Estoy absolutamente de acuerdo con que despistar es hacer perder la pista, si bien, yo añadiría, además, que es algo que obliga a derrochar paciencia a testigos y víctimas de los despistes ajenos.
Un despistado es un ser aparentemente parachutado de otra galaxia. Si no fuese así y hubiese nacido, como nosotros, en el planeta tierra, su cadena de información genética debió sufrir la pérdida de uno o más eslabones.
Lo extraordinario en la conducta de los despistados es la coincidencia entre su permanente alojamiento en las nubes y una indiscutible buena voluntad que suele producir resultados inversamentes proporcionales al deseo de hacer las cosas bien, es decir, a mayor interés en lograr frutos irreprochables, consecución de desenlaces más grotescos.
Únicamente con el afán de ilustrar la hipótesis y, de ninguna manera, con ánimo de molestar al interesado, les hablaré de Licinio.
Licinio es el hijo único de Mariano, uno de mis mejores y más antiguos amigos. Hace algún tiempo recibió del autor de sus días el encargo de presentarse en la Delegación de Hacienda, Negociado de la Caja General de Depósitos, preguntar por D. José González y, pidiendo disculpas en nombre de Mariano, que se encontraba de viaje aquella mañana y, por esa razón, no podía hacer la invitación personalmente, convidarle a almorzar en el domicilio familiar. Deseaba aprovechar la onomástica de su esposa, la madre de Licinio, para demostrarle que los hechos de ser excepcionalmente guapa, natural de Busdongo, esposa y madre, no eran incompatibles con un dominio total del arte culinario.
Mariano, que conocía sobradamente a su hijo, pues ni una sola vez lo había confundido con otra persona, le dijo cuando le encomendó la misión: «Mira, Licinio; no trates de lucirte. Limitate a transmitir el encargo como acabo de dártelo. No añadas ni quites nada. Es bien sencillo».
«Tranquilo, padre -respondió el mensajero-. Seré solo tu eco. ¿vale?»
Antes de continuar esta desapasionada e imparcial relación de hechos, debo decir -y al hacerlo, elimino mi único «pufo»- que es rigurosamente falso que valorando en diez los problemas que puede causar un despistado y sumando siete, del valor adjudicado a un segundo locuelo que, casualmente o por la fuerza de las circunstancias, actúe en combinación con el primero, el resultado sea diecisiete, ¡qué va!
El riesgo catastrófico en un caso como el señalado, en descarado pitorreo del preciso Pitágoras, se eleva a treinta y cuatro.
Dicho esto, continúo con la prospección de Licinio en busca del amigo de su padre.
Llegado a la D. H., encontró sin dificultades a D. José, repitió correctamente cuanto le había ordenado su progenitor y, satisfecho de la gestión, regresó a casa.
Al día siguiente, faltando diez minutos para la hora del almuerzo, D. José no había compadecido todavía. Mariano, temeroso de que se fuese a producir algún problema, interrogó a Licinio, preguntándole si, de verdad, había hecho las cosas como le recomendó, pues parecía raro que su amigo aún no hubiese dado señales de vida. «¿Le habrás facilitado la dirección exacta?»
Licinio, con gran seguridad en sí mismo, respondió: «Pues claro. Fíjate, para evitar errores, le entregué una de tus tarjetas que cogí de la mesa de despacho.»
Mariano, palideciendo, dijo: «Pues ya conozco la razón del retraso. Le has dado una tarjeta de la oficina. Las partículares se me han agotado hace tiempo.»
«Bueno -interpuso Licinio con aplomo- déjame las llaves del coche y voy a buscar a D. José en un vuelo.»
Mariano no puso buena cara ante aquella sugerencia, pero una mirada severa de su esposa le hizo sacar apresuradamente el llavero del bolsillo y, entregándoselo a Licinio, se limitó a decir: «Recuerda que ya tienes agotado el cupo de accidentes para este año». Hecho esto, Mariano se retiró diciendo: «Cuando venga don José, avisadme; estoy en el despacho.»
Un cuarto de hora más tarde, sonó el timbre. Eran D. José y Licinio que, en tan breve lapso de tiempo sólo había podido saltarse dos semáforos en rojo, aplastar una bicicleta, afortunadamente sin ocupante, y abollar una aleta del coche al tropezar contra la columna de alumbrado inadecuadamente situada por el ayuntamiento.
D. José, que se había sentido sumamente ridículo con aquel enorme ramo de flores por la calle -ignoraba como llevarlo correctamente- iba por fin a deshacerse de él y, tan pronto como le abrieron la puerta, se lo entregó a la mujer que se apartaba para dejarle pasar. Sus palabras de salutación podrían haber sido en otra oportunidad un modelo de galantería, pues dijo sonriendo: «Señora, me resulta difícil aceptar que una persona tan joven como usted tenga ya un hijo tan mayor como Licinio.» Al propio tiempo, D. José trataba de apoderarse de una de sus manos para besarla.
Pero, cosa extraña, aquella mano se unió a la que sostenía las flores y las dos juntas devolvierón el ramo a D. José, que, para colmo de vergüenza, hubo de escuchar: «Yo soy Rosa, la muchacha y, naturalmente, no tengo hijos; pues estaría bueno.»
Entretanto, hizo su entrada en el recibidor la verdadera madre de Licinio y, comprendiendo instantáneamente (no porque fuera adivina, sino por haber escuchado las palabras de Rosa), se acercó a D. José y, haciendo gala de un saber hacer digno del Ministerio de Asuntos Exteriores, le dijo:
«Así que tú eres José González. Vamos a tratarnos de tú, si no te importa. Mi marido ha hablado tanto de tí, que me parece conocerte de toda la vida. Te acepto las flores. Muchas gracias. Y nada de besamanos. Vamos, no seas tímido y deja que te dé un par de besos. Me alegra tanto que hayas conseguido el traslado desde La Coruña…»
Mariano había asistido, desde la puerta de su despacho, a la última parte del monólogo de su esposa y, ante el estupor de esta y la mirada aterrorizada de Licinio, balbuceó con voz entrecortada:
«Pero bueno, ¿a quien demonios estás besando?, desvergonzada. ¿Se puede saber quién es este tío?»
«Creo que yo puedo aclararlo -interrumpió D. José González. En la Delegación de Hacienda hay una persona que se llama como yo y él es quien ha venido trasladado de La Coruña.»
Si, el despiste es muy frecuente. Tanto que yo mismo he de acusarme de parecerlo pues, en realidad, lo que me proponía hacer era escribir de los descastados, y no de los despistados.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo 1986