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El paciente doctor Lucas

En la placa de bronce colocada sobre la puerta del consultorio, al igual que la fijada en el umbral de acceso a la escalera, podía leerse: Doctor Lucas Humera, especialista en pulmón y corazón. Consulta de 10 a 2 y de 4 a 7.

El insistente timbrazo que resonó de pronto en el piso silencioso, sobresaltó al doctor. Instintivamente, echó una ojeada al reloj de muñeca. Eran cerca de las ocho , y Laura, su enfermera y ayudante, hacía rato que se había ido.

La llamada volvió a hacerse oír, esta vez más prolongada y perentoria. Diciéndose que, a aquellas horas, debía de tratarse de un error, acudió a la puerta. Tras ella, en actitud presta a oprimir el pulsador, se encontraba un hombre alto, de aspecto macilento y mirada sombría.

Aunque hacía frío y amenazaba lluvia, el tardío visitante no llevaba abrigo o impermeable. Vestía un traje de paño verdoso cuya chaqueta, sin solapas y con coderas de cuero, recordaba la que visten los bávaros.

El recién llegado, cortésmente, se despojó del sombrero y dijo:

– Si es usted el doctor Lucas, tengo que hablarle. A cualquier precio.

– Si, soy el doctor, pero la consulta ya ha concluido. Tendrá que volver mañana.

– Mañana será tarde. Dentro de dos horas me marcharé. Vienen a buscarme.

– Y, ¿por qué tanta prisa? ¿No puede atenderle cualquier colega allá donde vaya?

– No; debe ser ahora mismo y usted.

– Está bien; pase. No comprendo el motivo de tanta urgencia. Su aspecto no parece indicar que disfruta de buena salud, pero tampoco creo que esté a punto de morirse. Sígame usted.

Lucas, precediendo a su cliente, avanzó pasillo adelante y lo introdujo en el despacho en que recibía a los enfermos. Este, en dos rápidas zancadas, se adelantó y ocupo el sillón de cuero habitualmente utilizado por el médico.

– Siento fobia por las sillas -ofreció como explicación de su inesperada conducta.

El doctor lo miró boquiabierto. En su dilatada experiencia practicando la medicina, jamás se había tropezado con algo semejante. Permaneció en pie unos instantes no sabiendo qué partido tomar. Finalmente, en tono que denotaba sorpresa y enfado, sugirió:

– Esas dos sillas son muy confortables; además, si lo desea, puedo traerle un cojín.

– Ya le he dicho que las sillas me producen una fobia invencible; aunque sean más cómodas que este sillón. Me recuerdan algo sumamente desagradable que soy incapaz de situar -se dignó aclarar el del traje gris, imprimiendo leves movimientos de vaivén al sillón giratorio.

«Formidable -pensó Lucas, un tanto asustado. A estas horas, sin nadie que me eche una mano, y en poder de un chiflado; porque este tío está más loco que un cencerro. Tendré que armarme de paciencia y seguirle la corriente hasta que se canse y se vaya por donde ha venido.»

Designado a su suerte, el especialista en pulmón y corazón ocupó una de las sillas despreciadas por el otro. Precavidamente, tomó posesión de la que se encontraba cercana a la estatuilla de mármol que adornaba la mesa. En aquellos momentos, lamentaba que sus aficiones no se hubiesen inclinado hacia el deporte en vez de hacia el arte. ¡Cuánto más tranquilo se sentiría con un bate de béisbol al alcance de la mano!

Una brusca pregunta vino a apartarlo de sus pesimistas pensamientos.

– ¿Dispone usted de rayos X?

La cuestión había sido formulada de sopetón y en voz tan alta, que el doctor se sobresaltó. Sin embargo, tuvo la virtud de aguzar su entendimiento. Advirtió algo en lo que no había reparado hasta entonces. El acento con que profirió la frase no le resultaba conocido, a pesar de sus frecuentes viajes por el extranjero en los que recorrió, prácticamente, toda Europa. ¿De dónde procedía aquel hombre? Nada, no podía localizar el país en que pronunciaban las erres, tes y uves de manera tan especial. Las vocales también resonaban de forma más apagada y oscura. Desde luego, no era español, ni de la América de habla hispana, pero dominaba el castellano a la perfección. ¿De dónde demonios procedería?

– Le he preguntado si dispone de rayos X -insistió ominosamente el enfermo.

– Pues claro que tengo rayos X; buen especialista sería si no fuera así. Y, puesto que la cosa parece urgente, vamos a dejarnos de rodeos; empecemos.

El doctor tomó una ficha del cajoncito que se encontraba sobre la mesa y se dispuso a escribir, pero antes de que tuviera tiempo a hacer la primera pregunta, la voz con acento inidentificable lo detuvo.

– ¿Qué va a hacer usted?

– Lo acostumbrado en estos casos; cubrir la ficha con sus datos personales.

– No hay tiempo para eso; ya le he dicho que me vendrán a buscar muy pronto.

– Está bien, está bien. Olvidaremos el trámite. No obstante debe usted de proporcionarme alguna pista que contribuya a orientarme hacia lo que he de buscar. Por ejemplo, ¿dónde le duele?, ¿qué síntomas nota usted?

– No me duele absolutamente nada y no advierto síntoma alguno.

Entonces no comprendo a qué ha venido -dijo suavemente el doctor que, aún cuando estaba a punto de estallar de indignación, no osaba ofender al lunático.

– He venido exclusivamente en relación con los pulmones y el corazón.

– Muy bien, comencemos ya -decidió Lucas impaciente. Y, sin más palabras, se puso de pie y, rodeando la mesa, se dirigió al chocante ser al tiempo que extraía el fonendoscopio de uno de los profundos bolsillos de la bata.

– Y eso, ¿qué es? -interrogó el visitante, levantándose también.

– Un fonendoscopio; sirve para realizar la auscultación previa a la exploración radiológica.

– ¿Cómo funciona?

– De manera muy sencilla; introduzco estos dos extremos en los oídos y luego, apoyaré el tercero en su pecho. A ver, quítese la chaqueta y la camisa.

– Antes de hacerlo, quiero auscultarle yo a usted, doctor. Tengo ese capricho.

El doctor, cada vez más asustado ante la actitud imperiosa y, sobremanera, por el tono amenazador con que fue proferida la frase, accedió.

Tembloroso de rabia, se despojó de la bata y el polo de manga corta que vestía debajo de aquella y, en silencio, entregó el aparato y se sometió a los manejos del improvisado galeno.

– ¿De dónde proceden los golpes rítmicos que estoy escuchando?

