El estado de la ciencia

¿Ha reflexionado usted alguna vez sobre la verdadera situación de la ciencia?

Yo si. Y ciertamente no he quedado muy satisfecho.

De dar por buenas las declaraciones de ciertas lumbreras que periódicamente alardean en público de los avances conseguidos en los campos de investigación tecnológica, médica, agrícola, etc., quienes fallecen han llegado a ese extremo por falta de información.

Quizás sea cierto que el hombre ha puesto el pie en la luna, aunque yo no lo crea hasta que me lleven allí.

Puede que los pollos alcancen en dos semanas el tamaño adecuado para ser sacrificados, pero su sabor recuerda sospechosamente al del plástico, tanto que el sacrificio corre a cargo de quien lo engulle.

Es posible que la energía eléctrica obtenida de las plantas atómicas sea más barata, que conseguida por métodos más modestos, pero ¿a qué letales peligros se somete a la humanidad?

Admitamos que la aplicación de la informática y la robótica en el mundo del trabajo contribuye a la pronta consecución de productos bien acabados, pero ¿qué porcentaje de culpa en la proliferación del paro se puede atribuir a las nuevas técnicas?

Concedamos que se han encontrado sistemas para obtener más alimentos, más cosechas, y potabilizar el agua del mar, pero ¿cuántos seres humanos mueren diariamente de hambre y sed?

Es innegable que se viaja en avión a mayor velocidad que la del sonido, pero ¿de qué nos sirve si perdemos tanto tiempo en acceder y alejarnos de los aeropuertos?

Es cierto que cada día vemos en los escaparates de los comercios objetos, muebles, ropa, electrodomésticos más hermosos y atrayentes, pero ¿cuánto tiempo transcurre desde el de su compra hasta que se nos quedan entre las manos?

Es perfectamente válido decir que el deporte es sano, pero ¿quién se toma la molestia de advertirnos de que los cementerios se encuentran repletos de personas en inmejorables condiciones físicas?

Por estas y otras razones que creo innecesario añadir, entiendo que la ciencia avanza como las personas privadas de visión, es decir, a tropezones sin saber muy bien a dónde va, lo que pretende, y para qué va a servirnos, de verdad, lo que encuentre.

A mi juicio, a la ciencia le falta valor. El valor de olvidar lo descubierto cuando, a la larga, pueda causar más mal que bien.

Desde estas líneas, me veo en la precisión de acusar a la ciencia de fantoche. ¿Qué otra cosa puede decirse de ella, que se ha preocupado, derrochando sumas astronómicas, por cuestiones de dudoso interés en un análisis final, y no ha encontrado solución definitiva para problemas tan sencillos como el constipado, las mudanzas sin roturas, los cigarrillos beneficiosos para la salud, calcetines frescos en verano, y cálidos en invierno, que rechacen la suciedad y cambien de color automáticamente para hacer juego con el traje que se vista, una inyección para terminar con la mala educación (sin acabar al propio tiempo con el energúmeno), unas pastilla, de consumo obligatorio, para que las palabras ser humano y tolerancia sean sinónimas.

Sospecho que todo ésto ya está inventado y las patentes en poder de las multinacionales.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986

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