La convivencia ciudadana pacífica precisa, para recibir con justicia el nombre de tal, contar con una delicada proporción entre las mentiras y las verdades que se pronuncian.
Creo que si existiese una persona que, de la mañana a la noche, no hiciese más que mentir, debería ser conducida inmediatamente a la cárcel hasta que aprendiera a decir alguna verdad que otra.
Pero si la misma persona, pasado algún tiempo, tuviera el poco gusto de malgastar las horas profiriendo verdades a diestro y siniestro, habría que condenarla a cadena perpetua.
Tanto la verdad como la mentira son conceptos ambiguos e incluso engañosos. Algunas veces resultan imposibles de clasificar.
Creo que algo que se afirma puede estar condicionado geográficamente y ser verdad y mentira al propio tiempo.
Si, por ejemplo, leemos un anuncio que asegura:
«Beba Agua Liquidín. No encontrará otra más pura ni que elimine tan rápidamente su sed»
Seguramente será una verdad como un templo en el desierto de Gobi. Y una mentira podrida en las montañas del Tirol.
Pura cuestión de geografía, ¿no le parece?
La prevención de las consecuencias que pueden ocasionarnos las manifestaciones ajenas, resulta difícil a causa de que no sólo existen, en contraposición, la verdad y la mentira puras. Conviven, para complicar más la cosa, las medias verdades, las mentiras piadosas y una amplísima variedad de híbridos de ambas.
Aconsejar, nunca conveniente, cuándo decir mentira o verdad, resulta, por tanto, complicadísimo. Pero hay situaciones en las que cualquier persona de mediano talento o que, simplemente, no sea un auténtico energúmeno, debe saber elegir.
Cuando vamos a visitar a D. Ramón, que ya cumplió los 92 años, de ellos cuatro en el hospital, y lo encontramos conectado por medio de un enorme surtido de aparatos de aspecto amenazador, no parece muy adecuado que lo saludemos con un par de vigorosas palmadas en un hombro, única parte de su anatomía libre de conexiones, diciendo al mismo tiempo:
«Hola don Ramón. Al saber que estaba usted en las últimas, hemos querido venir a verle antes del entierro. Los muertos nos dan un poco de asco ¿sabe?»
Estas frases serán todo lo verdad que se quiera, pero son, a la vez, una auténtica burrada.
En un caso como éste, me parece que se impone una mentira piadosa, pero sin exagerar para que don Ramón no se haga demasiadas ilusiones. Algo así como:
«Bueno, don Ramón. Ya vemos que está mucho mejor. Tanto que ya le hemos inscrito para la próxima San Silvestre»
Don Ramón, que se encuentra fatal, es más que ya casi no se encuentra, suspira y con voz temblona, casi inaudible:
«Para la San Silvestre, no. Inscribirme para los 110 metros vallas del Estadio Vallecano».
D. Ramón pasará plácidamente a la otra vida y, seguramente, lo primero que hará al llegar a ella será decirle humildemente a San Pedro: ¿Podría encontrarme por ahí unas zapatillas de atletismo del número 39? No es necesario que sean nuevas.
¿Qué haría usted si uno de sus amigos, comprador reciente de un coche usado, le preguntase qué concepto le merece su adquisición?
¿Le diría?:
«Mira, Paco, eso que me enseñas es un coche porque tú me lo dices y tiene cuatro ruedas. Pero, el embrague suena como un carro del país, el motor tose tanto como un silicótico en tercer grado y los frenos van fatal. Por otra parte, los amortiguadores están hechos una birria. Es bueno que no tengas que preocuparte de la corrosión, pues este modelo ya sale picado de fábrica. Te recomiendo dos cosas, la primera que, cuando desees ponerte a 80, tomes vuelo en lo alto del Pajares. La segunda, que no des portazos, pues se saltará la pintura»
¿No sería más conveniente decir lo que sigue?:
«Hombre, Paco. Ya sabes que no entiendo gran cosa de automóviles. A mi me parece que está bien y si, no fue caro y te dieron facilidades…»
Lo mejor, en caso de duda, es abstenerse o salir por los cerros de Ubeda. Más vale que lo tomen a uno por un despistado que por un embustero o por persona excesivamente franca y cruel.
Personalmente, tan pronto como suena el despertador (al que odio cordialmente por su cotidiana veracidad), me propongo firmemente la tasa de mentiras y verdades que me voy a permitir en la jornada que comienza. Procuro no apartarme un ápice de mis propósitos mañaneros y, si alguna vez lo hago, cargo la mano en las mentiras.
La razón de esta aparente inmoralidad se encuentra en que los embusteros me caen bien. Se les conoce y se les ve venir.
Por el contrario, quienes dicen la verdad a mansalva y pase lo que pase, me causan cierto temor. Ignoro en que momento me van a recordar algo que quiero olvidar a todo trance; que soy un cabeza de chorlito.
Pedro Martínez Rayón, Reflexiones con sordina, Foz, 1986