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Zapatos de charol

Aunque decirlo de esta manera resulta de una vulgaridad atroz, lo más exacto, en una breve definición del carácter de Ladislao, sería afirmar que tenía más cara que espalda.

Otra de sus características personales, ésta celosamente oculta al conocimiento público, era una pierna artificial. Construida en madera de teca refractaria a polillas y termitas, con refuerzos de aluminio anodizado, estaba dotada del juego tibiotarsiano y del correspondiente de los dedos.

El artesano japonés autor de aquella maravilla, a la que sólo le faltaba presumir de padecer de callo para parecer real, había garantizado la indestructibilidad, incombustibilidad e indeformabilidad.

Ladislao estaba absolutamente seguro de que, a menos que se exhibiera en paños menores, nadie podría albergar la sospecha de que su anatomía se encontraba incompleta. Poco tiempo después de haberle sido entregada la prótesis, caminaba con los mismos andares, un poco petulantes, con que se desplazaba antes de la loca acometida de aquel tractor con ínfulas de cirujano que le cercenó limpiamente la pierna izquierda, de rodilla para abajo.

Entre las muchas virtudes de que el remendado cojo se hallaba adornado no figuraba, ni mucho menos, la timidez. Muy al contrario. Especialmente, en lo tocante a la ropa y calzado, sus gustos se inclinaban con descaro hacia la ostentación. En dos detalles era un auténtico maniático que rechazaba de plano la teoría gallega de que «la arruga es bella» y, así, la raya de su pantalón podía ser utilizada para cortar en trozos la más dura de las tabletas del turrón alicantino.

En cuanto a zapatos, podía decirse, sin temor a exagerar, que la contemplación de sus eternos reflejos sin la colaboración de gafas ahumadas constituía un acto de inconsciencia o de temeridad.

Con la cerrazón mental propia de un drogado, juzgaba a quienes andan por la vida, despreocupados de su aspecto externo, con los pantalones abombados o los zapatos llenos de polvo, no como seres felices y sin prejuicios sino como potenciales delincuentes cuyo inevitable fin sería un largo alojamiento, por cuenta del contribuyente, en una prisión de alta seguridad.

Solía decir a cuantos querían escucharle -y también a los que no deseaban hacerlo- que aquellas personas (y recalcaba mucho la pronunciación de esta palabra), indiferentes al qué dirán, se quedarían tan frescas al verse acusadas de la comisión de media docena de asesinatos con las agravantes de menosprecio al sexo, nocturnidad y escalo.

Ladislao, que, como todo el mundo razonaba muy bien sobre algunas cuestiones de la vida y fatalmente acerca de otras, era curiosamente irracional cuando pensaba en zapatos. Para él la forma, el color, el material con que había sido fabricado un zapato eran cuestiones mucho más importantes que la erradicación del hambre, el dolor, el terrorismo o la ignorancia.

A muchos codos por encima del boxcalf, el tafilete, el ante o cualquier otra piel, colocaba el charol, como un dios de todos los dioses. Y así, a fuerza de pensar en el charol, deslumbrado por su brillo cegador, concibió una genial idea que le permitiría disponer en todo momento de un par de flamantes zapatos de aquel fastuoso material.

El mismo «zorro del desierto» no hubiera planeado una operación con más lujo de detalles y astucia. Cuando consideró que no quedaba un sólo cabo por atar, decidió llevarla a cabo.

Escogió un calzado cualquiera, todavía en buen uso, se desprendió de la prótesis y, poniendo el zapato en el pie derecho -único que le quedaba de origen-, ayudándose de unas muletas, se lanzó a recorrer las calles enfangadas tras varios días de lluvia pertinaz, procurando pisar reiteradamente allí donde el suelo se encontraba en peores condiciones.

Después de un mes de este tratamiento, aquel zapato se hallaba en un estado lamentable. Parecía imposible que fuese hermano gemelo de aquel zurdo, permanentemente a resguardo de las inclemencias.

Ladislao comprendió que había llegado la hora de pasar a la fase dos. Se colocó, pues, la falsa pierna, calzó los dos pies y se fue a adquirir un billete de autobús con destino a una ciudad cercana en la que era totalmente desconocido.

