Última singladura

Nació tierra adentro pero cuando -a los siete años- conoció la mar, sin saberlo, se enamoró. A partir de aquel veraneo en Gijón, se pasaba el año importunando a sus padres que, ya mayores, carecían de ánimos para contrariar los deseos de su hijo único y, temporada tras temporada, volvían al piso alquilado frente a la playa.

Para Raúl, el retorno a la casa gijonesa era como la vuelta al auténtico hogar. Esperado durante los meses del curso escolar con nerviosa impaciencia, era acicate en los estudios y ayudaba en la obtención de unas notas cada vez más brillantes.

En las vacaciones de Navidad y Semana Santa olvidaba los libros de texto y se atiborraba de relatos acerca de navegantes y conquistadores, siempre con el mar como telón de fondo y protagonista indiscutible.

Bastante antes de finalizar el Bachillerato, anunció a su familia que iba a ser marino, no que le gustaría o que quisiera serlo. Que iba a ser marino. Sus padres, ante aquella firmeza no opusieron obstáculos y, para Reyes, le regalaron un sextante. Tan pronto como consiguió el título, se matriculó en la Escuela de Náutica de Barcelona, y allí siguió los estudios con excelente aprovechamiento, siendo apreciado por profesores y alumnos.

Con el apoyo del Director de la Escuela, que veía en Raúl un claro ejemplo vocacional, logró embarcar rápidamente.

Pasaron los años y los barcos. Siempre hacia delante hasta que su sueño, el que parecía un imposible, se hizo realidad. Mandaba un barco, su barco. Después hubo otros, pero ninguno como aquel que toda su vida evocaría como se recuerda el primer amor, con una ternura especial no exenta de nostalgia y de tristeza.

Hizo largas travesías por todos lo mares y conoció infinidad de puertos y países pero nunca volvió a sentir lo que experimentó cuando abocó el puerto de Hamburgo, el primero al que arribó al mando del Río Montalén.

Coincidiendo con su prolongada estancia en Aden, Arabia, obligada para efectuar algunas reparaciones en el casco del barco, comenzó a beber más de la cuenta. Al principio, la excusa era el calor, pero más adelante, cuando ya se encontraba en latitudes menos agobiantes, no necesitó disculparse ante sí mismo para beber abundantemente.

Después de varios incidentes con la oficialidad y la tripulación, que comenzaba a perder la confianza en sus dotes de mando y el respeto a su capacidad profesional, Raúl fue llamado a las oficinas centrales de la naviera armadora de su barco.

Allí fue reconvenido con toda dureza. Se le dijo que la casa no podía permitirse la inconsciencia de confiar el mando de uno de sus barcos a una persona dominada por el alcohol y, en consecuencia, vigilarían su conducta. Caso de repetirse el hecho de encontrarse ebrio a bordo se verían obligados a expulsarle fulminantemente.

El marino aceptó las razones que aducían sus patronos y prometió una enmienda radical e inmediata. Realizó dos viajes -uno a Panamá y otro a Marsella- en los que no hubo nada que reprocharle. En el tercero, con destino a Rotterdam, comenzó a beber de nuevo. Los primeros días se limitaba a un par de copas, pero más tarde, sin medida alguna, llegando al puerto holandés en pleno delirium tremens. En el puerto fue recibido por el agente de la naviera e ingresado en un sanatorio para alcohólicos.

Tras dos meses y medio, desintoxicado y en forma, recibió la carta de despido por alcoholismo incorregible, acompañada de una fotocopia en la que él mismo había firmado previamente prestando su conformidad al cese en caso de reincidir en el consumo de bebidas alcohólicas. Incluían los armadores un billete de avión para Madrid y un cheque con la liquidación definitiva.

Raúl, en un estado de confusión mental que no le permitía percatarse claramente de su situación, hizo efectivo el cheque y partió para España.

Cuando llegó a Madrid, sin salir siquiera de Barajas, sentado en una incómoda butaca de plástico, decidió hacer balance general de su vida pasada y planes para el futuro.

Tenía cincuenta y ocho años. Carecía de familia -sus padres habían fallecido hacía algunos años dejándole un piso en Gijón y algún dinero- y prácticamente no contaba con amigos. Le faltaban dos años para alcanzar el retiro, que con la expulsión se le negaba ahora. Era precisa un severa administración para ir tirando hasta que apareciera algo. Quizás dar clases de náutica a jóvenes que desearan comenzar la carrera que se había terminado para él. Lo primero, irse a Gijón, a su casa.

Inmediatamente, se acercó al mostrador de Iberia, tomó un billete para Asturias y facturó su equipaje. Faltaban dos horas y media para su vuelo y, no teniendo nada mejor que hacer, se dirigió a una de las cafeterías. Se sentó ante la barra y pidió un coñac. Cuando tuvo la fina copa en la mano, en el momento de levantarla para llevarla a los labios, de lo más íntimo de su ser, surgió una protesta, una rebelión que, literalmente, le obligó a dejarla otra vez sobre la reluciente barra niquelada, diciéndole al extrañado camarero: «Póngame también un zumo de naranja, por favor.»

Mientras, a traguitos, tomó el refresco, se prometió -sin solemnidad ni juramentos- que nunca más volvería a tomar algo que contuviera alcohol. Después, pagó coñac y naranja y estuvo paseando hasta la salida del avión.

Cuando llegó a Gijón, después del corto vuelo y el viaje en autobús desde el aeropuerto de Ranón, era noche cerrada. Tan pronto como estuvo en casa, se duchó y se acostó. Aunque el portero disponía de una llave y había sido avisado de que debía aprovisionar nevera y despensa, Raúl no sentía apetito. Ni siquiera tuvo curiosidad por comprobar si sus instrucciones habían sido cumplidas.

El tiempo pasó lentamente. De una iglesia cercana llegaba el sonido de las campanas que marcaban las horas, causándole la impresión de que entre una y otra transcurrían bastante más de sesenta segundos. Por fin, una tenue claridad comenzó a filtrarse por los intersticios de la persiana no cerrada del todo. Amanecía y, con la llegada del nuevo día, se iniciaba el enfrentamiento con una vida desprovista de interés y de objetivo.

