvia acosaba a la gente, las mesas vacías fueron siendo más escasas.

A mi  espalda, en la mesa inmediata, dos personas hablaban con entusiasmo de teatro y cine. Agotado, probablemente el tema, la emprendieron con la televisión.

Hasta entonces no había prestado atención y sus palabras venían a ser una especie de música de fondo a mis reflexiones. Pero, tan pronto como escuché el vocablo T.V. agucé el oído.

Lo primero que me llamó la atención fuel el tono de voz de las dos chicas. Por lo que decían supe que una se llamaba Puri y la otra Merche. No me atreví a volverme para echarles una ojeada.

En aquella época, con la inocencia de los periodistas en embrión, aún creía que la primera virtud de un informador debía ser la discreción. Más tarde comprendí lo equivocado que estaba.

De pronto me decidí. Si hablaban de televisión ¿qué mal podía existir en que las entrevistase? Nada, fuera temores, y a por ellas.

Me puse en pié, giré la cabeza y la sorpresa estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio y la facultad de emitir sonido alguno.

Frente a mi se hallaban sentados dos seres de difícil definición. Iba a decir indescriptibles o inenarrables, pero recordé a tiempo que ambas palabras estaban proscritas del vocabulario particular de quien deseara escribir. «Si te consideras incapaz de describirlo todo, dedícate a otra cosa. Si puedes narrarlo todo, no utilices esas palabras», decía uno de nuestros profesores.

Así que, tratando valientemente de recobrarme de la impresión, me acerqué, confesé que involuntariamente había escuchado su conversación y les rogué que me confiaran su opinión sobres la dichosa T.V.

Aceptaron, aparentemente de buen grado, me invitaron a sentarme a su lado y, mientras expresaban su parecer, aproveché el tiempo para fijarme bien en mis acompañantes.

Por sus rasgos faciales, por el timbre de sus voces, el tamaño de sus manos, y el vello que adornaba el dorso de sus manos, eran dos hombres.

De caer en la trampa de sus nombres, del abundante maquillaje que cubría ambos rostros, del tinte que había convertido sus cabellos en una rara estopa platinada y de las palabras que utilizaban, debía admitir que me encontraba en compañía de dos mujeres.

Reflexionando más a fondo, hasta el punto de no enterarme de lo que decían, llegué a la conclusión de que estaba ante dos hermafroditas temperamentales, entes en contradicción consigo mismos, objetores de sus propias personalidades y en lucha continua contra sus anheladas antítesis.

¿Se darán cuenta de su triste situación o tendrán la fortuna de vivir su vida en la bendita inconsciencia de la ignorancia?, me pregunté.

Cuando terminaron de hablar, les di las gracias y me despedí aún sumido en pesimistas cavilaciones. Me acerqué a la puerta y comprobé aliviado que el sol volvía a lucir. Sentía curiosidad por escuchar las declaraciones de Merche y Puri, pero esperaría a llegar a casa donde podría poner en marcha la grabadora sin temor a interrupciones molestas.

Ensimismado todavía en lo que acababa de contemplar, caminaba calle adelante cuando me di un encontronazo con un hombre que marchaba en dirección contraria leyendo el periódico. Impedí que se fuera al suelo sujetándolo fuertemente por el brazo y le pedí excusas por mi torpeza.

No le dio importancia a lo sucedido y aún fue tan amable de aceptar mi petición de qué me confiara su parecer acerca de la televisión.

Quizás lo que le prestara su aire poco común fuese su blanca perilla, réplica exacta del cabello cortado a cepillo que coronaba su abultada cabeza. Me hizo pensar que si se pudiera al revés, es decir, boca abajo, la incómoda postura no aportaría gran diferencia a su aspecto facial.

Cuando se encontró dispuesto a hablar, comenzó diciendo que antes de emitir su veredicto era preciso me hiciera saber algunas particularidades de su existencia. Dijo que era ingeniero electrónico, especialista en sonido. Se había jubilado hacía algunos años. Acaso por deformación profesional, o Dios sabía por qué, nunca había sentido respeto por la televisión. Pero, cuando el invento se introdujo en España, adquirió un receptor y el día que se lo llevaron a casa tuvo la ocurrencia de sentarse ante el aparato y contemplar toda la emisión; desde la carta de ajuste hasta el cierre.

Se había sentido tan defraudado, tan harto de las ordinarieces que trasmitían, que muy pocas veces había vuelto a mirar a la pantalla.

