Viaje para viejos. Las dos hermanas

Violeta y Genciana eran gemelas. La mayor, concebida en primer término y nacida, por tanto, la última, cuidaba de su hermana con tal solicitud, que las insistentes prédicas con que la perseguía incesantemente, conseguían que los ocasionales testigos rieran a carcajadas o se sintieran violentísimos.

Que a los setenta y dos años Violeta prodigase a troche y moche aquellas recomendaciones, indicadísimas si Genciana hubiera tenido siete años, podría resultar conmovedor porque, en el fondo, eran la manifestación de un cariño sin límites. Sin embargo, las palabras utilizadas y las ocasiones en que se producían prestaban a la situación ese patetismo rayano con lo ridículo que pone al descubierto la veta de crueldad que, más o menos oculta, todos llevamos dentro.

Habían vivido siempre juntas y desde que, a los veinticinco años, sus padres habían fallecido en un horrible accidente ferroviario, eran como el palo que sostiene a la planta y la planta misma. Cuando aquel hecho trágico sucedió, hacia algún tiempo que tenían colgados en la sala los títulos de Magisterio. Hasta entonces, no habían trabajado nunca, pero la necesidad apremiaba y se vieron en la obligación de comenzar a hacerlo. De todas maneras, aguardaron la oportunidad de disponer de dos plazas en el mismo centro escolar. No soportarían una separación por breve que fuera.

Mientras tanto, pasaron necesidades y verdaderos apuros. Al fin, la fortuna les sonrió y Violeta y Genciana tomaron posesión de sus puestos en una escuela de Pravia, Asturias, lejos de su Salamanca natal.

Muy próximo al lugar donde iban a ejercer su honrosa profesión, encontraron un apartamento diminuto, pero suficiente. No pretendían llevar una vida mundana, con reuniones en su casa, ni nada semejante.

El dormitorio, capaz para dos camas, el cuartito de estar, la cocina y el cuarto de baño era cuanto precisaban. ¿Para qué mayor? De todas maneras, cuanto más reducido fuese, menos tiempo deberían dedicar a su limpieza y cuidado. Las dos hermanas pusieron en la enseñanza su inagotable capacidad de amar; su generosidad y entrega fue muy pronto conocida y apreciada por todo el pueblo. Con el paso de los años, se convirtieron en dos figuras respetadas cuya opinión y consejo eran requeridos para los asuntos más dispares. Era frecuente que hombres mayores, casados y con hijos, acudiesen a ellas en busca de guía. No habían olvidado que, cuando eran chicos, sus palabras sensatas llenas de buen juicio, les habían sacado de más de un apuro.

Violeta y Genciana se convirtieron, sin proponérselo, en una institución bicéfala que continuó distribuyendo su benéfica influencia particular mucho tiempo después de cesar en la oficial. Llegado el momento de abandonar la enseñanza y, con él, la hora del retiro, hicieron un pequeño balance de la situación.

A Salamanca, ya no les ataba nada. Carecían de parientes y, aunque los tuvieran, después de tantos años de separación, qué conservarían en común. Probablemente nada. Entonces, ¿qué determinación adoptar? En realidad no era necesario tomar ninguna decisión. Bastaba con no hacer nada, es decir, continuar viviendo en Pravia, como hasta la fecha.

No sería lo mismo que hasta entonces. Les faltaría el gozo causado por el diario contacto con los niños y niñas que, curso tras curso, constituyó la válvula de escape de su ternura de solteronas. En aquella infancia pueblerina habían sublimado los sentimientos maternales frustrados por la existencia austera y casi monacal que fue siempre su forma de vivir.

No obstante, todo no se perdería. Continuar residiendo en Pravia significaría no perder de vista a sus antiguos alumnos, promociones enteras de chicos de ambos sexos que, llegados al estado adulto, crearían nuevas familias y tendrían hijos -a los que no enseñarían, era cierto- a los que seguirían de cerca.

El único cambio que aportó la doble jubilación fue el recrudecimiento de sus actividades extraescolares. El Ropero de San Vicente, la Asociación de Caridad, la Agrupación para la Atención a los Minusválidos y otras organizaciones de tipo benéfico recibieron su desinteresado esfuerzo personal. Se volcaron sin regateos en todo lo que pudiera contribuir al bienestar de pobres, enfermos, niños y ancianos.

Si hasta entonces Violeta y Genciana habían sido una institución, un par de años más tarde se transformaron en algo sin nombre, pero con tal autoridad moral que, aún sin asistir a los plenos del ayuntamiento, sus opiniones eran tenidas en cuenta. Venían a ser algo así como el poder fáctico por encima de todos los poderes fácticos e ilusorios.

