Viaje para viejos. Papotes

“Papotes” había abandonado para siempre su Bélgica natal a bordo de un carguero que cubría la ruta Ostende-Gijón, transportando carbón extraído en las minas de Lieja.

Resultaba extraño que aquel negro mineral traído desde tan lejos a la Central Eléctrica de Aboño, costara menos dinero que el arrancado en el subsuelo de la propia Asturias, pero así era.

Paulus Poteshalen se encontró en Gijón con dos días en blanco. No tenía absolutamente nada que hacer. Su puesto de primer maquinista en el Norden Marik no le obligaba a permanecer allí. Podía irse a donde deseara, siempre que antes de la marea alta del día en que debían zarpar de nuevo para Ostende estuviera en su puesto.

Conocía escasas palabras de español pero entre ellas figuraban “vicio”, o sea, mala costumbre, y “villa”, es decir, población/núcleo urbano. Se quedó un tanto sorprendido al ver escritas las dos palabras en el indicador de un autobús que señalaba: Gijón-Villaviciosa/ Villaviciosa-Gijón.

“Me agradaría conocer -se dijo- una aglomeración humana que no tiene inconveniente en reconocer que, colectivamente, es un nido de vicios”.

Y no lo pensó más. Ascendió al autobús, entregó unos billetes al hombre que se encontraba detrás del volante simultaneando los trabajos de cobrador y conductor y se repantigó en un asiento bastante estrecho para sus amplias posaderas.

El vehículo arrancó con ruidosa protesta que al experimentado oído de Paulus nada bueno presagiaba y se puso en movimiento lentamente. A pesar del traqueteo, aquella ruina con ruedas avanzaba. Al poco rato, habían abandonado Gijón y rodaban a la sosegada velocidad de cincuenta Kms. por hora sobre una estrecha carretera, llena de profundos baches y bordeada por copudos árboles.

Abundaban las curvas y, de vez en cuando, entre la vegetación se veían cuidados sembrados de maíz. Era una visión tranquilizante. La cantidad increíble de tonos verdes había actuado como un bebedizo sobre la imaginación de Paulus.

Su llegada a Villaviciosa coincidía con la celebración del mercado al aire libre. Bajo frondosos plátanos, a lo largo de una calle que conducía a las afueras, se veía una interminable fila de puestos de venta. En ellos se ofrecía todo lo que una tierra fértil y generosa devuelve a quien la riega con sudor.

Vegetales de todas clases, mantequilla, fruta -especialmente manzanas de distintas variedades y excelente aspecto- cambiaban de dueño entre incesante cháchara. Todo el mundo hablaba a gritos. Parecía que iba a estallar una pelea a cada instante y, sin embargo, nada sucedía. ¡Qué diferentes eran las cosas aquí!

No obstante, encontró algo que semejaba bastante a un calzado utilizado en su lejana tierra. Había un par de puestos donde se exhibían zuecos de madera, no exactamente iguales a los belgas pero, evidentemente, de la misma familia.

Lo que no acababa de descubrir por ninguna parte era una muestra de los vicios que debían aquejar a la villa.

Entonces, dispuesto a llegar al corazón del secreto, se dirigió decididamente a un grupo de hombres que, sentados en bancos distribuidos en torno a una mesa, bajo una parra, bebían de un gran vaso común el líquido ambarino que se vertía desde la oscura botella colocada en alto.

La llegada de aquel desconocido enfundado en un uniforme azul, con gorra de plato en la que campeaba una rara insignia causó en el grupo de bebedores el natural estupor.

El asombro subió de punto cuando el recién llegado, con fuerte acento, dijo: “Villaviciosa, viciosa, vicio, villa, ¿sí?”.

“Sí, Villaviciosa”, respondieron los sorprendidos catadores de sidra, creyendo que el forastero deseaba cerciorarse de que se encontraba en Villaviciosa.

“¿Warum, why, pourquoi, perché viciosa?”, volvió a inquirir el desconocido.

Uno de los contertulios, viendo que por aquel camino no llegarían a ninguna parte, le indicó que se sentase a su lado, sirvió en el vaso una generosa ración de sidra y se lo entregó diciendo: “Beba, y déjese de monsergas”.

El invitado aceptó el convite y apuró el brebaje, lo saboreó apreciativamente y, devolviendo el frágil recipiente, insistió señalando la botella: “Ja, ¿sidra, vicio?”.