– Son los latidos del corazón, ¿qué carajo va a ser? ¿O cree que ha conectado con radio Pamplona en el día de la Tamborrada? -retrucó exasperado.

– Vaya, vaya; no conviene que perdamos la paciencia -aconsejó burlonamente el falso discípulo de Hipócrates. Tome usted, ya basta -añadió devolviendo el aparato.

El doctor Humera volvió a ponerse la ropa que se había quitado un momento antes. Apenas lograba disimular su ira y el resentimiento que aquel individuo había despertado en él. Haciendo un esfuerzo, recogió el fonendoscopio y, con lógica curiosidad, inquirió:

– Pero, ¿trata de hacerme creer que nunca ha visto un aparato como éste? ¿Ni siquiera ha oído hablar de él?

– No, nunca -se limitó a decir en interrogado, sin inmutarse.

– Bueno, pues ahora es su turno. Quítese la ropa.

– No, doctor; solo la quitaré para que me vea con los rayos X y eso, únicamente si no hay otro remedio. Nada de auscultaciones previas.

Está negativa agotó la paciencia del médico. A dos dedos de soltar un exabrupto, miró a los ojos al hombre que tenía enfrente y algo debió de ver en ellos que le obligó a callarse.

– Pasemos, pues, a la sala de radioscopia -dijo, abriendo una puerta situada al fondo del despacho.

– De manera que ese trasto es el famoso artefacto -se asombró el inflexivo ignorante.

Efectivamente, el modelo instalado en la consulta del doctor Lucas pertenecía una generación relativamente anticuada. Aunque el hecho era innegable, resultaba sorprendente, dada la pretendida incompetencia sobre la materia que lo denostaba, que se atreviera a calificarlo como trasto.

– No comprendo su osadía al descalificar la máquina, teniendo en cuenta que ha confesado su ignorancia acerca de estos asuntos -contraatacó, resentido, Humera.

– Es que, por su aspecto vetusto, da la impresión de que no sirve para nada.

– Pues funciona perfectamente -remachó cada vez más molesto, mientras accionaba el interruptor que la activaba. Luego, apagó la lámpara central dejando la estancia sumida en suave penumbra, apenas disipada por la luz procedente de una diminuta bombilla piloto.

– ¿Para qué apaga la luz? -interrogó belicosamente aquel pelmazo monumental.

– Para que mis ojos se adapten a la luminosidad precisa.

Durante unos instantes, el silencio reinante en la sala de radioscopia, únicamente fue turbado por el monótono zumbido del aparato que parecía tomar fuerza para ser utilizado.

Después, volvió a escucharse la voz del peregrino sujeto que decía:

– Y, ¿está usted convencido de que, con ayuda de esta artificio, verá mis pulmones y mi corazón?

– Naturalmente. Oiga, amigo, dispense mi curiosidad pero, la verdad, no puedo soportarla un minuto más: ¿es posible que nunca se haya colocado ante un aparato de rayos X?, ¿qué jamás…?

– Y, ¿cómo funciona? -interrumpió su interlocutor como si no hubiera escuchado lo que se le decía.

– Ahora se lo diré, aunque, por supuesto, no espere ningún cursillo intensivo. Pero, dígame, ¿de dónde sale usted? Parece una persona culta y…

– Vamos, doctor apresúrese; no queda mucho tiempo.

Lucas descolgó de la cercana percha una especie de largo delantal y había comenzado a vestirlo cuando fue interrumpido sin contemplaciones.

– ¿Para qué es eso?

– Para protegerme de los rayos. Verá usted…

– No le va a hacer falta, por lo menos de momento. Primero deberá usted situarse en el lugar que tendría que ocupar yo. Antes de que me mire, yo lo veré a usted. Rápido, ponga esa cosa en marcha, instálese donde proceda y dígame hacia donde he de mirar.

Las órdenes fueron impartidas con tal acento de autoridad, que el doctor optó por callarse y someterse. Volvió a desprenderse de la ropa y, sin una palabra de protesta, ocupó su sitio tras la pantalla, no sin antes oprimir un botón rojo, a la izquierda del cuerpo principal del aparato.

Inmediatamente, un resplandor verdoso inundó la habitación y, en la brillante superficie aparecieron, nítidamente dibujados, el corazón y los pulmones del atribulado médico.

– Veo una especie de barrotes curvados, más sombreados que algo como dos sacos y una bola que se agita. ¿Qué es todo eso?

– Los barrotes, las costillas; los sacos, los pulmones y la bola, el corazón -fue la escueta respuesta.

– Con que así son ustedes por dentro; ahora cambiemos de lugar y míreme. Se lo ha ganado a pulso, doctor.

Lucas, una vez más, obedeció, pero no consiguió localizar órganos, vísceras o huesos en el cuerpo situado ante los rayos.

Cuando se marchaba, el extraño paciente comentó con ironía:

– Ya no me sorprende que se averíen ustedes tan fácilmente.

El jardín de doña Luz

Decididamente, no comprendía la razón de aquel precipitado cambio de domicilio. Tampoco veía muy clara la súbita desaparición de sus sobrinas Eva y Ana que siempre, desde pequeñitas, habían vivido con ella en la enorme casa de Barcelona.

Echaba de menos a sus criadas, especialmente a Jacinta, la paciente ama de llaves heredada de sus padres tanto años antes que, por muy atrás que hiciera retroceder sus pensamientos en el recuerdo, era incapaz de contemplarse a sí misma sin atisbar, al fondo y como tratando de pasar desapercibida, la figura protectora y el rostro amable de la omnipresente Cinta.

Cinta, como la llamaba cariñosamente, fue el sempiterno paño de lágrimas. Primero, cuando era una mocosuela de caminar vacilante, sus acogedores brazos estaban prestos a recibirla para prodigarle los maternales cuidados que la fría y distante madre no sabía o no quería dispensar. Luego, ya de adolescente, se convirtió en la incansable caja de resonancia de interminables confidencias y, por fin, cuando Lucita pasó a ser doña Luz, Cinta representó un baluarte contra las horas de desánimo, dolor y amargura causadas por la muerte del novio desaparecido en la guerra.

Y ahora, no sólo se había esfumado Cinta. Las demás, vestidas de la mañana a la noche con severos y elegantes trajes negros, la habían dejado en poder de los nuevos criados, todos hombres, enfundados en sus ridículos uniformes constituidos por pantalones azules y chaquetas blancas. No podía evitarlo; el personal de su flamante domicilio le producía la misma impresión que los atareados camareros de un hotel de no muy elevada categoría.