El viaje, dejando aparte las miradas irónicas de tres jovencitas que tomaban por despiste involuntario tan distinto estado de conservación, no tuvo historia.

Llegado a la ciudad que pretendía hacer víctima de su depravado proyecto penetró con paso decidido en el comercio más lujoso que encontró y, tomando asiento en una cómoda butaquita, respondió al empleado que, solícitamente, le preguntó qué deseaba: «Quiero los mejores zapatos de charol que tengan ustedes».

Cuando le mostraron cuatro o cinco modelos diferentes, Ladislao dijo, muy serio: «He dicho los mejores. ¿Esto es todo lo que puede ofrecerme? Estos son de mala calidad; se ve enseguida:»

El dueño del establecimiento que se encontraba muy cerca, escuchó la última frase y tomándola por un insulto personal, se aproximó y con palabras corteses, pero de evidente mal humor, intervino en la conversación diciendo: «Perdone usted, señor; aquí no tenemos nada malo. Esos zapatos son de buenísima calidad. Si no los utiliza para jugar al fútbol le durarán varios años. Vamos, que se cansará de ellos.»

El posible comprador se apresuró a contestar diciendo en tono de disculpa: «Bueno, verá, no he querido ofenderle. El único culpable es mi pie derecho. Le parecerá extraño, pero la verdad es que este pie me trae por la calle de la amargura. Observe usted la diferencia que existe entre el zapato del pie izquierdo y el derecho; aquél prácticamente nuevo, y el otro, hecho una pena.»

«La cosa está clara -respondió el dueño del negocio, visiblemente calmado-. Lleva usted unos zapatos con un defecto de fábrica. la piel del derecho es como un trozo de cartón.»

«Perdone que le contradiga -terció Ladislao-. Si esto me hubiera ocurrido únicamente con este par de zapatos, no tendría inconveniente en concederle la razón. Lo malo es que me sucede con todos igual. Ya no sé que hacer.»

«Pues está claro -repitió el patrón-. Compre usted en comercios serios como éste, donde garantizamos la calidad de los artículos que vendemos. Le aseguro que, si en el plazo de un mes, sus dos zapatos presentan un aspecto tan distinto como los que lleva puestos, le entrego un nuevo par absolutamente gratis.»

Poco más precisó Ladislao para dejarse convencer. Probó, se calzó, abonó el elevado importe de la compra y se fue satisfecho, después de estrechar la mano de empresario y dependiente.

Cuando se encontró nuevamente en casa, a solas en su habitación, soltó el torrente de carcajadas que había estado reprimiendo desde hacía más de tres horas.

Al día siguiente comenzó a poner en práctica la operación «envejecimiento» ya descrita, procedimiento por el cual, antes de veinte días, se halló en condiciones de presentar la ansiada reclamación que repetiría en distintas villas y ciudades de las cercanías para disponer siempre de tres o cuatro pares de zapatos del mismo modelo, pero ilesos.

Por un acto de misericordia divina, los ojos del asombrado comerciante no se salieron totalmente de sus órbitas al contemplar el impecable zapato izquierdo y el repelente estado del derecho, pero la palabra era la palabra y, casi en coma, sin poder salir de su estupefacción, entregó al avispado cojo un nuevo par de zapatos.

Ladislao, sardónico, le dijo al encaminarse a la puerta: «Ya le había advertido de que mi pie derecho traía «mala pata».»

Y, efectivamente, su pie derecho trajo la mala pata; tan mala, que enredándose en el felpudo de la entrada, le precipitó de cabeza a la acera y, de allí, a la calle donde un automóvil le hizo fosfatina la pierna de carne y hueso.

Por el contrario, la prótesis resistió estoicamente la inopinada embestida motorizada y aunque, a causa del golpe, fue a parar encima del cochecito de un niño, desde allí, silenciosa e impasible, con el brillante zapato de charol en su sitio, pregonó la categoría de los fabricantes nipones.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

Confiteor

Con el único objeto de obtener la ventaja de parecer sincero, adelantándome a quienes pertenecen al reducido grupo de familiares, allegados y amigos que tienen acceso involuntario a lo que escribo, confieso mi exhibicionismo.