Tan pronto como hubo luz suficiente, se levantó, preparó un rápido desayuno y echándose a la calle, comenzó a pasear por el muro , sobre la playa de San Lorenzo. Era muy temprano aún y las pocas personas con las que se encontraba, con las manos en los bolsillos y los cuellos de las prendas de abrigo levantados, caminaban a paso rápido. Hacía frío y soplaba un fuerte nordeste.

El ruido de los propios pasos resultaba un monótono acompañamiento a las negras ideas que le asaltaban. Después de dos vueltas al paseo marítimo, cansado de andar, se acercó a la barandilla metálica pintada de blanco y, acodándose en ella, contempló la mar revuelta por las grandes olas cubiertas de espuma.

Repentinamente comprendió que su vida había experimentado tal cambio que nunca más volvería a ser lo que fue. ¿Iba a transcurrir, como aquel momento, entre continuas lamentaciones y la irresistible añoranza de su existencia anterior? No, le resultaría imposible volver a vislumbrar la mar sin sentir una dolorosa vergüenza que acabaría por volverle loco.

En aquel momento, de igual modo que en Barajas se prometió no volver a tomar una sola gota de alcohol, se hizo el firme propósito de no poner sus ojos en el mar nunca más. Debía romper con sus hábitos de una manera definitiva y, para ello, la única solución que se le ocurría era marcharse de Gijón e ir a vivir tierra adentro.

Conocía Oviedo y no le disgustaba. Aquella mañana, después de traspasar a una sucursal ovetense del banco en que tenía todo su dinero el total de sus recursos y de poner en venta el piso que había heredado de sus padres, se fue, prometiendo no volver jamás.

En un modesto hotel de la capital de Asturias residió ocho años y, cuando comenzaron los apuros económicos porque su peculio tocaba fondo, se traslado a una pobre pensión a las afueras, situada casi al pie del monte Naranco.

Dos años después, prácticamente sin recurso, visitó al propietario de unos barracones habilitados como cocheras proponiéndole hacerse cargo de su custodia nocturna, por una módica cantidad y el consentimiento de instalar un camastro y una cocinilla de gas. El dueño de los garajes, más por piedad que por otra cosa, accedió llevando su generosidad hasta autorizarle a hacer uso de un trocito de tierra para sembrar patatas y algunas legumbres.

Raúl se consideraba afortunado. Se había acostumbrado a pasar con poca cosa y con lo que obtenía de aquella diminuta huerta tenía suficiente para salir del paso. El mismo se lavaba la ropa y se las arreglaba para estar presentable. Tenía suerte de caer bien y no le faltaba nunca un rato de conversación con los residentes en las casas cercanas.

Por las noches, cuando el último de los automóviles que se guardaban en sus dominios había sido cerrado, aderezaba y consumía su frugal cena y, después de fregar los pocos cacharros que utilizaba, se sentaba un rato a contemplar el cielo. Estando despejado el firmamento, aquel lugar era ideal para hacerlo. Un tanto alejado de la ciudad, el resplandor de millares de luces no apagaban el fulgor de las estrellas que tan conocidas y amistosas le resultaban.

Entonces trataba de no recordar su antigua vida, también bajo las estrellas, pero cabalgando sobre las aguas. Experimentaba un amargura tan dolorosa como si estuviera aquejado de una enfermedad física. Ni siquiera le quedaba el consuelo de encontrar un responsable en quien descargar su hiriente sentimiento de culpabilidad. Recordaba una frase, que escuchó no sabía donde, que afirmaba «el hombre mata cuanto ama», y ahora comprendía ampliamente su significado.

«El mar era mi aliento, pensaba, y yo mismo acabé con la posibilidad de vivir en él y con él».

Cuando alcanzó los setenta y dos, todavía se mantenía erguido. Caminaba con el bamboleo de quienes han pasado mucho tiempo sobre la cubierta de un barco. Conservaba todo su cabello, blanquísimo, y en su rostro atezado brillaban los ojillos azules con una mirada un tanto triste.

Sus deseos de volver a ver el mar se hacían insostenibles, viéndose obligado a realizar estoicos esfuerzos para desoír las insistentes llamadas que se producían cada día con mayor frecuencia. Pero fiel a sus dos promesas, los vetos a la bebida y al mar, se negaba a claudicar.

Sin embargo, un día, después de una inacabable noche en que apenas pudo conciliar el sueño, a las cuatro de la tarde se encontró en un autobús rumbo a Gijón.

Parecía que algo le empujaba. Era como si alguna cosa más fuerte que su propia voluntad le arrastrase. A las cinco ocupaba un banco en el Muro, frente al mar, al que se había obstinado en enfrentarse durante catorce años.

Era el mes de noviembre y hacía un frío cortante, como la última vez que había estado en aquel mismo lugar. No obstante, él no lo advertía. Como un hambriento, hundía su mirada en aquellas aguas verdosas que comenzaban a reflejar los rayos de un sol que muy pronto se ocultaría tras el montículo de Santa Catalina. Mientras gozaba del paisaje que amaba desde niño, pensaba con pesadumbre en la felicidad que había arrojado por la borda.

Una congoja le atenazaba la garganta y experimentaba un violento deseo de estallar en sollozos.

Súbitamente, como movido por un resorte, se puso en pie y, cruzando el paseo, avanzó los pocos metros que le separaban de la barandilla. Al llegar, la asió con ambas manos , separando los brazos, como hacía cuando se encontraba en el puente al mando del Río Montalén. En aquel momento, un agudo dolor, que parecía partir del brazo izquierdo, le traspasó el torso. Era como si le hurgaran en el pecho con un garfio al rojo vivo. Las rodillas le fallaron y cayó al suelo. A través de una niebla que no procedía de la playa, podía ver aún el mar.

Un transeúnte que se acercó y comprendió lo que ocurría se fue corriendo a una cafetería próxima y volvió prontamente con un vaso de coñac.