Ahora sí fue comprendido. Deseaba saber si la sidra era el vicio de la villa. Así que, sonriendo bonachonamente, contestaron: “Sí, sidra, vicio”.

Luego pidieron  más botellas y un puñado de manzanas y, haciendo ademán de estrujarlas, intentaron explicar cómo se obtenía aquella refrescante bebida.

El belga permaneció un buen rato sentado con sus anfitriones. No entendía una palabra de lo que se hablaba, pero le resultaba indiferente. Se sentía en paz con el mundo y consigo mismo. Cuando era su turno, bebía con aplicación, chasqueaba la lengua, apiñaba los dedos de una mano, se los llevaba a los labios y, besándolos, los separaba, realizando el gesto que en todas partes se traduce por “excelente”.

Contemplaba absorto cómo la sidra chisporroteaba al golpear el borde del inclinado vaso y los miles de diminutos diamantes que relucían al escapar goteando del transparente vidrio.

Pronto aprendió a deshacerse de la última porción del líquido imitando el gesto de una falsa oferta a los dioses. Lo que simulaba un acto religioso era únicamente una precaución higiénica.

Cuando la tertulia se disolvió, Paulus, tras estrechar ceremoniosamente las manos de los presentes, caminó al azar hacia la salida del pueblo. Enseguida se encontró andando por una pista de tierra, sin rastro de asfalto.

Entre las ramas de los árboles que jalonaban la senda que seguía, podía ver trozos de cielo azul y perezosas nubes algodonosas que parecían flotar lentamente.

Bastante antes de ver el agua que lo producía, escuchó su ruido. Al volver un recodo, se detuvo. Allí enfrente, como a doscientos metros, se alzaba una casa de piedra medio cubierta por hiedra.

Con paso tardo, se aproximó. Como sospechaba, se trataba de un molino. El sonido del agua corriendo encajonada en dirección al mecanismo que ponía en movimiento las pesadas muelas, era inconfundible.

Sobre la puerta de acceso podía verse un letrero que decía: “El Molino. Bar Modesto. Comidas”. Naturalmente, aquellas palabras nada significaban para Paulus pero, a pesar de todo, pasó al interior.

Dentro, le acogió una grata penumbra y un delicioso olor que le recordó las muchas horas que llevaba sin probar bocado.

Cuatro mesitas cuadradas, unas sillas y un corto mostrador de zinc, constituían el único mobiliario. Detrás de la barra, un anaquel con algunas botellas. A los extremos de aquélla, dos puertas, una con la indicación WC.

No había nadie para recibirle pero al escuchar el roce de la silla en que, fatigado, se dejó caer, por la puerta de la derecha surgió un hombre rechoncho con las ropas cubiertas de blanca harina.

Acercándose con andares de ánade, recogió el paño húmedo y, pasándolo concienzudamente sobre la mesa, preguntó: “¿Qué quiere tomar?”.

Paulus respondió: “sidra” y, cuando el hombre iba a marcharse en busca de lo que se le pedía, lo cogió por un brazo y soltó una larga e incomprensible tirada acompañada de la mímica adecuada para expresar que deseaba comer.

El propietario de “El Molino, etc.” le hizo señas de que no se impacientase y, asomando medio cuerpo a la puerta por la que había entrado un momento antes, gritó: “Cristina, ven acá. Tenemos un cliente que no habla español”.

La llegada de Cristina, que tuvo lugar rápidamente, representó muchas cosas para el marino belga. El ignoraba entonces que el encuentro tendría consecuencias tan importantes, que su vida dejaría de ser lo que había sido hasta entonces, para sufrir una radical transformación.

Por el momento significaba la posibilidad de hablar en un francés bastante rudimentario, pero comprensible. Cristina tenía veinticinco años, largos cabellos rubios, ojos tan negros como el carbón que transportaba el Norden Marik, voz acariciadora y un tipo que su modesto vestido no lograba disimular por completo.

El primer oficial de máquinas, repentinamente sin rastros de fatiga, hubiera entendido el árabe si Cristina lo utilizase. Comería cardos si se los sirviese. Pero, afortunadamente, lo que colocó ante sus ávidos ojos fue un rebosante plato de pote asturiano.

De vez en cuando, advirtiendo la poca maña que el marino se daba escanciando la sidra, la hija de Modesto la servía con una soltura admirable.

Tras el suculento potaje, llegó el turno de la parte sólida. Una abundantísima ración de lacón, tocino, chorizo, morcilla y costilla de cerdo.

