Dos orillas para un sueño

INTRODUCCIÓN

Una noche, escuchando la radio, oí la noticia de que durante la jornada anterior había sido detenido un total de ochenta y seis inmigrantes ilegales, la mayoría procedentes de Marruecos. Los arrestos se habían producido en las costas de Cádiz y Almería.

A la mañana siguiente, soleada y con agradable temperatura, decidí dar un paseo por el parque. Un poco de ejercicio y aire puro no me vendrían mal.

A mediodía, cansado de deambular bajo los árboles, tomé asiento en uno de los bancos alejados del bullicio y fuera del alcance de los ruidosos e inquietos chavales. Poco después, cuando me encontraba a punto de sucumbir a la placentera somnolencia propiciada por el pacífico ambiente y la tibia brisa otoñal, se me aproximó un hombre de prominente nariz aquilina, pobladas cejas y piel renegrida. Alto y delgadísimo, vestía una amplia zamarra de color indefinido y unos pantalones cuyas estrechas perneras apenas alcanzaban a cubrirle las canillas.

En la cabeza, medio ocultando las orejas, llevaba un gorro de lana de varios colores. Calzaba unas playeras enormes, de un blanco deslumbrante, totalmente nuevas, que contrastaban poderosamente con el resto de su ajado atuendo.

Cuando estuvo ante mí se detuvo y, con un elocuente ademán, pidió permiso para sentarse.

Con una cabezada afirmativa accedí a lo que solicitaba pero, pareciéndome poco cortés mi gesto, amplié la autorización diciendo:

– Siéntese; hay bastante sitio para los dos.

El joven, la distancia que nos separaba en aquel momento me permitía calcularle una edad no superior a los veinticinco años, se sentó haciéndolo como si temiera romperse en trozos. Luego me miró y, con media sonrisa y un acento inconfundiblemente marroquí, dijo:

– En muchas ocasiones no es cuestión de sitio.

– No le entiendo -respondí a sabiendas de que mentía.

– Quiero decir que hay personas que no desean tener a su lado un “maldito moro” como yo.

– Es cierto, y esa actitud me parece una auténtica necedad.-Luego, tras una breve pausa, añadí- quizás me equivoque, pero tengo la impresión de que comprende usted mi lengua a la perfección.

– Es verdad. He tenido la suerte de que allá en mi país, Marruecos, siendo niño pude estudiarla. Mi madre estuvo en España varios años y a su vuelta -que se produjo de forma involuntaria- me enseñó el idioma. Ya sé que no lo empleo correctamente, pero me las arreglo para hacerme entender.

– Sí, sí. Se maneja usted muy bien. Ya quisiera yo hablar así el árabe. Y ¿cómo se las ingenia para salir adelante? Quiero decir ¿a qué se dedica usted? Espero que no tome a mal mis preguntas.

– No me molesta usted; y comprendo su curiosidad. Pues voy viviendo de milagro. Tan pronto vendo alfombras, como baratijas de cuero y alambre que yo mismo fabrico. Algunas veces vendo pañuelos de papel en los semáforos, otras descargo camiones. A primeros de mes suelen darme trabajo en un garaje; como lavacoches. Cualquier cosa es mejor que lo que hacía en mi tierra, en Tinerhir, al pie del Atlas. Allí cuidaba ovejas y cabras, hasta que me harté y me fui. Como mi padre y, antes, como mi abuelo. Es una historia, mejor dicho, son tres historias muy largas y aburridas que le dormirían de pie. Las tres están basadas en el deseo de prosperar, de huir de la miseria.

El marroquí permaneció en silencio unos instantes, luego, con la mirada perdida en el cielo azul en el que navegaban algunas nubecillas de un blanco algodonoso, volvió a tomar la palabra:

– Sí, a pesar de la inseguridad en que me encuentro, sin documentación, permiso de trabajo o residencia, prefiero esto. Cuando pienso que en cualquier momento pueden ponerme en la frontera…

– ¿Y no hay forma de regularizar su situación?