No, no era que los criados hicieran alarde de mala educación, que se comportaran con brusquedad o que sus modales dejaran algo que desear. Nada de eso. Sin embargo, no le agradaban. Detrás de su cortesía superficial, se ocultaba alguna malévola intención que, por el momento, era incapaz de determinar.

Y, ¿qué decir de los invitados? El hecho de que sus sobrinas hubieran brindado la oportunidad de pasar una temporada en su casa -al fin y al cabo, no les pertenecía a ellas- a un grupo de desconocidos, era una muestra de frescura. Y, encima, ¡se habían ido dejándola a solas con toda aquella gente!

El proceder, la falta de consideración de Ana y Eva, no tenía perdón. Tan pronto como les echara la vista encima iba a cantarles las verdades del barquero. Además exigiría que se deshicieran del servicio y repusieran en sus puestos a Cinta y al resto de su antiguo personal. Y, por supuesto, que se largaran todos los gorrones que andaban por la casa como Pedro por la suya, muchos de ellos sin tomarse siquiera la molestia de darle los buenos días.

Había algo, no obstante, que aunque a regañadientes, no tenía más remedio que reconocer. Su actual residencia podía tener inconvenientes, pero contaba con un jardín -más que jardín merecía el nombre de parque- muy superior al de la antigua casa, en realidad unos pocos metros cuadrados de césped no muy bien cuidado.

Pasear por el parque, aún con la seguridad de encontrarse con algunos de los extraños convidados, representaba un auténtico gozo que doña Luz se regalaba a diario, soportando sol, agua, frío o calor.

Su lento deambular por las amplias avenidas, bajo la frondosa arboleda, a dos pasos de los espléndidos macizos de flores, le deparaban la ocasión de tropezar con un señor, muy anciano y correcto, que, invariablemente, se descubría ante ella y, con el sombrero en la mano, la cumplimentaba con una frase -todos los días la misma- en algún idioma extranjero que doña Luz no entendía pero que se aprendió de memoria.

Sonaba algo así como: «Jaben si gut gueschlafen?»

¿De dónde habrían sacado sus endemoniadas sobrinas aquel estafermo? ¿De qué lo conocían si no hablaba español?

A pesar del malestar que le causaba el extraño individuo, su presencia llegó a resultarle tan familiar que los paseos parecían incompletos hasta que se producía su aparición, habitualmente de manera repentina.

Por el contrario, no acaba de resignarse a que el mayordomo -o lo que fuese aquel individuo joven, vestido completamente de azul oscuro que trataba autoritariamente al resto del servicio- no consultara con ella, como había hecho cada día Cinta, en qué consistirían los menús para el almuerzo y la cena.

Allí parecía darse todo por sentado. Como si su opinión no contara lo más mínimo. En aquella cuestión comenzaba a sentirse más que harta. El consuelo que, en un principio, suponía estar preparada para responder con un rotundo no a la solicitud de dinero para el sostenimiento de la casa, había empezado a difuminarse. Según sus cálculos, había llegado a su nuevo hogar hacía más de tres meses y nada; el mayordomo -o lo que fuera aquel tipo de azul oscuro- no le había hablado de la cuestión económica ni una sola vez.

Y, desde luego, no por falta de oportunidad pues, cada dos o tres días se hacía el encontradizo y con gran cortesía, esos sí, se interesaba por su salud con tanta insistencia que llegaba a resultar un poco pesado e indiscreto.

«¿Cómo se encuentra la señora?» «¿Ha dormido usted bien?» «¿Tiene buen apetito?» «¿Echa de menos alguna cosa?» «¿Necesita algo?»

Pero las preguntas que estuvieron a punto de sacar de sus casillas a doña Luz fueron las siguientes:

-¿Hace usted de vientre? ¿Cómo marcha ese intestino?

En aquella ocasión, doña Luz demostró de una vez y para siempre, que una señora es una señora. Realizando un esfuerzo sobrehumano y tragándose la indignación que pugnaba por exteriorizarse, lanzó al indiscreto preguntón una mirada que debió producirle ronchas, y respondió:

-Las señoras como yo, carecemos de vientre e intestinos.

La tía de las irresponsables Eva y Ana confiaba en que, a partir de entonces, aquel maleducado mayordomo -o lo que fuese- encontraría a forma de mantenerse en su lugar; el que le correspondiera de acuerdo a su posición en la casa y en el servicio de la misma. Pues no faltaría más.

«Pase por que se interese por el estado de mi apetito, si me mantengo o no desvelada, si necesito alguna cosa; al fin y al cabo es una muestra de buena educación. Pero, pero lo otro ha sido de una indecencia inaudita. Me van a oír mis sobrinas, esas locas de atar que me han colocado en semejante situación.»

Tanta cólera produjo este incidente a la desgraciada doña Luz, que las lágrimas incontenibles, acudieron a sus ojos. Para ocultarlas de las miradas de los invitados, subió rauda a su habitación. Lloró un rato y, cuando se calmó un poquito, paso al cuarto de baño para enjugar el llanto. Después de hacerlo, al colocar la toalla en el soporte, reparó en las grandes letras azules esparcidas sobre la felpa.

«Clínica Mental El Sosiego», decían las despiadadas palabras no vistas hasta entonces.

Por si en su confusa mente quedara alguna duda, aquella noche, coincidiendo con las campanadas de las diez, pudo escuchar el cauteloso clic indicativo de que la puerta de su dormitorio había sido cerrada desde fuera.

La celda

El lugar al que, finalmente, he venido a parar es una verdadera porquería. Más parecido a un ataúd que a ninguna otra cosa, me produce invencible claustrofobia imposible de combatir utilizando los recursos de la no muy fértil imaginación que conservo.

Puesto en pie, con la espalda apoyada en la puerta, puedo caminar tres pasos y medio hasta la pared opuesta. En ésta, situado como a un metro ochenta del suelo y casi tocando con su borde superior en el techo, se encuentra el ventanuco para la entrada del aire desde el que se vislumbra el sombrío panorama de una estrecha chimenea de ventilación. Se trata de una especie de tubo de cemento de no más de treinta centímetros de diámetro. Nadie en su sano juicio pensaría en utilizarlo como vía de escape.

La distancia que separa los otros dos muros no debe de ser superior al metro setenta, aunque, la verdad, no la he medido nunca; ¿para qué? Carezco de instrumento adecuado y ya poseo la certidumbre de que si se produce el más leve movimiento sísmico, por poco que se acerquen, me convertirán en una oblea.

El suelo, de terrazo casi negro, formado por grandes losas separadas o unidas -vaya usted a saber- por finas láminas metálicas, probablemente me mantendrá los pies a temperatura cercana a la congelación. Esto, durante los inviernos benignos. Será mejor que no me devane los sesos suponiendo lo que sucederá cuando lleguen los grandes fríos.

