Tengo que consultar con la almohada

Cuando una persona, en vez de tomar una decisión sobre la marcha, pronuncia la frase que encabeza estas líneas, se provoca una molesta confusión mental.

Inevitablemente, me pregunto: ¿es que las almohadas son especialistas en todas las cuestiones que se les plantean?

No dudo que una almohada, rellena de lana, a la que se solicita consejo sobre asuntos ganaderos, se encuentra en condiciones de responder acertadamente. Pero si al mismo adminículo de dormitorio se le pregunta sobre el mejor momento para invertir en productos químicos, es imposible que conteste con el mismo conocimiento de causa que si su relleno fuera de caucho sintético.

Para problemas agrícolas habría que dirigirse a cabezales confeccionados con hoja de maíz, y así sucesivamente.

Otra cosa sería tener la candidez de comparar un simple pertrecho de alcoba con el Oráculo de Delfos.

Conozco el caso de un crédulo viajante de calzados, procedentes de Elda, el cual, advertido por la Gerencia de la fábrica de que, si no hacía la venta de determinado número de pares de zapatos, sería despedido fulminantemente, hizo noche en una conocidísima pensión de Oviedo y al acostarse decidió consultar con la almohada la forma más conveniente de enfocar el negocio.

Sus primeras preguntas al apoyo de su cabeza fueron formuladas en voz baja porque, la verdad, hacerlo le producía un cierto bochorno. Después, en vista de que no obtenía respuesta, elevó el tono de voz. Lo único que obtuvo como premio a su esfuerzo fue el enérgico taco procedente de una habitación contigua.

Meditó unos momentos y, luego, diciéndose que el apuro en que se encontraba bien merecía otra prueba, volvió a insistir en sus preguntas.

Esta vez, las protestas y zapatazos en las paredes de las habitaciones limítrofes fueron numerosos e indignados.

Permaneció en silencio un buen rato al cabo del cual, pensando que su almohada bien pudiera ser un poco sorda, reemprendió sus angustiadas solicitudes de consejo. Esta vez, el escándalo de sus compañeros nocturnos fue mayúsculo. A los gritos de : ¡A la calle con ese loco! ¡Qué lo tiren por la ventana!, siguió una amenaza más seria. Alguien golpeó su puerta y mencionó unas cuantas palabras de las que sólo entendió: … llamar a la policía!

Aquello pareció decidirle a guardar silencio definitivamente.

Sobre la mesilla de noche, el despertador indicaba el inexorable paso del tiempo, recordándole que se acercaba la hora en que habría de decidirse su suerte.

A las cinco de la mañana, no pudiendo resistir más, comenzó, otra vez, su plañidera súplica de ayuda y, en esta ocasión, sin importarle las consecuencias, a grito pelado.

Aquella, evidentemente, no era una almohada sorda. Estaba claro que no  entendía nada de zapatos ni de técnica de ventas.

Por fin se calló. No tuvo mucho tiempo para extrañarse ante la falta de reacción de sus vecinos pues, muy pronto, una voz autoritaria dijo ante su puerta: «abra a la policía».

Me gustaría contarles el resultado del intento de venta de nuestro viajante, pero lo desconozco. Solamente puedo añadir que pasó doce horas en Comisaría y, a punto de ser recluído en un sanatorio para enfermos mentales, logró demostrar que su coeficiente de locura se encontraba dentro de los parámetros admitidos como normales, y que era, nada más, un inofensivo ser mal informado.

Almohadas a parte, los consejos no valen absolutamente para nada. Quienes los piden, únicamente están dispuestos a seguirlos si coinciden con lo que ya tienen decidido. De esta forma, si las cosas salen mal, disponen de chivo espiatorio.

A pesar de todo, me atrevo a aconsejarles que no pidan consejos.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Foz, Julio 1986

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