Gobernaban -su actuación no podría ser denominada de otro modo- con tanta prudencia y sabiduría que, a ser otra la fuente de donde emanaba la autoridad y de distinta naturaleza los mandatos, la suave y dulce dictadura se hubiera trocado en peligrosa tiranía. En la peor de todas; aquella en la que el oprimido no tiene conciencia de serlo y vegeta inconsciente de que carece de libertad, en la ignorancia de haber perdido la capacidad de hacer uso del íntimo albedrío.

En Pravia no sucedía nada de esto. Las dos hermanas aconsejaban, insinuaban, apuntaban una dirección determinada y, como sus sugerencias rebosaban sensatez y realismo, se hacía como ellas preferían. Eran dos déspotas benévolas, ignorantes de su capacidad para el abuso.

Sin querer, se habían convertido en una especia de guía espiritual, social, económica y urbanística aceptada por la mayoría. Era de suponer que en algún oscuro rincón se ocultaría la oposición, presente en un reino mucho más celeste que Pravia. Pero debía ser tan reducida la militancia, que su voz no se hacía oír. Además, de qué se podría quejar la supuesta oposición. Hubiera sido pedir gollerías.

Todo marchaba sobre ruedas. No existían problemas dignos de tal nombre. Incluso el equipo de fútbol había ascendido de categoría. ¿Existiría alguna relación entre este hecho y la conferencia titulada “Mens sana in corpore sano”, que Violeta había pronunciado la temporada anterior en el Casino?

La satisfacción era general en todos los terrenos, así que nada tenía de particular que cuando en el pueblo se supo que uno de los Bancos, establecido en la localidad hacía muchos años, organizaba un viaje a Palma de Mallorca, las fuerzas vivas comenzaron a conspirar al objeto de lograr que Violeta y Genciana utilizaran la oportunidad para conocer Baleares y tomarse unos días de bien ganado reposo. Habían pasado más de treinta y cinco años sin que, las pobres, abandonaran aquel rincón.

Se celebraron varios conciliábulos en los que, vanamente, se trató de encontrar el medio adecuado para que las dos hermanas realizasen el desplazamiento sin cargo a su peculio particular. No era que ellas carecieran de fondos para sufragar las ciento y pico mil pesetas a que se elevaba el precio del viaje. No gastaban ni la mitad de lo que ganaban. Eran sumamente ahorradoras pese a sus constantes obras de caridad. Lo que quería el pueblo era invitarlas con el producto de una suscripción popular.

Pero, las conocían bien. Se negarían en redondo a invertir el dinero en algo no absolutamente necesario. Estaban seguros de que exigirían la compra de jerseys para los pobres, un televisor para el Hogar de Desplazados o algo parecido.

La suerte se encargó de sacar a aquella buena gente del atolladero en que se encontraban. Parte de los billetes para el viaje era sorteada en Oviedo, ante notario, y las dos hermanas fueron favorecidas con dos plazas gratuitas.

La primera en conocer su buena estrella fue Violeta. Había acudido a la sucursal del Banco organizador y el empleado que la atendió en la ventanilla, uno de sus antiguos alumnos, le rogó que aguardara un momento. El director estaba atendiendo a otro cliente, pero tenía gran interés en hablar con ella.

Doña Violeta esperó. Se preguntaba qué sería lo que el director, otro de sus exalumnos, querría decirle. Pero solamente se sentía intrigada. De ninguna manera intranquila. Más de una vez, bastantes años atrás, le había limpiado la nariz al mocoso que se había transformado en el mandamás de la agencia bancaria donde tenía domiciliada su pensión, la de Genciana y las cuentas de ambas.

Mucho antes de que su paciencia iniciase una protesta, la espera terminó. Antoñito, el director, vino en su busca y, con una mezcla de cariño y respeto, la hizo pasar al despacho. Sentados ambos al mismo lado de la mesa, sin la barrera que ésta representa y que no hace más que separar simbólica y realmente los intereses de quienes se entrevistan, Antoñito, después de interesarse por la salud de su interlocutora y de su hermana, preguntó:

“Y, ¿qué me dice usted de las islas Baleares?”.

“Hombre, ignoraba que te hubieras decidido a ampliar estudios. Eso te irá bien. Aunque has sido siempre un buen estudiante, debe hacer años que no lees otra cosa que ‘El Economista’. Realmente, te honra el deseo de saber…”

“Que no, doña Violeta; que los tiros no van por ahí”.

