Archivo por meses: noviembre 2015

La invasión

Cuando comenzaron a llegar, lo hicieron por millones. Y lo extraño  del caso es que su aparición se produjo simultáneamente en todas partes. Con absoluta independencia del clima que en aquel momento reinara en cada continentes, indiferentes al tórrido calor africano y a los helados vientos siberianos, como sacudiendo puntuales a una cita previa, surgieron de lo alto y, con suavidad, tomaron tierra.

Inmediatamente, comenzaron a  propalarse los más fantásticos rumores y las teorías más atrevidas que aseguraban se trataba de una nueva plaga, que eran producto lógico de las últimas experiencias nucleares. No faltaron las declaraciones de algunas sectas religiosas que coincidían en afirmar que representaban el anuncio de la venida del anticristo a la que seguiría, en plazo muy breve, el fin del mundo.

Las emisoras de radio facilitaban frecuentes boletines informativos describiendo vívidamente el extraño fenómeno. Por su parte, las estaciones de T.V. emitían imágenes que poca gente se tomaba la molestia de contemplar pues resultaba más interesante hacerlo desde cualquier ventana. En cuestión de minutos, la tierra entera se encontró cubierta de bellísimas mariposas.

Su repentina presencia planteaba varios interrogantes que los especialistas más distinguidos eran incapaces de responder. Para empezar, pertenecían a una variedad desconocida y sus características principales no se asemejaban a ninguna de las más de cien mil especies de lepidópteros clasificados y estudiados.

¿Cómo no había sido visto nunca, antes de aquel momento, ni un solo ejemplar? ¿Por qué no se posaban, ni por un instante, sobre el cristal o encima de un ser vivo? ¿Por qué razón se dejaban captura o morir sin realizar un movimiento de huida?

Al observarlas detenidamente, se comprobó que no realizaban la función de alimentarse. Al ser analizadas en laboratorios el desconcierto y la extrañeza no tuvo límites. Los elementos químicos que constituían sus cuerpos no respondían a reactivo alguno. No pudo saberse cuál era su composición.

Mariposa

Mariposa

Pero no era ésta la única sorpresa que la repentina invasión de las mariposas suscitaba entre los científicos de todo el orbe.

No era menos inconcebible el hecho de que, cuando una mariposa era aplastada, otra viva venía a sustituirla de inmediato como surgiendo de la nada.

La primera consecuencia agradable originada por la pacífica irrupción fue la absoluta desaparición de los horrendos vertederos, basureros y parques de almacenamiento de carbones y cenizas. Allí, donde hacía pocas horas la vista no alcanzaba a ver otra cosa que repulsivos detritus, se produjo una radical transformación. Aquel era un auténtico festival de color que las gentes se gozaban en contemplar.

En lugares baldíos desde siempre, en los que no crecía otra vegetación que ortigas, cactus y juncos, en pocas semanas se elevaron frondosos árboles, cuyos frutos, comestibles como se comprobó algún tiempo después, no habían sido cultivados antes por agricultor alguno. Esto mismo sucedió en tierras desérticas invadidas por la arena desde siglos antes.

La segunda sorpresa, la constituyó el elevado número de calorías y el contenido vitamínico de los distintos frutos de reciente aparición, que venían a aumentar de manera enormemente significativa los escasos recursos alimentarios disponibles.

En las Naciones Unidas, se creó una comisión especialmente encargada de estudiar cuanto se relacionase con el raro suceso, pues se temía que, con el paso del tiempo, pudiese causar algún problema de tipo sanitario o genético de consecuencias incalculables e irremediables.

Formaban parte de la numerosa comisión científicos destacado en los más variados campos de la investigación en todas las ramas del saber; y, ningún país se encontraba sin representación en ella. Habían sido puestos a su disposición cuantiosos recursos y la colaboración entre las naciones, incluso las que hasta entonces se tenían por enemigas, era sincera e incondicional. Parecía como si la amenaza de un peligro desconocido hubiese hecho olvidar rencillas reales o imaginarias, surgidas, muchas veces, de la persecución de intereses económicos y políticos, despojadas en aquella hora de su ficticia trascendencia.

Pero, a pesar de las increíbles facilidades de todo tipo con que contaba, los primeros resultados logrados por la comisión, fueron desalentadores. No era posible conocer la procedencia de las mariposas. Como organismos vivos, constituían un conjunto de contrasentidos. Carecían de algunos atributos inherentes a todo ser viviente. Los instintos de conservación, reproducción y nutrición brillaban por su ausencia.

Contrariamente a lo que sucede en la muerte de cualquier entidad animal, la descomposición de las aladas visitantes se producía en medio de un agradable aroma. Los investigadores se encontraban ante un hecho aparentemente imposible. ¡La corrupción de materia orgánica sin putrefacción! Aquello era inadmisible y, sin embargo, se estaba dando ante sus ojos.

A pesar de los fracasos iniciales, la comisión estaba resuelta a desentrañar los misterios que la llegada de aquellos seres había planteado aunque, en realidad, la tarea era abrumadora.

Los especialistas en temas climáticos comenzaron a observar que, en general, las condiciones atmosféricas habían empezado a cambiar. Especialmente, en aquellas zonas en las que las temperaturas habían venido siendo más rigurosas, éstas mostraban una clara dulcificación. Aún admitiendo la relativa influencia de la rápida y espontánea repoblación forestal en un nuevo régimen de lluvias, allí tenía que haber algo más.

