Viaje para viejos. La gorgona

Mentiría como un bellaco si dijera que Laura era fea. La afirmación constituiría una innegable trasgresión de la veracidad.

Por otra parte, nuestra lengua tan rica en matices y términos para describir otros conceptos, falla lamentablemente a la hora de definir la fealdad. Al menos a la que me refiero.

Así pues, me limitaré a afirmar que Laura no era hermosa, ni siquiera bonita, ni tan sólo mona. Es preciso convenir en que carecía de encantos físicos en lo tocante al rostro, a pesar de lo cual, su faz llamaba poderosamente la atención y su cara venía a ser visión inolvidable y demasiado a menudo objeto de pesadillas de los desdichados que habían tenido el infortunio de verla de cerca o de lejos.

Más vale que, en vez de prodigar adjetivos peyorativos, me ciña al relato de alguna de las consecuencias derivadas de la contemplación de Laura.

Javier, el marido de la indefinible Laura, formaba parte de una de esas peñas gastronómicas a que tan aficionados son los vascos. Periódicamente se reunían para comer platos exquisitos previamente preparados con evidentes conocimientos culinarios y amorosos cuidados.

En uno de aquellos almuerzos en que la elección del menú había sido el causante de interminables controversias, llegaron a un acuerdo de compromiso. Tomarían ostras, crema de nécoras, bacalao a la vizcaína, solomillo a la plancha y, como postre, natillas a la gudari.

Antes de comenzar, los nueve comensales masculinos -en aquellas cuchipandas no tenían cabida las féminas- habían bebido abundantemente y puede que ésta fuese la única explicación del extraño suceso que se produjo.

Javier extrajo la cartera para buscar determinado papel y, de forma casual, cayó sobre la mesa, alrededor de la cual ya se encontraban sentados, una fotografía de Laura que uno de los alegres epicuros recogió para devolver a su propietario.

Nada hubiera sucedido si se hubiera limitado a entregarla sin echarle una ojeada. La curiosidad pudo más que la buena crianza y, en un acto irreflexivo, contempló el rostro que aparecían en la instantánea.

No bien lo hubo hecho cuando, sin un suspiro, se desplomó privado de conocimiento. Javier, antes de atender a su vecino de mesa, como las normales reglas de humanidad aconsejan, se apresuró a ocultar la foto de su esposa.

Nadie parecía haberse dado cuenta de lo que había ocurrido. El, sí. Era consciente de que la fugaz visión de su costilla era la culpable de aquel síncope.

Como suele suceder en casos similares, la comida fue suspendida, el enfermo ingresado en la sección de urgencias del centro sanitario más cercano y la reunión disuelta sin que los platos preparados tan meticulosamente fueran catados.

Esta última circunstancia resultó providencial porque, aunque todos lo ignorasen, tan pronto como el retrato de Laura surgió a la luz, las ostras comenzaron a exhalar un olor sospechoso, la crema de nécoras se agrió y las natillas se cortaron.

No era la primera vez -ni, a buen seguro, sería la última- que la inopinada aparición de Laura, en persona o en efigie, había estado a punto de causar una catástrofe.

Pocas fechas antes del frustrado almuerzo, Javier, frente al espejo del cuarto de baño, acababa de cubrirse el rostro con espuma de afeitar y se disponía a iniciar la delicada operación de rasurarse cuando la repentina aparición de la cara de su media naranja, detrás de la suya en el cristal azogado, le produjo tal sobresalto que no se degolló con la navaja de verdadero milagro.

Sería preciso poseer un temple de acero o ser subnormal profundo para soportar, impasible, sin un deterioro general del sistema nervioso, tal entrada en escena.

Si al menos, como en otras ocasiones, Laura hubiera tenido la delicadeza de avisar de su llegada, diciendo por ejemplo: “No te asustes, querido; ahí voy”, el amenazado tendría la oportunidad de fortalecerse mediante la inmediata ingestión de un doble de coñac o, mejor aún, de darse a la fuga descendiendo ágilmente a la calle por un canalón.

