No me atrevería a asegurar que Pablo era un auténtico «fenómeno de feria» pero, desde luego, algo había en él que no era absolutamente normal. el más lerdo está al cabo de la calle de que nuestro órgano del oído se encuentra en el interior de la oreja.
El caso de Pablo tenía, por lo menos, algo que los amantes de los enigmas considerarían digno de un prolongado recalentamiento cerebral, producto de trabajosa investigación en busca de la verdad.
Pablo no oía con el concurso del oído, sino con el del vientre.
Acepto que se hable con las tripas; también admito que se haga por los codos; conozco conferenciantes que hablan mezclando palabras y somníferos, de tal modo que no hay quien se libre de echar una cabezadita a los pocos minutos de escucharles.
Sin embargo, la ocurrencia de Pablo era única. Ir en su compañía por la calle y coincidir con un desfile militar o un atasco circulatorio podía llegar a convertirse en una experiencia dolorosa. El redoble de tambores, los trompetazos y los destemplados toques de claxón, le causaban tales espasmos en el abdomen, que se veía obligado a protegerlo con las manos. El paso de una motocicleta, contraviniendo las ordenanzas municipales a base de escape abierto, le dejaba para el arrastre, tanto que, acompañarle a su casa y meterle en la cama en compañía de una manta eléctrica se convertía en necesaria obra de caridad.
Cuando sus amigos, yo entre ellos, trataban de que confesara cómo y cuando había comenzado aquella extraña situación, Pablo eludía el tema con habilidad, seguramente fruto de la práctica, pero ante la insistencia y la obstinación de quienes, tal como le constaba, le apreciábamos, un día nos dijo:
«Hasta que fui a la mili, yo era un ser normal que utilizaba los oídos como todo el mundo. Llegué a media mañana al cuartel al que me habían destinado y no sonó ningún toque de corneta hasta la hora de comer, o sea, fagina, ¿recordáis? Yo estaba tumbado en el camastro que me asignaron y uno de mis compañeros de mili, al pasar a mi lado, me dio unos golpecitos en la barriga, diciendo en tono de broma: «¿Qué, ésta no te dice nada?». »
«En aquel preciso instante comencé a escuchar el toque de fagina, muy mal interpretado por cierto, con las tripas. Desde entonces, me viene sucediendo lo mismo. Parece que todo estruendo repentino, rock duro, cohetes, claxons, escapes de motos, gritos y chillidos, me atacan el bandullo como si las tripas fuesen a hacer un nudo marinero».
Pablo confesaba estas cosas como si se sintiera avergonzado, como si hubiera cometido voluntaria y conscientemente algo muy feo.
«Lo que no acabo de entender -continuó- es por qué, cuando tocaban «paseo», no lo escuchaba con los pies. Mi permanencia en el ejército fue una verdadera tortura. Todo el cochino día con las entrañas revueltas y doloridas a causa de los cornetazos. En un momento de estupidez, me apunté a reconocimiento para comentar mi caso con el médico. Nunca lo hubiera hecho. Tan pronto como le relaté mis cuitas, el doctor me dijo secamente: «Conozco los síntomas. Se trata de algo muy serio, pero no se preocupe. En el ejército, disponemos de un remedio infalible. A ver, sanitario, tome nota. Nombrado para el servicio de letrinas. Creo que con un mes de tratamiento será suficiente».»
«Y agregó, dirigiéndose a mí: «Realmente, es un aparatoso desorden de la pituitaria que corregiremos a base de constancia en la inhalación de efluvios fecales».»
Entonces, comprendimos la reticencia con que Pablo trataba cuanto se relacionaba con su original e involuntario procedimiento de escucha.
Pero nuestro amigo, en vena de confidencias, no se detuvo. Ya embalado, confesó el prolongado suplicio que representaba su cotidiano trabajo en una calderería, los Talleres metalúrgicos «Estruen-2».