La polución y la degradación del medio ambiente, hasta entonces caballo de batalla de unos pocos, se convirtió en preocupación a todos los niveles. El interés por la conservación de la naturaleza, como legado de las generaciones actuales a las venideras, alcanzó tales extremos, que cayó en desuso la declaración de parques, reservas y especies protegidas. Todo ser vegetal y animal era cuidadosamente preservado, no sólo de la extinción, sino también del deterioro.

Orquídea, Mariposa

Orquídea, Mariposa

Voluntariamente, industrias, fábricas y talleres renunciaron a continuar con los vertidos y la producción de humos.

Por otra parte, la Organización Mundial de la Salud, en sus periódicos boletines acerca de la situación sanitaria, cautamente al principio, y con claro optimismo más adelante, informó de la mejora que había experimentado la salud, tanto mental como física, de los habitantes del globo. Sus delegaciones venían comunicando, primero un estancamiento y después, una disminución en el consumo de drogas blandas y duras.

¿Sería posible, se preguntaban los hombres de ciencia, que la presencia de las mariposas fuese la causa de aquel increíble cambio en las condiciones de vida que últimamente habían sufrido tan visibles daños?

Por el momento, y a falta de pruebas reales en que apoyar la teoría, sería más prudente y científico no emitir juicios.

Al mismo tiempo que se producián estos hechos, sucedían otros de mayor importancia para el futuro del género humano. La cooperación internacional, iniciada a gran escala -aunque únicamente para presentar frente común a lo que podía ser una amenaza general- emprendió un nuevo camino en el que, insensiblemente, se fue pasando de un campo a otro hasta que, pronto, los responsables máximos en todos los países de la tierra se vieron obligados a aceptar que las cosas marchaban mejor admitiendo la manifestación de lo más sano del hombre.

Quienes buscaban la satisfacción de su propio egoísmo, los intolerantes, los soberbios, los orgullosos, fueron apartados y sus lugares, al frente de los destinos de cada nación, ocupados por hombres y mujeres que veían en los demás seres dignos de respeto, comprensión y amor.

Aquello fue la muerte de los que, fabricando armas, adquirían riquezas a precio de muerte. Y fue la vida para muchos millones de desgraciados sin otro horizonte, hasta entonces, que la desintegración en la miseria, el hambre y la ignorancia sin esperanza ni dignidad.

El género humano dió principio a una etapa en la que el estudio era una forma de adquirir conocimientos, no títulos; las artes, un regalo para el espíritu, no una vía de escape para aspirantes al asombro ajeno; el trabajo, una necesidad, no un tormento, y la consideración hacia los demás, algo innato y no impuesto.

Cuando, en el futuro, se escribiese una historia universal debería abandonarse la vieja costumbre de que cada nación ensalzase a sus hijos en detrimento de los de sus rivales. La crónica de los hechos pasados sería la narración de una lucha común de la humanidad contra la enfermedad, el dolor, el atraso y las catástrofes naturales.

Habían pasado cincuenta años y en la tierra se disiparon totalmente los vestigios de las últimas querellas. Las añejas heridas habían sido restañadas.  Las armas reposaban en los museos como anacrónicas muestras de la estúpida brutalidad humana.

En el palacio presidencial de un lejano planeta, en la junta de gobierno de una raza muy distinta a la nuestra, el rector máximo escuchaba los últimos informes que sus consejeros, uno tras otro, le facilitaban. La paz, el orden y el buen sentido continuaban reinando en la tierra. No existía el menor indicio de que la situación fuese a cambiar.

«Entonces -dijo lentamente el rector máximo- entiendo que la presencia de las mariposas en la distante tierra ya no es necesaria. Podemos ordenar su retirada.»

«Debemos felicitarnos -agregó- por haber decidido que nuestros enviados se  materializaran bajo la apariencia en que lo hicieron, y no con la nuestra. Hemos evitado ser la causa de una oleada de pánico de consecuencias fatales. Además, merced a nuestra actuación, ha sido lograda la supervivencia del último planeta poblado de la creación, a punto de autodestruirse.»

Pedro Martínez Rayón. Oviedo, 1987

¡Qué solo es un juego!

La violencia es una característica del ser humano que, más o menos aparentemente, se pone de manifiesto en todas las circunstancias de la existencia.

Tanto el nacimiento como la muerte, hechos naturales, se producen violentamente. Son pugnas contradictorias. Una para acceder a este mundo, y otra para abandonarlo. La agonía, del griego lucha, es una auténtica pelea en la que nos oponemos ferozmente al final señalado desde nuestra primera refriega.

La vida está presidida por la violencia e incluso los actos más pacíficos se ejecutan bajo el signo de la agresividad.

La sociedad, el progreso colectivo y personal, se mueven ante los achuchones constantes de la competencia y la acometividad.

Bueno, perdone usted, que ésto se me ha ido de la mano, adquiriendo tintes melodramáticos, pero a la vez reflejo de la verdad pura.

La escuela, la universidad, los centros de trabajo y la propia familia se han convertido en campos de batalla donde se brega sin tregua ni cuartel. Los condiscípulos, compañeros, colegas y parientes, se han transformado en rivales.

No debe extrañarnos, pues, que el deporte en general hay ido olvidando aquellos hermosos lemas de antaño como «mens sana in corpore sano», «fair play» y «lo importante es participar», sustituidos hoy en día por el universal «ganar, caiga quien caiga».

El fútbol, en especial, goza merecidamente de unos índices de violencia inadmisibles en cualquier colectividad medianamente civilizada.