Se trata de un exhibicionismo que no figura en los manuales de psiquiatría, pero la omisión no lo hace menos inmoral.

Es, como el otro, una irrefrenable tentación hacia el desnudo integral, aunque en mi caso y en el de cuantos escribimos consista en un streap-tease del alma y no del cuerpo.

El deseo de poner al descubierto lo que pienso y lo que me sugiere todo lo que veo y escucho es tan fuerte que no tengo suficiente con fijarlo, más o menos permanentemente, en una hoja de papel. Es necesario, además, que lo escrito sea leído.

Por si fuera poco, tampoco basta con que alguien lo lea. Es preciso que el lector me comunique la impresión recibida. Y, siguiendo en la línea de sinceridad que me he impuesto, he de añadir que pretendo que el producto de mi imaginación guste. Si no es así, y observo que causo tedio o indiferencia, un fuerte dolor de estómago me atenaza. Me siento fatal.

La situación es curiosísima porque, en el fondo, no me importa un bledo lo que el prójimo pueda pensar de mí, como persona. Pero la opinión ajena acerca de cómo escribe emborronador de cuartillas que utiliza mi cuerpo para andar por la vida, esa me preocupa mucho.

Entonces, diría alguien con talento, ¿por qué no te dejas de tonterías y te callas?

Dicho así, parece muy sencillo. Pero, ¡quiá! Lo que me sucede no tiene fácil arreglo. Viene a ser algo como una hernia mental para la que aún no ha sido ideado el braguero adecuado.

Cuando los humores encerrados en la hernia comienzan a pujar hacia el exterior, debe producirse cierta inhibición del intelecto que origina un fugaz apagón del raciocinio. Es como si los invisibles plomos del cerebro se fundieran. Para volver a la relativa normalidad con que actúo habitualmente no me queda otro remedio que escribir.

Tengo la certeza de que si la cosa se redujera simplemente a darle rienda suelta al bolígrafo y, una vez finalizada la racha creadora, me limitara a reducir el papel a trozos, como he hecho durante muchos años, mi pecado sería venial.

Sin embargo, desde hace algún tiempo necesito audiencia. Y esto me convierte en un ser hipócrita, vanidoso y cruel.

Soy un hipócrita redomado que, exteriormente aparenta indiferencia ante la falta de reacción positiva a mis escritos.

Cuando visito a un amigo y, como quien no quiere la cosa, dejo en sus manos un montón de cuartillas diciendo: «Toma estas naderías que escribí hace poco. Léelas sin prisa y ya me dirás que te parecen. Me gustaría conocer tu opinión. Sincera, ¿eh?».

Sin prisas, había dicho. Pero, ¡qué va! A los dos días justos, con una disculpa estúpida, vuelvo a casa de mi pobre amigo con el que hablo de asuntos sin importancia durante unos minutos.

Todo el rato, mientras charlo por los codos, las cuartillas no se apartan de mis pensamientos. He desarrollado una nueva potencia del alma.

La inocente víctima de mis ínfulas literarias me acompaña a la puerta. Nos despedimos y, a punto de marcharme, sin darle importancia y como si se me hubiera ocurrido en aquel instante, le pregunto: «¿Has leído aquello?»

«No; como me aseguraste que no corría prisa…», responde.

«Claro que no», confirmo cínicamente mientras pienso: mala puñalada te den, bandido.

La vanidad se ha apoderado de mí y ni siquiera tengo el consuelo de estar en condiciones de que la ocupación ha tenido lugar tras una resistencia épica. Al contrario; me he rendido sin disparar un solo tiro. Más aún; cuando llegó a mi lado, la esperaba con los brazos abiertos. No puedo negarlo; el recibimiento ha sido apoteósico.

Y es la mía una postura absolutamente lógica y, sobre todo, gratificante que actúa como un bálsamo sobre mi ego maltrecho y escocido.