Paulus, que había comenzado el almuerzo con sobrado apetito y buen ánimo, empezó a notarse incómodo. No sabía a qué atribuir aquella desazón que le ganaba por momentos.

Cristina estuvo a la altura de las circunstancias. El relato que el marino había hecho de sus andanzas en busca del vicio que aquejaba a la villa, junto con las posteriores y frecuentes libaciones del jugo de manzana, le hicieron comprender que era el momento de aconsejarle una rápida visita al WC …, para lavarse las manos.

El belga debía ser una persona muy aficionada al aseo personal pues, cuando volvió a sentarse después de la momentánea fuga, parecía sentirse sumamente aliviado.

Terminado el almuerzo, con Cristina actuando como intérprete, el oficial maquinista sostuvo una larga conversación con Modesto. Le interesaba todo lo relacionado con el campo, los cultivos, la fruta y, de una manera especial, la sidra y su fabricación.

Estuvieron hablando hasta bien entrada la tarde. A la hora de despedirse, no sabía cómo hacerlo. Dando rodeos y a base de circunloquios, logró armarse de valor para preguntar si podía volver por allí. La respuesta fue que aquél era un establecimiento público sin reserva del derecho de admisión.

Cristina las pasó moradas para traducir aquella chufla de su padre. Finalmente, consiguió encontrar las palabras precisas para no desanimar al que formulaba la pregunta.

Por último, se fue prometiendo seriamente que antes de un mes estaría de vuelta.

“Parece buena persona”, comentó el molinero. “Claro que con estos extranjeros, nunca se sabe”, añadió.

Paulus cumplió su promesa al pie de la letra. Veinticinco días después de aquella primera comida en “El Molino”, hacía la segunda aunque, esta vez, a base de fabada.

Durante su ausencia, solicitó la rescisión de su contrato con la casa armadora y liquidó sus asuntos en Bélgica. Prácticamente rompió todos los lazos con el país pues sus padres habían fallecido hacía años y su única hermana, casada con un ingeniero de minas, residía en el Congo.

La conversación mantenida con Modesto, tan pronto como consiguió terminar con cuanto se le había puesto por delante, fue muy seria. Pretendía adquirir un inmenso pomar (pomarada, decían allí) e instalar el mejor lagar de Asturias.

Sus proyectos no se reducían a esto. Como, por su carácter de extranjero, pudieran presentarse problemas a la hora de firmar escrituras y otros papeles legales, tenía pensado que todos sus bienes figuraran a nombre de su esposa, española.

Al traducir esto, Cristina no logró evitar un gesto de desagrado. “Entonces, ¿estás casado con una española?”.

“Todavía no. Pero puede que pronto lo esté”, fue la breve respuesta.

El exmarino había hecho el viaje desde Bruselas a Madrid con Sabena y de Madrid a Ranón, el aeropuerto de Asturias, con Iberia. Durante los vuelos realizados sin el menor contratiempo, su pensamiento apenas se apartó de la rubia escanciadora de sidra.

Lo que le sucedía no iba muy bien con su carácter, hasta entonces frío y receloso. Si aquello no era un flechazo, qué otra cosa podía ser. Además, no se trataba solamente de Cristina. Contaba también el ambiente de sosiego que se respiraba, que formaba parte del molino y sus alrededores.

Nunca se había encontrado tan tranquilo y a gusto. ¡Pasear lentamente bajo la arboleda, escuchar el rumor del agua que susurraba sobre los cantos de piedra, contemplar el cielo aspirando el sano perfume de la hierba y las flores, era tan distinto a lo que estaba habituado en su vida anterior!.

Recordaba las jornadas pasadas en las entrañas del Norden Marik y de otros barcos hasta llegar a aquel, soportando el olor nauseabundo del aceite de los motores, el monótono zumbido de pistones y émbolos, sin otros horizontes que las caras manchadas de sus compañeros de cautiverio.

Pero sobre todo, Cristina. Seguir navegando sin volver a verla era algo por lo que no podía pasar. El tenía ya treinta años. Debía pensar en casarse. Tendría hijos que vivirían una existencia, puede que sin grandes lujos, pero sana y alegre.

“Tan pronto como llegue a Villaviciosa hablaré con el molinero y, si su hija acepta, tendremos una boda en la que correrán ríos de sidra. Al fin y al cabo si, hasta ahora, estuve navegando no ha sido por el dinero. Tengo más de lo que necesito”.