En vista de la situación, alzo mi voz para proponer al lector las siguientes consideraciones.

Si el fútbol ha de continuar su actual trayectoria, deberían hacerse las cosas con lógica y nada más adecuado, entonces, que la supresión de la Escuela Oficial de Preparadores, haciendo éstos los cursos necesarios para la obtención del título en las Academias Militares en las que sería obligatorio el estudio de los textos y memorias de Clausewitz y Napoleón. Consecuentemente, los entrenamientos habrían de denominarse maniobras y los clubs cesarían de depender de la Federación, pasando a hacerlo del Ministerio de Defensa.

Si, por el contrario, se impone la cordura y se opta por enterrar el hacha, procedería a adoptar las siguientes medidas.

En las puertas de los estadios, además de la entrada, se exigirán: certificado de penales, de buena conducta expedido por el señor cura párroco, y otro del mismo tenor, cursado por el comandante de puesto de la Guardia Civil.

Estos tres certificados, así como el de salud mental, firmado por una comisión tripartita (psicólogo, psiquiatra y sociólogo), llevarán la fecha del día inmediatamente anterior al evento deportivo.

Antes de ocupar sus localidades, todos los asistentes al acto, sin excepción alguna, realizarán una prueba de alcoholemia.

Previamente al sonoro pitido que señala el comienzo del partido, jugadores, público y personal de servicio realizarán quince minutos de meditación trascendental.

Luego, por los sistemas de megafonía se hará escuchar a la concurrencia la sinfonía Pastoral de Beethoven.

Sólo entonces se iniciará el juego. Trascurridos los cuarenta y cinco primeros minutos, y finalizado el periodo de descanso, un nuevo cuarto de hora dedicado a la general meditación, y los altavoces dejando oír el concierto nº 23, opus 488, de Mozart, jugándose, a partir de ese momento, los tres cuartos de hora finales.

Terminado el encuentro, el equipo vencedor será conducido a los vestuarios a hombros de los perdedores que, de esta forma, reconocerán publicamente la superioridad momentánea de quienes han ganado.

Tengo la certeza de que quienes asistan a un partido de fútbol serán auténticos aficionados, ciudadanos sosegados, seguros de encontrar allí donde van, la ocasión de alimentar su amor al deporte, la introspección, y la buena música.

Recomiendo, no obstante, omitir en estas sesiones músico-deportivas, las composiciones de Wagner y de Verdi, que predisponen el ánimo, más hacia un ataque frontal con bayoneta calada que al éxtasis contemplativo.

Habrá observado usted que no he dicho nada de los árbitros. Pues, sí. He preferido no mencionarlos, porque deseo, a toda costa, mantener la ecuanimidad.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

Fecunda Acción in Vitro

No sería exacto afirmar que aquel día los cincuenta directivos de la American Worldwide Happiness Research Association (Asociación Americana para la búsqueda de la felicidad mundial), se habían ganado jornal. Y no lo sería porque trabajaban absolutamente gratis. Bueno, gratis sólo si por ello se entiende que no estaban en nómina. Pero, realmente, merced a sus frecuentes e importantes donaciones a la asociación, obtenían suculentas deducciones en sus impuestos que, de otra forma, serían astronómicos.

A pesar de todo, sus generosos y desinteresados esfuerzos para tratar de conseguir un mundo menos desgraciado, eran sinceros, y si los habitantes del planeta no fuéramos tan mezquinos besaríamos el suelo que pisan los miembros de la asociación.

Porque, ¿quién sino la AWHRA costeó el regalo de tres millones de camisetas a los habitantes de Tanzania? Su esplendidez no puede verse empañada por la desafortunada interpretación que sus meteorólogos realizaron de los mapas del satélite, al pronosticar una gélida ola de frío, cuando, en realidad, lo que se avecinaba era una oleada tórrida que abrasó lo poco que aún no había ardido en aquel desgraciado país.

Más difícil solución tuvo el incidente diplomático surgido con la India, cuando, a causa de un pequeño error de información, enviaron cien mil toneladas de carne de vaca enlatada para paliar el hambre, que apretaba firme. En esta oportunidad, hubo de intervenir la mismísima Casa Blanca que, tras ímprobos esfuerzos, logró demostrar la falta de mala intención.

Después de cada uno de estos deslices, los componentes de la AWHRA cerraban filas y continuaban impertérritos su benéfica tarea.

A las tres de la mañana de aquel ajetreado día, con posterioridad a inacabables debates, se acordó la creación de un comité encargado de la , prácticamente imposible, tarea de proporcionar una mayor ración de felicidad a la propia USA.

«Me parece que pretendéis ser más papistas que el Papa», dijo Mr. Travis.

«Los EEUU se encuentran en el mundo y nuestra misión es aportar felicidad al mundo, ergo…», respondió Mr. Trevor, a quien, realmente, le apetecía decir «…el mundo se encuentra en los EEUU».

Fuese como fuese, la comisión quedó formada y en estado de operatividad. Se le adjudicó un apabullante presupuesto y el nombre de «Fecund Action», aunque, al poco tiempo, debido a que su actividad tendría que comenzar forzosamente por la fase experimental, es decir, de laboratorio, se añadió la expresión «In Vitro».

Como resultaría excesivamente largo y tedioso reseñar cuanto sucedió en las primeras reuniones de la flamante comisión, me limitaré a relatar la última, a partir de la cual Fecund Action In Vitro comenzaría a poner en práctica sus planes que, de encontrar el éxito, llevaría más felicidad a los ya venturosos ciudadanos USA.

