Ya decía yo

!Esto no puede estar sucediéndome a mí!

Por enésima vez aquel hombre reflexionaba apesadumbrado sobre la serie de hechos extraños que venía padeciendo.

Se trataba de un cúmulo de circunstancias anormales, no podía decir desgraciadas porque en realidad no eran desventuradas, para las que no encontraba explicación admisible.

Él siempre había sido una persona sumamente ordenada, metódica y precavida. Calibraba, medía y pesaba los resultados de sus actos. Incluso de los que, aparentemente, parecieran más intrascendentes.

Este hecho y lo sensato de su forma de actuar a lo largo de su vida, le habían dejado inerme ante los actuales acontecimientos que tomaban, de pronto, un sesgo molesto.

Antes no precisaba preguntarse con qué se encontraría una vez llevada a la práctica cualquier decisión. Sabía perfectamente que, de igual modo que el día sigue a la noche, a una de sus acciones sucedería una reacción dada. Era una sucesión inmutable, una cadena irrompible de eslabones fundidos en materiales indeformables e indestructibles entre los que la mayor proporción estaba constituida por la lógica, lo razonable y lo racional.

Ahora, desde hacía un par de semanas, no daba pie con bola. Ni a tiros encontraba en su sitio nada de lo que buscaba. Si deseaba cambiarse de calcetines, era inútil que revolviese aquel cajón del armario donde antes, estaba seguro, conservaba un abundante surtido. En aquellos momentos, lo único que podía verse en el cajón tercero, comenzando por arriba, eran varias camisas horribles, que no recordaban fueran de su propiedad.

En cuanto a los calcetines, se encontraban en el segundo cajón de la cómoda. ¿Cómo habían ido a parar allí?

Detalles como estos se repetían con tanta frecuencia que le estaban haciendo temer por la integridad de su salud mental.

Hacía años que experimentaba un acuciante deseo de dejar de fumar. Pero, precisamente a causa de ese carácter reflexivo no lo había hecho todavía porque no poseía la absoluta seguridad de haber encontrado un método infalible que le permitiera abandonar de raíz el vicio sin el peligro de una o más ridículas recaídas.

Entre sus amigos figuraba más de uno que un buen día había anunciado orgullosamente: «He dejado de fumar», solo para volver a hacerlo al día siguiente o a las dos semanas.

Él no actuaría así. Cuando anunciase que, por fin, no fumaba, sería porque el tabaco ya no contaría en absoluto.

Pues nada de eso. De pronto, siguiendo la  absurda pauta de los últimos tiempos, una noche, cuando TV anunciaba a sus adictos que no se apenaran, pues si bien daban por terminada la sesión, al día siguiente continuaría la paliza, él abrió la ventana y arrojó a la calle el paquete de cigarrillos  que tenía en la mano.

Fue un impulso repentino e irresistible lo que le hizo tomar aquella determinación que sería seguida instantes más tarde por la defenestración de la caja de cerillas.

Diez minutos después, ya con la simiente de la duda alicortando sus intenciones, se acostó. Trató de leer un rato para apartar de su mente el tabaco que deseaba olvidar, pero las letras, como poseídas de diabólico frenesí, emprendieron una trepidante danza.

Una hora transcurrió entre sudores y revolcones y,  finalmente, incapaz de resistir el acuciante anhelo, se tiró de la cama y, sin detenerse a calzar las zapatillas y a echarse encima el batín, inició un minucioso registro de todo el piso.

Ni un solo rincón de la casa quedó sin escudriñar. Incluso en aquellos lugares en que su razón le gritaba: «No, ahí no puedes tener cigarrillos», buscó, afanoso. Volvió del revés los bolsillos de todos sus trajes, chalecos, abrigos, gabardinas e impermeables.

Tenía la boca seca y, al pasar frente al espejo del lavabo observó espantado su mirada extraviada. Experimentaba un auténtico «mono nicotínico».

Lo que le producía casi incontrolables deseos de golpearse la cabeza contra la pared era el recuerdo de que nadie, salvo él mismo, tenía la culpa de lo que le estaba sucediendo. «¿Por qué arrojaste por la ventana los últimos cigarrillos, pedazo de bestia? Un gesto tan dramático como ese no debe realizarse sin contar con la seguridad de dos o tres cartones de repuesto.»

En su caletre cegado por la falta de tabaco, se hizo una lucecita. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?. Algún cenicero tenía que rebosar de colillas. Con ellas se arreglaría hasta que abrieran los estancos o las cafeterías.

Efectivamente, su falta de limpieza pagaba dividendos y tuvo la inmensa fortuna de encontrar los restos de media docena de pitillos. Olían fatal y todos ellos eran de tamaño reducidísimo, pues observaba la insana costumbre de apurarlos hasta que se quemaba los dedos. Pero al fin y al cabo, era tabaco.

Impaciente, eliminó los restos de ceniza y se quedó solo con el tabaco. ¿Y ahora con qué iba a liar el cigarrillo? Con aquello de fumar emboquillado, el papel de fumar era ya una rareza.