“Bueno, pues si la pregunta va en serio, te diré: el archipiélago Balear está constituido por…”

“Tampoco, doña Violeta. Perdóneme. No he sabido plantear correctamente el asunto que quería comunicarle. Lo que deseaba preguntarle era lo siguiente: ¿qué le parecería hacer un viaje de quince días a Palma de Mallorca?; naturalmente acompañada por doña Genciana. Alojamiento en un hotel de tres estrellas, al lado del mar y a diez minutos del centro de Palma. Desde allí, varias excursiones en autocar a Valldemosa, Pollensa, Manacor, Alcudia, Porto Cristo, etc. El desplazamiento hasta Barcelona, en un cómodo autobús; desde allí a Palma en un hermoso barco”.

“Pues, ¿qué te voy a decir, hijo? Lo primero que se me ocurre es preguntarte si has cambiado de profesión y ahora trabajas para una agencia de viajes. Luego, afirmar que me agradaría muchísimo realizarlo. A continuación, que me resulta imposible, pues debe de ser carísimo y, encima, tanto mi hermana como yo tenemos muchísimas cosas que hacer aquí. Figúrate cuánto nos gustaría ir”.

“Sigo fallando lamentablemente, doña Violeta. No sé qué me sucede hoy. Nuestro Banco organiza viajes como éste para quienes, tal como usted y su hermana, tienen domiciliadas sus pensiones aquí. Además, para darles mayor atractivo e interés, sortea entre los que se encuentran en esas condiciones varias plazas. Doña Genciana ha sido agraciada con un viaje para dos personas. Así que pueden ustedes conocer Palma de Mallorca absolutamente gratis”.

“¿Estás seguro, Antoñito? Parece demasiado hermoso para ser verdad”.

“No existe la menor duda. Ya me lo habían adelantado por teléfono, pero preferí esperar a recibir la confirmación por carta. Mire, aquí tiene. Vea el nombre de doña Genciana. Ahora, no tienen disculpa. Cuando se enteren en el pueblo, se montará un motín si se niegan a aceptar el ofrecimiento”.

“Tienes razón, Antoñito. Iremos encantadas. De convencer a Gencianita me encargo yo. En último extremo, la amordazo, la meto en una maleta y va. Vaya si va. Aunque no creo que sean precisos estos procedimientos de choque”.

Cuando la portadora de tan buenas nuevas llegó a casa, Genciana terminaba de preparar la mesa. Comían temprano, como si no se hubiera roto la rutina de horario escolar que las había obligado durante muchos años a almorzar a la misma hora que sus discípulos.

Desde la entrada del piso, mientras se despojaba del impermeable que el día, con chaparrones intermitentes, había aconsejado, Violeta gritó imperativa:

“Genciana, deja lo que estás haciendo y ven aquí. Inmediatamente”, añadió al observar que no recibía respuesta.

La hermana menor acudió presurosa con dos vasos en una mano y las servilletas en la otra. Conocía a su gemela y sabía perfectamente que si la llamaba de aquella forma algo muy grave sucedía.

“¿Qué ocurre que das esas voces? ¿Ha sucedido alguna catástrofe?”.

Inconscientemente, Violeta cometió el mismo error de enfoque que Antoñito y preguntó:

“¿Qué me dices de las islas Baleares?”.

“¿Se trata de una pregunta retórica o tus palabras tienen algún significado oculto que se me escapa?”.

“Perdona, Gencianita. Estoy tan aturullada que no acierto a expresarme. Vengo del Banco y allí…”

“Ya lo sé. No irás a decirme que ha quebrado y nuestro dinero se ha esfumado”.

“No, mujer. Nada de eso. Al contrario. Lo que quiero decir es que nos vamos a Palma, quince días, completamente de balde. ¿Qué tienes que decir a esto?”.

Genciana contempló unos segundos a su hermana sin decir palabra. Luego, se limitó a expresar su opinión acerca del estado mental de Violeta con una frase de dudoso gusto para la enseñante jubilada que, no lo podía negar, sería hasta su muerte:

“Y un jamón con chorreras”.

Luego, con gran dignidad, recogió los fragmentos de los vasos que ante la sorpresa recibida había dejado caer al suelo y se fue.

Detrás de ella, Violeta corrió apresuradamente. Deseaba mostrarle el folleto a varios colores en el que figuraba el programa del viaje, una fotografía del hotel donde se alojarían y las excursiones a realizar.

Pasó un buen rato antes de que la “pequeña” pudiera ser convencida de que no se trataba de una broma de mal gusto.

Después, prácticamente sin fijarse en lo que estaban comiendo, la pareja comenzó a hacer planes. Aún faltaba mes y medio para el día de la salida, pero sería preciso no perder un momento.

Como el autobús en que se realizaba el desplazamiento a Barcelona tenía su salida a las siete y media de la mañana, se presentaba la alternativa de trasladarse a Oviedo la tarde anterior o darse el gran madrugón el mismo día de la partida. Antoñito se encargó de resolver. El mismo las llevaría en su coche hasta el lugar en que se iniciaba la aventura. Lo de madrugar no tenía arreglo, pero, de esta manera, se evitaban perder una noche en Oviedo.