Pasaron unos días, pocos, desde la vuelto de Paulus y una tarde en la que, como todas, había comido en “El Molino”, volvió a plantearse la cuestión pomar y lagar. Luego, muy serio, el belga dijo que deseaba casarse enseguida.

Modesto, con sonrisa burlona, contestó que bueno, que se casara y añadió: “Lo que no entiendo es por qué me lo dice a mí”.

La respuesta sorprendió únicamente a Cristina. Su padre ya sospechaba la verdad.

La boda se celebró, poco tiempo después, en Santa María, iglesia perteneciente al estilo de tránsito románico/gótico. Entre los asistentes se encontraba el grupo de bebedores de sidra que habían invitado al contrayente cuando llegó por primera vez a Villaviciosa en una infructuosa búsqueda del vicio que, aparentemente, asolaba a la comunidad.

Pasaron los años y, con la excepción de uno, todos los sueños de la pareja se convirtieron en realidad. Vivían en El Molino, convenientemente remozado y ampliado, aunque conservando todo su carácter.

El lagar producía excelente y abundante sidra y la contemplación del pomar cuando los manzanos estaban en flor era una maravilla que todas las primaveras ponía un nudo en la garganta a su orgulloso dueño.

Pero, quizás, como la felicidad nunca es completa, Cristina y Paulus no tenían hijos. No los tuvieron ni podrían tenerlos jamás. Aparentemente, no existía nada que se lo impidiese. Ambos disfrutaban de buena salud, eran absolutamente normales y, sin embargo, los hijos no llegaban.

Preocupados, visitaron una interminable serie de especialistas. Acudieron a Londres, París, Bruselas, sin resultado alguno.

Finalmente, cuando llevaban seis años de matrimonio, Cristina confesó a su marido que se encontraba en estado. La felicidad, sin límites, duró tanto como el embarazo.

A pesar de los constantes cuidados y la mejor ayuda médica, Cristina falleció al dar a luz y la niña nació muerta.

Transcurrieron varios años; Modesto, en pos de su hija y su nieta, abandonó este mundo. Paulus nunca llegó a recuperarse de aquellas pérdidas. Se encontraba solo aunque, sin proponérselo, había logrado reunir un elevado número de amigos.

Se nacionalizó español y emprendió varios negocios que marchaban viento en popa. Creó un complejo agrícola, granja y establos, dotado de los últimos avances de la técnica.

Querido por todo el mundo, titular de un enrevesado patronímico difícil de pronunciar y obligado a soportar su considerable peso (ciento diez kilos), fue rebautizado con el remoquete de Papotes, que aludía a sus redondos y carnosos carrillos y a las primeras sílabas de su verdadero nombre y apellido (Pa/ulus Potes/halen).

Su excelente carácter le hizo admitir de buen grado el nombre que, afectuosamente, empleaban cuantos le conocían.

Su vida, durante los años que siguieron a la desaparición de los que constituían su familia en Villaviciosa, fue pasando lentamente casi sin tomar parte activa en los acontecimientos. Una persona de absoluta confianza se hizo cargo de los negocios y, finalmente, se retiró totalmente.

Paseaba sin prisa por las veredas que le había hecho conocer Cristina. Sentado a la sombra de una parra que hizo instalar en el parte trasera del molino fumaba la pipa y, pensativo, escuchaba el rumor del agua que fluía muy cerca.

Uno de sus amigos, jubilado como él, le habló en cierta ocasión de los viajes que distintos organismos preparaban para personas como ellos. Podía ser divertido si fueran los dos juntos a cualquier parte.

Papotes, al principio, no quiso ni oír hablar de ello. “¿A dónde iba a ir él? Para hacerlo, tendrían que utilizar un transporte especial”, bromeó con amargura.

El otro, no conforme con aquella primera negativa, insistió haciéndole ver que un viaje le vendría  muy bien, sacudiría la pereza y el sopor en que se encontraba. Sería bueno para la salud del alma y del cuerpo.

Por último, Papotes accedió y un mes más tarde, arribaba a Palma de Mallorca. Aunque había de confesar que el viaje fue cualquier cosa menos cómodo, mentiría si afirmara que no se estaba divirtiendo.

Su aspecto y su acento, que le delataban como un ciudadano de adopción, le habían granjeado la simpatía de sus compañeros de viaje.

Poco importaba que se hubiera visto obligado a realizar el viaje en autobús, desde Oviedo a Barcelona, en el asiento del ayudante del conductor. En los destinados a los pasajeros era imposible encajar su humanidad.