Gracias a la indiscreción de uno de los camareros (al cual le dolían los brazos de servir whisky on the rocks a los reunidos), y especialmente a los trescientos dolares con que mitigué sus escrúpulos de conciencia, obtuve una fotocopia del programa de trabajo. Sí, hombre, sí. Ahora lo resumo eliminando frases huecas, zarandajas y autobombo.

– Un verdadero ejército de agentes de campo, se desparramaría por todo el país, de costa a costa, presentando una encuesta que constaba de trescientas preguntas relacionadas con las preferencias, opiniones, deseos, proyectos para el futuro, forma de vida actual, etc. de quienes respondieran.

– Para eliminar la resistencia de aquellos que no gustan de poner al descubierto sus interioridades, cada encuestador sería provisto de una carta personalizada y firmada por el Sr. Presidente de la nación, dirigida a cada encuestado, hombre o mujer, blanco, negro o de cualquier color, indicando la conveniencia de contestar sin tapujos y añadiendo que ello no iba contra la Constitución, Carta Magna, los Derechos del Hombre, o la Sagrada Biblia.

– A medida que las encuestas fueran obtenidas, serían remitidas, por correo aéreo (sin franqueo), a un gigantesco centro de datos. Allí, los contenidos de aquella especie de confesión general laica, serían introducidos a través del mayor conjunto de terminales jamás visto, en un colosal banco de datos.

– Finalmente, sería materializada la estadística que facilitaría respuesta a la gran pregunta, a la pregunta del millón de dólares, como diría un norteamericano que se preciara.

Que ¿cuál sería esta pregunta? Pues, muy sencilla.

¿Sería más feliz el pueblo estadounidense si, de verdad, las oportunidades fueran las mismas para todos?

Dicho de otro modo. Si se divide el producto nacional bruto por el número exacto de habitantes del país y se entrega anualmente a cada uno de ellos la cifra resultante, ¿se sentirían más satisfechos los sobrinos del Tío Sam?

Naturalmente, esta pregunta no seCamaleón de Pablo formulaba nítidamente. Ni siquiera aparecía de manera velada en el cuestionario. Un hábil y numeroso grupo de sociólogos, psicólogos, psiquiatras y otros especialistas expertos en tirar de la lengua mientras, aparentemente se encuentran en la luna, habían confeccionado, con gran rigor científico y extremado tacto, una encuesta tan fingidamente inofensiva como el camaleón que acecha a su presa con aspecto de tarugo. Pero en el fondo, en la entraña del documento, es decir, en la respuesta global al mismo, se encontraba lo que AWHRA deseaba saber.

Pasaron los meses y, por fin, tras un trabajo agotador, los últimos datos fueron devorados por los insaciables terminales. Unos 4,8 billones de bytes fueron necesarios para almacenar la información.

En la sala de Juntas, una enorme pantalla permitía contemplar la febril actividad que reinaba en los equipos.

Impacientes, los miembros de la Junta de Directores de la American Worldwide Happiness Researcha Association, se mordisqueaban las uñas. En cuestión de minutos sabrían si, como consecuencia de una masiva respuesta afirmativa, deberían comenzar a dar la lata en el Congreso, el Senado y la Cámara de Representantes para tratar de conseguir la fisión del átomo. Perdón. Quise decir del P.N.B.

Por último, comenzaron a aparecer datos estadísticos relativos a los diferentes Estados. Aquello no interesaba. La tensión se hacía intolerable. Un involuntario y general ¡oh! se escuchó cuando en la pantalla, tras un breve parpadeo, y el anuncio de «resumen general», pudieron verse dos líneas de letras verdes. En la primera decía: N.U.G. y en la segunda: sigue gráfico.

Más parpadeos y, cuando estaban a punto de producirse media docena de infartos, surgieron en la pantalla, una serie de puntos sin orden ni concierto, como si los hubiera sembrado una brisa juguetona.

El desconcierto fue absoluto. Mr. Trives, presidente accidental, oprimió con fuerza un botón del dictáfono y preguntó con voz airada: «¿Qué ocurre?, ¿qué significa esta mamarrachada?»

El coordinador y director del programa, Mr. Trovus, apuradísimo, respondió: «Lo ignoro, Mr. Trives. Aquí nunca hemos visto nada semejante, pero lo averiguaremos.»

Y Mr. Trovus, paseando, de técnico en técnico, una mirada de ratón acorralado, dijo: «¿Alguno de ustedes tiene idea de todo esto? ¿Qué diablos quiere decir N.U.G.?»

El silencio más absoluto acogió las palabras del director que, desesperado, insistió: «¿No se les ocurre nada?»

Únicamente, un ingeniero español, de Colloto para más señas, que se encontraba disfrutando de una beca desde hacía dos semanas, se adelantó diciendo tímidamente: «Creo que puedo explicar de qué se trata»

«Pues, dígalo, hombre de Dios, ¡dígalo!», interrumpió Mr. Trovus.

Entonces, Paco Fernández afirmó:

«N.U.G. significa Neither under gunshots, es decir, Ni a tiros. En cuanto a los puntitos -añadió tomando un lápiz óptico y uniéndolos con firme trazo- representan un descomunal corte de manga, como pueden ver ustedes».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

Nicotiana tabacum

Es de suponer el desconcierto que experimentarían los conquistadores españoles al enfrentarse con un mundo nuevo para el que carecían de toda referencia.