Aún no había amanecido cuando el afable director de la sucursal tocaba el timbre en casa de las jubiladas. Ya estaban preparadas y las maletas cerradas. Antoñito, accidental mozo de cuerda, se hizo cargo del equipaje y todo el cuerpo expedicionario, sin armas pero con bagajes, descendió las escaleras.

En la calle les esperaba una sorpresa. Medio pueblo se había reunido ante el edificio para tributarles una cálida despedida. Algunos pijamas asomaban por debajo de los pantalones y se veían rulos y redecillas, pero lo que contaba era la intención. Además, tampoco era como para vestirse de etiqueta.

Por un momento, Antoñito sintió el temor de que alguien, arrastrado por la emoción, se lanzara embarcándose en un largo discurso que exigiese la correspondiente respuesta. Pero, aparte de la entrega de un par de ramos de flores y unas bolsas de fruta procedente de San Román de Candamo -como se sabe, la mejor del mundo- no hubo problemas.

Tras una breve despedida colectiva y las apresuradas palabras de agradecimiento, entre aplausos y gritos de adiós, el coche se puso en movimiento y pronto Pravia se perdió en la lejanía, que no en el recuerdo.

Cuando llegaron a Oviedo, amanecía. La mañana estaba bastante fría y, por ello, hasta que llegó el autocar minutos más tarde, las dos hermanas no abandonaron el automóvil. Paseando ante el hermoso edificio de la Diputación, unas cuantas personas también aguardaban. Se trataba, sin duda, de los compañeros de viaje.

A las ocho menos veinticinco, con las maletas reposando en las amplias entrañas del vehículo y todo el mundo en su sitio, se inició el viaje.

La primera parada se efectuó en Mieres. Tan pronto como los cinco expedicionarios que, por residir en la villa minera, se unían al grupo en aquella localidad, estuvieron a bordo, la marcha volvió a iniciarse.

Cruzando el Valle del Huerna, Pablo, el jefe de expedición y la esposa del mismo distribuyeron paquetitos de bombones con los que la entidad organizadora obsequiaba a sus clientes. Más tarde, el ayudante del conductor, en nombre de la empresa de transporte, regaló libros de relatos. Este detalle cultural puso una chispa de alegría en los corazones de Violeta y Genciana. ¡Aquel viaje que comenzaba con tan excelentes auspicios, forzosamente tendría que terminar bien!

Más adelante, recibieron nuevos obsequios. Las señoras, estuches de manicura y los caballeros, billeteras de piel. Era otro regalo de su banco.

El trayecto no se les antojó tan desesperadamente largo como habían temido. Tuvieron ocasión de cerrar los ojos para no contemplar la película de vídeo que les proyectaron, pues contenía excesiva violencia y ellas eran la versión femenina y duplicada de Ghandi. Observaron el paisaje castellano, tan distinto al que acostumbraban a ver en su patria de adopción, que desfilaba velozmente ante sus ávidos ojos.

Tras la parada para efectuar el almuerzo, ya en tierras de La Rioja, de nuevo en camino y, al oscurecer, se encontraron en la populosa Barcelona con sus amplias avenidas profusamente iluminadas y bordeadas de árboles. Pronto se hallaron en el puerto, en la Estación Marítima, a la vera de la conocidísima estatua de Colón.

Cuando se vieron al pie del Ciudad de Badajoz, el blanco ferry que habría de llevarles hasta Palma, una sensación de angustia se apoderó de ellas.

Genciana, la más timorata, convirtió en palabras el pensamiento que ocupaba ambas mentes. “¿Tú crees que no habrá…?”, dejando la frase sin terminar. No era necesario continuarla.

Violeta, con cara de duda, pero decidida a no mostrar su temor, se limitó a responder:

“No seas tonta, mujer”.

Alrededor de las doce de la noche, el barco desatracó lentamente y, con movimiento apenas perceptible, se hizo a la mar. Las dos hermanas ya se encontraban en el camarote que les había sido asignado. Lo compartían con otra señora que viajaba sola formando parte de su propio grupo. La única concesión hecha a la presencia de una extraña, consistió en rezar sus oraciones acostadas en las literas y no, como lo hacían todas las noches, de rodillas en el santo suelo. Suponían que la postura sería lo de menos y que lo importante era la voluntad. Y así debía ser, pues la travesía transcurrió, para ellas, sin el menor percance. Durmieron toda la noche como benditas y, poco antes del amanecer, fueron despertadas por un camarero a quien encargaron encarecidamente aquella misión.