La ceremonia de la boda, ya muy lejana, estuvo en un tris de ser suspendida e incluso faltó poco para que se organizara una revuelta popular.

A la puerta del templo, esperaban la llegada de la novia Javier y el padrino. Elegantemente ataviados con el clásico chaqué, ambos estaban pasando un mal rato ante las miradas de los curiosos. Uno de ellos, señalando con el dedo las altas chisteras de quienes aguardaban impacientes, preguntó con voz estentórea: “¿Necesitáis un deshollinador?”.

A esta “ingeniosa” salida siguieron otras y el concurso de humor espontáneamente organizado al aire libre no cesó hasta la llegada de la novia.

Entonces, el certamen, en el que sólo participaban hombres, recibió el apoyo femenino. El sentir unánime del mal llamado sexo débil fue proclamado por una viejecita que, tras sujetarse a una columna del alumbrado y respirar hondo varias veces para recuperarse de la violenta impresión recibida al vislumbrar a Laura, exclamó con acento de triunfo: “Ah, ya di con ello. Están filmando otra versión de Tarzán y su compañera”.

El propio sacerdote, llegadas las solemnísimas palabras de : “Javier, ¿quieres a Laura por legítima esposa?”, fijó sus ojos cansados en los contrayentes, primero en el novio y un instante después en la novia, cometiendo la imprudencia de acercarse a esta última, sin duda no dando crédito a lo que veía.

Un cuarto de hora más tarde, el acto se reanudó con un oficiante totalmente repuesto pero resuelto a no volverse hacia Laura aunque hacerle hubiera representado la oferta de una nueva campana, el arreglo de las goteras de la iglesia y la adquisición de tres confesionarios que sustituyeran los quemados en 1936.

Cuando todo acabó, declinó, cortés pero firmemente y con la cara obstinadamente hacia un lado, las acuciantes invitaciones para que asistiese al almuerzo que tendría lugar seguidamente.

El infortunado cura recordó con íntima vergüenza cómo el monaguillo se había visto obligado a recordarle, con un susurro audible para toda la concurrencia, que se saltaba parte de la liturgia.

A lo largo del ejercicio de su carrera eclesiástica había unido infinidad de parejas. Durante cerca de cuarenta años casó novias de todos los pelajes, risueñas, llorosas, serenas hasta la indiferencia, resignadas, con aire de decirse: “Tan pronto como acabe esto, mi marido va a saber cómo las gasto”.

Las hubo hermosísimas y feísimas pasando por todas las gamas intermedias pero, como la de hoy -meditaba- ninguna.

La caridad cristiana le impedía, si llegara a encontrar palabras adecuadas, calificar acertadamente la que tanto desconcierto y turbación le produjo. No lograba hallar una categoría dónde incluirla.

Puede que, sin proponérselo, diera en el clavo cuando, en voz alta, remachó sus pensamientos diciendo: “Debiera haber llamado a un exorcista”.

El sacristán de la parroquia, aún presente recogiendo algunos ornamentos, suspendió la tarea y preguntó: “¿Decía algo, don Arturo?”.

Este, turbado por el hecho de ser sorprendido hablando solo, respondió: “Nada, hijo, nada. Gracias”.

A estas alturas es imposible que cualquiera -aún siendo corto de vista o tuerto- no se haya formulado la pregunta clave. Esta. Siendo Laura tan así, ¿por qué razón se casó con ella Javier?

No existe posibilidad de ofrecer una respuesta acertada.

Puede que el novio hubiera cometido años atrás un horrendo pecado, eligiendo seguidamente, en un rapto de arrepentimiento, tan original método de expiación.

Quizás el recién casado era víctima de extraña enfermedad, derivada de la avaricia, que le hizo asegurarse la posesión de algo único y, por tanto, valiosísimo.

En todo caso, estaban unidos y Javier podía contar con la absoluta seguridad de que su esposa jamás se estropearía. Si acaso, al contrario. La pátina del tiempo, que todo lo cubre, pudiera ser que la mejorara.

Por supuesto, era preciso admitir que los diarios ensayos de Laura para aliviar su aspecto estaban condenados al fracaso más estrepitoso. Aquello no tenía solución.