En su descargo hay que admitir que Luis Pancorbo aún no había comenzado a filmar la interesante serie «Otros pueblos».

De todos modos, como la historia impone la fijación de una cabeza de turco, hay que buscarla. Aunque en este caso, no es preciso. Es bien visible. El responsable, a quien acuso sin la menor vacilación, es el señor Calviño, Director General de T.V. Mi conciencia no ha sufrido remordimiento alguno al hacerlo, y estoy seguro de que la del pobre señor aludido tampoco. Ya está acostumbrado.

Es evidente que si Pancorbo hubiera madrugado un poquito, los primeros españoles que pusieron pie en América no hubieran actuado con el típico despiste del paleto fuera de su término, dejándose timar por el primer desaprensivo que se hace el encontradizo.

Nada podía hacer pensar a los descubridores, en su lógica ignorancia, que algunos de los productos recomendados por los indígenas, y transportados a la patria, iban a ser el origen de tantos problemas. Por fijarnos en uno sólo, hablemos de la «nicotiana tabacum», vulgo: tabaco.

Para empezar, digamos que su consumo nos hace víctimas de un vicio absurdo. ¿No sería más cómodo y, sobre todo, infinitamente más sano quemar la ración diaria de una vez, en un montón, como se dice en Asturias, haciendo un borrón? Contemplando las volutas de humo desde una prudente distancia y al aire libre, estaríamos a salvo de ligeras molestias como el cáncer de pulmón, la afonía y el ennegrecimiento de la dentadura.

El tabaco y cuanto se relaciona con su consumo, sumergen al observador imparcial, no fumador, en un estado de perplejidad problemáticamente soportable.

Se trata de una droga poseedora de una incomprensible componente contradictoria. Mientras quienes, sin cosa mejor que hacer, fuman para matar el tiempo, otros ocultan sus intenciones, piensan en lo que nos van a decir y, ganando tiempo, encienden un pitillo tras otro. Los hay desgraciados que no precisan dar golpe, haciendo tiempo convertidos en humana chimenea.

Todavía existe un cuarto grupo de fumadores. A éste pertenecen cuantos no han sido atrapados por el tabaco a causa del peligroso atractivo que supone, sino por altruismo. Simplemente, para contribuir a la elevación y el mantenimiento de la cotización en Bolsa de las acciones de Tabacalera.

Me entusiasma la generosidad de miras pero no hasta el punto de embobarme ante quienes, como estos últimos, son como niños jugando con fuego. ¿Ignoran que quince gotas de nicotina inyectadas en el torrente sanguíneo de un caballo lo dejan frito sin necesidad de aceite?

Por supuesto, yo no he hecho la prueba de las gotas, que me parece una verdadera barbaridad. Es algo que he leído en alguna parte.

Y, a propósito de fallecimientos, ¿ha pensado alguna vez si los animales como los humanos, pasan a mejor vida?

Yo sí, lo he pensado, y me da en la nariz que los únicos irracionales acreedores de esa distinción son los perros. El motivo, fácil de comprender. En este mundo su vida ha sido de perros y, lógicamente, su destino definitivo no puede ser peor.

Parece seguro que en la entraña del tabaco reside desde siempre el fin de la vida. Antiguamente se conocía este hecho, pues era frecuente la utilización de soluciones de agua y tabaco para la desparasitación de cultivos vegetales.

Y contra semejante enemigo, ¿no existe remedio? Claro que sí. Basta con dejar de fumar. Se trata de un desenlace pasivo. No es necesario hacer nada especial. Sólo dejar de adquirir tabaco y, por supuesto, dejar de gorronearlo. Es muy fácil. El único inconveniente se encuentra en el hecho de que aún es más fácil reanudar los sutiles lazos que tan fuerte atan.

Todo resultaría más sencillo si no se dieran casos como el del doctor que, con un enorme cigarro puro entre dientes, decía a uno de sus pacientes aquejado de un descomunal enfisema: «Nada, nada, repito que el tabaco es sumamente perjudicial para la salud. No me explico como alguien con sentido común aún puede hacer lo que usted. Le prohíbo terminantemente que fume ni un solo pitillo»

También es curiosa la ocurrencia de uno de mis amigos, el cual, respondiendo a sus hijos que le suplicaban que dejara de fumar, dijo: «No os esforcéis más. Es imposible. Lo más que he conseguido, después de encarnizadas batallas, ha sido cambiar de marca.»

En cuanto a mí, tendré que dar por perdido el encendedor. Antes de que cierren, bajaré al estanquillo a comprar cerillas. Ya no aguanto más.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

Chatarra para los Midas

CAPITULO I

Aquel montón de harapos, yacente sobre el inmundo camastro, ocultaba el cuerpo sin vida de la que había sido su madre. La idea de que nunca más volvería a escuchar su voz imperiosa vomitando soeces improperios resultaba increíble, casi grotesca.

Cuando Ramón regresó acompañado del médico -al que había ido a buscar precipitadamente-, Regina estaba más allá de cualquiera de los remedios que la ciencia dispensa en casos similares.

“Ya empieza otra vez este condenado dolor” había exclamado asiendo con la mano derecha el antebrazo izquierdo.

No volvió a pronunciar palabra hasta que, ya tumbada en el que había de ser su lecho de muerte, detuvo con un ademán a Ramón que salía en busca de ayuda y, señalándole con un sucísimo dedo índice, balbuceó: “Cuida a mi hijo o volveré para tirarte de las orejas”.

