Chatarra para los Midas

CAPITULO I

Aquel montón de harapos, yacente sobre el inmundo camastro, ocultaba el cuerpo sin vida de la que había sido su madre. La idea de que nunca más volvería a escuchar su voz imperiosa vomitando soeces improperios resultaba increíble, casi grotesca.

Cuando Ramón regresó acompañado del médico -al que había ido a buscar precipitadamente-, Regina estaba más allá de cualquiera de los remedios que la ciencia dispensa en casos similares.

“Ya empieza otra vez este condenado dolor” había exclamado asiendo con la mano derecha el antebrazo izquierdo.

No volvió a pronunciar palabra hasta que, ya tumbada en el que había de ser su lecho de muerte, detuvo con un ademán a Ramón que salía en busca de ayuda y, señalándole con un sucísimo dedo índice, balbuceó: “Cuida a mi hijo o volveré para tirarte de las orejas”.

Después, momentos antes de la llegada del doctor, sufrió una convulsión, emitió un sonido semejante al gorgoteo de un desagüe y se quedó yerta.

El galeno no se anduvo por las ramas:

— Se lo había pronosticado muchas veces -comentó ácidamente-. Bebía como una esponja y el corazón aguantó hasta el límite de sus posibilidades -añadió ocultando el rostro de la extinta con el extremo de la manta hecha jirones.

Y, con un doble palmoteo en el hombro del hijo que contemplaba desorientado la escena, se fue.

El chico, acababa de cumplir los trece años, salió de la miserable barraca de tablas y trozos de bidón que había sido su único hogar desde que había nacido. Era la primera vez que se encontraba frente a frente con el misterioso hecho de la muerte.

Como un autómata, fue a sentarse cerca de la puerta, sobre un montón de hierros. Allí, sin pensar en nada, con la mente absolutamente en blanco, permaneció inmóvil hasta que Ramón acudió a su lado.

— Voy a llamar a don Froilán. ¿Te quedas o vienes conmigo? Es cosa de un momento.

— Me quedo -se limitó a responder el muchacho con la vista clavada en los desordenados montones de desechos metálicos.

El sonido de los pasos del que, por expreso deseo de su madre, iba a ser su mentor de allí en adelante, pareció sacarlo del vacío en que se encontraba. En su cerebro confuso fueron surgiendo detalles olvidados de su vida al lado de aquella mujer tan pletórica de desconcertantes particularidades que, incluso a su corta edad, habían resultado chocantes.

Cuando el hijo despertaba, la madre ya no se hallaba en la chabola. Antes del amanecer, se levantaba y se lanzaba a la calle arrastrando el decrépito y pesado carromato en el que, pacientemente, iría depositando la miscelánea de botellas, cartones e inservibles trozos de metal abandonada ante los portales de la ciudad en espera de los camiones de la basura.

Tirando y empujando como una caballería, recorría un largo itinerario que finalizaba hacia las nueve y media o las diez. Antes, se detenía tres o cuatro veces en alguna de las modestas tascas que pueblan toda ciudad industrial y en cada una de ellas apuraba glotonamente un doble de orujo.

A la vuelta, cerca ya del descampado donde tenía instalada casa y negocio, adquiría una frasca de vino tinto que colocaba con grandes precauciones en lo alto del carro, siempre bien protegida entre papeles y embalajes de cartón.

Al llegar, ocultaba con celo el enorme recipiente bajo un banco de madera cojitranco y remendado, vaciaba el contenido del carro en el único lugar despejado, en el centro de aquel cementerio de trastos inútiles y, con ayuda de Ramón, iba trasladando cada objeto al montón en que se reuniría con otros de su misma o parecida especie.

Para entonces él, Regino, ya estaba en pie; había desayunado lo que el omnipresente Ramón le hubiera dispuesto. Después, dando patadas a cuantas piedras se le ponían delante, se encaminaba a la iglesia de la Encarnación en la que prestaba sus servicios como monaguillo. A cambio de éstos, don Froilán, el coadjutor, le enseñaba a leer, escribir y las cuatro reglas.

Cuando volvía a casa, Regino advertía en su madre los primeros síntomas de una embriaguez que iría in crescendo a medida que avanzaba el día hasta alcanzar el punto cenital a media tarde. Sin embargo, en ningún momento, en el transcurso de las frecuentes negociaciones de compraventa o trueque pues a las tres actividades se dedicaba, pudo percatarse de que cometiese fallo alguno. Regina, en medio de las brumas alcohólicas que la envolvían, actuaba con serenidad y astucia mercantiles dignas del más flemático mercachifle.