Cuando salieron a cubierta hacía frío. Por detrás de un escarpado islote rocoso, el sol, invisible aún, comenzaba a teñir de tonos rojizos el cielo y el mar agitado solamente por el paso del ferry.

No habían sido ellas las únicas que habían tenido la misma idea. Grupitos de viajeros aguardaban pacientemente la aparición del disco solar. Esperaban en silencio como sobrecogidos por la solemnidad del momento que se avecinaba. Engañaban su impaciencia dando los últimos toques a los aparatos fotográficos, colocando filtros especiales y eligiendo los ángulos más apropiados.

Arrebujadas en sus ropas de entretiempo, Violeta y Genciana, con la mirada fija en el islote, acechaban el instante en que se produciría el milagro.

Finalmente, el sol, como una bola de fuego inmensa, inició su aparición. Las escasas conversaciones mantenidas en voz baja, cesaron por completo. Así debió ser el primer día en que el astro brilló sobre la tierra helada y en tinieblas.

Las dos hermanas, sobrecogidas por la emoción, no sabían dónde dirigir los ojos que, por otra parte, seguramente a causa del repentino estallido de luz, sentían anegados en lágrimas.

Con voz entrecortada y en un cuchicheo apenas audible, Genciana hizo el comentario de que al espectáculo solamente se le podía añadir música, por ejemplo, la Patética, de Tschaikowsky.

Violeta, aún asombrada por la grandiosidad de la visión que, lentamente, iban dejando a popa, asintió con un movimiento afirmativo de cabeza. Todavía no se sentía lo suficientemente segura de poder hablar serenamente.

Menos de dos horas más tarde, atracaban en el muelle de Palma. Al pie de la Estación Marítima aguardaba otro autocar que, tras un breve trayecto, atravesando cuidados campos en los que abundaban los molinos de viento, trasladó a la expedición a C’an Pastilla, conjunto de urbanizaciones y grandes hoteles entre los cuales se encontraba el que iba a alojarla durante la quincena.

Después del almuerzo en un enorme comedor semejante a la torre de Babel a causa del variado número de lenguas que, animadamente, se hablaban, Violeta y Genciana subieron a su habitación. Deseaban descansar un rato pues, aunque no deseaban confesarlo, experimentaban cierto cansancio.

A las cinco de la tarde se lanzaron a la calle. Deseaban dar un paseo para estirar las piernas y conocer el lugar.

A dos pasos del hotel se encontraron a las puertas de un gran almacén que exhibía buen número de artículos a la venta en colgaderos y estanterías que ocupaban gran parte de la acera. El instinto previsor de Violeta le hizo buscar algo para protegerse la cabeza de los ardientes rayos del sol que aún lucía. Erróneamente no creyó que su estancia en Baleares iba a verse presidida por el calor que en aquellos momentos se hacía sentir.

Tras abundantes titubeos y pruebas interminables, terminaron adquiriendo un par de gorras de béisbol dotadas de descomunales viseras. Azules y con las palabras “Black Bulls” bordadas en hilo plateado, les sentaban como un tiro. Constituían indigno remate a sus solemnes vestidos negros, de corte severo y anticuado, a las medias y zapatos bajos del mismo color.

Con aquellos aditamentos sobre las testas, las cintas de terciopelo oscuro que rodeaban sus arrugadas gargantas resultaban más conspicuas e incomprensibles. De todos modos, eliminaban de raíz toda posibilidad de atrapar la temida insolación contra la que tanto les habían prevenido en la península.

No habían hecho más que caminar unos pasos desde la puerta de los almacenes, cuando las dos hermanas se detuvieron al unísono. Ante ellas, como llovido del cielo, se hallaba lo que fue el sueño de su vida. Una carretela descubierta tirada por una caballo al cual su dueño, quizás por las mismas razones que dictaron la reciente compra de los dos gorros, había dotado de un sombrero de paja con orificios para asomar las orejas.

“¿Tú crees, Violeta…?”, inquirió Genciana sin tomarse la molestia de continuar, pues a aquellas alturas eran innecesarias las frases completas.

“Creo, Genciana, creo”, respondió Violeta.

Y, sin más, con sendos saltos que, por su agilidad y presteza, dejaron asombrado al cochero, se encaramaron al asiento.

“¿Quieren ustedes que baje la capota?”, les preguntó todavía sorprendido el conductor de la antigualla rodante.

“No, no. Muchas gracias. Ya llevamos la nuestra”, bromeó Genciana con sonrisa pícara.

“¿A dónde las llevo, señoras?”.

“Allá al fondo. Según nos han dicho, se llama El Arenal. Pero somos señoritas”.

“Están bien informadas, señoritas. Aquello, efectivamente, es El Arenal. Vamos, Jordi”.