¿Que no lee nadie lo que escribo? Peor para el público. El se lo pierde.

¿Que los pocos que tienen acceso al fruto de mi hernia mental, no caen en la cuenta de que han tenido la fortuna de tropezar con los chispazos de un genio oculto? Era de esperar. Pocos mortales han sido dotados de la inteligencia suficiente para comprender lo evidente.

¿Que una o dos personas se han hecho cargo de la brillantez de mis razonamientos, de la galanura de mi estilo y de la punzante ironía que encierran mis aparentes inocuas frases? Lástima que no existan más seres privilegiados como éstos. El mundo marcharía mejor si me hiciese caso, si se me atendiese y entendiese.

No me salga usted por peteneras. ¿Qué me va a decir? ¿Que soy un insoportable vanidoso? Eso no vale. No se moleste. Yo lo he dicho primero.

Además, me encuentro muy satisfecho y me soporto sin dificultad alguna. En realidad, es fácil llevarse bien conmigo. No hay que hacer otra cosa que estar pendiente de mí y reconocer que no hay otro como yo.

Lo de la crueldad con que trato a quienes se me ponen a tiro, es harina de otro costal. Es algo que, en el fondo, me desagrada.

Pero, ¿qué puedo hacer? Si no estoy en condiciones de hacer partícipe de mi talento a toda la humanidad, me parece justo que algunos, unos pocos, reciban ese beneficio aunque para ello estén abocados a experimentar ciertas molestias.

Admito que, en este caso, y sólo en éste, es válido aquello de que el fin justifica los medios.

Yo sé que resulta despiadado vigilar infatigablemente a quienes conviven, más o menos pacíficamente, bajo mi mismo techo. He pasado días enteros, sin desfallecer, esperando el momento adecuado para acorralar en un rincón a uno de mis deudos.

Entonces, cuando resignado a su sino, se apresta a tomar asiento en cualquier parte, mi barbarie alcanza su punto más innoble al exigirle que ocupe la otra silla, aquella que deja su rostro expuesto a la luz del sol de manera que no pueda ocultar sus menores reacciones ante lo que va a escuchar.

De cuando en cuando, interrumpo la lectura para preguntar: «¿Qué?»

Si el desgraciado oyente, masculino o femenino -pues soy, en esto, un ferviente defensor de la igualdad de sexos- ha estado pensando en sus cosas y como el error de inquirir a su vez «¿Qué de qué?», yo, bestialmente, vuelvo a releer el sutil párrafo tantas veces como sea necesario para conseguir que en aquella obtusa inteligencia se haga la luz y de sus labios brote un admirativo, «formidable».

De entre todos los miembros de mi familia, únicamente se ha librado de este tratamiento mi tía Pacita.

Se trata de una mujer adornada con el más notable talento natural que he visto en mi vida. De acuerdo con los cánones, no es persona instruida ni cultivada. En realidad, no ha pasado del segundo grado de enseñanza primaria. En la escuela nunca gozó de gran reputación como estudiante despierta y siempre ocupó el último banco, junto a la puerta.

A pesar de su carencia de cultura oficial, jamás he tenido que leerle dos veces mis relatos. Tampoco me he visto obligado a perseguirla por toda la casa para conseguir su atención. Al contrario. Cada vez que nos visita, ella misma me ruega le dé a conocer lo último que he escrito y sus entusiastas frases de elogio en las que incluye abundantemente, genial, fantástico, agudísimo, son la más clara demostración de su capacidad intelectual.

El reverso de la medalla, el polo opuesto de tan singular discernimiento se encuentra localizado en la persona de mi amigo de la infancia, Ernesto.

Cuando tenía siete años, mi condiscípulo Ernesto ganó un concurso infantil de redacción. Se trataba de un certamen de cuentos. Le concedieron el primer premio por su relato titulado: «¿Dónde están los brazos de la Venus?»

El hecho sería para sentirse verdaderamente orgulloso si no fuera porque el presidente del Jurado calificado, un Canónigo de la Catedral Basílica, era tío carnal del premiado.

