A la unanimidad por la discrepancia

Con la mente reposada y las ideas en ebullición, tras quince días haciendo solo cosas inútiles, es decir, con la mitad de las vacaciones aún en mi haber, comencé a meditar sobre algo que había atraído mi atención en más de una oportunidad.

Siempre que se reúnen tres españoles para la toma de decisión, generalmente, surgen tres opiniones, absolutamente dispares.

Y digo generalmente, porque se dan ocasiones en que, con el mismo número de ponentes, se ponen sobre la mesa cuatro o más mociones.

Esta versatilidad de la mente hispana, a buen seguro que habrá puesto en un aprieto a más de un responsable de la urgente aprobación o rechazo de un proyecto importante.

¿Qué neurona traviesa, que circunvolución cerebral es culpable de nuestra incapacidad para admitir lo que puede ser bueno, aunque no haya sido propuesto por nosotros mismos?

Desde aquí propongo a la desasistida investigación nacional decida un estudio incansable y tenaz hasta que se encuentre la solución a tan oculto misterio.

Por si nadie me escucha, cosa más que probable, me atrevo a brindar un sistema que cuenta con alguna posibilidad de éxito.

Puesto que el obstáculo principal, aparentemente, se encuentra en el deseo de llevar la contraria, sugiero a quienes deban presidir una reunión de cualquier tipo inviertan radicalmente los términos iniciales de su perorata.

Y deberán comenzar diciendo:

«Señores, esta reunión carece de la más mínima importancia. Se ha producido quorum, aunque maldita la falta que hacía. Si bien nos han reiterado varias veces que debemos tomar una decisión de la máxima urgencia; yo no lo considero necesario porque, realmente, nos importa un rábano los 23 km. que los vecinos se ven obligados a recorrer para disponer de agua a causa de la estúpida avería en la traída.»

«Añadiré que deseo fervientemente que ninguno de ustedes se adhiera a la propuesta que formularé enseguida. Es más, ruego encarecidamente que cada uno mantenga la suya a raya hasta llegar al insulto personal y a la agresión física.»

«Por último, ordeno, han oído bien, ordeno que sus mociones sean absolutamente diferentes de manera que no existan dos iguales y, por supuesto todas serán discrepantes de la mía, que consiste en «arreglo inmediato». »

Al escuchar este inesperado exordio, un tanto distinto a los que estan habituados, los asistentes permanecen perplejos durante cierto tiempo, se observan de reojo y nadie se decide a hablar.

El presidente, con cara inexpresiva, tampoco dice nada.

En los rostros de los reunidos puede advertirse una angustia atroz, reflejada sin duda por la lucha interior que están sosteniendo con sus principios.

Por fin, el de más edad, pregunta con voz entrecortada: Pero, ¿lo dice usted en serio?

El presidente se limita a responder «Si».

Trascurre un buen rato sin que nadie se mueva ni hable. Entonces, uno cualquiera propone que se realice la votación por escrito.

El presidente accede, se procede a votar en la forma apuntada y realizado el recuento y lectura de los votos, este es el resultado:

Asistentes: 15

A favor: 15

En contra: 0

Nulos: 0

Abstención: 0

Por falta de otros asuntos a tratar, se disuelve la sesión, previa aprobación, por mayoría, de la propuesta formulada por el Presidente.

A la salida, ya en el pasillo, seguro que se escucharán comentarios como el que sigue:

«Si este tío pensaba que íbamos a aceptar su propuesta y hacer lo que le diese la gana, menuda sorpresa se habrá llevado. Lo tiene bien merecido, por mandón».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Foz, 1986

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