Los aprensivos

Venancio, con mano insegura aún dominada por el sueño, oprimió el botón que silenciaba el estridente repiqueteo del despertador. Eran las seis y media de la mañana de un día, a juzgar por los ruidos que le llegaban de la calle -cuatro pisos más abajo-, lluvioso y desapacible.

Cuando en su ciudad el cielo abría las espitas, y lo hacía con harta frecuencia, el sonido producido por el agua al ser desplazada por las ruedas de los automóviles proporcionaba al oyente atento un parte metereológico más fiable que el de la TV. Sólo era cuestión de saber escuchar y Venancio sabía como hacerlo. Contaba con años de experiencia.

Primero su madre, excelente mujer que habíá alcanzado el estado de viudez a consecuencia de unas fiebres puerperales…

¿Cómo que no puede ser? No sea usted atropellado y déjeme terminar.

Decía, cuando, sin ninguna consideración, no ha dicho pero ha pensado que acababa de escribir una barbaridad, que Venancio se había convertido en huérfano de padre al fallecer éste en un precipitado descenso de las escaleras, olvidando la conveniencia de utilizar los peldaños y el pasamanos, es decir, que trató de imitar el vertiginoso picado de halcón sin disponer de sus  planos de sustentación. Hablando en cristiano, que se descrismó, haciendo de su esposa, atacada violentamente por las terribles fiebres puerperales, una viuda y recién estrenada madre.

Naturalmente, el padre de Venancio no tuvo oportunidad de ver refrendado por el médido su precoz diagnóstico pero, a cambio, resultó protagonista de un vistoso certificado de defunción que el mismo doctor, ya metido en harina, despachó negándose, generosamente, a percibir el importe de dos salidas. «En realidad -dijo- he matado dos pájaros de un tiro».

Pero bueno, comentaba líneas atrás que Venancio estaba habituado a escuchar las continuas advertencias de su madre recomendando el uso de la bufanda, los chanclos y el paraguas tan pronto como el termómetro descendía de los veinte grados; el consumo de un par de aspirinas cuando soltaba un estornudo; los chupetones de pastillas de mentol si carraspeaba; la ingestión de tisanas y hervidillos en cualquier momento y, para opropio final la utilización de una camiseta de felpa velluda desde el 1 de enero al 31 de diciembre (por supuesto, no siempre la misma).

Después, como su madre, cansada de desoir las repetidas llamadas que su difunto  consorte le  transmitía desde el otro mundo, decidió que ya era hora de responder y liar el petate como una buena esposa, Venacio, para entonces con treinta y un años a cuestas, pasó a depender de sus tías Anuncia y Pruden, pues no estaba bien que un joven sin experiencia viviera solo y sin amparo (con minúsculas, faltaría más).

Aquellas tías, lo digo con todo respeto y únicamente aludiendo al vínculo de parentesco que les unía, dejaban chica a la mamá en cuanto se refería al grado de proteccionismo, la superabundancia de consejos y las férreas imposiciones, eso sí, envueltas en arrumacos y dulces palabras.

En resumen, Venancio podía hacer alarde de un desconcierto mental descomunal y, peor aún, disfrutaba de una mala salud morrocotuda, pero no presumía de lo primero y trataba de ocultar la segunda.

Lo que no podía disimular, y era algo que se veía aún cuando sólo se mirase de reojo, eran sus escrúpulos, recelos y desconfianza.

A su alrededor, todo tenía que estar reluciente, limpio, lustroso, radiante. Sobremanera, cuanto se relacionara con comida, bebida y ropa interior no debería ofrecer la menor duda. Ultimamente, había estado estudiando con detenimiento folletos publicitarios que especificaban los más recientes adelantos en autoclaves. ¡Qué cosa tan segura para los calcetines! ¡Cuando adquiriese una de esas máquinas sus pies serían los más asépticos de la creación!

Aquella mañana, cuando por fin logró despejar totalmente las brumas del sueño, y se encontró a solas en el cuarto de baño, -el marcaje de sus tías no llegaba hasta aquel íntimo paralelo- Venancio revisó concienzuda y minuciosamente su cuerpo, como hacía siempre. Utilizando hábilmente el espejo del lavabo y el del armario situado enfrente, ni un centímetro de su piel escapó a su atento escrutinio.

Un diminuto grano, una pequeña mancha, la sospecha de una leve peca en formación, le hacían lanzarse a la elaboración de las más descabelladas teorías médicas. Digno hijo de su padre, aseguraba contar con un ojo clínico  infalible. Afortunadamente, no era así, pues en más de una ocasión sus meditados y catastrofistas autodiagnósticos se revelaron, al final, como espléndidos fracasos.

El repentino fallo de un pie, al andar, era señal de tuberculosis ósea, una punzada intercostal, síntoma de pulmonía doble o neumotórax espontáneo, un zumbido en los oídos, indicación de inevitable perforación del tímpano, un retorcijón de tripas, la primera manifestación de una inminente peritonitis, la tenue decoloración de la piel, insensible a la palpación, indicios ciertos de lepra.

