En un rincón de los grandes almacenes Circe, dos señoras gordísimas, con rostros enrojecidos y sudorosos, trataban mutuamente de arrancarse de las manos un pijama infantil azul celeste del que pendía un cartelito con la leyenda:
P.V.P: 2.350 ₧.
Rebajado: 1750 ₧.
Ahorre: 600 ₧.
El forcejeo arreciaba entre jadeos y gruñidos. De pronto, se escuchó un chasquido producido por la prenda en litigio que, salomónicamente, prefirió zanjar el pleito antes de que adquiriese mayores proporciones.
Sin una palabra, cada contrincante se apresuró a ocultar en el fondo del exhibidor el medio pijama en su poder. Podrían sentirse satisfechas. De acuerdo con las matemáticas, separadamente habían ahorrado 875 ₧ y no las 600 que prometía la etiqueta.
Ante un largo mostrador se agolpaba una multitud anhelante por encontrar el tesoro escondido de una camisa o un pantalón por un precio tan reducido que permitiese a la afortunada exploradora presumir ante la familia de experta buscadora y administradora.
Todas deseaban decir: “Mira Pepe, si te dejo a ti, seguro que me vienes a casa con una birria tres veces más cara que esto. No, si ya lo digo yo; los hombres no sabéis comprar”.
De nada valdría que Pepe odiara las camisas a rayas y los pantalones verdes. Tampoco serviría, para dar fin a estas expediciones a la caza del “chollo”, que Pepe regresara al hogar, después de un día de llovizna, con las perneras a medio tobillo a causa del encogimiento del tejido.
Pepe callaba. Contaba con sobrada experiencia y sabía que, ante sus protestas, únicamente arrancaría de la sacrificada esposa algo parecido a: “Eres un desastre. ¿Cómo se te ocurre ponerte el pantalón nuevo en un día así? Tengo que estar en todo”.
Por esta razón, Pepe es enemigo declarado de cualquier venta que pueda tener la menor relación con rebajas, ofertas, saldos, ocasiones y oportunidades, pensando , creo que no sin razón, que si existe negocio en estas operaciones será para quienes las ofrecen, conociendo de antemano que la codicia humana puede mover montañas y mucho más fácilmente trapos, zapatos, muebles, electrodomésticos o automóviles.
Cuando la Gerencia del Circe (o de cualquier otro gigante centro comercial) anuncia a su personal que se va a preparar una operación rebaja, los empleados advierten el instantáneo incremento de sus recursos vitales. Es la adrenalina, que acude en su ayuda. Los más timoratos sienten la tentación de hacerse un seguro de vida y los menos devotos recurren a la confesión general.
La traumática experiencia que se avecina mantendrá al personal hecho polvo dos meses antes de la quincena fatídica, y otros dos meses después de su finalización. Cuando la catástrofe ha ido olvidándose y el ritmo de trabajo ha alcanzado la normalidad, una mujer de la limpieza encontrará siete calzoncillos detrás de un radiador y el encargado de mantenimiento comprobará asombrado que la bombilla aquella no estaba fundida, estaba tapada por un enorme sujetador.
¿Cómo fueron a parar estos artículos a lugares tan poco apropiados? ¿Quién ha sido el responsable de semejante absurdo?
Los empleados conocen perfectamente el nombre de la culpable. Se llama “histeria colectiva”. Hasta los más novatos le han sido presentados y, si fueran sinceros, confesarían que ha sido un placer.
De todos modos, pese a quien pese y caiga quien caiga, estos follones económico-deportivos multitudinarios, continuarán celebrándose y el público seguirá persiguiendo la inalcanzable quimera del vellocino de oro moderno, la consecución de una ganga que, en la mayoría de los casos. Pasará a engrosar la colección de artículos, enseres y adminículos innecesarios, inútiles y de mal gusto, que ya nos abruman con su sola presencia, en espera de los que se les unirán en las próximas rebajas.
Lo dicho, dicho está. Yo no rebajo nada.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986