De todos modos, era admirable -incluso conmovedor- escucharla cuando, con más fe que los primeros cristianos, le decía a Javier: “Vete desayunando. Mientras tanto, yo me iré arreglando”.

Pues, a pesar de la insostenible situación estética, el marido estaba enamorado de su esposa. ¿Cómo, si no fuese así, iba a tolerar con resignación el trato que recibía de Laura?

Porque, además de su carencia absoluta de encantos físicos, contaba con un carácter abominable. No existen certificados médicos que lo prueben pero, a juzgar por su repugnancia a utilizar términos dulces, dulzones, azucarados o almibarados, debía padecer una diabetes descomunal.

En cambio, sus conversaciones estaban plagadas de expresiones cáusticas -en el mejor de los casos, despectivas- que solían terminar con el hiriente “Eres un inútil”, tolerado con mansedumbre por Javier.

Este que, años antes de su boda, había tenido un hijo con la criada de su propia familia, estaba absolutamente tranquilo. Mencionarle la inutilidad le dejaba tan fresco.

Con sumo tacto, trató varias veces de convencer a su cara mitad para que ambos acudieran a un médico. Sería muy fácil que su falta de descendencia se debiese a algún leve trastorno corregible sin dificultades.

Pero Laura, con esa invencible tozudez que tantas veces utilizamos los humanos para autodañarnos, se negó en redondo. El, convencido de que por aquel medio nada lograría, sugirió entonces la adopción de un niño. “De ninguna manera”, fue la respuesta.

Y ahora, bastantes años después de su boda, allí estaban. Habían venido a Mallorca como tantas parejas lo hacían en su viaje de novios.

Aquel no era, naturalmente, un desplazamiento especial preparado para disfrutar de la luna de miel -a lo que, en su día, no había accedido la diabética Laura- aparentemente huyendo de cuando pudiera relacionarse con lo dulce.

Era una salida, un escape de la rutinaria existencia vivida por las personas incluidas en la eufemísticamente llamada tercera edad y por quienes no tenían pelos en la lengua, un viaje para viejos.

Claro que, para la adusta Laura no representaba una tregua. Consigo trajo a las islas su notoria falta de tacto y, desde el primer momento, no perdió ocasión de hacer partícipes a las viajeras del lamentable error cometido otorgando su blanca mano al insignificante e inútil ser que Iglesia y Ley coincidían en ratificar como marido.

En privado, la rechifla era general y nadie dudaba en afirmar que si en aquella boda se había cometido un desatino, y estaba claro que sí existió, el engañado era el varón.

Sobre todo, para Aurorina, Luisa y Bety, la primera divorciada, todavía de buen ver, la segunda viuda ya mayor y la última, una monada de veinticuatro años, nieta de la anterior, la cosa era inconcebible.

Las tres descubrían en Javier un hombre sumamente atractivo, cuando no se encontraba en presencia de la gorgona con quien se había desposado. Era alto, corpulento sin ser grueso; de rasgos faciales armoniosos, conservaba todo el cabello, muy oscuro, en el que resaltaban las hebras plateadas junto a las sienes. Poseía una distinción natural, de la que no parecía consciente y una voz profunda, cálida, cautivadora.

No localizaban explicación lógica para la existencia de una pareja tan chocantemente dispar.

“¿Qué habrá visto en ella?”, se preguntaba Luisa, la de más edad. Y añadía: “Tendrá dinero, dinero a espuertas. Si no es por algo así, ¿por qué va a ser?”.

“A mí no me parece uno de ésos. No tiene pinta de caradura”, terciaba Aurorina. Y continuaba: “Pero, entonces, ¿cómo puede soportarla?. Porque, no sólo tendrá que cerrar los ojos para no verla. El pobre debería taparse los oídos para no escucharla”.