Cuando, después de incorporar a Raúl, trató de hacerle beber aquel remedio de urgencia, el exmarino, con una sonrisa de felicidad en los labios, todavía logró articular: «No; quebrantar dos promesas en un mismo día, es demasiado»

Reflexiones en clave de fa, Pedro Martínez Rayón, Oviedo, 1986

La moda está de moda

En nuestra mente, la palabra moda se encuentra indefectiblemente asociada a la idea de los trapos femeninos y a cuanto se relaciona, de cerca o lejos, con su actitud y manera de caminar por la vida.

No obstante, nos quedamos cortos sin limitamos de forma tan drástica el amplísimo venero de ideas representadas por el vocablo.

Por lo pronto, la moda, tomada la palabra en el sentido usual, es decir, en el que alude a la ropa, es tan femenina como masculina. Acuda usted a un pase de modelos para caballeros, y ya me dirá si no es así.

En este aspecto, la moda viene a resultar un claro mentís a la profesión de fe en la libertad de la juventud, y a su negativa a obedecer normas y dictados de cualquier índole.

No me agradan los reproches. Pero, ¿qué otra cosa puede hacerse cuando, por ejemplo, los jóvenes de ambos sexos, en su mayoría, han accedido a endosarse los «vaqueros» como si se tratara de una prenda de uniforme?

¡Aunque solo fuera por un elemental principio de estética, en algunos casos, convendría ponerse otra cosa!.

La moda está presente en todas las actividades de nuestra existencia. No voy a entrar en disquisiciones acerca del porqué es así . Lo cierto es que se trata de algo innegable.

Están de moda en el deporte el jogging, el aerobic, el tenis y el golf. En la comida, los bocadillos de lechuga, las hamburguesas, los perritos calientes, la sacarina, los potitos y los yogures. En la estética, la gente flaca. En la bebida, el whisky, el vodka y la cola.

En el lenguaje, no podía suceder de manera distinta, la moda actúa con un vigor extraordinario desterrando el olvido a unos vocablos que darán lugar al nacimiento de otros, condenados de antemano al ostracismo.

En el idioma no cabe la convivencia pacífica. La lucha por la existencia no conoce cuartel y en ella se encuentra la demostración de que la lengua es algo vivo que, como nosotros, nace, vive y muere.

A una velocidad de vértigo, para designarnos a quienes ya dejamos atrás la cincuentena, estuvieron vigentes por algún tiempo las palabras carroza, porcelana, retablo y desguace. Dios sabe cuántas más habrán nacido después de éstas.

Hace algunos años, para despertar la piedad, los pobres de pedir mostraban sus miembros tullidos y deformes. Últimamente, es más frecuente la utilización de los niños, dicen que, incluso de alquiler.

También se ha puesto de moda el uso de instrumentos musicales como la guitarra, el acordeón y la trompeta. Estos improvisados intérpretes que, por falta de medios, no han tenido la oportunidad de pasar por el Conservatorio, suelen tener buen oído y, no ignorando que sus conciertos son una verdadera lata, juegan una variante de la ruleta rusa. El transeúnte escapa velozmente o les entrega su óbolo con la esperanza de que se calle de inmediato.

Entre la «jet poverty», es decir, entre los que carecen de todo y, por ello, no tienen nada que perder, se encuentran los que piden en silencio. Con su mutismo dramático reprochan a la sociedad el lamentable estado en que se encuentran sumidos.

Estos suelen utilizar, pues está de moda, un letrero impreso a bolígrafo sobre un trozo de cartón. He visto uno que decía: «Soy huerfano de padre y madre. Socórreme.»

El texto no tendría nada de particular si el postulante no estuviera más cerca de la cuarentena que de la treintena. Era un claro ejemplo de alguien que no iba bien a la moda.

Otro, que tampoco se encontraba muy impuesto de por donde iban los tiros, decía: «Tengo veintiséis años. A causa de la reconversión industrial he quedado en el paro. El ministro de Industria ignora que, en Inglaterra, cuando el país se vio obligado a realizar una operación semejante, realizó, previamente, profundos estudios…»

Seguían seis largos párrafos que, por supuesto, nadie se tomaba la molestia de leer.

El platillo situado a los pies del mendicante estaba vacío. El autor del letrero olvidó que la moda impone la prisa y que la gente ya solo lee los telegramas. Actualmente, es más fácil sustraerse al reuma en Asturias, que a la moda.

El reverso de la medalla, es decir, el solicitante de la piedad y la caridad ajenas, profundo conocedor de la naturaleza humana y de lo que se lleva en el terreno de la solidaridad, fue un hombre que, apoyada la espalda en una pared y sentado en una silla de playa, exhibía a sus pies un anuncio que decía:

«Hoy, a las 8,30, en el patio trasero del caserón de los Angoitia y Zumaya, intento de suicidio a cargo de un servidor.»

«El método a utilizar ha sido importado recientemente de Suecia, país situado en el primer ranking mundial de autoliquidaciones.»

«Por razones obvias, queda prohibida la entrada a menores de 14 años.»

«No se pierda está única exhibición.»

Las últimas líneas estaban escritas con una letra diminuta, circunstancia aprovechada hábilmente por el anunciante para despojar de su intimidad el escote de las mujeres cortas de vista, y de sus carteras a los hombres que, incautos, se acercaban para mejor leer.

El autor del comunicado se había percatado de que el suicidio se lleva mucho, aunque solo sea posible una puesta.

Tampoco desconocía que la crueldad y la indiferencia son moneda corriente y están de moda la violencia y la dureza de sentimientos.

Supongo que nos veremos a las 8,30, ¡si encontramos sitio!

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo 1986

El paciente doctor Lucas

En la placa de bronce colocada sobre la puerta del consultorio, al igual que la fijada en el umbral de acceso a la escalera, podía leerse: Doctor Lucas Humera, especialista en pulmón y corazón. Consulta de 10 a 2 y de 4 a 7.