Sin embargo, estaba convencido de que una postura pasiva no era suficiente y, haciendo uso de sus conocimientos profesionales diseñó un sistema -en su opinión muy sencillo, pero para mí, lego en la materia, sin pies ni cabeza-, según el cual, mediante la inclusión en el circuito de un sensor conectado a un ordenador que retenía las palabras como «nuevo»; «actual», «moderno», «champú», «joven», «espuma», «técnica», «desodorante», «blanco» y otras, el aparato se desconectaba automáticamente tan pronto como se iniciaba un bloque publicitario, volviendo a entrar en funcionamiento cuando terminaban los anuncios.

Amargamente, reconocí después que el proceso llevaba implícito un fallo en el que no pensó cuando lo ideó. El fracaso se producía a causa de que cualquier espacio no publicitario podía incluir -y, de hecho incluía- las palabras clave y el aparato, como si se hubiese vuelto loco, se encendía y apagaba continuamente.

El descontento propietario delas dos perillas, o los dos tupés -no puedo ser más preciso- terminó revelándome que sus aspiraciones iban ahora más allá. Lo que había conseguido hasta entonces sería juego de niños cuando diera fin a lo que se traía entre manos.

Con mucho misterio y negándose a que aquella parte de su declaración fuese grabada, me hizo partícipe de su gran secreto. Tenía muy avanzada la construcción de un aparato con el cual interferiría e impediría la transmisión de todo mensaje publicitario.

A nivel mundial, añadió con un brillo diabólico en los ojos ocultos tras las gafas de gruesos cristales. Piense usted en los satélites, dijo por último antes de alejarse.

Después de aquello, no me quedaban ánimos para volver a poner a prueba mi suerte. Así que, en cuanto localicé un boca de metro, acompañado por lo que me pareció medio Madrid, descendí las escaleras y conseguí no morir en el empeño de introducirme en un vagón a punto de reventar. Eran las ocho menos cuarto de la tarde. Hora punta.

Impaciente, ascendí los nueve pisos que separaban la calle de mi domicilio, echando una resignada ojeada al familiar letrero de «No funciona» que, estoy convencido, debe ser facilitado por la casa al instalarse en el momento de colocar el ascensor.

En cuanto estuve en mi habitación, cómodamente repantigado en una mecedora, hice retroceder la cinta hasta el momento en que iniciaba su respuesta Puri.

«Pues a mí -aseguraba éste/a con acento en que se adivinaba un mohín de coquetería- me chiflan los pases de modelos; cuanto más atrevidos mejor. Sobre todo, los de ropa interior. Esas prendas finísimas, de tenue seda tienen que ser una caricia para la piel, ¿verdad, tesoro?»

Debía dirigirse a Merche, pues éste/a, respondía con voz de sochante y sonsonete de frágil damisela: «Claro, cariño, ¡qué gozada! Pero, qué va. A esos patosos de Prado del Rey, sólo les excitan los combates de boxeo, partidos de fútbol, el torneo de las cinco naciones y ese horror de corridas de toros. Pobres animalitos de mi corazón. a ellos deberían torearlos. y puede que a más de uno habría que afeitar.»

Intervenía de nuevo Puri para afirmar que mucha democracia y muchas narices pero, en realidad, no se respetaban los derechos humanos. Cada persona debería ser libre para ejercitar su opción individual a vivir de acuerdo con las normas del sexo que prefiriese.

«Bravo, Puri, amor. Tienes un pico de oro. Estoy segura de que si te decidieses a crear un partido político, te forrabas de votos», tercio Merche.

Basta, basta ya, decidí apagando el aparato. Como mañana no se me dé mejor esto, estoy fresco. Buen artículo voy a escribir si no encuentro nada más interesante.

Mientras tanto, la noche había caído y, cosa absolutamente normal, no se rompió nada. La noche lleva millones de días cayendo y jamás se fracturó un tobillo. Claro que, cuenta con un entrenamiento envidiable.

A la mañana siguiente, fortalecido por ocho horas de sueño ininterrumpido, salí a la calle con renovados bríos. Fuera temores. La vida es de los audaces, me decía, guiñando los ojos a causa del sol, que me daba en la frente.

Con estas sandeces y otras aún mayores que no declaro por pudor, me trasladé una vez más al Retiro y, osadamente, le disparé a bocajarro mi pregunta a un viejecito de apariencia inofensiva y bonachona.