Ernesto no volvió a escribir en su vida; ni una sola carta. Sin embargo, el galardón dejó una impronta indeleble en su carácter. A él que no le hablen de libros ni de autores. Parece conocerles a todos, por dentro y por fuera. Es como si, después de una intensa vida dedicada a las letras, se hubiera jubilado llevándose a su retiro todos los resortes y teclas que hacen funcionar la profesión.

¿Cómo puedo yo despertar un eco de entendimiento y comprensión en un tipo así? Es totalmente imposible.

No obstante, Ernesto, pérfidamente, imitaba a mi tía Pacita en lo que se refiere a solicitar la lectura de mis trabajos. Pero sólo en esto. Aquí termina todo parecido con la forma de ver las cosas de mi parienta.

La admiración de la hermana de mi madre se trueca, en el caso de Ernesto, en una hierática actitud tan expresiva como las más duras palabras de censura y desaprobación.

No será de extrañar, por tanto, que procure convencer al despiadado censor de mi escasa inspiración porque las musas me huyen como de la peste. Pero, en vano trato de escapar de su persecución y cuando, desfallecido ante su insistencia feroz, me rindo y accedo a leerle -solamente aquello que considero genial sin paliativos- lo hago con voz apagada y monótona que contribuye a menguar el brillo de mi estilo.

El, tumbado negligentemente en una butaca -de espaldas a la luz pues hasta en ese detalle me tiene comida la moral- escucha con aspecto aburrido y condescendiente. Su postura trata de darme a entender, y lo consigue, que está haciendo un sacrificio en nombre de la amistad.

Aunque no acierto a vislumbrarlos con nitidez, estoy seguro de que sus labios están fruncidos en una mueca despectiva y en sus ojos danza un destello sardónico.

¡Ojalá no advierta los indicios de los sentimientos asesinos que su actitud superior ha comenzado a despertar en mí!

Cuando termino de leer, no me atrevo a solicitar su opinión. No es necesario. Se incorpora en el sillón, sin ponerse en pie -todavía no- se frota el mentón con el dedo índice de la mano izquierda, fija la mirada en el techo y permanece mudo como una estatua.

Luego, lentamente, con la voz profunda y apenada de un juez que va a pronunciar una sentencia de muerte, dice dejando amplias pausas entre cada palabra: «Pues, …no sé…, el tema…, la sintaxis…, el desenlace…, puede que sí…, pero no…; definitivamente…, no sé… qué decir…»

Y, con esto, el ganador del concurso de redacción va desdoblándose con parsimonia, recobra la verticalidad y, en dos zancadas, se aleja dejándome hecho unos zorros hasta la próxima.

No ignoro que la opinión de semejante individuo, dueño del cerebro menos evolucionado de la humanidad, debería serme indiferente por completo, pero soy incapaz de tomarlo a broma.

Sus posturas parnasianas y sus palabras estudiadamente desdeñosas me sacan de quicio cuando, realmente, lo que debería preocuparme tendría que ser el beneplácito de aquel adoquín con piernas.

A pesar de todo, creo tan sinceramente en la calidad de lo que escribo, que no alcanzo a comprender cómo es posible que exista alguien lo suficientemente obtuso para no deleitarse con cuanto mi exhibicionismo pone de manifiesto para solaz y regocijo anímico de mis conciudadanos.

Seguiré escribiendo ya que dejar de hacerlo resultaría un inmerecido castigo para los amantes de la buena literatura. Además, aún tengo mucho que decir.

Continuaré exhibiendo mis sentimientos y si, algún día, insuficientemente estoico para soportar la estúpida contumacia de Ernesto, lo suprimo violentamente y doy con mis huesos en la cárcel, desde alguna oscura celda mis escritos proseguirán viendo la luz que a mi me será negada.

Lo que no estoy dispuesto a hacer es participar en concursos literarios. Existen demasiados canónigos y abundantes bienintencionados imitadores.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987

¿Para qué tanta prisa?

Una de las características más acusadas de la época en que nos ha tocado vivir es la prisa.