El insistente timbrazo que resonó de pronto en el piso silencioso, sobresaltó al doctor. Instintivamente, echó una ojeada al reloj de muñeca. Eran cerca de las ocho , y Laura, su enfermera y ayudante, hacía rato que se había ido.

La llamada volvió a hacerse oír, esta vez más prolongada y perentoria. Diciéndose que, a aquellas horas, debía de tratarse de un error, acudió a la puerta. Tras ella, en actitud presta a oprimir el pulsador, se encontraba un hombre alto, de aspecto macilento y mirada sombría.

Aunque hacía frío y amenazaba lluvia, el tardío visitante no llevaba abrigo o impermeable. Vestía un traje de paño verdoso cuya chaqueta, sin solapas y con coderas de cuero, recordaba la que visten los bávaros.

El recién llegado, cortésmente, se despojó del sombrero y dijo:

– Si es usted el doctor Lucas, tengo que hablarle. A cualquier precio.

– Si, soy el doctor, pero la consulta ya ha concluido. Tendrá que volver mañana.

– Mañana será tarde. Dentro de dos horas me marcharé. Vienen a buscarme.

– Y, ¿por qué tanta prisa? ¿No puede atenderle cualquier colega allá donde vaya?

– No; debe ser ahora mismo y usted.

– Está bien; pase. No comprendo el motivo de tanta urgencia. Su aspecto no parece indicar que disfruta de buena salud, pero tampoco creo que esté a punto de morirse. Sígame usted.

Lucas, precediendo a su cliente, avanzó pasillo adelante y lo introdujo en el despacho en que recibía a los enfermos. Este, en dos rápidas zancadas, se adelantó y ocupo el sillón de cuero habitualmente utilizado por el médico.

– Siento fobia por las sillas -ofreció como explicación de su inesperada conducta.

El doctor lo miró boquiabierto. En su dilatada experiencia practicando la medicina, jamás se había tropezado con algo semejante. Permaneció en pie unos instantes no sabiendo qué partido tomar. Finalmente, en tono que denotaba sorpresa y enfado, sugirió:

– Esas dos sillas son muy confortables; además, si lo desea, puedo traerle un cojín.

– Ya le he dicho que las sillas me producen una fobia invencible; aunque sean más cómodas que este sillón. Me recuerdan algo sumamente desagradable que soy incapaz de situar -se dignó aclarar el del traje gris, imprimiendo leves movimientos de vaivén al sillón giratorio.

«Formidable -pensó Lucas, un tanto asustado. A estas horas, sin nadie que me eche una mano, y en poder de un chiflado; porque este tío está más loco que un cencerro. Tendré que armarme de paciencia y seguirle la corriente hasta que se canse y se vaya por donde ha venido.»

Designado a su suerte, el especialista en pulmón y corazón ocupó una de las sillas despreciadas por el otro. Precavidamente, tomó posesión de la que se encontraba cercana a la estatuilla de mármol que adornaba la mesa. En aquellos momentos, lamentaba que sus aficiones no se hubiesen inclinado hacia el deporte en vez de hacia el arte. ¡Cuánto más tranquilo se sentiría con un bate de béisbol al alcance de la mano!

Una brusca pregunta vino a apartarlo de sus pesimistas pensamientos.

– ¿Dispone usted de rayos X?

La cuestión había sido formulada de sopetón y en voz tan alta, que el doctor se sobresaltó. Sin embargo, tuvo la virtud de aguzar su entendimiento. Advirtió algo en lo que no había reparado hasta entonces. El acento con que profirió la frase no le resultaba conocido, a pesar de sus frecuentes viajes por el extranjero en los que recorrió, prácticamente, toda Europa. ¿De dónde procedía aquel hombre? Nada, no podía localizar el país en que pronunciaban las erres, tes y uves de manera tan especial. Las vocales también resonaban de forma más apagada y oscura. Desde luego, no era español, ni de la América de habla hispana, pero dominaba el castellano a la perfección. ¿De dónde demonios procedería?

– Le he preguntado si dispone de rayos X -insistió ominosamente el enfermo.

– Pues claro que tengo rayos X; buen especialista sería si no fuera así. Y, puesto que la cosa parece urgente, vamos a dejarnos de rodeos; empecemos.

El doctor tomó una ficha del cajoncito que se encontraba sobre la mesa y se dispuso a escribir, pero antes de que tuviera tiempo a hacer la primera pregunta, la voz con acento inidentificable lo detuvo.

– ¿Qué va a hacer usted?

– Lo acostumbrado en estos casos; cubrir la ficha con sus datos personales.

– No hay tiempo para eso; ya le he dicho que me vendrán a buscar muy pronto.

– Está bien, está bien. Olvidaremos el trámite. No obstante debe usted de proporcionarme alguna pista que contribuya a orientarme hacia lo que he de buscar. Por ejemplo, ¿dónde le duele?, ¿qué síntomas nota usted?

– No me duele absolutamente nada y no advierto síntoma alguno.

Entonces no comprendo a qué ha venido -dijo suavemente el doctor que, aún cuando estaba a punto de estallar de indignación, no osaba ofender al lunático.

– He venido exclusivamente en relación con los pulmones y el corazón.

– Muy bien, comencemos ya -decidió Lucas impaciente. Y, sin más palabras, se puso de pie y, rodeando la mesa, se dirigió al chocante ser al tiempo que extraía el fonendoscopio de uno de los profundos bolsillos de la bata.

– Y eso, ¿qué es? -interrogó el visitante, levantándose también.

– Un fonendoscopio; sirve para realizar la auscultación previa a la exploración radiológica.

– ¿Cómo funciona?

– De manera muy sencilla; introduzco estos dos extremos en los oídos y luego, apoyaré el tercero en su pecho. A ver, quítese la chaqueta y la camisa.

– Antes de hacerlo, quiero auscultarle yo a usted, doctor. Tengo ese capricho.

El doctor, cada vez más asustado ante la actitud imperiosa y, sobremanera, por el tono amenazador con que fue proferida la frase, accedió.

