Tortilla y empanada

Hace ya bastantes años, cuando la posesión de un automóvil constituía un signo externo de riqueza y no había comenzado aún el boom de los autobuses, los dos únicos medios masivos de transporte eran el tren y, naturalmente, las dos piernas.

Un día, mi amigo Manolo y yo decidimos invitar a dos chicas, muy monas, por cierto, a acompañarnos a la playa de San Juan de Nieva. Como aquello quedaba un poco lejos, se imponía la Renfe.

Asturias. Playa de Salinas.

Asturias. Playa de Salinas.

Las dos chicas aceptaron, con la única condición de que el traslado corriese por nuestra cuenta, y la intendencia por la suya.

El domingo, a las 7,30, Manolo y yo nos encontrábamos en la estación formando parte de una nutrida cola de pacientes aspirantes a viajeros, que esperaban su turno para sacar los billetes. Tan pronto como llegaron nuestras invitadas, nos dirigimos a la vía muerta donde una larga fila de vagones de madera esperaba indiferente el incruento pero atropellado y violento abordaje de los excursionistas.

Después de la refriega y de una hora larga de espera, comenzó el viaje entre asmáticos jadeos de la máquina de vapor. Hasta Villabona, lugar en que debía producirse el trasbordo, no hubo más problemas que los normales, pero allí se produjo un nuevo pandemonium empeorado por los gritos desgarradores de madres que no encontraban a sus retoños, y de padres a quienes en la ruidosa confusión habían despojado de sus reservas bebestibles.

Por fin, tras dos horas y media de tormento ferroviario, la llegada a la playa. Entonces, entre jadeos y tacos, nuevas carreras para ocupar los espacios mejor situados.

Manolo y yo, conocedores del terreno, sin apresurarnos, fuimos al sitio que más nos convenía y, una vez despojados de pantalones y camisas, aunque la temperatura pedía a gritos el concurso de abrigos de piel, nos sentamos y, por decir algo, preguntamos:

«¿Bueno, y qué tenemos para comer?» La respuesta de nuestras acompañantes no fue muy tranquilizadora:

«Es una sorpresa», dijeron.

Yo, no puedo evitarlo, soy enemigo acérrimo de las sorpresas.

Manolo, en plan concursante, dijo: «¿por qué no nos dais una pista?»

«Os vamos a dar dos pistas», contestaron. «Pero no tenéis derecho más que a dos respuestas cada uno». Y añadieron: «uno de los platos principales empieza por T y el otro por E».

Manolo, rápido en sus deducciones, dijo: «Tomateros con guisantes y emparedados de jamón».

Las dos chicas se miraron un poco apuradas y dijeron a coro: «No».

Yo, más cauto y menos ambicioso que Manolo, dije: «Tomates con lechuga y escabeche».

El no simultáneo tuvo, en esta oportunidad, un tono de alivio.

A todo esto, el cielo se había ido cubriendo de nubes y soplaba un viento gemelo hermano del que agita las hojas de los abedules siberianos.

En el mástil de la Casa del Mar ondeaba la bandera roja y por los altavoces se repetía que a causa de la fuerte resaca el baño estaba formalmente prohibido.

En vista de la situación y de que ya eran cerca de las dos, se decidió unánimemente que, como los duelos con pan son menos, había llegado el momento de comer.

Las chicas sacaron las viandas y, entretanto, nosotros fuimos a buscar cerveza a un merendero cercano.

Cuando regresamos, la ¡¡comida sorpresa!! estaba servida.

La T era la inicial de tortilla, y la E, de empanada.

Entonces, comenzó una verdadera comedia en la cual Manolo y yo representábamos el papel de hambrientos que comían con agrado las abundantes raciones que les servían cuando, realmente, escondían entre la arena lo que podían sacar de la boca o del plato.

Desde luego, la tortilla era amarilla, redonda y tenía patata, además de una excesiva dosis de sal. Pero ahí termina todo parecido con una tortilla. La patata no quería trato alguno con el huevo y se había declarado francamente separatista, terminando la faena por no dejarse freír, prefiriendo seguir manteniendo su estado primitivo, es decir, el crudo.

En cuanto a la empanada, como no teníamos motivos para dudar de la buena fe de las cocineras, mentalmente admitimos que se trataba de una empanada y no de un ladrillo refractario.

Las distintas coloraciones de aquel engendro, negro carbón, negro humo, gris marengo, marrón, café con leche, marfil, blanco tiza, y blanco españa, hacían imposible adivinar si había permanecido en el horno cinco minutos a fuego vivo, o cinco días a fuego lento.

Con una previsión que honraba a sus fabricantes (empleo esta palabra conscientemente), la empanada ya venía troceada, con lo que se evitaban el transporte del cortafríos y el mazo, únicos instrumentos aparte de la cizalla, con que podría procederse a su ataque.

Terminado el refrigerio, que nos dejó varias piezas dentales en estado precario, y en vista de que comenzaba a llover insistentemente, optamos por trasladarnos con armas y bagajes al merendero. Allí comenzamos a jugar a la brisca. No conseguimos terminar la primera partida gracias a la espontánea colaboración de un niño que decía: «como no tengas cuidado, te van a comer el TREES», canturreando la frase y cargando el acento en la última e.

Aquello era digno remate de una jornada que habíamos imaginado bien distinta, en vista de lo cual decidimos trasladarnos a la estación dispuestos a soportar otras dos horas de espera, preferibles a la actuación del inoportuno rastreador de treses.

Con el tren en marcha ¡por fin!, conseguimos hacer triunfar nuestra interesada versión de que la comida había sido demasiado fuerte y todavía no podíamos pasar bocado.

Nuevo trasbordo en Villabona, cuarto asalto para ocupar asientos en el interior y no en los topes y, a Dios gracias, en Oviedo.

Alegando quehaceres académicos urgentes, despedida apresuradísima en el mismo andén de llegada y, muertos de hambre, poniendo en juego las últimas reservas energéticas conseguimos llegar a un bar cercano donde, con un hilo de voz, pedimos un par de bocadillos de jamón y dos vasos, grandes, de leche.

Como fieras, despachamos aquella reconocible y fiable delicia comestible, en absoluto silencio.

Después, saboreando lentamente, a traguitos, la leche, Manolo rompió su mutismo y comenzó a reír a carcajadas.

«Tienes un extraño sentido del humor», le dije. «¿De qué demonios te ríes? si se puede saber», añadí.

«Pues claro que puedes. Pensaba en la polémica que puede montarse si, algún día, un arqueólogo despistado decide realizar una excavación donde fingimos la comida y termina por encontrar los restos de la comida y la empanada. Puede decir, con razón, que no está seguro acerca de su origen. Quizás sean restos de una muralla fenicia, vestigios de un castro celta o fósiles del pleistoceno».

«Desde luego, cualquier cosa menos comida».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986

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