Los reservados

Hace algunos años, ignoro si la cosa sigue lo mismo, los reservados eran lugares públicos convertibles en privados mediante la elevación en un doscientos veinticinco por ciento sobre el precio inicial de la botella de manzanilla, las aceitunas rellenas y las lonchas de jamón que se servían tan pronto como D. José llegaba acompañado de su amiguita de turno.

El mobiliario de un reservado era sencillo, casi siempre espartano. Dos sillas, una mesa, un espejo y un diván. Este último, colocado allí como mesa de operaciones para hacer frente al alto número de indisposiciones que se producían en aquellos locales, no se sabía bien si debido a la falta de ventilación, la mala calidad de las aceitunas o las excesivas muestras de paternal afecto prodigadas por los visitantes masculinos.

Con el cambio de mentalidad que se produjo al finalizar la Gran Guerra, desapareció la necesidad de contar con reservados para degustar jamón pues comenzó a pensarse que dicha actividad era, y es, algo sumamente natural y consustancial al hombre y a la mujer.

Desde entonces, resulta frecuente ver cómo se ejecutan aquellas acciones en los emplazamientos más insospechados que, evidentemente, no fueron proyectados para tales fines. Portales de fincas urbanas, parques públicos, automóviles aparcados ante ruinosas capillas en las que santos milagrosos no dan crédito a sus ojos, la cabecera de gol de un concurrido campo de fútbol, todo cabe.

En fin, que ya no es precisa la interesada complicidad de un camarero para calmar la sed y el apetito. Ahora, cuando el hambre apremia, se sacia sobre la marcha.

No obstante, perviven aún otros reservados y reservas.

Por ejemplo, algunos pronósticos continúan siendo reservados. Desconozco si es así porque los médicos que los facilitan no quieren pasar por cotillas o en previsión de casos en que los pacientes fallecen. Entonces puede decirse sin temor a errar: «Fulano se encontraba más allá de las posibilidades de la ciencia».

También las tribus de indios americanos, o mejor lo que queda de ellas, se encuentra en reservados pues, ¿qué otra cosa son las reservas? De todas maneras, creo que las autoridades federales se equivocan y más apropiado sería, si lo que desean es perpetuar la existencia de los primeros ciudadanos USA, mantenerlos en conserva y no en reserva.

Otros reservados o reservas supervivientes, quizás a causa de un repetido milagro que ha pasado inadvertido hasta ahora, son las que corresponden a champagnes, vinos y coñacs de cosechas remotas tan solicitadas y consumidas que, lógicamente, debería haber sido agotadas hace muchos años. No se me ocurre otra explicación que la que proporcionaría un perdurable bautizo a escala universal, por supuesto sin invitados ni monaguillos.

Asimismo, subsiste la reserva militar que no conozco bien. Me atrevería a afirmar, a pesar de ello, que debe tratarse de una especie de limbo especial para gente de armas tomar en el que, en posición de descanso, cuando han pasado a formar parte de sus huestes, guardarán, en una gigantesca sala de banderas, la última llamada a filas, esta vez no para guerrear sino, muy al contrario, para disfrutar de la paz eterna.

Y finalmente, los reservados que más estimo. Aquellos que, como mi amigo Atilano, aseguran con la mano elegantemente colocada a la altura del quinto espacio intercostal izquierdo, que jamás, en ninguna circunstancia, harán traición a la confianza que se ha depositado en su discreción.

Para mí resulta un misterio cómo puede producirse tan abismal contradicción entre los que aseveran y los que van a hacer tan pronto como cuenten con una oportunidad de efectuar, a su vez, y con la máxima reserva, una confidencia.

¿Se trata de mala memoria, de peor intención o simplemente es un rasgo de imbecilidad? No me atrevo a decidir.

Lo que sí me encuentro en condiciones de afirmar es que Atilano, y los de su especie, resultan personas sumamente útiles. El lo ignora, pero ya me ha prestado, absolutamente gratis, impagables servicios que, de ningún modo puedo agradecerle de viva voz pues podría descubrir el pastel y, por despecho, convertirse en persona totalmente reservada y discreta.

Existen infinidad de Atilanos tratados injustamente y estoy convencido de que, como mínimo, se les debería abonar un canon de publicidad por prestación de asistencia pública.

Recuerdo la última vez que, con el mayor descaro, utilicé a mi amigo. Yo no tenía acceso a las altas esferas de la empresa de la empresa en que trabajo como modesto chupatintas, pero sabía que utilizándole como caja de resonancia lo que yo deseaba supieran llegaría a su conocimiento al día siguiente, a más tardar.

Entre el personal de la sociedad existían gran malestar a causa de una cafetera. ¿Le parece extraño? Pues no debe parecérselo. En una de las áreas disponían de una hermosa cafetera eléctrica únicamente para su uso, vedado a todo empleado ajeno al servicio. Como no estaba permitida la salida para tomar café a alguno de los establecimientos cercanos y el olor que salía de la zona privilegiada no era suficiente para calmar las ansias del brebaje, los ánimos estaban excitados (por algo se dice que el café es excitante).

Entonces se me ocurrió darle cuerda a Atilano. Con toda reserva le dije que se iba a armar un lío monumental. El Comité de Empresa estaba dispuesto a llegar a la huelga si la situación continuaba igual. Que, o se instalaba una nueva cafetera para el resto del personal, o sabe Dios qué podría suceder. Que la dirección tenía en sus manos la posibilidad de adelantarse a la acción del Comité y colocando una buena máquina, desbaratando así los planes de revuelta pero, añadí, que convenía callar como muertos para ver los toros desde la barrera. Le pedí, finalmente, que hiciera honor a su bien ganada fama de individuo reservado.

Atilano me aseguró que él era una tumba, aunque no oliese mal.

Mi revelación se produjo un sábado, a las 9 de la mañana. El lunes siguiente, a la hora de entrada, pudimos ver, junto a los relojes de la firma, una hermosa cafetera que también despachaba chocolate, té, caldo, tabaco, y no daba los buenos días de verdadero milagro. Pero todo se andará, con la involuntaria ayuda de todos los seres reservados que en el mundo habitan.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

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