Del techo, no muy alto, cuelga una bombilla desprovista de pantalla que derrama, de pésima gana, sus cuarenta vatios sobre aquel calabozo inmundo, negación de cuanto representa el aire libre y los espacios abiertos.

La puerta, quizás por una ironía del destino o, más verosímilmente, a causa de la influencia de que gozaba alguien que me precedió en el disfrute del alojamiento, está pintada de un feo color marrón, con vetas que intentan, sin mucho éxito, por cierto, imitar las estrías propias de un castaño. De todos, he de reconocer que la contemplación de la cancela, me permite forjarme la ilusión de que no me hallo en una mazmorra o en un féretro.

Desde un enorme poster clavado con chinchetas en el tabique de la izquierda, el rostro de Marconi parece contemplarme con sarcasmo. A su derecha, adivino los colores italianos de una pequeña banderola de tela bastante deslucida por el paso del tiempo. En la esquina, al lado de la puerta, una percha de las llamadas de rinconera, parece formular una petición para que me despoje de la chaqueta.

Bajo el respiradero, instalados sobre sólidas palomillas metálicas, reposan tres estantes de madera basta, sin pulimentar. Ellos fueron los causantes de una campaña de intoxicación que emprendí ante la directora del establecimiento, seguramente harta de que la importunara tan pronto como tenía la oportunidad de echarle la vista encima, terminara por alcanzar el triunfo.

-Si las estanterías están ahí, ¿qué inconveniente existe para que yo las aproveche? En ellas, puedo colocar alguno  de mis libros; los más necesarios; por lo menos, los imprescindibles. No trato de coaccionar ni de chantajear pero, si se me permite hacer uso de esas tres tablas, prometo solemnemente que no daré motivos de queja. Seré un recluso modelo.

Me consta que miles de ciudadanos en mi situación, en un alarde de entereza, demostrando la firmeza de su carácter, no se arrastrarían abyectamente despojándose sin pudor de la escasa dignidad que aún conservan pese a la crueldad del sistema que los oprime.

Pero,  yo no soy como ellos. Por el contrario, soy un ser débil que, en vez de crecerse ante los contratiempos, capitula desvergonzadamente.

La mandamás permaneció unos instantes en silencio, mirándome al fondo de los ojos, como tratando de adivinar un oculto designio en mis humildes palabras. Por último, encogiéndose de hombros, pronunció la frase que yo ansiaba escuchar.

-Concedido. Y, ¿de qué libros se trata? ¿No serán pornográficos, eh?

-De ninguna manera. Son, simplemente, varios diccionarios y una enciclopedia. Ah, me olvidaba; también me interesan «Crónica de la humanidad» y «Crónica de un siglo», todos libros de consulta.

-Y, ¿para qué son necesarios tantos libros de consulta?

-Naturalmente, para escribir, porque supongo que mi traslado no significará, además, que he de cesar de hacerlo. No existe ninguna ley que me impida emborronar cuartillas. Estoy bien informado.

-Efectivamente, en ningún código se prohíbe escribir, si bien se fijan algunas limitaciones.

-Mientras no esté penado escribir peor que Cervantes, yo, con permiso, continuaré haciéndolo.

-De acuerdo, de acuerdo. En cuestiones de este tipo, yo no entro ni salgo.

Así fue como, a base de perseverancia, obtuve lo que pretendía y, ahora, tengo frente a mí, bien ordenados sobre los modestos tableros, doce diccionarios -de distintos idiomas- y un diccionario enciclopédico español en tres tomos, además de las crónicas mencionadas.

Sin embargo, me asalta la duda; mucho me temo que no puedo escribir cuatro líneas seguidas; cuatro líneas que posean cierto mérito, que tengan la virtud de llegar al ánimo de quien las lea, aunque, en realidad, escribir es sumamente fácil. Escribir mal, quiero decir. Cualquiera es capaz de hacerlo.

Pero aquí encerrado, ¿qué demonios puedo encontrar con un mínimo de interés? Esta especie de caja mortuoria en la que estoy encerrado carece de perspectivas. Cuatro paredes, un techo y un suelo, no dan mucho de sí; tan poco, que apenas logro moverme para intentar que el ajetreo físico realice el milagro de despertar mi dormida fantasía.

Recuerdo que, hace algún tiempo, cuando trabajaba y disponía de la libertad de circular a mi antojo, las ideas se me agolpaban en el cerebro; eran tan abundantes, que me colocaban en un aprieto, pues ignoraba cuál era la más digna de ser convertida en un relato breve, una novela corta o un cuento.

Desde hace muchos años, prácticamente desde que sólo era un muchacho, he vivido animado por el deseo de escribir. Dejar constancia sobre el papel de cuantas imágenes surgían en mi mente, constituía una obsesión que no me abandonaba ni de día ni  de noche.

Elegir uno de los personajes que se me aparecían pugnando con otros que, forzosamente, debían aguardar su turno para materializarse, enfrentarlo con la vida, relacionarlo con los sucesos reales o imaginarios pasados, presentes o futuros, me proporcionaba un placer inefable.

Entonces, me sentía un poco dueño y señor de vidas y haciendas, divinidad poderosa adornada con la potestad de otorgar felicidad o castigar con desgracias y calamidades.

En aquella época, sentado en un cómodo sillón, situaba sobre las rodillas un diccionario de sinónimos y encima de éste una libreta de papel cuadriculado. Luego, tan pronto como retiraba la tapa del bolígrafo, las quimeras manaban con fluidez y mi única tarea consistía en convertirlas en frases escritas.

En cambio, ahora todo ha cambiado. La sustancia gris que albergaba mi cráneo parece haberse convertido en humo, dejándome sumido en un mundo absolutamente vacío de imágenes y conceptos.

Hace pocos minutos, tras una minuciosa búsqueda, encontré entre las páginas del diccionario árabe-español, media docena de hojas solamente escritas por una cara. Deseando realizar una prueba, adopté la misma postura que en otros tiempos más felices en lo que se refiere a la producción literaria, coloqué los papeles como solía hacerlo, destapé el bolígrafo y esperé ilusionado, anhelante.

Transcurrió cerca de una hora y mi mente no dio señales de vida. Finalmente, con calambres en ambas piernas, y una tremenda molestia en el cuello, hube de rendirme a la evidencia: mi magín se había declarado en huelga o, peor aún, negándose a acompañarme en mi encierro, había permanecido al otro lado de la puerta, acaso para siempre.

Intenté que mi intelecto, si no se había extinguido definitivamente, saliera de aquel mutismo enloquecedor y puse en práctica un tratamiento de choque, algo así como un electroshock casero.