– Es posible que la haya, pero yo no la encuentro. He dado más vueltas que una noria y no consigo nada. He estado en un montón de organismos. En todos ellos me dan buenas palabras, pero sólo eso, palabras. Terminaré como mi abuelo y mi padre.

– ¿Qué les ha pasado?

– Lo peor. Un día les metieron en un barco, les hicieron cruzar el Estrecho y, de nuevo, a cuidar cabras. En fin, todo esto debe cansarle una barbaridad. Perdone que le haya dado la lata sin ninguna consideración.

– Está usted equivocado. Cuanto me está contando me interesa. Quisiera que siguiera relatándome cosas de su familia, de su vida allá en África y, de manera especial, de sus andanzas en España. Precisamente, desde hace algún tiempo, me ronda por el cerebro la idea de escribir algo sobre ustedes; algo que dé a conocer los motivos que les impulsan a abandonar su tierra, a lanzarse al mar en auténticos cascarones -las famosas pateras- y, en muchos casos, aunque no sea precisamente el suyo, venir a un país del que no conocen la lengua y donde, usted mismo lo ha confesado, se les acoge de mala manera y se les trata como apestados. No me está usted molestando lo más mínimo. Por el contrario, me gustaría mucho que continuase usted hablando.

– Pues por mi parte, no existe ningún inconveniente. Creo que en las historias de mi abuelo, mi padre y en la mía propia hay material no sólo para escribir un libro sino para varios.

– Entonces, si le parece bien, como sería imposible que me contase todos sus recuerdos en unas horas y será tarea para varios días, incluso semanas, podría venir a mi casa y allí, con calma, reanudar su relato. Si no tiene inconveniente, podría hacerlo ante una grabadora, sin prisa.

– Si lo que voy a contarle sirve para ayudar a alguno de mis compatriotas que vienen a ciegas, creyendo que van a encontrar el paraíso y una vida fácil y cómoda… Antes le he dicho que cualquier cosa es preferible a la existencia de privaciones que llevamos allá; aquí, sólo hay algo casi imposible de resistir: me refiero a la actitud despectiva con que nos tratan algunas personas. Hay que tener una pelleja muy dura para no padecer por ello. Y si únicamente fuese un sufrimiento mental… no, no quiero decir eso. Me refiero a que si el dolor se produjese sólo en el cerebro… Lo malo es que ese malestar en el espíritu, esa sensación de estar de más, de sobrar y estorbar, en ciertos casos va acompañado de dolor físico ya que no son raras las palizas y aún peor, las ejecuciones. Algunas veces la mayor o menor oscuridad de la piel puede representar la diferencia entre la condena o la absolución. Si insiste usted y quiere seguir adelante con el conocimiento de las peripecias de mi familia, verá como yo mismo he corrido aventuras para hartar al más atrevido.

– Es usted quien tiene que decidir si quiere continuar contándome su vida y la de su gente.

– Yo ya he resuelto hacerlo, así que no falta más que usted disponga cuándo y dónde empezamos.

– De acuerdo; entonces, dentro de veinticuatro horas en mi casa, ahora le daré una tarjeta. Si le va bien por la tarde, a partir de las seis. Tendré preparada la grabadora y un buen surtido de cintas.

– Me va muy bien esa hora. Mañana tengo un par de cosas que hacer a mediodía.

– Ah, antes de que lo olvide. Ya nos pondremos de acuerdo para fijar la cantidad que cobrará diariamente por su colaboración. No puedo consentir que trabaje usted gratis y encima que pierda la oportunidad de ganar algún dinero en otro sitio. Le vendrá bien. Sobre esto no admito discusiones.

– No habrá discusión. Mentiría si le dijera que no lo necesito. Así que encantado. Mañana no faltaré… a menos que me detengan antes.