Tembloroso de rabia, se despojó de la bata y el polo de manga corta que vestía debajo de aquella y, en silencio, entregó el aparato y se sometió a los manejos del improvisado galeno.

– ¿De dónde proceden los golpes rítmicos que estoy escuchando?

– Son los latidos del corazón, ¿qué carajo va a ser? ¿O cree que ha conectado con radio Pamplona en el día de la Tamborrada? -retrucó exasperado.

– Vaya, vaya; no conviene que perdamos la paciencia -aconsejó burlonamente el falso discípulo de Hipócrates. Tome usted, ya basta -añadió devolviendo el aparato.

El doctor Humera volvió a ponerse la ropa que se había quitado un momento antes. Apenas lograba disimular su ira y el resentimiento que aquel individuo había despertado en él. Haciendo un esfuerzo, recogió el fonendoscopio y, con lógica curiosidad, inquirió:

– Pero, ¿trata de hacerme creer que nunca ha visto un aparato como éste? ¿Ni siquiera ha oído hablar de él?

– No, nunca -se limitó a decir en interrogado, sin inmutarse.

– Bueno, pues ahora es su turno. Quítese la ropa.

– No, doctor; solo la quitaré para que me vea con los rayos X y eso, únicamente si no hay otro remedio. Nada de auscultaciones previas.

Está negativa agotó la paciencia del médico. A dos dedos de soltar un exabrupto, miró a los ojos al hombre que tenía enfrente y algo debió de ver en ellos que le obligó a callarse.

– Pasemos, pues, a la sala de radioscopia -dijo, abriendo una puerta situada al fondo del despacho.

– De manera que ese trasto es el famoso artefacto -se asombró el inflexivo ignorante.

Efectivamente, el modelo instalado en la consulta del doctor Lucas pertenecía una generación relativamente anticuada. Aunque el hecho era innegable, resultaba sorprendente, dada la pretendida incompetencia sobre la materia que lo denostaba, que se atreviera a calificarlo como trasto.

– No comprendo su osadía al descalificar la máquina, teniendo en cuenta que ha confesado su ignorancia acerca de estos asuntos -contraatacó, resentido, Humera.

– Es que, por su aspecto vetusto, da la impresión de que no sirve para nada.

– Pues funciona perfectamente -remachó cada vez más molesto, mientras accionaba el interruptor que la activaba. Luego, apagó la lámpara central dejando la estancia sumida en suave penumbra, apenas disipada por la luz procedente de una diminuta bombilla piloto.

– ¿Para qué apaga la luz? -interrogó belicosamente aquel pelmazo monumental.

– Para que mis ojos se adapten a la luminosidad precisa.

Durante unos instantes, el silencio reinante en la sala de radioscopia, únicamente fue turbado por el monótono zumbido del aparato que parecía tomar fuerza para ser utilizado.

Después, volvió a escucharse la voz del peregrino sujeto que decía:

– Y, ¿está usted convencido de que, con ayuda de esta artificio, verá mis pulmones y mi corazón?

– Naturalmente. Oiga, amigo, dispense mi curiosidad pero, la verdad, no puedo soportarla un minuto más: ¿es posible que nunca se haya colocado ante un aparato de rayos X?, ¿qué jamás…?

– Y, ¿cómo funciona? -interrumpió su interlocutor como si no hubiera escuchado lo que se le decía.

– Ahora se lo diré, aunque, por supuesto, no espere ningún cursillo intensivo. Pero, dígame, ¿de dónde sale usted? Parece una persona culta y…

– Vamos, doctor apresúrese; no queda mucho tiempo.

Lucas descolgó de la cercana percha una especie de largo delantal y había comenzado a vestirlo cuando fue interrumpido sin contemplaciones.

– ¿Para qué es eso?

– Para protegerme de los rayos. Verá usted…

– No le va a hacer falta, por lo menos de momento. Primero deberá usted situarse en el lugar que tendría que ocupar yo. Antes de que me mire, yo lo veré a usted. Rápido, ponga esa cosa en marcha, instálese donde proceda y dígame hacia donde he de mirar.

Las órdenes fueron impartidas con tal acento de autoridad, que el doctor optó por callarse y someterse. Volvió a desprenderse de la ropa y, sin una palabra de protesta, ocupó su sitio tras la pantalla, no sin antes oprimir un botón rojo, a la izquierda del cuerpo principal del aparato.

Inmediatamente, un resplandor verdoso inundó la habitación y, en la brillante superficie aparecieron, nítidamente dibujados, el corazón y los pulmones del atribulado médico.

– Veo una especie de barrotes curvados, más sombreados que algo como dos sacos y una bola que se agita. ¿Qué es todo eso?

– Los barrotes, las costillas; los sacos, los pulmones y la bola, el corazón -fue la escueta respuesta.

– Con que así son ustedes por dentro; ahora cambiemos de lugar y míreme. Se lo ha ganado a pulso, doctor.

Lucas, una vez más, obedeció, pero no consiguió localizar órganos, vísceras o huesos en el cuerpo situado ante los rayos.

Cuando se marchaba, el extraño paciente comentó con ironía:

– Ya no me sorprende que se averíen ustedes tan fácilmente.

The portuguese conection

La casa, sola, valía más del millón y medio que Sindo pedía por edificio y huerta. Así que, cuando el fascinado comprador pudo ver el feraz aspecto de la tierra, los hermosos frutales y la solidez del pétreo cierre, hizo un simulacro de regateo, más por el buen parecer que por otra cosa, y pagó en metálico, como exigía el vendedor.

Playa, Foz, Lugo

Playa de Foz en Lugo, foto Pedro M. Mielgo, 2013

La transacción se realizó en Foz, en cuyas cercanías estaba situada la finca objeto de la operación. Con el dinero a buen recaudo, en uno de los bancos del pueblo, Sindo quiso demostrar su generosidad invitando a comer al nuevo propietario. Puestos de acuerdo, se dirigieron a Fazouro, al restaurante El Descanso en el que estaban seguros de paladear pescados y mariscos sin trampa ni cartón.