Tomé de la repisa que la albergaba la «Crónica del siglo XX» y la abrí al azar, por una página cualquiera. Las hojas se separaron por la ciento setenta que correspondía a sucesos más o menos importantes, acaecidos en el año 1915. Bajo el titular de «Alemania hacia el racionamiento», y, a continuación de la fecha (31 de enero), decía:

«En Alemania los alimentos son cada vez más caros y escasos, y los graneros no cubren las necesidades del país. En enero aparece el «pan de guerra», elaborado con centeno y harina de patata. Los mataderos no sólo han de abastecer a la población civil, sino también a los soldados que se hallan en el frente, por lo que gran parte de las reses sacrificadas, así como espárragos, judías y guisantes, se destinan a la industria conservera. El contenido de una lata de conservas constituye la ración diaria para dos soldados.»

Leí el suelto periodístico con parsimonia, mastiqué con fervor cada una de las palabras, frases y oraciones; medité profundamente y aguardé el milagro. Abrigaba la esperanza de que, ante mis ojos atónitos y agradecidos, se produjesen el prodigio. Recordaba que, en otros tiempos, algo semejante a lo que acababa de realizar desencadenaba un alud de sensaciones, percepciones y sugerencias. Una ínfima noción tiraba de la siguiente, esta de otra y, como los eslabones de una cadena, me inspiraba no una, sino infinitas tramas acerca de las cuales era capaz de escribir cuanto deseara, sin darme punto de reposo.

Pero, ahora, nada. Continuaba en blanco. Antiguamente, la lectura de aquel breve artículo me hubiera sugerido varios argumentos. Por ejemplo, que si los graneros alemanes no bastaban para cubrir las necesidades del país, ya habían encontrado la solución desvalijando los que hallaron en las tierras ocupadas. O también, que, en vez de envasar espárragos podían haberse dedicado a freírlos. Incluso, que aquello de «el contenido  de una lata de conserva constituye la ración diaria para dos soldados», no quería decir absolutamente nada. Omitía el comentario acerca del peso de la lata. Evidentemente no es lo mismo que dos hombres deban conformarse con una lata de cien gramos o se vean obligados a efectuar tremendos esfuerzos para dar cuenta de una lata que pese ocho o diez kilos.

Al comprender la diferencia existente entre mi capacidad especulativa anterior a la entrada en la celda y mi estado actual, al que había llegado a partir de aquel momento, sollocé amargamente. ¿Cómo es posible -me pregunté- que las facultades de un hombre experimenten tan radicales cambios?

Cogí la «Crónica de la humanidad», y repetí el fracasado experimento. Para permitir que la suerte -favorable o contraria- actuase como tuviera por conveniente, abrí el grueso volumen con los ojos cerrados.

Cuando miré, tenía ante la vista la página 276; concernía al año 995. El tembloroso dedo índice de la mano izquierda se detuvo sobre una corta gacetilla que informaba así:

«Los regentes de la familia Fujiwara consiguen con Michinaga Fujiwara el momento cumbre de su poder. Cuatro yernos y tres nietos de Michinaga serán emperadores japoneses. Para la realización de medidas forzosas para el estado, Michinaga se ve obligado a recurrir a tropas domésticas de las familias guerreras, quienes alcanzan cada vez más poder e influencia.»

Procedí a leer las breves líneas sin saltarme una sílaba. Las releí cuatro veces más… Nada. Era como si estuviese contemplando la piedra Rosetta. En aquella ocasión, acaeció algo mucho pero que en la precedente: ni siquiera se me ocurrió un poquito de lo mucho que «no» se me ocurría.

Aparté el librote y las hojas cuadriculadas, y permanecí mucho tiempo con la cabeza entre las manos; los codos en las rodillas. Me sentí completamente abatido.

Tengo la certeza de que esta situación causará hilaridad entre quienes no hayan experimentado jamás el prurito de escribir. Pero, estoy igualmente seguro de que aquellos que sufren o han sufrido la comezón de la literatura activa compartirán mi angustia.

Además, me constaba que, antes de ocupar el indigno espacio a que había sido relegado, había estado a punto de comunicar a mis semejantes algo de suma importancia de lo que, ahora, no conservaba ni el más ligero atisbo. Mi desconcierto llegaba a su punto más elevado. ¿Qué me sucedía? ¿Sería posible que un cambio en las condiciones de vida, el simple trueque de la circunstancia externa, posea tamaña influencia en la coyuntura interna?

Pues sí, me dije, incorporándome; he de admitir que mi reclusión en este lúgubre espacio ha actuado igual que una esponja húmeda y ha borrado mis ideas como si se tratase de ecuaciones anotadas en un encerado.

Cuando quise perseverar en la cuenta -ya archisabida- de los tres pasos y medio que mide la pared más larga de mi encierro, al adelantar la pierna derecha, un dolor agudo, insidioso, me atenazó a la altura de los riñones.

Soy bastante pesimista y, habitualmente, lo veo todo negro, pero, a pesar de esta faceta negativa de mi carácter, no pensé ni por un momento en el cáncer. Todo lo más, un inoportuno ataque de lumbago que venía a sumarse a mi desgracia personal.

Afortunadamente, el tormento había sido causado por un muelle. No mío, claro sino de la yacija en una de cuyas esquinas permanecí sentado más de cuatro horas en un vano intento de recuperar las aptitudes perdidas acaso para siempre.

¿De qué manera saber si cuando saliera de allí volvería a discurrir como antes? Fundadamente, sospechaba que las ideas no crecen como el cabello, ni pueden colocarse en la cabeza como un sombrero.

El único método para comprobar si la libertad de sentarme a escribir donde me apetezca influye positivamente en el rendimiento imaginativo, radica lisa y llanamente en el abandono de este agujero infamante.

Y, ¿cómo salir de aquí? En el estado actual de mi cacumen va a ser imposible que dé con un plan ingenioso y atrevido que me permita olvidar el recuerdo de hoy y recordar el olvido del ayer.

El pudridero únicamente ofrece dos aberturas al exterior. El ventanillo de aireación y la puerta. El primero, no resiste el análisis más somero. Hasta el humo, nacido de los innumerables cigarrillos que he fumado, tropieza con dificultades para disiparse, y forma, durante un buen rato, una espesa niebla que flota perezosamente en el enrarecido ambiente, contribuyendo a prestar a la minúscula catacumba cierto regusto a fumadero de opio.