“Usted perdone, pero vaya nombrecito que le ha puesto al caballo”.

“El que merece. Conozco personas más brutas que este animal”.

Las dos hermanas ignoraron la respuesta pues iban demasiado abstraídas en lo que podían contemplar. A su derecha, como a quince o veinte metros, la larguísima cinta de arena blanca, la playa de casi cinco kilómetros; luego, el Mediterráneo, cuyas aguas, de un azul verdoso, no experimentaban movimiento alguno. ¡Qué distinto del Cantábrico!

A la izquierda, hoteles, restaurantes, cafeterías, supermercados, heladerías y, en la interminable acera, una verdadera multitud de paseantes vestidos con las más disparatadas ropas de variadísimos colores y tonalidades. Junto a un enorme barbudo con blusón hasta los pies, una negra en bikini y botas de cuero hasta los muslos. A su lado un melenudo casi albino, descalzo y fumando en pipa, con elegante traje de seda blanca y pañuelo de lunares rojos al cuello.

Por la misma calzada, autobuses, motocicletas y coches pasaban en ambas direcciones atronando a los transeúntes indiferentes.

El aire soplaba en su contra y traía, mezclado con el olor a fritanga, el que despedía el pobre Jordi pero, el cochero ya estaba habituado y las dos hermanas, excesivamente absortas en el gigantesco caleidoscopio sonoro en que se encontraban sumergidas para poder advertir el rancio perfume.

Cuando hubieron recorrido aproximadamente la mitad del paseo marítimo y pudieron comenzar a liberarse de su asombro, notaron, no sin sorpresa, que la inmensa mayoría de los establecimientos se anunciaban con nombres de animales en inglés. Había también otros en idiomas desconocidos, pero la representación gráfica de los irracionales era suficiente.

Vieron, entre otros muchos, el Big Bear, White Squirrel, Little Cat, Patient Mouse, The Hen, Blue Bird, Coquettish Shark y, como contrapunto, en incontenible estallido de patriotismo, el reclamo de un establecimiento llamado El Pazo, el cual, al lado de sus menús, aclaraba en letras de gran formato: “Se habla español y gallego (¡qué puñetas!)”.

Al final del Paseo, el Club Náutico, mucho más amplio que el situado en el otro extremo, les permitió contemplar espléndidos yates cuyos cobres y maderas relucían como recién salidos de fábrica.

Allí despidieron al cochero y decidieron volver caminando. Esta vez andando por la parte más cercana al mar. Apenas habían iniciado la marcha, Violeta se detuvo bruscamente y pretendió llamar la atención de su hermana hacia el lado opuesto de la calle.

“Mira, mira qué hotel más hermoso”, dijo tomando por el brazo a Genciana, tratando de arrastrarla hacia un paso de peatones cercano. “Vamos a verlo”, terminó de manera un poco forzada.

“Ya hemos pasado por delante cuando veníamos”, respondió Genciana, que observó inquieta la mirada azorada de su compañera. “A tí, te sucede algo”, añadió con acento de seguridad.

“Pues sí. La verdad es que no creo que lo que se ve desde aquí resulte un panorama adecuado para nosotras. La playa está repleta de mujeres vestidas únicamente con un taparrabos minúsculo. Por arriba, nada de nada. Y, y algunas… están acompañadas de varones con los que hablan con la mayor desfachatez”, agregó tartamudeando a causa de la indignación. “¡Qué vergüenza, Señor, qué vergüenza!”, terminó mientras secaba el sudor que repentinamente comenzó a perlar la ruborosa frente.

“Debes haberte equivocado, Violeta. Ya sabes que hoy día se fabrican tejidos de colores que imitan la carne humana y…”

“Déjate de monsergas, Genciana. Que no está el horno para bollos. Conozco muy bien la diferencia que hay entre carne y tela. Te aseguro que esto es una auténtica guarrada más propia de Sodoma y Gomorra que de nuestra querida España, hasta ahora, la fiel reserva espiritual de Occidente. ¿A dónde iremos a parar? Hoy esto y mañana, ¿qué? No, si ya lo decía don Fulgencio, el Consiliario de H.A.C. Les das el pie y te cogen la mano o al revés, que no sé ya muy bien lo que me digo. Genciana, se nos viene encima el amor libre. ¿Qué va a ser de nosotras?”.

“No digas disparates, Violeta. ¿Qué tenemos nosotras que ver con todo eso?. Supongo que no tendrás miedo a que vengan a violarnos. ¡Con los años y las pintas que nos gastamos, somos refractarias a cualquier accidente de ese tipo! Si existiera un hombre con la suficiente depravación sexual para intentar algo como lo que pareces anunciar, ya hace mucho tiempo que estaría recluido. Sería imposible que ocultase totalmente su locura. Tranquilízate, hermana. Moriremos vírgenes, pero no mártires”.