El dueño y señor de aquel lugar de delicias gastronómicas les atendió personalmente mostrándoles langostas y centollos, aún vivos, para que eligieran las víctimas más de su agrado.

Debían aguardar, mientras en la cocina preparaban los platos de su elección, una media hora y, para hacer más grata la espera, solicitaron una botella de Alvariño, reserva quinto año, muy fría.

Como decía Sindo, aquello «entraba sin que lo empujaran». Tan cierta era su observación que cuando sirvieron los centollos hubieron de pedir otra botella y, cuando llegó el turno de la langosta, otra más.

Las consecuencias de tan abundante trasiego fueron las previsibles y, cuando después de los postres, para acompañar al café, comenzaron a beber coñac, la intoxicación etílica de ambos comensales era notoria. Su alegría les impedía conversar en tono normal y el volumen de su charla superaba, al menos en dos decibelios, el permitido en cualquier ayuntamiento sensato.

Almorzando en una mesa cercana, a menos de un metro, se encontraba el conductor de un aparatoso automóvil con matrícula portuguesa aparcado frente a las ventanas del restaurante. Aquel lusitano regordete, favorecido por la naturaleza con un rostro de querubín en el que brillaba el par de ojos con la mirada más inocente que se pueda imaginar, no perdía una palabra de lo que Sindo proclamaba a voz en cuello.

Entre otras cosas, el arrebatado y vocinglero orador, comunicó inconscientemente a cuantos escuchaban, voluntariamente o no, su ardiente deseo de zambullirse en una activa vida de negocios para la que, estaba seguro, poseía notables condiciones.

Al día siguiente, avanzada la mañana, Sindo despertó con un fuerte dolor de cabeza y un desagradable sabor de boca que le sugería machaconamente imágenes de cloacas y letrinas. A pesar de su malestar, consiguió realizar un esfuerzo sobrehumano para no romperse la crisma en la ducha, logró afeitarse sin contabilizar más de catorce cortaduras y se lanzó a la calle tras ingerir tres tazas de café negrísimo.

No había caminado más de treinta pasos cuando tropezó violentamente con alguien que leía tranquilamente el periódico. El encontronazo fue tan fuerte que el descuidado lector, después de trastabillar, quedó sentado en el pavimento. Sindo, apuradísimo, trató de disculparse y sacudir el polvo del agredido, simultáneamente.

Recuperada la vertical, el accidentado ordenó las hojas del periódico, que también se había ido al suelo, tranquilizó como pudo a su despistado agresor y con fuerte acento portugués dijo:

«Hombre, qué feliz casualidad. Le conozco. Ayer yo también estaba, a la hora del almoço, en el mismo restaurante que usted. Me encontraba en una mesa próxima y, aunque no era mi intención, escuché que estaba decidido a entrar en el mundo de los negocios. ¿Es cierto, o se trataba únicamente de una broma?».

Sindo, bastante abroncado todavía, respondió que, efectivamente, el día anterior se hallaba un tanto alegre pero que su deseo más ferviente era comerciar en algo, a ser posible en el campo de la importación/exportación.

El portugués, entonces, se presentó. Dijo que su nombre era Alvaro Carvalho do Silva. Añadió que desde hacía muchos años se dedicaba , venturosa coincidencia, precisamente a esa clase de negocios. Agregó que para celebrar el casual encuentro invitaba a su interlocutor a tomar un café y que espera que no le privase de aquel placer. Sindo aceptó, en parte porque aún no se sentía totalmente despierto y el café habría de venirle bien, y en parte por hacerse perdonar el impresionante trastazo.

Cuando, dos horas más tarde, salieron de la cafetería, español y portugués se trataban de tu, eran amigos íntimos y habían convenido realizar juntos una operación que les reportaría pingües beneficios. Alvaro enviaría su género en una barquita de pesca. Comunicaría la fecha de llegada en una carta en la que no se mencionaría la clase de mercancía para evitar indiscreciones. Por la misma razón, el desembarco se haría por la noche.

Naturalmente Sindo no era un retrasado mental y sólo efectuaría el pago del cincuenta por ciento de su valor contra compromiso de entrega firmado por Alvaro y avalado por dos conocidos bancos portugueses. el cincuenta por ciento restante, sería satisfecho a la persona que transportase hasta la playa de Peizás aquel maná llovido del cielo.

«Bueno -reflexionaba Sindo- se puede decir que éste ha sido un negocio hecho a trompicones. Para que digan. Total, coloco un millón, y dentro de nada se convierte en dos».

Tal como había sido convenido, ocho días después, a mediodía, los dos socios se encontraron en la misma cafetería. A aquella hora estaba casi vacía. Instalados en un rincón, Sindo recibió del portugués varios papeles con aspecto capitán, perdón, quise decir, oficial, con membretes, firmas, sellos y pólizas suficientes para satisfacer al más desconfiado. Complacido, sacó del bolsillo el medio millón y, con aire de entendido, colocó sobre la mesa un recibo por el monto del que se desprendía. Alvaro firmó, sin apenas fijarse, y recibió el dinero..

Poco más hubo. Solamente el acuerdo de que el exportador comunicaría, por lo menos con una semana de antelación, la fecha de arribada. Los dos contrabandistas, pues está claro que no eran otra cosa, se estrecharon las manos y cada uno se fue por su lado.

El día uno de noviembre, quince días después de la entrega del dinero y doce antes de la llegada del alijo, Sindo recibió una carta certificada que decía escuetamente:

O senhor Carvalho da Silva cumprimenta muito amigavelmente ao seu companheiro o Excemo. Senhor Sindo Cabra e oferece-se para quanto dispor.

As mercadorías ficaron enfardadas e aparelhadas para transportaçao.

(Saida 12, chegada 14/11). P.M.N.

Muitos abraçamentos,

Alvaro Carvalho da Silva.