El apresuramiento ha invadido nuestra forma de comportarnos de modo tan solapado que hemos llegado a  actuar con rapidez incluso cuando el asunto que tratamos de resolver no precisa de urgencia alguna.

Nuestra intimidad ha dejado de ser completa porque la prisa, omnipresente, se nos ha introducido en la sangre.

Si fuese posible detectar el porcentaje de prisa que circula a través de nuestro torrente sanguíneo, nos preguntaríamos cómo es posible que exista espacio para algo más. Los leucocitos, eritrocitos y demás componentes residentes del rojo fluido deben de andar a trompicones.

No se trata aquí de proponer una sustitución de la prisa por la cachaza. No, no es eso. La cuestión está en saber si nuestro apresuramiento a todo trapo, sirve para algo, nos lleva a algún sitio.

Digo ésto porque, tras honda meditación, me levanto a toda prisa para tener tiempo de afeitarme. Desayuno, a cien por hora, y me voy corriendo a la oficina para llegar temprano y poder despachar el mayor número de papeles antes de que me entreguen más. A la hora de la salida, sin detenerme un momento, y a paso de carga, llego a casa para comer atropelladamente para dormir una apresurada siesta de la que me levanto a tiempo para ir velozmente a esperar a mis dos pequeños en la puerta del colegio. Cuando salen éstos, nuevo paso ligero, está vez por el trayecto más corto, para volver a casa y ayudar a los retoños en sus deberes. Deben comprender y asimilar sin tardanza pues a las nueve debo estar ante el televisor para saber, gracias a las breves noticias, pues el tiempo allí es más caro que en ningún otro sitio, qué ha sucedido en el mundo. Luego, a todo gas, la cena y, como un volador, a la cama pues mañana tengo que madrugar para comenzar otro día cortado por el mismo patrón.

¿Ven ustedes como es cierto que la prisa nos conduce a la cama?

Lo dicho hasta ahora se refiere únicamente a los casos leves pues los graves llevan, indefectiblemente, a otra clase de cama. A la de un sanatorio de curas de reposo.

¿Y qué sucede cuando se trata de ataques agudos, del último grado de la enfermedad?

La respuesta debiera ser innecesaria por ser sobradamente conocida, pero como estas líneas son, en realidad, un cursillo acelerado de desintoxicación, se la facilitaré. El apresuramiento excesivo nos transporta, previos cuantiosos desembolsos, a nuestra última cama. Más cara que todas las que utilizaremos en vida. Debe servirnos de consuelo, sin embargo, la consideración de que este lecho nos durará una eternidad.

Mirando desde otro ángulo, la prisa es mala consejera. Por apresurados cruzamos la calzada cuando el semáforo ordena que no lo hagamos, atolondramiento de urgencia que también puede convertirnos en protagonistas involuntarios de la primera intervención quirúrgica de un novato doctor en medicina en fase de prácticas.

La excesiva rapidez en la toma de decisiones puede impedir que nos convirtamos en millonarios al acertar sólo doce,  y no catorce resultados en la quiniela futbolística. Seguramente si no hubiéramos sido tan apresurados, mañana podríamos adquirir aquel chalet tan bonito, junto al mar, el Jaguar de nuestros sueños y ser, al propio tiempo, distinguidos contribuyentes de la hacienda pública.

Piénselo usted con calma. La prisa es como una vía férrea que solo lleva a estaciones con un único nombre: la cama.

Hombre, yo no digo que se dedique usted a la meditación trascendental cuando un bombero, apareciendo de pronto en plena noche por la ventana de su habitación, le aconseje que se lance de cabeza por el túnel de lona.

No, en casos como éste hay que olvidarse de monsergas y actuar con premura.

Pero recuerde, la prisa por si misma, la que acucia al automovilista a adelantar una caravana jugándose la vida media docena de veces para detenerse, casi de inmediato, a beber una cerveza en un bar al borde de la carretera, es suicida. Se trata de alguien aquejado de la enfermedad en su fase terminal.

Y ahora, perdón que finalice de manera un tanto abrupta. Ya comprenderán que si lo hago es por un motivo muy importante.