A pesar de los argumentos tranquilizadores que la más joven de las hermanas no cesaba de esgrimir, Violeta terminó por arrastrar a la enfurruñada gemela hasta la acera de enfrente desde la que no podía contemplarse el indecente espectáculo.

Lentamente, deteniéndose con frecuencia ante escaparates y tenderetes, fueron acercándose a su punto de partida. Se sentían fatigadas y, al pasar ante una heladería, decidieron tomar asiento y algo más frío que las ardientes sillas recalentadas por el sol que no hacía mucho caso de sombrillas y marquesinas.

Se recrearon tomando riquísimos helados en copa. Como, además de estar muy sabrosos, su tamaño hacía juego con la cantidad -ciertamente elevada- que hubieron de satisfacer por el privilegio, no expresaron en voz alta la opinión que, súbitamente, les mereció el propietario del establecimiento.

Luego, más despacio aún, reanudaron la marcha. Cuando llegaron al hotel, ya no estaban cansadas. Con admirable franqueza, reconocieron ante el encargado de recepción que, amablemente, les preguntó, que se encontraban hechas puré.

Por suerte, para el día siguiente no había programada ninguna excursión. Tendrían tiempo suficiente para reponerse antes de la visita a La Calobra y al Torrente de Pareis.

Tendría que pasar mucho tiempo antes de que las dos hermanas lograran olvidar el terror experimentado en aquel desplazamiento. Durante toda su vida serían incapaces de decir, con absoluta certeza, si soportaron más miedo en el ascenso que en el descenso. La experiencia se convirtió en un hito en su existencia, de tal modo que, al igual que muchas personas dicen “antes o después de la guerra”, ellas convirtieron el hecho en el mojón que separaría las dos mitades, desiguales por su duración, que no por la intensidad, de su paso por este mundo.

La cosa no era para menos. Desde el punto más elevado de La Calobra, aquella carretera infernal, conjunto de vueltas y revueltas siempre bordeando precipicios entre imponentes riscos, parecía haber sido proyectada por un enemigo de la tranquilidad de espíritu. En un punto llamado La Corbata, la ruta semejaba entrecruzarse consigo misma sin solución de continuidad.

La aparente indiferencia del conductor del autobús y las bromas del guía no hacían nada por mejorar el estado anímico de los viajeros que, en el mejor de los casos, lamentaban en silencio los errores cometidos hasta entonces; entre ellos, de los más significativos, encontrarse allí en vez de en otro lugar cualquiera.

Violeta y Genciana, fervorosamente, rezaron cuantas oraciones, evocaciones y jaculatorias conocían y, en su pánico, llegaron a componer otras nuevas. Todo les parecía poco en aquellos momentos angustiosos.

Después de comer en la terraza del restaurante situado sobre una cala maravillosa, a escasos metros del mar azul-verdoso, visitaron el Torrente de Pareis.

El famoso torrente, pensaron las gemelas, podía pasar por algo maravilloso, pero únicamente para quienes no hubieran contemplado la garganta del Cares o el Valle de Onís desde el Mirador de Ordiales.

A su vuelta a donde aguardaba el autobús, recibieron la noticia que estuvo en un tris de cortar más de una digestión. Deberían regresar por el mismo sitio. No existía otra carretera alternativa.

La infausta nueva cayó como una bomba entre los desprevenidos excursionistas. Suele decirse que el miedo a lo desconocido es el de peor especie que puede sentirse. Sin embargo, allí se encontraban cuarenta personas dispuestas a jurar lo contrario.

Pese a los agoreros vaticinios que algunos fueron incapaces de reservarse para sí mismos, el regreso se realizó sin el menor contratiempo y, al final, ya en el hotel, todos se mostraban satisfechos de haber participado en la espeluznante aventura.

Con una jornada libre por el medio, tuvo lugar la esperada visita a la Cartuja de Valldemosa. Entre los asistentes se encontraban tres furibundos admiradores de Chopin que no podían contener su impaciencia por conocer el punto en que el músico había hallado inspiración para componer partituras cuya genialidad y romanticismo desafían indemnes el paso de los años.

Las dos hermanas, entusiastas del universal polaco, observaron, casi con religioso recogimiento, los dos viejos pianos sobre los que Federico hizo correr sus ágiles dedos. Les parecía estar viendo al compositor enfermo, dotado de sobrenatural sensibilidad, sentado ante los amarillentos teclados que habían de convertirse en senderos de su gloria.