La consecuencia lógica de su patológico temor a la enfermedad era una vida encogida y timorata, ajena a cuanto hacía agradable la existencia a hombres y mujeres de su misma edad.

En aquella oportunidad, ya a punto de concederse el «apto para todo servicio», localizó una microscópica mácula sobre el borde del músculo pectoral izquierdo. Alarmado súbitamente, tomó la esponja aún jabonosa y frotó enérgicamente aquel pequeñísimo puntito que, ante el tratamiento de choque, ópto por desaparecer. «¡Ah! -exclamó Venancio satisfecho-, con que te vas, ¿eh?» «Pues no te molestes en volver -añadió en tono de broma- que me disgusta la suciedad.»

Tranquilo ya, dió fin, apresuradamente a su aseo exterior y fortificándose interiormente para soportar la puntillosa revista que pasarían las dos tías, ambas más exigentes que el sargento Gómez, famoso martinete humano omnipresente en su servicio militar y, ocasionalmente, comparsa en alguna pesadilla actual, salío al pasillo diciendo «Ya estoy listo».

La revisión, que no voy a detallar, fue rápida pero cabal. Realizada con una economía de movimientos que proclamaba su elevada experiencia, dejó unicamente sin inspeccionar el carburador, quiero decir las partes pudendas, precisamente por la falta de pudor que representaría para dos señoritas solteras como Anuncia y Pruden el examen, al natural, de la intimidad más personal de su sobrino, al fin y al cabo, hombre.

Sólo de pensar que algún día, por descuido, pudieran cometer la ligereza de poner al descubierto lo que mejor estaba tapado, hacía que las dos hermanas se sonrojaran profusamente y evitaran mirarse a los ojos.

Después de los inacabables consejos, advertencias y admoniciones, «No te vayas a mojar», «cuidado con las corrientes», «mira bien antes de cruzar la Calle Mayor, que hay cada conductor…», «baja despacio la escalera, recuerda a tu pobre padre», etc., Venacio, con la sensación de ser un moderno Marco Polo, se fue al Ayuntamiento, del que era aparejador municipal, distante de casa unos 450 metros.

Su jornada laboral transcurrió, sin pena ni gloria, entre planos y croquis, solicitudes de licencia de construcción y otros divertidos papelotes. Una verdadera orgía humorística. La tarde, un calco de la mañana y de todos los días no festivos de los últimos años, finalizó. Se fue nuevamente a casa, leyó un rato, contempló la tele un par de horas, cenó, se acostó, durmió, hizo callar al despertador… Una vida pletórica de novedades y sorpresas; variedad suficiente para satisfacer al ser más aficionado a la aventura.

Pero, en realidad y aunque cuando se acostó aquella noche Venancio no podía sospecharlo, una mutación se perfilaba en el horizonte de su monótona existencia.

Al realizar la cotidiana revisión corporal, la diminuta manchita se encontraba otra vez en el mismo lugar. «El bolígrafo -pensó inmediatamente-. Esto tiene que ser el bolígrafo que habré colocado con la punta hacia arriba en el bolso de la americana». Verificó la suposición, pero no.

Como de seguir paso a paso la lucha encarnizada que, a partir de aquel momento, se entabló entre Venancio y su manchita, esta historia podría convertirse en algo excesivamente largo y tedioso, cortaré por lo sano y me limitaré a hacer constar que se trataba de la manchita más persistente conocida hasta la fecha.

Las tías tomaron cartas en el asunto y se ensayaron distintas clases de quitamanchas y como, en realidad enviar a la tintorería a su sobrino resultaba demasiado drástico, estaban las pobres hechas un lío.

Algunos días más tarde, la familia comprobó con alarma que la diminuta manchita podría considerarse vejada de persistir en la necia calificación de liliputiense. Había aumentado perceptiblemente y su crecimiento no llevaba trazas de detenerse. Ante aquel extraño fenómeno, y principalmente a causa de la insistencia de las tías, Venancio accedión a acudir al médico, pero no porque sintiese temor alguno. En  aquella ocasión, cosa extraña, no experimentaba el menor cuidado. Vaya usted a saber por qué. El doctor que intervino en caso tan extraño, no observó nada anormal pero, por tratarse del mismo galeno que había extendido los certificados de defunción de ambos progenitores de su consultante, decidió que Venancio fuese a ver a otro doctor. Este tampoco encontró motivos de alarma pero recomendó distintos análisis y una biopsia.

Venancio continuaba siendo optimista y con absoluto desprecio hacia la clase médica decía convencido: «Tanto estudiar, para nada; no saben una palabra. Esto está claro; se trata de una peca indecisa.»

Pero en aquella ocasión, como en otras, su ojo clínico también falló.

Cuando los resultados de la biopsia fueron conocidos, no ofrecían el menor resquicio para la duda. La recalcitrante manchita en su nacimiento, y adulto lamparón en la actualidad, era realmente un maligno brote de aburrimiento.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa, Oviedo 1986

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