Tengo muchísima prisa.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986

Ventanilla de información

Don Damián me quería. Y como le arrastraba hacia mí un cariño casi tan grande como el que yo mismo me profeso, repetía constantemente en mi beneficio una interminable ristra de bienintencionados consejos, habitualmente terminados por este: «procura estar siempre bien informado. Quien posee información tiene en su poder la llave que abre la puerta del éxito».

Nunca puse en duda lo acertado de sus exhortaciones. Especialmente, la que se referá a la información, sin duda por ir asociada a la atractiva palabra éxito, llegó a quedárseme profundamente grabada en el cerebro.

Procuré, pues, suscribirme a cuantas revistas ponen al alcance de los curiosos información extractada acerca de los más variados temas. Estos compendios informativos, obligadamente enanos, han de ser como son, pues, en otro caso, nadie podría enfrentarse a la avalancha de novedades, inventos, teorías, y otras zarandajas que, de contínuo, se producen en los lugares más insospechados de la tierra.

Pese a mis denodados esfuerzos y al innegable caudal de información que poseía, el éxito se mantenía obstinadamente fuera de mi alcance.

Entretanto, Don Damián había fallecido, pero continuaba prodigándome machaconamente su advertencia acerca de la información. Naturalmente, ya no era el D. Damián de carne y hueso. Ahora se me aparecía en sueños y, aunque su cantinela no variaba, entonces iba acompañada de una sonrisa levemente irónica, inexistente cuando existía.

Aquella mueca sarcástica me hizo reflexionar. Comencé a preguntarme si aquel nonagenario, aparentemente inofensivo, habría estado tomándome el pelo descaradamente y, en su misma muerte, encontré la solución.

Él, tan informado, con una fe ciega en el poder de los conocimientos, había sido incapaz de retrasar su propio óbito, pese a que es bien sabido el abultado número de centenarios que mantienen una vida activa en las montañas del Cáucaso.

La información, el saber y el conocimiento, me dije, son necesarios, pero una vez que se poseen, ¿qué hacer con todos ellos? ¿Cómo utilizarlos?

Varios días transcurrieron tratando vanamente de encontrar la respuesta. Por las noches, cuando se producía la visita de D. Damián, comenzaba a roncar estrepitosamente si detenerme hasta que mi inoportuno compañero, aburrido, se desvanecía.

Por fin, un día, creí dar con el «quid» de la cuestión. Este, como todo lo aparentemente difícil, era sencillísimo: «La información es necesaria, imprescindible y debe ser utilizada según aconsejen las circunstancias y los intereses del bien informado».

Para salir de dudas, decidí poner en práctica esta hipótesis y me encaminé decidido a un Banco. Fui a la ventanilla de información y solicité de la persona que se encontraba allí, me indicara dónde podría cambiar en moneda fraccionada un billete de mil pesetas.

El empleado, atento, me señaló una ventanilla diciéndome: «allí, en la número 7″.

Con esta información yo estaba perfectamente bien informado y me hacía cargo de que debería guardar cola con otros veinte aburridos congéneres.

Por esta razón, en vez de dirigirme a la ventanilla 7, me fuí a la 2, ante la que no había un alma.

Allí, le dije al funcionario que me saludó amablemente: Tú eres hijo de Manolo Albuerne, ¿no?. Igual, igual que tu padre. De la boca para arriba sois un verdadero calco. Bueno, y ¿qué tal te va desde que te nombraron apoderado? Me figuro que Manolo estará muy satisfecho. Enhorabuena, hombre».

El pobre chico, un poco desconcertado ante tamaño despiste, respondió: «Dispense usted, señor, pero no soy hijo de su amigo don Manolo. Yo me llamo Alberto, y soy auxiliar. De apoderado, nada».

«Vaya por Dios, perdónenme usted», le contesté. «Menuda desorientación que me gasto. Sin embargo tiene usted aspecto de persona importante y sus buenas maneras son evidentes».

Alberto, claramente satisfecho por la impresión causada, me interrumpió para decir: «Nada, nada. No tiene ninguna importancia. Pero, en realidad, ¿qué era lo que deseaba?. Y haga el favor de tratarme de tú».