«Ya está», se dijo. «El papel higiénico es un aceptable sustituto. »

Una vez preparada aquella especie de petardo se presentaba el problema del encendido. Las cerillas habían seguido el ejemplo del paquete de cigarrillos siendo arrojadas por la ventana.

También para esta emergencia encontró solución. Por algún sitio debería tener varios mecheros. Los encontró. Pero ninguno funcionaba. A uno le faltaba la piedra, a otro la gasolina y a un tercero el gas. No hubo forma de hacer de dos o tres, uno.

Entonces, recordó la cocina de gas y el encendedor piezo-eléctrico. Parecía que su cerebro iniciaba, de nuevo una marcha normal, como antes del extraño cambio.

Situado ante la alegre llama del quemador, felicitándose interiormente, se acercó con el artesano cigarrillo entre los dientes, aspiró ansiosamente y el bigote desapareció de su labio superior dejando en este una dolorosa sensación y en el recinto un desagradable tufo a plumas de pollo chamuscado.

Por si la catástrofe no fuera denigrante, el papel higiénico, recordando sin duda que su misión era muy distinta, abandonó la forzada y provisional forma cilíndrica, se abrió, el fragante tabaco cayó sobre la llama y se consumió en un instante.

El desconsuelo del apurado aspirante a fumador alcanzó niveles de serial radiofónico. Impotente y rabioso se sentó en una incómoda silla de formica, allí mismo, en la cocina. Apoyó los codos en las rodilla, sepultó la cara entre las manos y, extenuado, se quedó dormido.

Despertó al amanecer, cuando la primera claridad del nuevo día invadió aquel lugar testigo de su fracaso. Pero, lo que más le dolió no era el descalabrado experimento. Lo peor era el tormento causado por una espantosa tortícolis consecuencia de la anormal postura nocturna.

Los pensamientos que le embargaban cuando decidió hacer borrón y cuenta nueva de la triste jornada que acababa de vivir no eran, precisamente, los más indicados para saltar de júbilo pero, sobreponiéndose al infortunio, se introdujo en la bañera.

Una ducha, intermitentemente con agua fría y caliente, seguro que haría más para desentumecer sus dolidos músculos que todas las lamentaciones de un coro griego.

Efectivamente, cinco minutos después se encontraba bastante mejor y sus ideas negras comenzaron a teñirse de un tono grisáceo. Volvieron a ennegrecer cuando advirtió que en la percha no se hallaba la toalla como era su obligación.

Descalzo, desnudo, y goteando agua que dejaba un rastro a su paso, se encaminó al armario en que se suponía jugaba al escondite el necesario adminículo. No llegó a abrir la puerta del mueble. El reluciente pavimento de cerámica no debió de encontrar de su gusto al gordo que se paseaba por su superficie tal como se había incorporado al mundo y lo hizo caer.

Realmente, el incidente pudo haber sido mucho más grave. Sólo se rompió una pierna. Total, treinta días arrastrando una pesada escayola tampoco era para soltar los tacos que el accidentado profirió.

Con el paso de los días, fue habituándose a la situación y el acto de eliminar aquella blanca excrecencia fue una triste experiencia. Le había tomado cariño.

De todos modos, la relativa inmovilidad de aquellos días y la forzada lentitud con la que hubo de desplazarse en aquel periodo de su existencia le permitieron realizar un singular examen de conciencia. Simplemente, porque deseaba llegar al fondo del misterio.

Ansiaba desentrañar el secreto oculto tras el inexplicable cambio de conducta que le infligía. ¿En virtud de qué mágico encanto había llegado a convertirse en una persona totalmente diferente a la que fue toda su vida?

Jamás había creído en poderes ocultos, bebedizos, brujas y otras monsergas, pero tenía que admitir que lo que le estaba sucediendo carecía de justificación.

¿A dónde habían ido a parar sus dotes de discernimiento? ¿A dónde su capacidad especulativa? ¿Por qué desaparecieron sus facultades mentales y su acertado criterio?

Advertía con tristeza que esas mismas argumentaciones le costaban un tremendo esfuerzo mental que le dejaban exhausto.

Poco tiempo después de quitarse la escayola tuvo que hacer un viaje a Madrid. No le agradaba el transporte aéreo pero, deseando estar de vuelta lo antes posible, eligió el avión.

La hora del vuelo estaba señalada para las once y cuarto. Esto suponía que tenía que tomar el autobús hacia el aeropuerto a las nueve y levantarse a las siete y cuarto.

Antes de que su personalidad experimentase los cambios que le transformaron en un ser tan distinto, hubiera preparado dos despertadores que, previamente, comprobaría cuidadosamente.

Ahora, con optimismo admirable pero nada práctico, se dijo: «Siempre despierto a la hora que deseo. Ni un minuto antes, ni un minuto después. Mañana, estaré en pie en el momento oportuno.»

Acertó en cuanto a la realidad de su despertar, pero se equivocó en lo que se refería a la conyuntura, pues salió del mundo de los sueños a las dos de la tarde, justo a la hora de almorzar. Precisamente entonces, el reloj de cuco de la sala de estar, que se escuchaba nítidamente desde su lecho, vino a añadir dos nuevas notas discordantes a su malestar.