Desde aquel momento, dos pensamientos ocuparon permanentemente el intelecto de Sindo: Uno, «Este Alvaro es un hombre de palabra. Tendré que hacer más operaciones con él». Dos, «Debo encontrar un procedimiento para estar al tanto de las idas y venidas nocturnas de la Guardia Civil, no vayan a hacerme polvo el asunto».

Lo de realizar nuevos negocios tendría que esperar. En cuanto a la actuación de la Guardia Civil, con la ayuda de Trededos no sería difícil saber a qué horas hacían sus rondas por Peizás, si es que aparecían por allí. Todo se reduciría a ponerle en nómina por las fechas que faltaban hasta el día catorce. Además, Tresdedos, aunque vago y borrachín, tenía fama de haber andado ya metido en líos de contrabando y podría echarle una mano la noche en que había de comenzar su racha de buena suerte. Con unas cien mil pesetas bastaría y sobraría. Otras cien mil para alquilar una furgoneta, sin chófer, para trasladar la mercancía desde la playa al garaje de su casa. En total la cantidad a desembolsar se elevaría a un millón doscientas mil que, restadas de los tres millones setecientas cincuenta mil que iba a producir la venta de setecientas mil unidades, a cinco pesetas cada una, dejaría un beneficio líquido de dos millones doscientas cincuenta mil, aparte de una existencia «en almacén» de doscientas cincuenta mil unidades.

«La aparición de aquel mayorista de Vigo fue verdaderamente oportuna. De qué manera pudo enterarse de su adquisición de un millón de unidades, era imposible de comprender, pero así son los negocios y no hay que darle vueltas -seguía discurriendo Sindo-. El caso es que tomaría la partida de 750 mil , que le pagaría al contado y que los postes corrían de su cuenta. ¡Viva Vigo! -agregó silenciosamente, incapaz de contener su entusiasmo mercantil-«.

Con un método que decía mucho y bueno de sus facultades organizativas, Sindo trazó un plan de campaña con tal profusión de minúsculos detalles logísticos que, con toda seguridad, hubiera provocado la más verde envidia del mismísimo general Patton.

Después, como todo gran hombre que se siente tranquilo pues únicamente las circunstancias adversas, independientes de él mismo, pueden arrebatarle el éxito y, seguro de que aquellas que le son subordinadas están bajo control, esperó.

Lugo, playa, Catedrales

Playa de las Catedrales. Foto Pedro M. Mielgo, 2013

Y su espera finalizó. Llegó el día, mejor dicho, la noche del 14 de noviembre y la P.M.N. (que, afortunadamente, no quiere decir Policía Montada de Noya sino pleamar noche), y, con día, noche y marea, arribaron el barquito, la lancha, un frío polar y lo que parecía el segundo diluvio universal.

«Tengo la suerte de cara -se dijo Sindo-. Es una noche que ni hecha de encargo por Alvaro».

Cuando el último fardo se encontró a salvo en la playa, después de haber comprobado, concienzudamente, pero al azar, el contenido de cuatro o cinco y de haberse salvado por los pelos de perecer ahogado, Sindo entregó las quinientas mil pesetas restantes y, escrupulosamente, exigió la firma del recibo por parte del minero encargado del transbordo.

Inmediatamente, la lancha y los dos hombres que la tripulaban se hicieron a la mar y desaparecieron entre la lluvia en dirección al barco que apenas se divisaba allá a lo lejos.

En el momento en que Sindo y Tresdedos iniciaban la pesada tarea de transportar los bultos de la playa a la camioneta aparcada en un camino vecinal no muy distante, en las dunas se encendieron cuatro potentes reflectores y, desconcertados, calados hasta los huesos, dando diente con diente a causa del frío y del miedo, fueron detenidos y conducidos al cuartel de la Guardia Civil, sin que prácticamente pronunciasen una palabra.

Tras una hora de espera, pasada en celdas separadas, fueron llevados al despacho del sargento Ruiz, Jefe de la Brigada con destino en la zona. Este hizo sonar un timbre y ordenó al guardia que se presentó que trajera unas toallas, un par de mantas y zapatillas para los detenidos.

Haciendo un gesto en que se traslucía una leve sonrisa de guasa, el Sargento dijo: «No me queda más remedio que pediros perdón. Tenéis que comprender que cualquiera puede cometer un error. Además el procedimiento que empleasteis para transportar vuestro género resultaba muy sospechoso. Estáis en vuestro derecho si decidís presentar una denuncia contra el Destacamento, por actuación indebida».

«Por curiosidad, ¿a cómo os ha salido cada unidad?».

Sindo, medio oculto por la toalla con que se secaba la cabeza, murmuró: «A peseta, pero las he vendido a cinco».

«Pero, ¿qué dices, hombre? ¿Cuántas quieres a 0,25? ¿A quién se le ocurre traer de esa forma, desde Portugal y pagándolas a peseta, un millón de agujas de gramófono?».

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

Viejecita solitaria

Cuando la vi por primera vez, se encontraba apoyada contra la pared de piedra de un viejo edificio público.

Eran las siete y cuarto de la mañana de un frío día de noviembre. Aún no había amanecido y, a la luz amarillenta que pugnaba con la niebla en lo alto de las columnas de alumbrado, resultaba una figura incongruente y un tanto patética.

Severamente vestida de negro, con el abrigo al brazo, la única nota alegre de aquel fúnebre conjunto, la prestaban sus cabellos blanquísimos, muy cortos.

Ambos íbamos a realizar, junto con otras personas, un viaje en autocar por distintos lugares de Andalucía. Cuando me presenté y le hice la observación de que se iba a enfriar, pues soplaba un viento cortante, respondió con una vocecilla dulce, bien modulada y utilizando un vocabulario escogido, que no pasara cuidado, que en la zona de donde procedía, las montañas astur-leonesas, hacía mucho más frío.

No pudimos cambiar demasiadas palabras, ya que, casi inmediatamente, llegó el autobús y ocupamos los asientos que nos fueron asignados.