Escucharon sin perder palabra cuanto explicó el especialista contratado para el grupo. Su acompañante, se veía con claridad, era también incondicional de Chopin. Hablaba de él con inmenso respeto y proporcionaba tantos pequeños detalles de la vida de aquél con Jorge Sand, que producía la impresión de haber sido testigo del amor de aquellos dos seres marcados por el destino.

Abandonaron la Cartuja en silencio, con igual consideración que si dejaran a su espalda el último lugar de reposo de una persona recién fallecida. Y, sin embargo, eran conscientes de que Chopin vivirá eternamente en su música inmortal.

De regreso, el alto efectuado en una fábrica de soplado de vidrio, les permitió conocer el antiquísimo método que en Mallorca se utiliza para realizar hermosas obras de arte en perecedero cristal. Anforas, jarrones, vasos, figurillas de animales y otros muchos objetos salían de las manos de aquellos hábiles artesanos como por obra de magia.

Ya cerca de Palma, en una nueva parada, se realizó la visita a la exposición y talleres de madera de olivo esculpido. Allí tuvieron la oportunidad de encontrar verdaderas maravillas, si bien a precios bastante elevados.

En una enorme nave, junto a la exposición, una fábrica de licores típicos mallorquines contaba con sala de degustación gratuita. A pesar del tamaño, el local estaba abarrotado de público. Continuamente llegaban más y más autobuses extranjeros que antes habían encontrado en Valldemosa.

El barullo era imponente. Todo el mundo hablaba al mismo tiempo y en voz alta. Ante los barrilitos de licores, entre los que no faltaban los de hierbas, almendra y palo, menudeaban los empujones. Allí nadie había entrado simplemente a curiosear. Cada cual luchaba por libre tratando de colocar el vasito, cogido a la entrada, bajo la espita del barril de su elección. No existía límite para las pruebas. Podía beberse cuantas veces se quisiera.

Violeta y Genciana habían sido separadas por un aluvión de alemanes que empujaban de firme. En su avance arrollador desde la puerta, habían separado a más de un matrimonio bien avenido hasta aquel momento. Sin proponérselo, actuaban como una inédita fórmula de divorcio, rápida, gratuita, instantánea e indolora.

La fortuita invasión produjo resultados impensados hasta la llegada de los rubios teutones.

Sobre el grupo de los jubilados, formado por personas de avanzada edad y de reconocida animosidad contra las bebidas espirituosas, con ciertas admitidas excepciones, el cargado ambiente, el vocerío y, sobre todo, el olor, el penetrante aroma, actuaron como potentes desinhibidores y, repentinamente, como poseído de sed inextinguible, se lanzó al ataque.

Únicamente Violeta, sobreponiéndose a la locura colectiva, se limitó a probar un sorbito de licor de almendras. Estaba muy sabroso pero no estaba dispuesta a dejarse vencer por la tentación. Por su parte, Genciana, libre de la vigilante mirada de su gemela, sucumbió miserablemente y, un vasito de esto y un vasito de aquello, bebió más de la cuenta. Era cierto que los vasitos abultaban poco más de dos dedales juntos, pero fueron demasiados dedales.

Llegó la hora de partir y Genciana hubo de ser rescatada a la fuerza. Había sentido tal atracción por el barril de brandy que no deseaba separarse de él nunca más.

El aspecto que presentaba cuando trabajosamente fue izada a bordo del autobús, cuyo pasaje al completo aguardaba hacía más de un cuarto de hora, ni con la mejor voluntad podía ser calificado de irreprochable. La grotesca gorra de béisbol aún ocupaba su puesto en la cabeza, pero la visera había sido displicentemente desplazada hacia atrás y prestaba sombra a la nuca. Su tez había adquirido la rubicundez propia de las amapolas, calzaba un solo zapato y la falda ostentaba un largo desgarrón.

A los airados reproches de su hermana, sólo respondió con un alegre, aunque algo tartamudeante, “¡Viva Mallorca y sus productos autóctonos!”, coreado estentóreamente por los testigos del desahogo.

“¿Qué diría don Fulgencio si te viera en este estado?”, murmuró Violeta, tan roja como Genciana y a punto de reventar de santa indignación.

Genciana dio la callada por respuesta. Tan pronto como se acomodó en su puesto, una dulce modorra la invadió sumiéndola en el sueño. Pero en sus labios se dibujaba la inocente sonrisa que ella misma había sorprendido tantas veces en sus propios colegiales cogidos en falta.

El resto de su estancia en Palma y el regreso a sus lares transcurrió felizmente.

Violeta tuvo el buen gusto de no sacar nunca más a colación aquel ignominioso traspiés de su querida gemela y ésta prefirió convencerse de que el episodio era producto de sus sueños. Pero, por si acaso, jamás intentó salir de dudas. Moriría en la bendita ignorancia.

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