Después, momentos antes de la llegada del doctor, sufrió una convulsión, emitió un sonido semejante al gorgoteo de un desagüe y se quedó yerta.

El galeno no se anduvo por las ramas:

— Se lo había pronosticado muchas veces -comentó ácidamente-. Bebía como una esponja y el corazón aguantó hasta el límite de sus posibilidades -añadió ocultando el rostro de la extinta con el extremo de la manta hecha jirones.

Y, con un doble palmoteo en el hombro del hijo que contemplaba desorientado la escena, se fue.

El chico, acababa de cumplir los trece años, salió de la miserable barraca de tablas y trozos de bidón que había sido su único hogar desde que había nacido. Era la primera vez que se encontraba frente a frente con el misterioso hecho de la muerte.

Como un autómata, fue a sentarse cerca de la puerta, sobre un montón de hierros. Allí, sin pensar en nada, con la mente absolutamente en blanco, permaneció inmóvil hasta que Ramón acudió a su lado.

— Voy a llamar a don Froilán. ¿Te quedas o vienes conmigo? Es cosa de un momento.

— Me quedo -se limitó a responder el muchacho con la vista clavada en los desordenados montones de desechos metálicos.

El sonido de los pasos del que, por expreso deseo de su madre, iba a ser su mentor de allí en adelante, pareció sacarlo del vacío en que se encontraba. En su cerebro confuso fueron surgiendo detalles olvidados de su vida al lado de aquella mujer tan pletórica de desconcertantes particularidades que, incluso a su corta edad, habían resultado chocantes.

Cuando el hijo despertaba, la madre ya no se hallaba en la chabola. Antes del amanecer, se levantaba y se lanzaba a la calle arrastrando el decrépito y pesado carromato en el que, pacientemente, iría depositando la miscelánea de botellas, cartones e inservibles trozos de metal abandonada ante los portales de la ciudad en espera de los camiones de la basura.

Tirando y empujando como una caballería, recorría un largo itinerario que finalizaba hacia las nueve y media o las diez. Antes, se detenía tres o cuatro veces en alguna de las modestas tascas que pueblan toda ciudad industrial y en cada una de ellas apuraba glotonamente un doble de orujo.

A la vuelta, cerca ya del descampado donde tenía instalada casa y negocio, adquiría una frasca de vino tinto que colocaba con grandes precauciones en lo alto del carro, siempre bien protegida entre papeles y embalajes de cartón.

Al llegar, ocultaba con celo el enorme recipiente bajo un banco de madera cojitranco y remendado, vaciaba el contenido del carro en el único lugar despejado, en el centro de aquel cementerio de trastos inútiles y, con ayuda de Ramón, iba trasladando cada objeto al montón en que se reuniría con otros de su misma o parecida especie.

Para entonces él, Regino, ya estaba en pie; había desayunado lo que el omnipresente Ramón le hubiera dispuesto. Después, dando patadas a cuantas piedras se le ponían delante, se encaminaba a la iglesia de la Encarnación en la que prestaba sus servicios como monaguillo. A cambio de éstos, don Froilán, el coadjutor, le enseñaba a leer, escribir y las cuatro reglas.

Cuando volvía a casa, Regino advertía en su madre los primeros síntomas de una embriaguez que iría in crescendo a medida que avanzaba el día hasta alcanzar el punto cenital a media tarde. Sin embargo, en ningún momento, en el transcurso de las frecuentes negociaciones de compraventa o trueque pues a las tres actividades se dedicaba, pudo percatarse de que cometiese fallo alguno. Regina, en medio de las brumas alcohólicas que la envolvían, actuaba con serenidad y astucia mercantiles dignas del más flemático mercachifle.

Más de una vez, cerrado el último trato del día, Regina hubo de ser transportada en volandas hasta su jergón, desde el suelo al que había ido a parar parcialmente consciente.

Entre Regino y Ramón arrastraban la montaña de carne en que el paso de los años y, sobre todo, las continuas libaciones habían convertido a aquella mujer que se dejaba conducir entre un diluvio de frases groseras. Al derrumbarse como un saco de piedras sobre el lecho, continuaba murmurando palabrotas hasta que durmiéndose profundamente, iniciaba el concierto de ronquidos que había de durar toda la noche.

Resultaba inimaginable que la naturaleza, hasta entonces generosa, hubiera decidido de pronto mostrarse definitivamente tacaña, retirando su apoyo y permitiendo que Regina se transformase en el inmóvil bulto cubierto por la sucia manta.

Regino era aún excesivamente joven para comprender nada de esto, pero aunque no fuese así, tampoco hubiera podido entender las razones que habían impulsado a su madre a abandonarse de tal manera.

Quienes la conocieron hacía veinte años, aún se hacían lenguas de su excelente figura, de su hermoso rostro y buen carácter. Un día, sin explicación aparente, comenzó a dar señales de una ligereza de cascos inexistente hasta entonces. Se fue a vivir sola, abandonando a sus padres, dejándose acompañar por individuos de dudosa reputación, cuando no de pésimos antecedentes.

Pasó algún tiempo; de pronto, desapareció de la pequeña ciudad donde habitaba, reapareciendo al cabo de tres años con un niño de dos. Se trataba de su hijo Regino, a quien había registrado con su mismo apellido.

Casi recién vuelta, inició sus actividades como trapera, estableciéndose en las afueras. A partir de entonces, el deterioro había sido constante y las pocas personas que, en los primeros momentos, intentaron realizar con ella una labor de redención, fueron cansándose ante la inutilidad de sus esfuerzos y Regina fue abandonada a su suerte.