«Poca cosa», contesté. «Sólo cambiar estas mil pesetas».

«Pues no faltaba más», me dijo. «Aguarde usted aquí, que en el departamento de caja tienen mucha gente y no va a estar usted esperando».

Con ésto, salió disparado, volviendo a los pocos momentos con el cambio deseado.

Conté las monedas, le dí las gracias, un fuerte apretón de manos y me fuí, no sin haber comprobado que la cola ante la ventanilla número 7 había aumentado considerablemente.

Había acertado en mis suposiciones, pensé satisfecho. Y decidí continuar informándome sin un momento de desfallecimiento, pero teniendo presente algo que don Damián no había tenido la gentileza de añadir a sus consejos acerca de la información. Esto: «… pero si no sabes utilizarla, no vale absolutamente para nada».

Si se muere, usted tranquilo

No se haga ilusiones. Cuando usted se muera, no ocurrirá nada especial. Su traslado al otro mundo no irá acompañado de ningún cataclismo. El mar continuará rompiendo contra los acantilados para producir espuma. Las estrellas seguirán brillando en el firmamento, aunque algunas veces las nubes impidan su visión.

Las carreteras dispondrán de un número cada vez más amplio de baches por kilómetro y los atascos serán cada vez más exasperantes.

La televisión perseverará en su tenaz tarea de embrutecer a los teleadictos.

Los británicos, haciendo honor a su sempiterna perficia, no se negarán a mantener conversaciones acerca del futuro de Gibraltar, pero ya se hablará de la devolución la próxima vez.

Los franceses aumentarán en otras 200 variedades la tabla nacional de quesos.

Los italianos, testarudamente, producirán pasta y tenores como si a éste mundo no hubieran venido a otra cosa que a comer o a cantar.

Los suizos insistirán en mantener el silencio bancario pues de romperlo se verían obligados a comerse todas sus vacas y relojes.

Los chinos, pese a sus porfiados esfuerzos, nacerán, como ahora, con los ojos rasgados y la piel amarilla.

La República de San Marino, se volverá loca para encontrar un motivo, no utilizado ya, para sus nuevas emisiones de sellos de Correos.

Arafat, por fin, decidirá entre lavar la toalla a cuadros o sustituirla por un rodillo de cocina a lunares.

Los portugueses, persistirán en sus espeluznantes adelantamientos en cambios de rasante y sintiéndose «muito obrigados» por los malabarismos que el resto de los automovilistas, menos seguros de su buena estrella, y con los pelos de punta, se ven obligados a realizar para evitar la catástrofe.

Los japoneses, merced al proceso de miniaturización, lograrán reducir el Everest a un tamaño asequible hasta para los nonagenarios.

¿Y los de Estados Unidos y la URSS, qué?

Pues nada; los he dejado para el final por aquello de que «los últimos serán los primeros», porque les tengo miedo y porque he preferido hacerlo así.

Pero algo hay que decir de ambos gigantones, ahí va.

Los dos países seguirán espiándose, invirtiendo sumas monstruosas en armas de guerra en nombre de la paz.

Y un mal día, uno de esos amos de los botones siniestros oprimirá por error, por hastío, o por demencia, un botoncito que bajará el telón para todos, haciendo innecesaria la colocación de las palabras THE END/KONIETS, puesto que nadie vivirá para leerlas.

Todo ésto si antes el Creador, harto de contemplar el mal uso que hacemos de cuanto nos concedió y de tolerar tanta estupided, no decide, con gesto imperceptible, una inmediata creación a la inversa devolviéndonos, ipso facto, a la nada.

Por eso, querido amigo, si se muere, no se lo tome a la tremenda. Piense que va a disponer de mucho tiempo para habituarse a su nuevo estado aunque, al principio, quizás le resulte incómoda la interminable rigidez.

Trate de ver el lado positivo. Reconozca que ya no necesitará buscar sitio para aparcar, no tendrá que confesarse con Hacienda. Nunca más le arderá el estómago, no pasará otra noche sin dormir, ni deberá citarse con el dentista.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986