Queda únicamente la puerta. Por ella ha de ser, entonces. Si no hay otro remedio, utilizaré la puerta. Todo antes de permanecer sumido en este Nirvana inhóspito, ayuno de todo estímulo para la razón, que terminará por convertir mi cabeza en una excrecencia maciza, compacta e inservible.

Tomada esta decisión, no conviene que actúe precipitadamente. Es preciso que elija con precaución el momento más adecuado; aquel en que la acción que voy a realizar cuente con menores probabilidades de acarrearme represalias. ¿De día o de noche?

Tendré que actuar discretamente pero con audacia y decisión. Lo que tengo perfectamente asumido es que nunca volveré a poner los pies en esta celda. Abandonaré los libros, ¡qué remedio!, ya que es imposible que me los lleve todos de una vez; pesan demasiado. Sólo falta fijar el momento. Así que, ¿cuándo me voy?

El debate interno que realicé conmigo mismo, me dejó exhausto y no aportó solución alguna. ¿Qué demonios hago?

De pronto, caí en la cuenta de que si continuaba por el mismo camino, devorado por la duda y la incertidumbre, jamás me vería fuera de aquella deshumanizada trampa y, en el mismo instante, resolví jugarme el todo por el todo y hacer mutis inmediatamente, sin aplazamientos cobardes.

Entonces, volví a ponerme en pie -trabajosamente, pues sentía nuevamente la punzada lumbar-, y me encaminé a la puerta. Frente a ella, me detuve, hice una profunda inhalación y, dispuesto a todo, así con fuerza el tirador, lo hice girar y salí al pasillo de casa.

Mi esposa debía suponer que no soportaría durante mucho tiempo el ostracismo de aquella despensa transformada en despacho de la noche a la mañana, pues rondaba muy cerca; me espiaba.

-Querida- le dije sin contemplaciones- escribiré en cualquier sitio menos ahí. El argumento de que nuestro hijo se pasó dentro muchas noches utilizando el equipo de radioaficionado para hablar con medio mundo, no me vale. Una cosa es hablar y otra, escribir. Si insistes en tus pretensiones, aunque no poseo facilidad de palabra, hablaremos de divorcio. Alegaré crueldad mental.

 

Los vecinos de arriba

«Esto no puede continuar así», se dijo Julián cuando, a poco de acostarse, en el preciso momento en que el sueño comenzaba a invadirle, se inició el ruidoso golpeteo de la pata de palo justamente en la parte del techo situada sobre su cabeza.

«Si no fuera porque he visto al inquilino del tercero arrastrando trabajosamente escaleras arriba su extremidad de madera, juraría que está aprendiendo a bailar sevillanas. Debería darle vergüenza a su edad.»

Julián estaba verdaderamente indignado. A su llegada a Londres, había alquilado un apartamento en el segundo piso de una de las casitas, exactamente iguales, construidas a principios del siglo en Crescent Road por un arquitecto desprovisto por completo de imaginación.

En la delegación del oloroso superior, de Jerez, cuya regencia desempeñaba, le habían asegurado que la zona recomendada era de las más tranquilas de toda Inglaterra y que, como no se fuera a residir en el campo, no encontraría nada mejor.

«Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Ahora, las cabriolas del cojo; antes, las carreras estrepitosas del niño que parecía calzar zuecos y, primero aún, coincidiendo con su llegada a la vivienda, la estruendosa rotura de platos y objetos de cristal arrojados violentamente al suelo.»

«Y lo curioso, es que cuando los fui encontrando sucesivamente en el portal o la escalera, me parecieron gente normal, aunque, como todos los ingleses, excesivamente reservados. Ninguno de ellos me ha dirigido la palabra jamás; ni siquiera para responder a mi saludo.»

«Mañana, sin falta, hablaré con la portera. Que se enfrente al cojo y lo mande a ensayar frente al número diez de Downing Street.»

A pesar de que el zapateado arreciaba con un vigor totalmente impropio de la edad del ejecutante, y el enfado del involuntario oyente subía de punto, Julián terminó por dormirse profundamente.

Al otro día, la portera se encontraba en su puesto habitual. La vería por la tarde. Tenía el tiempo justo para alcanzar el autobús que lo dejaría a dos pasos de la oficina. En ésta, cuando hizo mención a la juerga flamenca celebrada en el piso superior, hubo de soportar las bromas de sus compañeros, cosa que afianzó aún más su resolución de poner remedio a las francachelas nocturnas del renco vejete.

Durante toda la mañana, Julián, con perseverancia y honradez dignas de encomio, intentó obstinadamente realizar su trabajo con eficacia, aunque sin resultado. Las ideas se le escapaban siguiendo derroteros que, indefectiblemente iban a desembocar en Crescent Road.

Su enojo y la situación anímica producto de aquel resultaban comprensibles. Pensar que en un plazo de tiempo inferior a los seis meses había tenido la desgracia de soportar bajo su techo a tres diferentes familias de energúmenos, chiflados e ineducados, era demasiado duro. Cualquiera perdería la ecuanimidad en un caso como el suyo.

Almorzó de mala gana, sin apetito alguno. No deseaba otra cosa que abandonar aquel lugar para regresar sin tardanza al que, nunca mejor dicho, le quitaba el sueño.

Por fin llegó la ansiada hora y Julián, con un farfullado «hasta mañana», se lanzó a la calle. Ahora vería el cojitranco émulo de Antonio Gades. En cuanto azuzase a la señora Merrywater, verdadero perro de presa que no se andaba con chiquitas en lo tocante a la moral y buenas costumbres de los inquilinos, milagro sería si el bailarín no terminaba en una silla de ruedas por falta de su única pierna original.

La Merrywater escuchó cuanto le dijo, en larga y vehemente tirada, sin interrumpir ni una sola vez, con una flema auténticamente británica. Después, cuando Julián, rojo como un pimiento de la lejana Rioja, se quedó callado, extrajo de un bolsillo de su hombruna chaqueta un manojo de llaves, y se limitó a inquirir:

-¿Está usted seguro?

-Naturalmente que estoy seguro; no me iba a inventar todas estas historias.

Entonces, la señora Merrywater, como si se hubiera transformado en una furgoneta de aeropuerto, dijo:

-Follow me.

Y Julián, obedientemente, la siguió escaleras arriba, si bien, temeroso de las represalias que probablemente pondría en práctica el danzarín noctámbulo, pueso buen cuidado ocultando su cuerpo tras la voluminosa densidad de la portera.

Llagados al tercer piso, la señora Merrywater, con un sentido del drama digno del más afamado escenógrafo, introdujo la lleve en la cerradura, empujó la puerta, dio un paso atrás y exclamó:

-Observe usted mismo.