Su respuesta fue un modelo de síntesis: «No puedo contestarle, pues carezco de suficientes elementos de juicio. Si, poseo un aparato. No, no está estropeado. Me han cortado la corriente por falta de pago. Soy jubilado de la Renfe.»

Sin dejarme amilanar por semejante fracaso, me revolví como una alimaña y me encaré con mi próxima víctima, un hombre altísimo con cara de pocos amigos, pero, según dijo, dispuesto a hablar.

«Podría revelarle aspectos desconocidos acerca de la contemplación de imágenes en movimiento, pero soy individuo de pocas palabras. Sostengo firmemente que si la palabra es plata, el silencio es oro; en boca cerrada no entran moscas; por la boca muere el pez y la palabra más elocuente es la que no ha sido dicha.»

» De todos modos, ya que ha sido usted tan amable de solicitar mi opinión, haré una excepción, aunque sólo sea como mera devolución de su cortesía. Le responderé con toda brevedad, sencillez y veracidad. Verá usted.»

«Yo desciendo de familia modesta, no sobrada de recursos económicos, cosa que me obligó a abandonar los estudios tan pronto como supe leer y escribir. Por entonces, mi maestro de primeras letras había despertado en mi alma infantil una insaciable sed de saber…»

«Pero, pero, ¿qué tiene que ver…?», interrumpí desconcertado.

«Espere y verá, joven -respondió imperturbable. Pronto hallé la solución. Si no podía continuar estudiando de manera oficial, lo haría a mi aire y sin intervención de autoridades académicas. Por una módica suma mensual, podía acudir a la Biblioteca Pública y leer y releer…»

«Perdone, señor», corté impaciente. «Le he preguntado por su opinión sobre la televisión y no veo que esto tenga que ver con…»

«Todo se andará, jovencito», interpuso a su vez mi entrevistado sin descomponer la figura.

«…cuanto se encontraba archivado en aquel templo del saber. Leí incansablemente; cada minuto que el desagradable deber de procurarme la grosera pitanza me dejaba dueño de mis actos lo dedicaba a la gozosa adquisición de cultura. Mi figura llegó a hacerse tan familiar en la Biblioteca que ala mesa ante la que, indefectiblemente, me sentaba se la llegó a conocer por la mesa de la M, en exquisita alusión a mi saber enciclopédico, mi apellido Martínez y una clara referencia a la Real Academia de la Lengua…»

«Vuelvo a rogarle me disculpe si cerceno descortésmente su docta disertación, pero, o me responde con dos vocablos, o lo dejamos. A ver, ¿qué opinión le merece T.V.E.?»

«Abominable fiemo», contestó alejándose de pésimo humor aquel ambulante volumen en rústica.

Dos intentos y otros tantos fracasos, pensé con amargura. No obstante, encogí mentalmente los hombros (inténtelo y comprobará que puede hacerlo) y, resuelto a no marrar en el empeño, orienté el rumbo hacia la primera persona que se me puso a tiro.

Se trataba de una criatura del sexo masculino, de apariencia apocada que parecía caminar sin destino definido, dejando que los pies embutidos en zapatos cubiertos de polvo, lo llevaran a cualquier sitio.

«Dispense usted, señor -le dije repitiendo una vez más la pregunta que ya había logrado despertar en mi una inexplicable repulsión-: ¿qué le parece al televisión española?

«Pues, verá -respondió prontamente, deteniéndose en seco (recuerde que había cesado de llover y hacía un día imponente)-, me temo que no voy a serle de ninguna utilidad.»

«Ah, ya entiendo. No la ve usted.»

«La veo y no la veo. La veo de pasada, cuando entro en una cafetería, pero esa no es la manera. Suele haber tanto barullo y ruido que no puedo decirle si me gusta o no, si es buena, mala o regular. Y en casa…»

«En casa no la tiene», dije velozmente deseando cortar de raíz la posibilidad de encontrarme  con un encuestado tan insoportablemente locuaz como el anterior.

«Tampoco es eso. En casa tengo un receptor, pero no funciona. Lo he mandado a arreglar muchas veces sin resultado alguno. Me dicen que no tiene ninguna avería y, a pesar de todo, con capta sonido ni imagen. Verá usted, yo vivo solo y, por ello, cuando me marcho a la oficina dejo la llave del piso al portero que se la entrega al técnico. Luego éste  me llama por teléfono diciendo que el aparato marcha a la perfección y que le debo 1.500 pesetas de la salida. Por la noche, yo llego a casa y nada. Ya estoy más que harto.»