Más de una vez, cerrado el último trato del día, Regina hubo de ser transportada en volandas hasta su jergón, desde el suelo al que había ido a parar parcialmente consciente.

Entre Regino y Ramón arrastraban la montaña de carne en que el paso de los años y, sobre todo, las continuas libaciones habían convertido a aquella mujer que se dejaba conducir entre un diluvio de frases groseras. Al derrumbarse como un saco de piedras sobre el lecho, continuaba murmurando palabrotas hasta que durmiéndose profundamente, iniciaba el concierto de ronquidos que había de durar toda la noche.

Resultaba inimaginable que la naturaleza, hasta entonces generosa, hubiera decidido de pronto mostrarse definitivamente tacaña, retirando su apoyo y permitiendo que Regina se transformase en el inmóvil bulto cubierto por la sucia manta.

Regino era aún excesivamente joven para comprender nada de esto, pero aunque no fuese así, tampoco hubiera podido entender las razones que habían impulsado a su madre a abandonarse de tal manera.

Quienes la conocieron hacía veinte años, aún se hacían lenguas de su excelente figura, de su hermoso rostro y buen carácter. Un día, sin explicación aparente, comenzó a dar señales de una ligereza de cascos inexistente hasta entonces. Se fue a vivir sola, abandonando a sus padres, dejándose acompañar por individuos de dudosa reputación, cuando no de pésimos antecedentes.

Pasó algún tiempo; de pronto, desapareció de la pequeña ciudad donde habitaba, reapareciendo al cabo de tres años con un niño de dos. Se trataba de su hijo Regino, a quien había registrado con su mismo apellido.

Casi recién vuelta, inició sus actividades como trapera, estableciéndose en las afueras. A partir de entonces, el deterioro había sido constante y las pocas personas que, en los primeros momentos, intentaron realizar con ella una labor de redención, fueron cansándose ante la inutilidad de sus esfuerzos y Regina fue abandonada a su suerte.

Luego surgió Ramón. Nadie sabía de dónde procedía. Era un hombre extraño, de muy pocas palabras y edad indefinida que pasó a ocupar un lugar importante en la vida de Regina; importante, pero subordinado. Trabajaba y bebía tanto como ella, aunque estaba claro que en los asuntos económicos carecía de voz y voto. Debía poseer una formidable resistencia pues jamás se le había visto ebrio. Hablaba con voz reposada y palabras educadas, demostrando a Regino un inmenso cariño, si bien la madre había dejado bien claro que el caso no era de paternidad oculta.

Las pisadas de don Froilán y Ramón apartaron al chico de su ensimismamiento y, obedeciendo a una muda señal del cura, siguió a los dos hombres al interior de la choza.

Allí, a la vacilante luz de una vela que fue encendida -la electricidad representaba un lujo desconocido en el chamizo-, el sacerdote recitó el oficio de difuntos, ungió la frente de Regina con los santos óleos y anunció en tono sepulcral, como si temiera despertar a la que había pasado a mejor vida, que los funerales se celebrarían a las diez de la mañana siguiente y, al finalizar éstos, se procedería al enterramiento. Luego, ya en la puerta, dedicó unas palabras afectuosas al huérfano y se fue caminando a grandes trancos.

Aquella noche Ramón y Regino velaron el cadáver en completo silencio. Sentados en el camastro del muchacho, arropados con viejas mantas, dejaron transcurrir el tiempo sin cruzar palabra. De madrugada, Ramón se puso en pie, encendió la lumbre y preparó café. Entregó un humeante tazón a Regino y se sirvió otro para sí mismo.

— Anda, bébetelo bien caliente. Hoy será un día de prueba -dijo pausado.

El acto religioso, al que solamente acudieron el hombre y el chico -y, por supuesto, media docena de viejas siempre presentes en esta clase de solemnidades-, fue el deprimente anticipo del entierro.

Regino experimentó la extraña impresión de que, desde el exterior de su propio cuerpo, observaba cómo asistía al sepelio de su madre. Vagamente, percibió una sensación de desdoblamiento que le permitía ser a la vez testigo y parte, en ambos papeles con absoluta indiferencia.

