Symphorien y el paraguas locuaz

Symphorien y el paraguas locuaz fue galardonada con el IV Premio de Novela Corta «Villa de las Rozas». Pedro la presentó con el título de La sequía. El galardón le fue entregado por Rafael Alberti.

Pedro Martínez Rayón, galardonado con el premio

Enlace al pdf de la novela Symphorien y el paraguas locuaz

ZARABANDA

Cuando aquella noche, por detrás de los cristales, contemplé la calle, continuaba lloviendo. Era una lluvia menuda, persistente, que dejaba las aceras brillantes y relucientes como pasillos perfectamente encerados. De trecho en trecho, la luz pugnaba por abrirse paso entre las tinieblas poniendo de relieve el incesante goteo. Era una noche que no prometía nada bueno para el día que habría de seguirla.

Al despertar a la mañana siguiente, con el perfume del café recién hecho, por la puerta entreabierta de mí habitación llegaron hasta mí los ruidos que mi madre hacía con sus preparativos de marcha. Se iba a casa de mi hermana con la que pasaría unos días para acompañarla y ser testigo del nacimiento de su primer nieto.

Instantes más tarde, la viajera asomó la cabeza en el dormitorio y, sin pasar, dijo: “No te molestes en levantarte. Ya he pedido un taxi y solamente llevo una maleta pequeña. Como es para tan poco tiempo… Tú aprovecha hoy; mañana tienes que empezar a madrugar. Recuerda el despertador. Ah, y a ver lo que comes. No hagas como la última vez que estuve en casa de tu hermana. Si sales luego, llévate el paraguas. Hace un día horroroso.”

Seguramente hubiera continuado con sus recomendaciones pero, en aquel preciso momento ambos escuchamos las repetidas llamadas de un claxon que reclamaba su presencia. El taxi la esperaba.

Entró, entonces, apresuradamente, me besó cariñosamente y, prometiendo llamarme para cerciorarse de que no había novedades, se fue.

En el silencio producido por su marcha, roto únicamente por el siseo causado en el exterior por el agua desplazada por los automóviles, pensé en que aquel era mi último día de vacaciones, las primeras desde que había comenzado a trabajar como economista en un banco. Era cierto que el periodo de holganza me había venido bien para descansar, pero también era verdad que durante todo el mes apenas había visto el sol dos días completos. Septiembre no era un mes apropiado para hacer vida al aire libre.

No sabía cómo emplear las últimas horas de libertad. Con cierta desgana, me levanté. Eran las once y media. Antes de pasar al cuarto de baño, me dirigí a la cocina. Olía muy agradablemente. Una vez más me dije, sirviéndome una taza, que el café resultaba más atrayente por el olor que por el sabor. Bebí lentamente su contenido y, a punto de darle fin, encendí un cigarrillo. Era el primer acto de afirmación de independencia que me permitía en ausencia de mi madre. Ella no me lo habría consentido sin atiborrarme previamente de tostadas, mermelada y mantequilla.

Poco después, más animado, me aseé, vestí y salí de casa cerrando cuidadosamente con llave. Al llegar al portal, viendo la gente presurosa protegida con sus paraguas, observé que había olvidado el mío. De mala gana, volví a tomar el ascensor y subí a por él.

Ya en la calle, con aquel incómodo adminículo sobre la cabeza y sujetando fuertemente el puño de plata entre ambas manos, pues el viento arreciaba, fui discurriendo sobre las ventajas e inconvenientes de aquel chisme que, en mi fuero interno, denominaba “mal necesario”. Lo cierto era que se trataba de un trasto ridículo dotado de una increíble tendencia a extraviarse. Yo mismo, reconocí, perdía más veces el paraguas que la paciencia.

Y con aquel debía tener un especial cuidado. Era un artículo de lujo. De seda fina, impermeabilizada; sus varillas reforzadas, de acero inoxidable y muy ligeras. El puño, de plata -como ya he dicho-, representaba fielmente una cabeza de galgo. ¡Que Dios se apiadara de mí si la futura abuela llegaba a saber que aquel distinguido ejemplar -su obsequio de cumpleaños- siguiendo el comportamiento de múltiples antecesores, me abandonaba caprichosamente sin despedirse!

