Me da la nariz que cada vez que un licenciado en psicología escucha esta frase, sus entrañas experimentarán un doloroso estremecimiento.
No debe de ser muy gratificante para el ego de cualquier titulado en ciencia tan difícil el repentino descubrimiento de que los esfuerzos, el tiempo y dinero invertidos en el estudio han sido absolutamente innecesarios si cualquier indocumentado puede proclamar que, de bóbilis, ha llegado a conocer íntimamente el alma humana, sus conflictos, motivaciones y eventual parcheado.
Es curioso que resulte mucho menos frecuente oir: soy especialista en motores de aviación. Y, sin embargo, los motores son algo material y tangible en los que, con un poco de idea, pueden quitarse y ponerse tuercas, pernos, muelles y arandelas.
Hasta ahora, no he tenido la oportunidad de ver una psique, pero sospecho creo que fundadamente, que no debe parecerse a motor alguno, aunque pueda ser considerada como la causa que motiva las acciones materiales.
Malaquías, sin duda para no ser acusado de machacón, alternaba lo de «Yo soy muy psicólogo», con la frase, no menos jactanciosa de «Tengo yo más psicología…»
Puede que si no nos detenemos a analizar, la construcción de la expresión carezca de importancia pero, no es así. La inversión de las palabras «yo» y «tengo», y la aplicación de los interminables puntos suspensivos le prestaban una infinita malicia además de la presunción de sabiduría ilimitada.
Para Malaquías las espantadas de la conducta humana eran tan previsibles como los días de la semana. Después del domingo viene el lunes y, antes del viernes, será jueves.
En el pueblo donde vivía, sus conocimientos acerca de tan espinosos problemas eran considerados artículos de fe. Desoír los consejos y, no aceptar como válidos los vaticinios que emitía con toda desfachatez, era prueba irrefutable de locura o imbecilidad.
Cuando se equivocaba, y ésto sucedía un día sí y otro también, alegaba, tan fresco, que no se le había informado de todos los factores a tener en cuenta y, de esta manera, era imposible dar una a derechas. Añadía que no existía persona que obtuviera el correcto resultado de una suma si se le escamoteaba algún sumando.
De todos modos, Malaquías albergaba el convencimiento de que las dotes psicológicas que le adornaban eran tan consustanciales a su propio ser, como la caspa que, descendiendo en lluvia pertinaz cogote abajo, le cubría hombros y solapas.
El maestro, obstinado vicioso de la lectura y, fuera de la escuela, bromista incorregible, le presentó en una ocasión una lista de once nombres, preguntándole si le sugerían algo.
La respuesta del «psicólogo», después de estudiar largo rato los apellidos Watson, Hull, Locke, Helmholtz, Wundt, Kottka, Pavlov, Freud, Adler, Jung y Lorenz, fue que «No entendía mucho de fútbol pero creía reconocer la alineación titular del Colonia».
Sin embargo, no se crea por ésto que menospreciaba la ayuda de la ciencia para desenmascarar la enredada trama de los ocultos motivos que habían llevado a la separación a Tito y Elena, al hospital a Horacio a causa de un aparente inmerecido garrotazo propinado por Jacinto, y al suicidio inesperado de Matías, hasta aquel funesto momento, hombre equilibrado y sin problemas de mayor cuantía.
Para casos extremos en los que podía fallar su sabiduría, contaba con un excelente vademécum en el que figuraban, junto con todas las lacras, miserias y achaques que obligan al ser humano a actuar repentinamente como si hubiera sido desposeído de todo juicio, las razones que, en cada caso, habían servido de estímulo. Lo que no facilitaba este tesoro literario eran los tratamientos a seguir. Pero Malaquías lo tenía previsto todo y cuando se le pedía consejo, contestaba afectando un modesto continente que le iba fatal, «Hombre, uno no va a saber de todo. Al fin y al cabo, yo sólo soy un estudioso de la naturaleza humana.» Pero lo decía con tal aíre de falsa humildad que el menos avispado comprendía que si Malaquías no extendía inmediatamente una receta y trazaba un plan de curación era, simplemente por no pisar terreno ajeno.
Junto con el prontuario indicado, escrito en Grecia en 1893, y traducido al francés por un albéitar inglés afincado en San Juan de Luz, atesoraba también una colección, formada pacientemente a lo largo de los años, de hojitas de calendario.
No lo tome a guasa. Al dorso de cada hojita se encuentra una auténtica reserva de filosofía, ética, moral, prudencia. Son, en suma, el saber en forma de telegrama.
Con estas dos herramientas de trabajo y con la experiencia acumulada durante decenios, Malaquías iba por la vida con envidiable aplomo seguro de que si conocía al dedillo las enfermedades del espíritu ajeno, más al tanto estaba de sus propias debilidades y de las de su familia.
No obstante, su existencia experimentó súbitamente tal sacudida, que, en un impulso de cordura decidió «cerrar la consulta».
Con pocas horas de diferencia, su esposa abandonó el hogar conyugal -acompañada del cartero, que, antes de su escapada y, fiel al deber, le entregó una misiva en la que, con pasmosa concisión, se limitaba a escribir: «Supongo que, como eres muy psicólogo, estarías viendo venir mi huida. Me alegro; así no te causará extrañeza.»
Su único hijo, aún más parco en palabras, le dejó una nota que decía: «Adiós, psicólogo de pacotilla».
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986