El raro estado de ánimo que protagonizaba por primera vez, y del que no era por completo consciente, desapareció bruscamente cuando se escuchó el sonido producido por la tierra al golpear el modesto féretro de pino.

Entonces dejó de ser testigo pasando a ser únicamente parte interesada que alcanzaba a entender, en toda su plenitud, el significado de lo que estaba sucediendo.

En los años que siguieron, Ramón continuó atendiendo el miserable negocio de Regina y cuidando de Regino con igual generosidad que si ambos, chatarrería y muchacho, le pertenecieran.

La existencia de Regino experimentó muy pocos cambios. Prosiguió prestando sus servicios en la iglesia de don Froilán y recibiendo, como pago, instrucción. Se había aficionado a la lectura y aprovechaba las muchas horas libres que sus escasas obligaciones le otorgaban, y el sacerdote sabía que si su pupilo no estaba en el templo lo encontraría en la surtida biblioteca del centro parroquial anexo.

Allí, paseando la ávida mirada sobre un libro cualquiera, con los dedos de la mano izquierda revolviendo inquieta los rojizos cabellos, pasaba las jornadas Regino. Don Froilán había intentado poner un poco de armonía en el desordenado afán de lectura. Trataba de que ésta se fuese realizando con método, pero todo fue inútil. Aquel muchacho devoraba letra impresa como su madre había ingerido vino. Sin tasa ni medida.

“Esperemos que su vicio no resulte tan funesto como fue el suyo para Regina”, se acongojaba el eclesiástico recordando que el señor obispo le había sermoneado, sin acritud pero repetidamente, por la liberalidad con que habían sido aprovisionados los anaqueles de la biblioteca.

— El día menos pensado, Froilán, vas a ser testigo de una gresca monumental. ¡Mira que encerrar en la misma habitación a Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León, los cuatro evangelistas, Marx, Engels, Nietzsche, Schopenhauer, Zola y otros parecidos! Estás completamente loco y si, entre todos ellos, te incendian la iglesia y el centro, no recurras al obispado; llama al parque de bomberos.

Pero don Froilán hacía oídos sordos, sonreía con beatitud y, mendigando aquí y sableando allá, continuaba enriqueciendo su colección de libros.

La actitud de Regino le preocupaba y halagaba al mismo tiempo. No estaba habituado a que sus feligreses manifestaran aquella sed de cultura y, por estas razones, ya había advertido al recalcitrante y jovencísimo usuario sobre el riesgo que una desorganizada campaña de lectura podría hacerle correr. Le había confeccionado varias listas en las que, de manera racional, figuraba un amplio abanico de títulos y autores. Y todo, para nada. A los tres o cuatro días encontraba a su protegido absorto en un libro y, a su pregunta ¿qué lees?, repetida tres o cuatro veces, pues el destinatario de la misma estaba como ausente y nada oía, recibía la respuesta de:

— Crítica de la razón pura, de Kant.

— Pero, ¿entiendes algo de eso?

Y Regino, sin alzar la vista de las páginas que para don Froilán constituían un verdadero galimatías, contestaba:

— Más o menos.

Ante tamaña serenidad de espíritu, tozudez o inconsciencia, el ministro del Señor hubo de ceder. Dejó de inmiscuirse en las lecturas del monaguillo y éste, desde aquel momento hasta que se vio obligado a atender la inaplazable llamada del ejército que lo conminaba a prestar el servicio militar, paseó sus ojos insaciables sobre casi todas las existencias literarias del buen cura.

La mili, que para tantos jóvenes viene a ser una lamentable pérdida de tiempo, supuso para el recluta -pasado el período de instrucción‑ una época de auténtica felicidad.

Tan pronto como se reincorporó al acuartelamiento, de vuelta del campamento, uno de los sargentos preguntó a voz en cuello ante la formación:

— ¿A quién le gusta la literatura?

Regino había oído comentar que el sistema más seguro de ser destinado al servicio de cocina, al de letrinas o, en general, a cualquier otro no ambicionado por nadie en sus cabales, era responder a preguntas de aquel género.

Sin embargo, algo más fuerte que su sentido común le obligó a contestar poniéndose tieso como un huso.

— A mí, mi sargento.

La orden recibida del suboficial lo llenó de pasmo.

— Sube al despacho del Comandante Mayor y preséntate a él mismo. Dile que eres el “literato”.