Con estas palabras se alejó lentamente, arrastrando los pies con tal aire de abatimiento que causaba lástima.

En cuanto se fue aquel frustrado televidente, se me acercó un chico joven, aproximadamente de mi edad, que me dijo: «He oído lo que le ha dicho ese señor. Yo soy el técnico que visita regularmente su domicilio. Su aparato no tiene ninguna avería. Estoy dispuesto a jurarlo ante Dios y ante los hombres. No se me ocurre otra cosa que pensar que se le olvida pulsar el interruptor de encendido. No me atrevo a decírselo.»

«Yo sí», atajé, corriendo ya hacia la figura de mi reciente entrevistado que estaba a punto de desaparecer tras una esquina, al fondo de la calle.

Tan pronto como le alcancé, disparé a bocajarro, sin preámbulos: «¿Le da usted al botón de encendido»»

Él, con ojos inocentes en los que se reflejaba todo un mundo de sorpresa y esperanza, respondió con otra pregunta: «Y, ¿qué botón es ese?

«Uno señalado con la palabra ON, osea, o, ene.»

Cuando comprendió, pareció trasformarse en otro hombre. Me dio calurosamente las gracias y se puso en marcha nuevamente hacia su solitario piso. Ahora caminaba con paso firme y hasta los zapatos parecían haber recuperado el brillo de otra época mejor, sin complicados botones misteriosos.

Una sensación de placidez me invadió. Era plenamente consciente de haber asistido al nacimiento de otro teleadicto. Incluso podía considerarme un poco como su padre.

En aquel momento de plenitud vi que se dirigía hacia mí un viejecito que andaba lentamente apoyándose en un nudoso bastón. Llevaba el cuello del abrigo levantado hasta las orejas y contaba con el refuerzo de una gruesa bufanda de lana, tejida quizás a mano, amorosamente, por una nieta que, a cambio sería probablemente abroncada por el uso de la minifalda y el abuso de los Ducados.

«Le ruego me disculpe, señor -le dije decidido. ¿Podría decirme qué, etc»

«¿Cómo dice?», inquirió con una voz cascada mientras me contemplaba con la misma benevolencia que si, de pronto, le hubiese colocado una víbora ante las narices.

«¿Qué si tiene la bondad de decirme qué opinión le merece Televisión Española?»

«Ah, creía que… pero, bueno. Si se trata de eso, le diré: Para mí, patriota donde los hay, la opción de que carece la aviación española, a pesar del programa Faca…»

«No, no señor. No le pregunté por la opción de que carece la aviación española, sino sobre…», dije elevando la voz un par de tonos con lo que conseguí que algunos transeúntes se volvieran a mirarme indignados ante tamaña falta de consideración hacia quien podía ser mi abuelo.

«Si se empeña en hablar en voz tan baja, no voy a poder entenderle», continuó el portador de la tremenda estaca, moviéndola impaciente. «Esto es un robo descarado -añadió golpeando la contera contra el pavimento. Compré las pilas hace cuatro días y ya deben de haberse agotado. Vamos, hable más alto y no me haga perder tiempo.»

«Si no tiene usted inconveniente -repetí a grito pelado- desearía que me diera a conocer…»

«Entendido jovencito. Pues le diré. Quiere usted saber qué sensación me ofrece la selección española. Pues lo siento, amigo, no soy aficionado al fútbol. Lo mío es el levantamiento de pesas y el judo. Ahora ya no, pero debería de haberme visto hace cincuenta años. En 1916, gané…»

Entonces hice algo de lo que me creía incapaz. Oprimí con fuerza el botón de stop de la grabadora y, a escape, desaparecí de escena sin despedirme.

Al día siguiente, devolví a la Facultad el trasto infernal que me había causado tantas molestias, sorpresas y sinsabores.

Estaba seguro de que, con mi decisión de abandonar los estudios de periodismo, iniciaba una guerra de familia, pero también tenía la certeza de que, cuando conociesen los motivos que me impulsaron a tomarla, se firmaría un armisticio duradero. Sin rencores.

De ninguna manera estaba dispuesto a escribir si entre mis futuros lectores se encontraban algunas cabezas como las conocidas hacía poco tiempo.

El público me comprendería más fácilmente si prestaba atención a sus pies.

Si, me haría pedicuro.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987