Su vida laboral en aquella fábrica de ruidos había constituido, desde el primer instante, un auténtico tormento. Sus intestinos se rebelaban airadamente contra aquellas interminables jornadas de ocho horas que cada día iban sumándose hasta alcanzar cuarenta años de prisión en régimen abierto que, pronto, muy pronto, iba a finalizar por convertirse en una vida sin trabas ni obligaciones y, sobre todo, sin estrepitosos martillazos.
Pablo estaba a punto de ser jubilado y el hecho le producía tal alborozo que llegaba a causar la impresión de que lo que sucedería en breve plazo iba a ser algo tan placentero como el hecho de arrojar por la ventana, bien entrada la noche, los zapatos estrechos que nos han hecho polvo los pies desde primera hora de la mañana.
Sus cuatro hijos habían ido casándose sucesivamente y vivían por su cuenta y riesgo. Su mujer, un verdadero ángel de sexo femenino -conste que no deseo activar la polémica acerca del sexo de los ángeles-, conocía aquella rara dolencia y se esforzaba para que, al menos en el santuario del hogar, no hubiera de soportar el castigo injusto de unos oídos siempre en huelga.
Pronto, -pensaba Pablo- podré comenzar a poner en orden las colecciones de sellos, fotografías y postales… Sobre todo, leeré y escucharé música sin que nadie mi interrumpa. ¡Qué vidorra me voy a pegar! Parece mentira que, a estas alturas, un verdadero carroza, pueda decir que voy a iniciar una nueva vida.
Por fin llegó el gran día. Los compañeros de trabajo se empeñaron en que se les uniera para tomar unas copas de champagne como despedida y no tuvo más remedio que acceder para no pasar por desagradecido y antipático.
Cada ruidoso taponazo era como una bala que se le clavaba en las entrañas. Cuando, a las dos de la mañana, llegó a casa contempló sorprendido un vientre intacto en el que suponía iba a encontrar las sangrientas huellas de treinta y cinco impactos salidos de una ametralladora Thompson.
Y comenzó la gran vida, la nueva vida por la que había suspirado tantos años.
Pero había algo que no marchaba bien. Tan pronto como se disponía a recrearse leyendo, cómodamente sentado en su sillón preferido, no bien sonaban los primeros compases de uno de sus más queridos discos, cuando se preparaba para clasificar los sellos atesorados a los largo del tiempo, no fallaba; alguno de sus nietos, en ocasiones tres o cuatro, como por arte de magia, aparecía soltando gozosos chillidos y, sin ayuda de batidora, le hacía puré la fiesta.
Decidido, entonces, para evitar aquellas invasiones infantiles, siempre acompañadas de la inevitable agresión a su delicada zona estomacal, batirse en retirada, encerrándose en su dormitorio. Pero allí no era lo mismo. En primer lugar, la butaquita en que se sentaba no era tan cómoda como el sillón frailuno que ocupaba la salla de estar. Y luego, ¿de qué servía su vergonzosa fuga? El estrépito que causaban aquellos angelitos aporreando la puerta del reducto y reclamando a gritos su presencia, era aún más insufrible.
A los dos meses de soportar aquel feroz tratamiento de choque, Pablo comprendió que debía convertirse en uno de esos jubilados tristones, paseantes solitarios y sempiternos que, con las manos en la espalda, taciturnos y cariacontecidos, pueblan las calles y parques de todas las ciudades del mundo.
«Me transformaré en un caracol humano más -se dijo-; un caracol con el caparazón de mi amargo fracaso a cuestas.»
De pronto, se le iluminó el semblante. Una idea tranquilizadora se le había ocurrido. Con los ojos brillantes ante el placer que vislumbraba, musitó muy bajito:
«Dentro de poco tiempo, conseguiré la jubilación definitiva y ellos son aún muy jóvenes para seguirme a mi nuevo domicilio. Allí lograré alcanzar, por fin, la quietud y el silencio absolutos».
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986