La indignación de Julián se esfumó repentinamente siendo sustituida por la incredulidad y el asombro. Trató de hablar pero las palabras se negaron a acudir a sus labios. Tras un perceptible tartamudeo, logró musitar algo semejante a:

-Esto no puede ser. Todavía esta noche, aquí, debajo de esta habitación, he tenido que aguantar un ruido de todos los diablos…

-No, está usted en un error. Este piso y el de abajo llevan desalquilados más de treinta años. Fíjese bien. No hay un solo mueble; la vivienda está completamente vacía. Bueno, se ha convertido en un yacimiento de polvo. El polvo que se ha ido acumulando en treinta años. Y con el de abajo, sucede lo mismo.

-Eso sí que no, señora Merrywater. Yo mismo hago la limpieza a diario. Un poco por encima, es cierto, pero, por lo menos, quito el polvo. Me da la sensación de que quiere usted volverme loco.

-Nada de eso, señor Julián. Vayamos por partes. En primer lugar, yo no soy la señora Merrywater. Soy la señora Sadwater, hermana gemela de su portera. Usted vive en la casa de enfrente.

-Imposible; son demasiadas coincidencias y…

-Está bien; bajemos al segundo.

En el piso inferior, el desconcierto de Julián comenzó a convertirse en pánico. La vivienda estaba abandonada, y cantidades ingentes de polvo se habían adueñado por completo de las habitaciones.

-Pero entonces,  ¿cómo se explica usted los ruidos que vengo oyendo sobre mi cabeza desde la primera noche, hace ya seis meses?

-Pues existe una justificación sencilla y complicada al propio tiempo. A poco de ser construidas todas las viviendas de esta calle -ya se habrá dado cuenta de que son exactamente iguales- la inquilina del tercero de ésta fue asesinada cuando se encontraba fregando la vajilla; meses más tarde, un niño, el hijo de los inquilinos, que se había quedado sólo, fue perseguido por todo el piso hasta se alcanzado y estrangulado; un año después del primer suceso, un viejo que llevaba una pierna artificial, encontró la muerte al ser golpeado en la cabeza con su propia pata de palo. El o los asesinos, jamás fueron detenidos aunque se hicieron larguísimas investigaciones. Parece ser que, de tiempo en tiempo, en alguno de los pisos de esta zona se escuchan ruidos extraños. Es como si las víctimas de los crímenes reclamasen venganza o, por lo menos, que no se las olvide.

-Desde luego, señora Sadwater, yo no los olvidaré nunca, después de lo que me ha contado, sería imposible. He tenido mucho gusto en conocerla. Ah, ¿sería mucho atrevimiento por mi parte que le pidiera dos favores?

-Dígame lo que sea, señor Julián.

-Presente mis respetos a su hermana y dígale que he recibido un telegrama de España. Tengo que regresar inmediatamente. Enviaré a recoger mis cosas.

Julián se alejó presuroso jurándose que, en el futuro, se cercioraría de que sus nuevos vecinos de arriba residían realmente arriba y no enfrente.

Sopa de ajo

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Cada cuatro pasos, se detenía para recuperar el aliento. Avanzaba penosamente, haciendo visibles esfuerzos que le llevaban un poco más allá. Cuatro pasos, alto, y en marcha otra vez.

El hombre, a pesar de su falta de vigor, producía la impresión de estar dotado de voluntad indomable. Parecía moverse rodeado de una aureola de tenacidad refractaria a todo desánimo.

Una mugrienta boina encasquetada hasta las cejas ocultaba sus cabellos, y por debajo de los faldones de la sucia gabardina asomaban las deshilachadas perneras del pantalón, lo bastante altas para permitir la aparición de los tobillos ayunos de calcetines.

Trabajosamente, manteniendo en precario equilibrio sobre los huesudos hombros una enorme caja de cartón, se desplazaba haciendo frente al helado viento que, al formar remolinos en el cruce de ciertas calles, lo hacía trastabillar.

Los zapatos, por lo menos dos números más grandes del que debía calzar, no contribuían en nada a que su vía crucis resultara menos doloroso; a cada paso, se veía obligado a batallar para no dejarlos atrás.

Por fin, después de una larga caminata –tras el momentáneo alivio reportado por el bajo paredón que cerraba un parque y que le sirvió para apoyar la pesada caja durante unos instantes- llegó a su destino.

Se trataba de la antiquísima casa, en lamentable estado de conservación, en que vivía desde tiempo atrás.

Con deliberación, utilizando sus últimas energías, ascendió por la lóbrega escalera hasta la buhardilla situada cinco pisos sobre la calle.

Sin quitarse de encima la caja, logró extraer de uno de los bolsillos la descomunal llave –más apropiada para la reja de una mazmorra- y abrió la puerta de acceso a su refugio.

Todavía con el pesado embalaje a cuestas, encendió la mortecina luz que apenas consiguió disipar las tinieblas.

Luego, con un suspiro de alivio, dejó caer la caja encima de la mesa y se derrumbó sobre el astroso camastro. Allí permaneció jadeante hasta que su respiración se normalizó. Finalmente, se puso de pie y, despojándose de los zapatos, pues no era cosa de gastarlos innecesariamente, comenzó a colocar en la nevera los artículos alimenticios contenidos en la caja que tanto trabajo de había costado acarrear.

El frigorífico, enorme y reluciente electrodoméstico, constituía una auténtica rareza en medio de aquella miseria. Destacaba con igual nitidez que la sotana de un cura en un campo de nudistas.

Terminado el almacenamiento de vituallas, el extenuado Lucrecio ocultó el cajón debajo de la cama y tornó a tumbarse. Necesitaba recuperar el resuello. Su salud había comenzado a deteriorarse hacía años, pero jamás se sintió tan enfermo como entonces.

Tendido en la incómoda yacija, con la mirada clavada en el tragaluz a través del que penetraba la última claridad de la tarde que moría, evocó la época lejana en la que, como en un juego de niños, realizaba durísimas tareas propias del fogonero de una máquina de vapor.

Romper las briquetas de carbón, ranchear y escoriar, pasando alternativamente del ambiente gélido del tándem al infierno de la caldera, era labor fácil para su juventud y la fuerza de aquellos brazos incansables que parecían mantener un torneo contra la voracidad del fuego.

Cuántas veces le había dicho Luis, el maquinista con quien hacía pareja:

Basta, Lucrecio, basta. No eches tanto carbón, que vamos a reventar.

Era un trabajo para hombres. Los alfeñiques no tenían lugar en aquel oficio hecho a la medida de los bíceps de acero, antebrazos nervudos y manos callosas.