Pero, ¿qué demonios me está pasando? ¿Por qué no hice uso del despertador, o mejor aún, de dos aparatos? ¿Qué genio burlón me está tomando el pelo?

Y todo esto no fue nada ante el quebradero de cabeza que supuso el regalo de las zapatillas.

No, no se trataba de un problema planteado por la ineludible obligación de regalar unas zapatillas. Por el contrario, quien recibió el obsequio fue él.

Afortunadamente, el trivial hecho, tan complicado al principio que estuvo a punto de terminar con su deteriorada cordura, finalizó por aportar la solución a tan ridícula charada.

Todo comenzó con el viaje de estudios de su hija Mari Carmen a Benidorm.

Benidorm

Benidorm, 2008. Foto Ángel Bravo Torre

Tampoco yo me explico cómo hay nadie que emprenda un viaje de esas características a dicho punto geográfico.

Benidorm es un sitio adecuado para divertirse en invierno y ahogarse de calor en verano, pero para estudiar… Quizás, admitiendo que corría el mes de noviembre, lo que deseaba Mari Carmen era contemplar, tomando buena nota para dentro de algunos años, el comportamiento desinhibido de los jubilados de ambos sexos que, en aquella época, parecen ser los únicos pobladores del lugar.

Benidorm

Benidorm, 2008. Foto Ángel Bravo Torre

Cualquiera que sea la razón que llevó a Mari Carmen tan lejos, el caso es que, a su vuelta, en su equipaje traía unas zapatillas de piel de borrego como presente para su padre.

Se trataba de unas pantuflas hermosísimas color café con leche, corto de café. Sin suela ni tacón, carecían de toda costura o cosido interior, origen de innecesarias mortificaciones en los pies más delicados.

Causaban la notoria impresión de ser el calzado confortable por excelencia. Parecían el Rolls-Royce de las pantuflas.

Sin embargo, contaban con un inconveniente nada despreciable. Carecían de toda indicación acerca de cuál era la derecha y cuál la izquierda. Indudablemente, poseían la rara virtud de confundir al potencial usuario de manera que unas veces simulaban pertenecer, las dos, a la extremidad inferior diestra, y otras a la siniestra.

Pero cuando, de verdad, resultaban absolutamente desconcertantes era cuando se las calzaba.

Cuando el atribulado propietario de las turbadoras babuchas se las puso, su misma confusión le sumió en un mar de dudas.

Siempre creyó que disponía de un pie derecho y otro izquierdo. Pero, a juzgar por lo que estaba viendo, en aquel momento, por el simple hecho de calzarse, tenía dos pies siniestros. Sí; no cabía duda.

Y, ahora no le quedaba otro remedio que operarse porque, ¿cómo iba a andar por la calle con aquella facha? ¡Menudo pitorreo que se iban a gastar sus enemigos, y sobre todo, sus amigos!

No obstante, antes de salir disparado como una bala en dirección a la Seguridad Social -donde Dios sabía cómo lo iban a dejar- haría una prueba. Cambiaría las pantuflas de un pie a otro.

De momento, el trueque le satisfizo, pero su alegría no duró mucho tiempo. Casi de inmediato observó que la artimaña no había dado resultado. ¡Ahora tenía dos pies derechos!

No puede estar sucediéndome esto: ¿por qué a mí precisamente?, pensó con la misma amargura e incredulidad con que un espectador en el Santiago Bernabeu resulta agraciado por el desprendimiento de una generosa golondrina.

No podía ser, pero era. Había que aceptarlo, pero no sin lucha. De un humos de perros, llevó a la práctica una idea que se le vino a la mente.

Sin levantarse de la silla en la que estaba sentado, extendió las piernas hacia delante y las cruzó.

La visión que se ofreció a sus ojos era horripilante. La zapatilla que cubría su pie izquierdo -ahora colocado a la derecha- tenía la puntera apuntando hacia la izquierda y la del pie derecho -situado a la izquierda- apuntaba también a la izquierda.

Desesperado, se levantó, manteniendo las piernas cruzadas, y trató de caminar. Como era de esperar, se vino al suelo víctima de su propia zancadilla.

Entonces, hizo lo único que podía hacer en aquellas trágicas circunstancias. Lloró copiosamente, lágrimas amargas de derrota e impotencia.

De pronto, un sentimiento de orgullo vino a sacarle de tanta ignorancia. ¿Y si te viera tu hija Mari Carmen así, qué diría?

Permaneció unos instantes callado, sin ánimos para tomar iniciativa alguna hasta que repentinamente una certidumbre, más que sospecha, se abrió paso a través de su atormentado cerebro.

«Pero, ¡qué Mari Carmen ni que niño muero! ¡Si yo estoy soltero y no tengo ninguna hija!, gritó con júbilo.

Y terminó deleitándose en sus propias palabras:

«Ya decía yo que esto no podía sucederme a mí»

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s