Tampoco saldría muy bien parado cuando se enterase de que el elegante pertrecho ya había mancillada con un diminuto desgarrón, muy cerca de la varilla próxima a la presilla de cierre. Era invisible cuando se encontraba plegado, pero a los ojos de zahorí de mi madre poco se ocultaba. Lo dicho; en guardia permanente o tendría un buen disgusto.

Haciéndome estas reflexiones, llegué ante la cafetería en la que me proponía aguardar la llegada de un par de amigos. Empujé la puerta con el hombro mientras cerraba el paraguas. Lo plegué cuidadosamente, realizando así el segundo acto de rebelión contra mi progenitora -que me tenía terminantemente prohibido hacerlo antes de que estuviese seco- y lo introduje en el paragüero en el que ya se encontraban otros cuatro o cinco.

Me acerqué a la barra y, sentándome en un alto taburete, pedí un whisky. Era lo mejor para entrar en calor y ahuyentar los efectos de la elevada humedad. (Tercera insubordinación hacia la autora de mis días, defensora acérrima de la teoría que afirma las propiedades perforadoras de “esa porquería, ¡uf, qué asco!”.

Llevaba el vaso a los labios para tomar el primer sorbo cuando Martín, uno de los amigos que esperaba, palmeó afectuosamente mi espalda haciendo que el ardiente licor pasara por un camino inadecuado.

“Vengo solamente a advertiros de que no contéis conmigo. He de irme a comer ahora mismo. Esta tarde nos visita el Inspector de Hacienda y tengo que estar en el comercio antes de las tres”, me dijo. Y, sin detenerse un momento, ya en marcha, añadió: “Os veré esta noche aquí, como siempre.”

Otra vez solo, me dediqué a la copa que tenía en la mano y a observar las idas y venidas de los clientes que entraban y salían incesantemente. Pero, durante todo el tiempo que permanecí allí, resuelto a no olvidar el paraguas, no perdí de vista por un momento el mueble, una especie de enorme papelera, en que lo había depositado a mi entrada. Ahora estaba bien acompañado. Compartía el lugar con otros seis o siete más y, por esa razón, cada vez que alguien se dirigía a aquel rincón, yo comprobaba atentamente los que se retiraban para que no se produjese algún error.

Cuando estaba a punto de dar fin a la consumición, oí que se voceaba mi nombre. Me llamaban al teléfono, instalado en la esquina de la barra opuesta a la que yo ocupaba. Uno de mis amigos comunicaba que ni él ni Luis podían venir.

Un tanto aburrido, decidí marcharme a casa y tomar algo allí; el plato rápido que, con evidente satisfacción, despachaba un hombre -que no se había despojado del sombrero ni del abrigo de pelo de camello color marrón- no presentaba un aspecto muy apetitoso. No obstante, comía con avidez. Debía sentir hambre, pues estaba rodeado de alimentos. Además de un par de huevos fritos, dos gruesas salchichas, un enorme filete de carne, y lo que me pareció un saco de patatas fritas, tenía a su alcance una respetable fuente con ensalada de lechuga y tomate. Junto a su codo aguardaba turno una descomunal ración de tarta. El camarero buscaba espacio para añadir a aquellas provisiones una jarra de cerveza, la segunda, y un gigantesco bol lleno hasta los bordes con Mouse de chocolate.

Observé todo esto al mismo tiempo que privaba de la compañía de mi paraguas a los que aún permanecían en el paragüero. El hombre del festín no levantó la mirada de las vituallas.

Cuando me había alejado unos treinta o cuarenta metros de la cafetería, comenzó a llover de nuevo. Apresuradamente, abrí el paraguas y, sorprendido, comprobé que no era el mío. Era exactamente igual, pero éste tenía, colgada de la parte más alta de una de las varillas, una tarjetita de aluminio en la que podía leerse: Ramón Gómez Rendir; seguía la dirección.

“¡Vaya -pensé-, D. Ramón es tan despistado como yo!”. Claro que la confusión es bien natural. Son dos paraguas gemelos. La cosa tiene fácil solución. Y pronta, pues el hombre vive en esta misma calle.”