El alarmado soldado -había jurado bandera dejando con ello de ser un despreciable quintorro-, subió velozmente al despacho indicado y fue inmediatamente pasado a presencia del Mayor.

La entrevista fue muy breve. El comandante se limitó a decirle:

— En vista de que te agrada la literatura, a menos que tengas alergia a las estrellas de ocho puntas, desde este momento pasas a ser mi ordenanza. Te voy a encomendar una tarea que te agradará. ¿Conoces la ciudad?

— Muy poco, mi comandante. Sólo estuve en La Laguna un par de veces.

— Bien; toma esta tarjeta. Vete a mi domicilio; preguntando se va a Roma. Le dices a mi madre quién eres. A propósito, ¿cómo te llamas?

— Me llamo Regino Midas Midas, mi comandante.

Al escuchar aquellas palabras, el militar abrió unos ojos como platos.

— ¿Cómo has dicho?

— Regino Midas Midas.

— Es curiosísimo. Midas por partida doble; y encima con Regino delante. ¿Has oído hablar de la leyenda del Rey Midas?

— No, mi comandante. Lo siento.

— Bueno, ya te la contaré en otra ocasión. Ahora vete a mi casa y espérame allí; llegaré enseguida. Ah, dile al sargento de Mayoría que te cubra un pase de pernocta y que me lo traiga a la firma. Andando.

— Sí, mi comandante. A sus órdenes.

Con el pase de pernocta en el bolsillo, Regino, alegre como unas castañuelas, buscó y encontró rápidamente la casa donde vivía su jefe. No estaba muy lejos del cuartel, pero aunque lo hubiese estado, no se hubiera enterado de que hacía un calor infernal. Era un mediodía del mes de julio y las islas Canarias no se encontraban entre los lugares más recomendados para tomar el fresco.

En aquella oportunidad, por lo menos, los lúgubres vaticinios de los veteranos no se habían cumplido. El pase de pernocta garantizaba la exclusión del dormitorio cuartelero que reunía todas las desventajas de la colectivización sin disponer de las oportunidades favorables que aquélla pudiera encerrar.

Por otra parte, no era lógico pensar que el comandante precisara de un ordenanza sólo y exclusivamente para que le pelase las patatas destinadas al consumo de su hogar particular o para proceder al desatascado de los servicios higiénicos. Y, en todo caso, por muchas patatas que se consumieran en la casa, nunca serían tantas como las ingeridas a diario por un regimiento. En cuanto a la comparación entre los índices de utilización de las letrinas comunitarias militares y del pudibundo W.C. de la morada del Mayor, era claramente inimaginable.

Pero, entonces, ¿por qué la preferencia hacia un soldado amante de la literatura?

Regino deseó fervientemente que si en la inesperada predilección se encontraba el clásico gato encerrado, perteneciera a una desconocida especie desprovista de uñas.

Pero cuando, con mano que en vano trataba de hacer firme, oprimió el timbre de la puerta de aquella casa -que únicamente Dios sabía qué peligros ocultaba-, sus temores se desvanecieron como por ensalmo.

La viejecita de aspecto amable e inofensivo que acudió a la llamada, debía ser incapaz de albergar, ni siquiera consentir, la menor intención dudosa contra el prójimo, aunque éste estuviera representado por un tímido soldado.

— Buenos días, señora. Soy Regino, el nuevo ordenanza del Comandante Mayor.

— Sí, hijo. Te esperaba. Mi hijo nos avisó por teléfono. Pero, pasa, pasa; no te quedes ahí.

La madre del comandante precedió al flamante ordenanza por un largo pasillo y lo introdujo en una habitación de grandes dimensiones, el centro de la cual estaba ocupado por un enorme montón de embalajes de cartón que aún no habían sido abiertos. Había tantos, que para andar de un lado a otro era preciso bordearlos dando rodeos.

Aquella especie de almacén le recordó a Regino la chatarrería de su difunta madre.

La viejecita, una señora de alrededor de ochenta años que aún caminaba con firmeza y lucía los cabellos más blancos y luminosos que el soldado había contemplado nunca, le ordenó que tomara asiento sobre uno de los cajones y, al advertir las vacilaciones del nuevo miembro de la casa, añadió:

— No tengas reparos; yo he estado sentada toda la mañana y me agrada moverme de acá para allá. Pero, cuéntame, ¿de dónde eres?

— Soy asturiano, de Oviedo.

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