Luego surgió Ramón. Nadie sabía de dónde procedía. Era un hombre extraño, de muy pocas palabras y edad indefinida que pasó a ocupar un lugar importante en la vida de Regina; importante, pero subordinado. Trabajaba y bebía tanto como ella, aunque estaba claro que en los asuntos económicos carecía de voz y voto. Debía poseer una formidable resistencia pues jamás se le había visto ebrio. Hablaba con voz reposada y palabras educadas, demostrando a Regino un inmenso cariño, si bien la madre había dejado bien claro que el caso no era de paternidad oculta.

Las pisadas de don Froilán y Ramón apartaron al chico de su ensimismamiento y, obedeciendo a una muda señal del cura, siguió a los dos hombres al interior de la choza.

Allí, a la vacilante luz de una vela que fue encendida -la electricidad representaba un lujo desconocido en el chamizo-, el sacerdote recitó el oficio de difuntos, ungió la frente de Regina con los santos óleos y anunció en tono sepulcral, como si temiera despertar a la que había pasado a mejor vida, que los funerales se celebrarían a las diez de la mañana siguiente y, al finalizar éstos, se procedería al enterramiento. Luego, ya en la puerta, dedicó unas palabras afectuosas al huérfano y se fue caminando a grandes trancos.

Aquella noche Ramón y Regino velaron el cadáver en completo silencio. Sentados en el camastro del muchacho, arropados con viejas mantas, dejaron transcurrir el tiempo sin cruzar palabra. De madrugada, Ramón se puso en pie, encendió la lumbre y preparó café. Entregó un humeante tazón a Regino y se sirvió otro para sí mismo.

— Anda, bébetelo bien caliente. Hoy será un día de prueba -dijo pausado.

El acto religioso, al que solamente acudieron el hombre y el chico -y, por supuesto, media docena de viejas siempre presentes en esta clase de solemnidades-, fue el deprimente anticipo del entierro.

Regino experimentó la extraña impresión de que, desde el exterior de su propio cuerpo, observaba cómo asistía al sepelio de su madre. Vagamente, percibió una sensación de desdoblamiento que le permitía ser a la vez testigo y parte, en ambos papeles con absoluta indiferencia.

El raro estado de ánimo que protagonizaba por primera vez, y del que no era por completo consciente, desapareció bruscamente cuando se escuchó el sonido producido por la tierra al golpear el modesto féretro de pino.

Entonces dejó de ser testigo pasando a ser únicamente parte interesada que alcanzaba a entender, en toda su plenitud, el significado de lo que estaba sucediendo.

En los años que siguieron, Ramón continuó atendiendo el miserable negocio de Regina y cuidando de Regino con igual generosidad que si ambos, chatarrería y muchacho, le pertenecieran.

La existencia de Regino experimentó muy pocos cambios. Prosiguió prestando sus servicios en la iglesia de don Froilán y recibiendo, como pago, instrucción. Se había aficionado a la lectura y aprovechaba las muchas horas libres que sus escasas obligaciones le otorgaban, y el sacerdote sabía que si su pupilo no estaba en el templo lo encontraría en la surtida biblioteca del centro parroquial anexo.

Allí, paseando la ávida mirada sobre un libro cualquiera, con los dedos de la mano izquierda revolviendo inquieta los rojizos cabellos, pasaba las jornadas Regino. Don Froilán había intentado poner un poco de armonía en el desordenado afán de lectura. Trataba de que ésta se fuese realizando con método, pero todo fue inútil. Aquel muchacho devoraba letra impresa como su madre había ingerido vino. Sin tasa ni medida.

“Esperemos que su vicio no resulte tan funesto como fue el suyo para Regina”, se acongojaba el eclesiástico recordando que el señor obispo le había sermoneado, sin acritud pero repetidamente, por la liberalidad con que habían sido aprovisionados los anaqueles de la biblioteca.

— El día menos pensado, Froilán, vas a ser testigo de una gresca monumental. ¡Mira que encerrar en la misma habitación a Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León, los cuatro evangelistas, Marx, Engels, Nietzsche, Schopenhauer, Zola y otros parecidos! Estás completamente loco y si, entre todos ellos, te incendian la iglesia y el centro, no recurras al obispado; llama al parque de bomberos.

Pero don Froilán hacía oídos sordos, sonreía con beatitud y, mendigando aquí y sableando allá, continuaba enriqueciendo su colección de libros.

La actitud de Regino le preocupaba y halagaba al mismo tiempo. No estaba habituado a que sus feligreses manifestaran aquella sed de cultura y, por estas razones, ya había advertido al recalcitrante y jovencísimo usuario sobre el riesgo que una desorganizada campaña de lectura podría hacerle correr. Le había confeccionado varias listas en las que, de manera racional, figuraba un amplio abanico de títulos y autores. Y todo, para nada. A los tres o cuatro días encontraba a su protegido absorto en un libro y, a su pregunta ¿qué lees?, repetida tres o cuatro veces, pues el destinatario de la misma estaba como ausente y nada oía, recibía la respuesta de:

— Crítica de la razón pura, de Kant.

— Pero, ¿entiendes algo de eso?

Y Regino, sin alzar la vista de las páginas que para don Froilán constituían un verdadero galimatías, contestaba:

— Más o menos.