Apreté el paso y enseguida me encontré ante el número 172. Subí al primer piso y oprimí el timbre. La doncella que abrió la puerta cogió la tarjeta de visita que le ofrecí y me dijo: “Voy a ver si está D. Ramón. Tenga la bondad de esperar un momento.”

Regresó minutos después, diciendo: “Sígame, por favor.”

El señor que me recibió era un hombre de unos setenta años. Su cabeza, calva como un huevo y con la forma de uno de ésos, reflejaba la luz de la lámpara bajo la cual leía el libro que depositó sobre una mesita baja, al tiempo que se levantaba de un confortable sillón frailuno para venir a mi encuentro con la mano extendida.

“Vd. dirá qué desea señor…, señor Alba”, murmuró echando una ojeada a mi tarjeta, que retiró del bolsillo superior del batín. “Perdone que le reciba así -añadió- pero…”

Por favor -le dije-, no se excuse. He venido a traer su paraguas, con la esperanza de que usted tenga el mío. En los locales públicos, como la cafetería Tívoli, deberían entregar números a cambio de paraguas, abrigos y otras prendas. Así, se evitarían confusiones.”

“Tiene usted razón -respondió. Pero, siéntese un momento mientras voy a buscar su paraguas que, efectivamente, he traído por error.”

Regresó, no antes de que yo hubiera tenido la oportunidad de ver una fotografía de un D. Ramón muchísimo más joven, vestido con la toga de los hombres de leyes. Traía, ciertamente, mi paraguas.

Cuando hicimos el intercambio no pude evitar una sonrisa y, para eludir una errónea interpretación, comenté: “Parecemos dos generales cambiando las espadas en una original ceremonia de relevo.”

El dueño de la casa rió con buen humor y asintió diciendo: “Pues, en realidad, sí. Los paraguas son las armas con las que nos defendemos de las inclemencias del tiempo. Es la húmeda guerra contra la lluvia.”

Al decirle que debía irme, pretexté un quehacer urgente, me escoltó a la puerta explicando que Rosario, su ama de llaves y única compañía en aquel piso enorme, había tenido que salir y estaba solo. Nos despedimos amistosamente y me fui a casa. Había cesado de llover así que, satisfecho por la impecable operación de rescate, llevada a cabo sin el menor fallo, caminé balanceando negligentemente, a modo de bastón, el dichoso artefacto.

Próximo a mi domicilio, el regatón se deslizó sobre una losa y se quedó prendido en la agarradera de un registro de aguas. Tiré del paraguas con cuidado pues no era cosa de romperlo después de aquella recuperación milagrosa. Volví a hacerlo, esta vez con más fuerza, pero en vano. Evidentemente, se trataba de una atracción muy fuerte que podía finalizar en unión verdadera. Entonces, delicadamente, inicié un giro de la empuñadura hacia la derecha acompañado de un enérgico tirón hacia arriba.

El resultado de mi desesperada maniobra fue sorprendente. El puño se me quedó en la mano mientras del extremo inferior de éste se desprendía un tubito de plástico. Afortunadamente, ninguno de los escasos transeúntes se había percatado del extraño suceso. Recogí ambas partes y, casi a la carreta, llegué a mi casa.

La introducción de la llave en la cerradura coincidió exactamente con el primer timbrazo del teléfono. Supuse que sería mi madre y, cerrando la puerta con el tacón del zapato apenas hube traspasado el umbral, levanté el aparato de su horquilla y pude escuchar una voz desconocida que me preguntaba: “¿Es el señor Alba?” y, sin darme tiempo para responder, añadió: “Soy el comisario de policía Yuste. No pierda ni un minuto. Salga de su piso inmediatamente, pero no descienda a la calle. Váyase a una vivienda contigua. Deje una ventana abierta; no se detenga y llame luego al número… preguntando por mí. Ah, y llévese el paraguas junto con su contenido.”

Trofeo IV Premio de Novela corta

Trofeo IV Premio de Novela corta «Villa de las Rozas» entregado por el poeta Rafael Alberti a Pedro Martínez Rayón por su novela Symphorien y el paraguas locuaz.

Recorteperiodicorozasabc

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