Y Bety, callada, sin intervenir hasta aquel momento, no puedo resistir más y cerró el debate diciendo, soñadora, como regresando de muy lejos: “Me recuerda muchísimo al pobre Rock Hudson. Si yo encontrara en Avilés uno como él, no me importaría la diferencia de edad. Y lo traería en palmitas. No como esa mala pécora que lo tiene frito. Qué tía. No lo deja ni hablar. Os fijasteis el otro día, cuando volvíamos de Valldemosa. El pobre empezó a decir algo sobre la música de Chopin y buena se armó. ´¡Qué sabes tú de música! Ni de Chopin , ni de nada, bocazas inútil´. Lo dijo, además, en un tono calculado para dar la sensación de que no quería que nadie más que él la oyese. pero la muy bruja sabía que casi todos estábamos escuchando. Algunos, ya lo llaman San Javier. Particularmente, creo que el nombre le viene corto”.

Durante la cena, alguien propuso la visita a la sala de fiestas instalada en las inmediaciones. Más que nada por conocer otro sitio nuevo, unos cuantos aceptaron la sugerencia. Faltaban unos minutos para medianoche cuando, quienes deseaban divertirse, se reunieron ante recepción.

Formaban parte del grupo Aurorina, Bety -Luisa se había negado a acompañarlas alegando cansancio-, Ramón, Juan, Paco, Álvaro y Flora y, aunque pareciera extraño, Javier y señora. Esta última quiso ser de la partida tan pronto supo que su marido no sentía el menor deseo de hacerlo.

Salieron del hotel todos juntos; hablando alegremente y, entre bromas, cruzaron la corta distancia que separaba aquél del paseo enlosado al borde el mar.

Hacía una noche perfecta, sin luna pero muy clara. Allí arriba asomaban las estrellas en pugna con algunas nubes que corrían velozmente hacia el horizonte. Estaban tan cerca del agua que, aún sin prestar mucha atención, podía escucharse el débil rumor que, como una tímida protesta, producían las olas de juguete al morir en la orilla.

Pronto llegaron a la boite. Se trataba de una sala enorme, atestada de un público bullicioso que daba inequívocas muestras de su irrefrenable deseo de divertirse y de un olímpico desprecio ante una posterior jaqueca.

No faltaba detalle para igualar aquella sala a los millares que pueden encontrarse en cualquier otro lugar del mundo. Disponía de aire acondicionado -que no funcionaba-, contaba con iluminación suficiente para alumbrar la noche de los tiempos y proveía a los asistentes de más decibelios por metro cúbico que la pista de pruebas de Le Mans.

La dirección del establecimiento, con una visión comercial que la honraba, se puso de acuerdo con el Colegio Oficial de Oftalmólogos y, seguidamente, instaló en la sala la más potente luz estroboscópica que pudo importar de Estados Unidos.

El permanente guirigay obligó a la empresa a tomar una atrevida decisión. Imprimieron unos llamativos talonarios, a cinco colores, en los que cada consumición figuraba precedida de un número. Que se deseaba un whisky, se marcaba con una cruz el siete y, en una columna, se indicaba la cantidad de unidades que se encargaban.

Así que el animado grupo procedente del vecino hotel, solicitó al diligente camarero que les atendió, tres refrescos, dos coñacs y cuatro whiskies, rellenando concienzudamente el obligado impreso.

Tres cuartos de hora después, un nuevo empleado preguntó qué deseaban tomar.

Quince minutos más tarde, otro mozo desconocido depositó sobre la mesa tres jarras de sangría y nueve vasos.

Silenciosamente, los sedientos, medio ciegos y ensordecidos expedicionarios, aceptaron lo que el azar les enviaba y, resignados, tuvieron la oportunidad única de probar la primera sangría con sabor a aguarrás de su vida.

Bety, con gran economía de palabras y acierto, resumió la opinión general exclamando: “¡Qué asco!”.

Como bailar era imposible, pues la reducida pista se encontraba atestada, y la conversación representaba un manifiesto atentado contra las cuerdas vocales, -en aquella barahúnda era necesario desgañitarse para hacerse entender- por señas, Aurorina y Bety dijeron que se marchaban. Laura y Javier también se levantaron para irse.

El resto, obedeciendo oscuros instintos masoquistas de los que, evidentemente, no tenían conciencia, permanecieron en sus puestos.