El marroquí tomó la tarjeta de visita que le ofrecí, la guardó en uno de los numerosos bolsillos de la zamarra, dudó unos instantes y me alargó la mano que yo estreché. Luego se alejó con paso cansino. Entonces me di cuenta de un detalle que me había pasado inadvertido a su llegada. Cojeaba, casi imperceptiblemente, pero cojeaba. Al darme cuenta de aquella circunstancia, mi fantasía, casi siempre a punto de ebullición, se disparó. ¿Había quedado lisiado como consecuencia de alguna de aquellas aventuras por el momento sólo sugeridas? Entonces recordé que al día siguiente tendría a mi disposición un cúmulo de datos que me permitirían el lujo de dejar de lado suposiciones, hipótesis y conjeturas. Conocería de primera mano hechos reales, lo que eliminaba los riesgos que se corren cuando uno escribe sobre algo basado en meras sospechas.

Poco después de la marcha de mi banco de datos ambulante, yo también me fui. Ardía en deseos de preparar el escenario donde esperaba iniciar la labor que me posibilitaría la introducción en el mundo de aquellos seres desgraciados que no sólo se jugaban la vida atravesando el Estrecho sobre un inseguro montón de tablas, sino que, de conseguir tocar tierra en la costa española y eludir la vigilancia de las autoridades, comenzaban una existencia llena de sobresaltos, vacía de afectos, en un mundo nuevo y hostil, aislados por el desconocimiento del idioma y los injustos prejuicios.

Cuando llegué a casa, antes de almorzar, pasé revista al material que iba a utilizar. Todo estaba en orden. Luego, con calma, tomaría nota de un montón de preguntas que deseaba ir formulando. Ya que tenía la oportunidad de documentarme a fondo, no podía desaprovechar la ocasión olvidando alguna cuestión que, más tarde, podría tener una importancia fundamental.

Al día siguiente, a las seis de la tarde, sonó el timbre de la puerta y respiré aliviado. Hasta aquel momento la duda de que mi Scheherazade masculino hubiese olvidado la cita o, peor aún, que hubiese sido detenido y deportado, me había estado atormentando. En cambio, tan pronto como escuché el repiqueteo del llamador, tuve la certeza de que el marroquí, cuyo nombre todavía ignoraba, había llegado.

Abrí la puerta y, efectivamente, allí estaba. En el umbral de mi piso aún me pareció más alto y flaco que bajo los árboles del parque. Semejaba una reencarnación de don Quijote, más joven, sin barba y con playeras.

– Buenas tardes -dijo restregándose concienzudamente las suelas del calzado contra el felpudo.- ¿Es buena hora? -añadió.

– Excelente. Pase y sígame -respondí dirigiéndome a la habitación que en mi fuero interno, y a causa del extraordinario desorden reinante, denominaba “sala del rompecabezas”. Allí, además de un montón impresionante de libros -alrededor de cuatro mil- colocados de cualquier manera, sin orden ni concierto, en las estanterías que iban del suelo al techo, disponía de una mesa escritorio siempre rebosante de papeles, una silla, dos confortables sillones y una mesita auxiliar con una ociosa máquina de escribir que jamás utilizaba.

– Siéntese, pero antes quítese la zamarra; estará más cómodo.

– Si no le importa, la dejaré puesta. En España siempre tengo frío.

– Como usted quiera. Y ahora, antes de empezar, vamos a ver si está conforme con lo que he pensado con respecto a nuestro acuerdo económico. ¿Qué le parecen… pesetas?- aquí mencioné la cantidad diaria que estaba dispuesto a entregarle como compensación por sus molestias y el ejercicio de sus facultades memorísticas.

– Es usted muy generoso. Mi único temor es que mis recuerdos y lo que puedo contarle de mi familia no tengan tanto valor.

– No se preocupe por eso. En cuanto al método que vamos a seguir, será muy sencillo; simplemente comenzará a contarme la vida de su abuelo. Cuando haya agotado el tema, seguirá con la de su padre y, finalmente, con la de usted. Por cierto, ¿cuál es su nombre?

– Me llamo Hassan, mi padre Mohammed y mi abuelo Ibrahim.

– Muy bien. Entonces, empezaremos por la biografía de su abuelo Ibrahim. Voy a poner en marcha la grabadora pero usted hable como si el aparato no estuviera en esta habitación.

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Pedro Martínez Rayón. Novela Dos orillas para un sueño. Oviedo, 1995

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