Ante tamaña serenidad de espíritu, tozudez o inconsciencia, el ministro del Señor hubo de ceder. Dejó de inmiscuirse en las lecturas del monaguillo y éste, desde aquel momento hasta que se vio obligado a atender la inaplazable llamada del ejército que lo conminaba a prestar el servicio militar, paseó sus ojos insaciables sobre casi todas las existencias literarias del buen cura.

La mili, que para tantos jóvenes viene a ser una lamentable pérdida de tiempo, supuso para el recluta -pasado el período de instrucción‑ una época de auténtica felicidad.

Tan pronto como se reincorporó al acuartelamiento, de vuelta del campamento, uno de los sargentos preguntó a voz en cuello ante la formación:

— ¿A quién le gusta la literatura?

Regino había oído comentar que el sistema más seguro de ser destinado al servicio de cocina, al de letrinas o, en general, a cualquier otro no ambicionado por nadie en sus cabales, era responder a preguntas de aquel género.

Sin embargo, algo más fuerte que su sentido común le obligó a contestar poniéndose tieso como un huso.

— A mí, mi sargento.

La orden recibida del suboficial lo llenó de pasmo.

— Sube al despacho del Comandante Mayor y preséntate a él mismo. Dile que eres el “literato”.

El alarmado soldado -había jurado bandera dejando con ello de ser un despreciable quintorro-, subió velozmente al despacho indicado y fue inmediatamente pasado a presencia del Mayor.

La entrevista fue muy breve. El comandante se limitó a decirle:

— En vista de que te agrada la literatura, a menos que tengas alergia a las estrellas de ocho puntas, desde este momento pasas a ser mi ordenanza. Te voy a encomendar una tarea que te agradará. ¿Conoces la ciudad?

— Muy poco, mi comandante. Sólo estuve en La Laguna un par de veces.

— Bien; toma esta tarjeta. Vete a mi domicilio; preguntando se va a Roma. Le dices a mi madre quién eres. A propósito, ¿cómo te llamas?

— Me llamo Regino Midas Midas, mi comandante.

Al escuchar aquellas palabras, el militar abrió unos ojos como platos.

— ¿Cómo has dicho?

— Regino Midas Midas.

— Es curiosísimo. Midas por partida doble; y encima con Regino delante. ¿Has oído hablar de la leyenda del Rey Midas?

— No, mi comandante. Lo siento.

— Bueno, ya te la contaré en otra ocasión. Ahora vete a mi casa y espérame allí; llegaré enseguida. Ah, dile al sargento de Mayoría que te cubra un pase de pernocta y que me lo traiga a la firma. Andando.

— Sí, mi comandante. A sus órdenes.

Con el pase de pernocta en el bolsillo, Regino, alegre como unas castañuelas, buscó y encontró rápidamente la casa donde vivía su jefe. No estaba muy lejos del cuartel, pero aunque lo hubiese estado, no se hubiera enterado de que hacía un calor infernal. Era un mediodía del mes de julio y las islas Canarias no se encontraban entre los lugares más recomendados para tomar el fresco.

En aquella oportunidad, por lo menos, los lúgubres vaticinios de los veteranos no se habían cumplido. El pase de pernocta garantizaba la exclusión del dormitorio cuartelero que reunía todas las desventajas de la colectivización sin disponer de las oportunidades favorables que aquélla pudiera encerrar.

Por otra parte, no era lógico pensar que el comandante precisara de un ordenanza sólo y exclusivamente para que le pelase las patatas destinadas al consumo de su hogar particular o para proceder al desatascado de los servicios higiénicos. Y, en todo caso, por muchas patatas que se consumieran en la casa, nunca serían tantas como las ingeridas a diario por un regimiento. En cuanto a la comparación entre los índices de utilización de las letrinas comunitarias militares y del pudibundo W.C. de la morada del Mayor, era claramente inimaginable.

Pero, entonces, ¿por qué la preferencia hacia un soldado amante de la literatura?

Regino deseó fervientemente que si en la inesperada predilección se encontraba el clásico gato encerrado, perteneciera a una desconocida especie desprovista de uñas.

Pero cuando, con mano que en vano trataba de hacer firme, oprimió el timbre de la puerta de aquella casa -que únicamente Dios sabía qué peligros ocultaba-, sus temores se desvanecieron como por ensalmo.

La viejecita de aspecto amable e inofensivo que acudió a la llamada, debía ser incapaz de albergar, ni siquiera consentir, la menor intención dudosa contra el prójimo, aunque éste estuviera representado por un tímido soldado.

— Buenos días, señora. Soy Regino, el nuevo ordenanza del Comandante Mayor.

— Sí, hijo. Te esperaba. Mi hijo nos avisó por teléfono. Pero, pasa, pasa; no te quedes ahí.

La madre del comandante precedió al flamante ordenanza por un largo pasillo y lo introdujo en una habitación de grandes dimensiones, el centro de la cual estaba ocupado por un enorme montón de embalajes de cartón que aún no habían sido abiertos. Había tantos, que para andar de un lado a otro era preciso bordearlos dando rodeos.

Aquella especie de almacén le recordó a Regino la chatarrería de su difunta madre.

La viejecita, una señora de alrededor de ochenta años que aún caminaba con firmeza y lucía los cabellos más blancos y luminosos que el soldado había contemplado nunca, le ordenó que tomara asiento sobre uno de los cajones y, al advertir las vacilaciones del nuevo miembro de la casa, añadió:

— No tengas reparos; yo he estado sentada toda la mañana y me agrada moverme de acá para allá. Pero, cuéntame, ¿de dónde eres?

— Soy asturiano, de Oviedo.

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