Cuando los sensatos desertores salían del ruidoso local, tras unos insistentes trompetazos que se esforzaban, con escaso éxito, en sobresalir por encima del general barullo, hizo su aparición sobre el reducido escenario situado en el fondo, una tropilla de mujeres sucintamente vestidas.

Otra mujer, ataviada con chistera y traje de etiqueta que lanzaba mil destellos al reflejar en sus lentejuelas los fogonazos de la infernal luz estroboscópica, portaba en sus manos un cartelón anunciando la actuación de las “Kanadian Girls”.

Que Canadian se escribiera con C y no con K, carecía de la menor importancia. Tampoco tenía trascendencia que quienes se disponían a deleitar con sus artísticas evoluciones al distinguido y cosmopolita público ya hubieran dejado atrás la dichosa época en que pudiera considerárselas, sin mentir, como girls.

En realidad, cualquier observador objetivo hubiera afirmado que se trataba de un grupo de señoras talludas.

Lo cierto fue que el rugido de aprobación con que el entendido concurso masculino saludó la comparecencia de las ajadas ninfas, nada tuvo que ver con sus respectivas partidas de nacimiento; ni siquiera con sus modernísimos peinados. Era la jubilosa aquiescencia a la desaparición del TOP -no la del Tribunal de Orden Público, deje en paz a la política- es decir, era la alegre bienvenida a las “Top less Old Girls”.

Mientras sucedía esto y estaban a punto de comenzar las picarescas y sugerentes evoluciones que iban a tener lugar en la sala de fiestas, los cuatro tránsfugas caminaban lentamente por el solitario paseo marítimo.

El rumor de sus pasos no despertó ecos de nada -porque aún no se habían dormido- pero puso sobre aviso a tres individuos que aguardaban la oportunidad de aumentar su peculio sin dar golpe, pero ejecutando un golpe.

Salieron de las sombras que les cobijaban y se interpusieron ante Aurorina, Bety, Laura y Javier. Amenazadoramente, exigieron les entregaran cuanto llevaran de valor, y silencio absoluto.

Dos de ellos esgrimían largas navajas. El otro empuñaba un feo pistolón. (Luego se demostró que se trababa de un arma de juguete pero, en aquellos momentos, sólo conocía esta circunstancia su portador).

Los asaltados permanecieron en silencio y totalmente inmóviles. Javier buscó con los ojos algo que había visto cuando se dirigían a la sala de fiestas. Se trataba de una cosa que, quizás pudiera sacarles del apuro en que su desprecio hacia el arte les había colocado.

Y allí estaba. A medio metro, al borde el paseo se encontraba una carretilla conteniendo una bolsa de cemento, una enorme regadera de metal y, lo mejor de todo, un azadón dotado del mango de madera más largo y grueso del mundo.

Javier no vaciló un instante. Saltó la distancia que le separaba del fortuito arsenal, cogió el azadón con ambas manos y, al grito de “Gora Euzkadi”, inició un furibundo vapuleo administrado con admirable ecuanimidad. En un momento acabó con la tímida resistencia de los sorprendidos salteadores.

Al de la enorme pistola le asestó tan tremendo golpe en los riñones que, sin duda, a partir de entonces quedaría incluido entre los más ardientes adictos a la diálisis.

Los de las navajas abandonaron los pertrechos en su prisa por alejarse del lugar de la refriega. Uno de ellos corría sosteniendo delicadamente con la mano izquierda el brazo derecho que pendía inerte, seguramente roto. El otro, con acento de asombro, gritó antes de desaparecer: “¡Qué bestia eres, tío!”.

Aurorina, en tono ce incredulidad y, dirigiéndose a Laura musitó: “¡Y a éste le tachabas de inútil!”.

Ya en el hotel, cuando iban a acostarse, después de relatar a su abuela los sucesos de la agitada noche, Luisa, con cara de inocencia exclamó: “Javier es un inocentón. Para ahuyentar a esos sinvergüenzas le hubiera bastado con enseñarles la cara de su mujercita”.

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