Tampoco tenía trascendencia que la travesía Barcelona-Palma hubiera transcurrido en una butaca de lona ya que las literas no habían sido diseñadas para personas de su peso y tamaño.

De escasa monta era el inconveniente de dormir en una cama de matrimonio debidamente apuntalada cuyos refuerzos se le clavaban en la espalda como bayonetas.

No lo esperaba pero, ciertamente, disfrutaba con todo y de todo. Parecía un chiquillo en vacaciones. Su organismo, habituado a la baja temperatura del agua de río en que se chapuzaba casi a lo largo de todo el año, soportaba a las mil maravillas el tolerable frescor del Mediterráneo.

En las excursiones escuchaba atentamente cuanto explicaban los guías y nunca le faltaba un comentario oportuno que tenía la virtud de animar a aquéllos, sacándoles de la general apatía que suele ser su marca de fábrica.

Papotes era un hombre observador y esta circunstancia le permitió comprobar, el primer día que tomó posesión de su dormitorio, que el pestillo de la puerta corredera de la terraza había sido limado. La operación, realizada hábilmente por alguien que sabía lo que se hacía, podría pasar inadvertida sin un detenido examen.

Una noche, cuando Papotes dormía como un bendito roncando a más y mejor, sucedió algo que le despertó instantáneamente.

Se encontraba boca arriba, los labios, entre los cuales se deslizaba un reguero de saliva, un tanto abiertos, el brazo derecho colgando sobre el borde de la cama a dos dedos de la alfombrilla, cuando un repentino cambio en la temperatura del cuarto y la entrada del aire más bien frío que le golpeaba el rostro, cortó su sueño. Alguien le visitaba sin hacerse anunciar.

El nocturno infiltrado se detuvo unos instantes. Luego, confiando en los traidores y nasales sonidos del alerta Papotes, terminó de abrir la corredera, lo suficiente para pasar y encendió una diminuta linterna que emitía un delgadísimo rayo de luz.

Cautelosamente, sin producir el más leve sonido, se introdujo en la habitación y, desde donde se encontraba, paseó el débil fulgor de la lamparilla sobre todo el mobiliario. El único lugar que no iluminó fue el lecho sobre el cual el alerta Paulus, con los ojos entreabiertos, esperaba su oportunidad.

El tenue haz de luz hizo un prolongado alto sobre el escritorio situado frente a la cama. Algo lo atraía como un imán. Era una abultada cartera de la que sobresalían algunos billetes. Allí estaba lo que venía buscando.

El ratero, con paso cauto, rodeó una silla y avanzó sin un rumor. Pisó el extremo de la alfombra de pie de cama más cercano a la cabecera de ésta. Para hacerlo, tuvo que pasar a dos dedos escasos de la mano extendida de Papotes.

Dio dos pasos más. Ahora se hallaba de espaldas a su víctima. Con una sincronización de movimientos perfecta, el gordo y aparentemente lento emisor de ronquidos, propinó un violento tirón a la estera y se arrojó de la cama con la colcha extendida, cubriendo con ella al asustado amigo de lo ajeno que se había ido de bruces al suelo.

Lo que vino después fue un juego de niños. Papotes, como si su vida hubiera transcurrido en un almacén de paquetería, hizo un fardo del incauto invasor, lo tumbó sobre el colchón, se sentó encima (estando a punto de aplastarlo) y llamó a recepción pidiendo que subiera el detective del hotel.

Cuando el funcionario entró en la habitación, empuñando la pistola, recibió dos sorpresas. La primera, jocosa; el espectáculo inusitado de lo que, a primera vista, parecía un paquidermo en pijama. La segunda, trágica. La persona que surgió de entre los pliegues de la colcha, sofocada y atemorizada, era Pepito, pinche de cocina del propio establecimiento hostelero.

Pasados los primeros momentos de confusión, la policía, alertada por la dirección del hotel, se hizo cargo del detenido y le trasladó a Comisaría.

Al día siguiente, Papotes fue objeto de un homenaje por parte del Sindicato Provincial de Hostelería, en el que tomó parte el Delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma Balear y el Jefe Superior de Policía.

El astur-belga había capturado, como quien lava, al maleante Pepito que, con su segura base de operaciones en la cocina, entre sartenes y marmitas, llevaba más de tres años desvalijando impunemente desprevenidos pupilos del establecimiento.

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