Cuando, a los cuarenta y siete años, pocos días después de realizar una revisión médica rutinaria, se le comunicó que no estaba en condiciones de continuar desempeñando su labor, pues había contraído tuberculosis, se negó a admitirlo. Se encontraba bien. No experimentaba dolor alguno. Debía tratarse de un error. Los médicos no son infalibles. Seguro que el enfermo era otro.

Cierto que se fatigaba más que hacía algunos meses y que, en su empeño contra la caldera, últimamente, era ella la que ganaba terreno. Luis lo había advertido y, en ciertos momentos, reclamó un aumento de presión.

Pero, de aquello a la tuberculosis, mediaba un abismo. El mismo maquinista, le aconsejó que acudiera a la consulta de otro doctor. Que lo hiciera particularmente. El diagnóstico del segundo médico coincidió plenamente con el de la empresa. Lo mismo sucedió con un tercero al que visitó, ya sumido en la desesperanza.

Le dieron la baja temporal y, luego, la de larga enfermedad. Después, se sucedió una extensa cadena de sanatorios, prolongados tratamientos y curas de reposo. Pasaron varios años y, aunque la dolencia no se agravó, nunca desapareció por completo.

Por último, como se arrincona un trasto que no sólo no sirve para nada, sino que, además, estorba, fue jubilado.

Los días que siguieron a aquel en que recibió el maldito documento que certificaba su definitiva inutilidad, fueron los más amargos de la vida de Lucrecio. Se revelaba, se negaba a resignarse al papel de herramienta averiada.

¿Qué diablos iba a hacer? ¿A qué podía dedicar su tiempo? Aunque durmiera diez horas diarias –y con seis o siete, tenía bastante- aún tendría que deshacerse de otras catorce.

Con el paso de los años, la desesperación experimentada en los primeros momentos fue haciéndose más llevadera, pero jamás dejó de estar presente, agazapada en el fondo de su conciencia, como una maligna enfermedad presta a ponerse de manifiesto en cualquier instante.

Fue envejeciendo y, cuando llegó a sus oídos la noticia de que Luis, junto con el fogonero que entonces lo acompañaba, había perdido la vida en un accidente, lamentó con toda sinceridad la mala suerte que le impidió realizar aquel último viaje para el que no era necesaria la presión de la caldera.

De todos modos, él era un muerto en vida, un despojo humano cuya única ocupación consistía en administrar tacañamente la escasa pensión que le habían concedido.

El gasto de cada peseta tenía que ser estudiado y sopesado como si en el acto de soltar una moneda le fuese la vida. Y, en realidad, así era. La menor alegría podía significar verse sin blanca previamente a la llegada del fin de mes.

Con la práctica, se había convertido en un verdadero experto que, antes de adquirir cualquier cosa, comprobaba pacientemente los precios comparando incansable las ventajas ofrecidas por cada supermercado.

Ni la más ahorradora ama de casa le llegaba a la suela de los zapatos. Si se llevaba algo, si un artículo alimenticio formaba parte del contenido de la caja de cartón que cada dos meses y medio subía a su buhardilla y, previsoramente, era depositada en la nevera, no sería exagerado afirmar que en toda la ciudad no podría encontrarse otro igual a menor precio.

Lo de la nevera, el incongruente frigorífico que ocupaba media habitación, era algo que tenía historia. El culpable del dispendio había sido un gato.

El minino, un bichejo medio pelón, esmirriado, escuálido y famélico apareció un día funesto en que, para ventilar el cuarto, había entreabierto la lucera, adquirió la costumbre de materializarse tan pronto como se disponía a preparar la comida.

Lucrecio no estaba para dispendios y no le hizo el menor caso. El morrongo, con evidente mala intención, inició un pertinente concierto de maullidos que le amargaron el magro almuerzo. De nada sirvió el apresurado cierre de la escotilla. A través de la tejavana, se colaban las angustiosas reclamaciones. Por si las sonoras llamadas fueran insuficientes, el felino visitante, inmóvil sobre los cuartos traseros, fijó la mirada de sus ojos amarillentos y, sin pestañear, fue testigo de los bocados ingeridos como si los estuviera contabilizando.

El molesto inquilino de la zahúrda que, hasta aquel momento, deglutía despaciosamente haciéndose la vana ilusión de que la morosidad contribuía al aumento del aporte calórico, con un par de bocados, terminó la exhibición y el menú del día.

El indiscreto animal soltó un bufido despectivo, que a Lucrecio le sonó a amenaza y, con el paso silencioso desapareció.

Aquella visita fue el prólogo de las que habían de seguir. Si el condenado bicho se hubiera limitado a imponer su presencia en el tejado, el visitado hubiese terminado por habituarse y los esfuerzos habrían llegado a resultarle tan indiferentes como la música de Wagner, pero el osado bruto llevó su atrevimiento a introducirse en la habitación cuando Lucrecio se encontraba ausente. ¡Y, encima, era un ladrón redomado!

La comida almacenada nunca había sido abundante, así que, advertir la desaparición de parte de ella –aunque se trabara de una ínfima porción- carecía de dificultad.

Cuando Lucrecio confirmó sus sospechas sintió nacer en su corazón un odio mortal acompañado de una inextinguible sed de venganza contra aquel engendro del infierno.

No obstante, nada pudo hacer para terminar con su enemigo. Estaba dotado de una astucia increíble que lo llevaba a eludir cuantas trampas le preparó. Es más, en una ocasión el pobre Lucrecio estuvo a punto de ser víctima de un pescado envenenado colocado, como quien no quiere la cosa, bajo el colchón. Poco faltó para que el frustrado y hambriento vengador lo consumiese confundiéndolo con uno en buen estado.

De aquella aventura sólo sacó en limpio el inútil gasto de tres duros que le cobraron en la pescadería. El farmacéutico, más generoso, no se conformó con regalar el veneno; él mismo procedió a rellenar las entrañas del pez con un surtido de matarratas, infalible –según dijo-, en el caso de que el gato “picara”.

Cuantas argucias puso en práctica el jubilado, no dieron el menor resultado. La comida continuaba desapareciendo y él ni siquiera conseguía saber por dónde entraba el cauteloso ladrón de cuatro patas.

Harto de tolerar el expolio, decidió cortar por lo sano y, como las neveras se venden sin licencia de armas, adquirió el hermoso frigorífico casi de tamaño industrial que ahora adornaba de modo tan inadecuado el desván que le servía de vivienda.

Claro que, antes de optar por el que al final le llevaron a casa, volvió loco al gremio de vendedores de electrodomésticos porque, como se decía con toda razón, “comprar una nevera no es lo mismo que adquirir un cuarto de kilo de fideos”.

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