Puede observar, no obstante, que llevaba una sola maleta, pequeña y negra, de poco peso, lo que incitaba a pensar que su propietaria estaba habituada a viajar y, por esa razón, no deseaba verse embarazada con excesiva vestimenta.

Eramos treinta y seis viajeros, que nos desconocíamos mutuamente, pero con una circunstancia en común. Todos habíamos alcanzado la jubilación. Formábamos parte de una excursión organizada especialmente para la llamada «tercera edad».

Confieso que aquella señora me llamaba la atención. Tenía algo indefinible que la hacía sobresalir por encima de los demás. Su aspecto y forma de hablar me intrigaban. La mirada inquisitiva de sus ojos muy negros, tras unas gafas con montura metálica, me causaba no poca desazón.

Todo eso fue suficiente para espolear mi curiosidad y obligarme a procurar el trato con persona aparentemente tan poco vulgar.

Cuando, ya en tierras leonesas, el vehículo efectuó una parada para que los excursionistas tomáramos un tentempié y desentumeciéramos las extremidades inferiores, la vi paseando lentamente. En su caminar desigual se ponía de manifiesto una leve cojera.

Me acerqué, con el pretexto de invitarla a tomar un café en el establecimiento ante el que nos habíamos detenido y reanudé la conversación que habíamos iniciado momentos antes de comenzar el viaje.

En su respuesta, «No, muchas gracias, yo no tomo nada entre horas», había un matiz de agradecimiento afectuoso, una suavidad y encanto en el tono, que encendió aún más mi deseo de conocerla mejor.

No soy aficionado a los enigmas, pero aquella mujer parecía guardar algún secreto.

A mis preguntas contestó diciendo que se llamaba Sara, tenía setenta y ocho años y había perdido a su esposo hacía dos. Tenía una hija, casada con un médico, que vivía en Pamplona. Ella residía normalmente cerca de Riaño; su casa era demasiado grande para ella y, sin nadie que la acompañara, se sentía muy sola desde el fallecimiento de su marido.

Después añadió una frase, que en los días siguientes repitió varias veces, totalmente carente de sentido para mí y que no amplió ni explicó. Dijo que «había sido muy mala madre».

Nuevamente hubimos de tomar posesión de nuestros puestos en el autocar y reemprender el viaje, interrumpiéndose así la conversación.

Nos detuvimos en Madrid a tomar el almuerzo y, tan pronto como me fue posible, después de aquél, comencé mi interesante interrogatorio. Parecía satisfecha por la atención que le prestaba y me habló mucho de su familia.

Sus padres, fallecidos hacía mucho tiempo, habían sido agricultores. Tuvieron siete hijos, cuatro mujeres y tres varones. Su padre, hombre muy serio y autoritario, les reunía todos los días para leer y comentar el periódico. Después, rezaban el rosario. Para dirigir el rezo y realizar la lectura había establecido un turno rotatorio que debía ser respetado a rajatabla.

Su madre, mujer sencilla y piadosa, les daba todo el cariño que su padre adusto y poco expresivo, parecía incapaz de transmitir.

«Mi familia era una verdadera delicia», volvió a repetir.

Cuando llegamos a nuestro destino para aquella noche, éramos amigos. En los días que siguieron y, hasta nuestra vuelta, era ella la que me buscaba. Parecía sentir un especial interés en comentar conmigo las incidencias del viaje. Me dijo que, durante éste, iba anotando las explicaciones del guía y luego, ya a solas en su habitación, escribía acerca de todo lo que había visto y oído a lo largo de la jornada.

Observé, un tanto sorprendido, la avidez con la que escuchaba cuanto se decía sobre la Alhambra y los Jardines del Generalife, las Cuevas de Nerja, las catedrales de Málaga y Sevilla. Parecía dotada de una sed inagotable de conocimientos que hacía juego con una memoria impresionante y agudeza y buen sentido en las observaciones.

En la catedral de Sevilla, nuestra visita coincidió con la celebración de la Misa, y cuando advirtió este hecho me pidió por favor que la esperase mientras confesaba y comulgaba. Naturalmente, accedí y pude comprobar con cuanta devoción lo hizo.

Cuando terminó, se acercó a mí con su paso lento y vacilante. «Muchísimas gracias. Ahora me temo que se haya ido todo el grupo y se va a aburrir Vd. conmigo hasta la hora de la salida», dijo.

La tranquilicé y salimos del templo. Efectivamente, fuera ya no había nadie. En vista de ello, paseamos despacito por estrechas pero soleadas calles y, cuando llegó el momento nos encaminamos hacia el lugar donde nos esperaba el autocar. Todavía no habían llegado nuestros compañeros. Únicamente el conductor se encontraba allí. Para hacer tiempo, caminamos lentamente arriba y abajo. Ella continuó sus confidencias. Repitió que había sido una mala madre y que echaba muchísimo de menos a su marido.

Yo, por discreción, no le pregunté el motivo de aquella reiterada confesión sobre su defectuosa maternidad.

En Torremolinos, donde haríamos noche para salir hacia Cádiz a primera hora del día siguiente, agradeció con apacible voz y palabras afables las atenciones que tenía con ella.

Agregó que el mundo y la sociedad de los humanos sería un auténtico paraíso si pudiera ser desterrada para siempre la intolerancia, origen de toda infelicidad y desgracia.

Así transcurrieron nueve días. Yo esperaba no sabía qué. Tenía la premonición de que aún había de decirme algo. Seguramente relacionado con su descontento por no haber sabido, querido o podido ser una buena madre. Me parecía que durante alguna de nuestras breves conversaciones había estado a punto de ampliar sus explicaciones.

Por fin, el último día, cuando a las nueve y media de una noche tan fría como la mañana de nuestra partida, llegamos a Oviedo, en el momento de entregarle su negra maleta, me asió por un brazo y, apartándome un trecho del resto de los viajeros, me dijo tristemente: «Si hubiera sabido lo sola que me iba a sentir sin mi marido, no le habría envenenado.» «Al fin y al cabo -añadió fijando sus ojos en los míos- una mirada a otra mujer carece de importancia.»

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura,1987.