Sopa de ajo

Novela «Sopa de Ajo» en pdf

Cada cuatro pasos, se detenía para recuperar el aliento. Avanzaba penosamente, haciendo visibles esfuerzos que le llevaban un poco más allá. Cuatro pasos, alto, y en marcha otra vez.

El hombre, a pesar de su falta de vigor, producía la impresión de estar dotado de voluntad indomable. Parecía moverse rodeado de una aureola de tenacidad refractaria a todo desánimo.

Una mugrienta boina encasquetada hasta las cejas ocultaba sus cabellos, y por debajo de los faldones de la sucia gabardina asomaban las deshilachadas perneras del pantalón, lo bastante altas para permitir la aparición de los tobillos ayunos de calcetines.

Trabajosamente, manteniendo en precario equilibrio sobre los huesudos hombros una enorme caja de cartón, se desplazaba haciendo frente al helado viento que, al formar remolinos en el cruce de ciertas calles, lo hacía trastabillar.

Los zapatos, por lo menos dos números más grandes del que debía calzar, no contribuían en nada a que su vía crucis resultara menos doloroso; a cada paso, se veía obligado a batallar para no dejarlos atrás.

Por fin, después de una larga caminata –tras el momentáneo alivio reportado por el bajo paredón que cerraba un parque y que le sirvió para apoyar la pesada caja durante unos instantes- llegó a su destino.

Se trataba de la antiquísima casa, en lamentable estado de conservación, en que vivía desde tiempo atrás.

Con deliberación, utilizando sus últimas energías, ascendió por la lóbrega escalera hasta la buhardilla situada cinco pisos sobre la calle.

Sin quitarse de encima la caja, logró extraer de uno de los bolsillos la descomunal llave –más apropiada para la reja de una mazmorra- y abrió la puerta de acceso a su refugio.

Todavía con el pesado embalaje a cuestas, encendió la mortecina luz que apenas consiguió disipar las tinieblas.

Luego, con un suspiro de alivio, dejó caer la caja encima de la mesa y se derrumbó sobre el astroso camastro. Allí permaneció jadeante hasta que su respiración se normalizó. Finalmente, se puso de pie y, despojándose de los zapatos, pues no era cosa de gastarlos innecesariamente, comenzó a colocar en la nevera los artículos alimenticios contenidos en la caja que tanto trabajo de había costado acarrear.

El frigorífico, enorme y reluciente electrodoméstico, constituía una auténtica rareza en medio de aquella miseria. Destacaba con igual nitidez que la sotana de un cura en un campo de nudistas.

Terminado el almacenamiento de vituallas, el extenuado Lucrecio ocultó el cajón debajo de la cama y tornó a tumbarse. Necesitaba recuperar el resuello. Su salud había comenzado a deteriorarse hacía años, pero jamás se sintió tan enfermo como entonces.

Tendido en la incómoda yacija, con la mirada clavada en el tragaluz a través del que penetraba la última claridad de la tarde que moría, evocó la época lejana en la que, como en un juego de niños, realizaba durísimas tareas propias del fogonero de una máquina de vapor.

Romper las briquetas de carbón, ranchear y escoriar, pasando alternativamente del ambiente gélido del tándem al infierno de la caldera, era labor fácil para su juventud y la fuerza de aquellos brazos incansables que parecían mantener un torneo contra la voracidad del fuego.

Cuántas veces le había dicho Luis, el maquinista con quien hacía pareja:

Basta, Lucrecio, basta. No eches tanto carbón, que vamos a reventar.

Era un trabajo para hombres. Los alfeñiques no tenían lugar en aquel oficio hecho a la medida de los bíceps de acero, antebrazos nervudos y manos callosas.

Cuando, a los cuarenta y siete años, pocos días después de realizar una revisión médica rutinaria, se le comunicó que no estaba en condiciones de continuar desempeñando su labor, pues había contraído tuberculosis, se negó a admitirlo. Se encontraba bien. No experimentaba dolor alguno. Debía tratarse de un error. Los médicos no son infalibles. Seguro que el enfermo era otro.

Cierto que se fatigaba más que hacía algunos meses y que, en su empeño contra la caldera, últimamente, era ella la que ganaba terreno. Luis lo había advertido y, en ciertos momentos, reclamó un aumento de presión.

Pero, de aquello a la tuberculosis, mediaba un abismo. El mismo maquinista, le aconsejó que acudiera a la consulta de otro doctor. Que lo hiciera particularmente. El diagnóstico del segundo médico coincidió plenamente con el de la empresa. Lo mismo sucedió con un tercero al que visitó, ya sumido en la desesperanza.

Le dieron la baja temporal y, luego, la de larga enfermedad. Después, se sucedió una extensa cadena de sanatorios, prolongados tratamientos y curas de reposo. Pasaron varios años y, aunque la dolencia no se agravó, nunca desapareció por completo.

Por último, como se arrincona un trasto que no sólo no sirve para nada, sino que, además, estorba, fue jubilado.

Los días que siguieron a aquel en que recibió el maldito documento que certificaba su definitiva inutilidad, fueron los más amargos de la vida de Lucrecio. Se revelaba, se negaba a resignarse al papel de herramienta averiada.

¿Qué diablos iba a hacer? ¿A qué podía dedicar su tiempo? Aunque durmiera diez horas diarias –y con seis o siete, tenía bastante- aún tendría que deshacerse de otras catorce.

Con el paso de los años, la desesperación experimentada en los primeros momentos fue haciéndose más llevadera, pero jamás dejó de estar presente, agazapada en el fondo de su conciencia, como una maligna enfermedad presta a ponerse de manifiesto en cualquier instante.

Fue envejeciendo y, cuando llegó a sus oídos la noticia de que Luis, junto con el fogonero que entonces lo acompañaba, había perdido la vida en un accidente, lamentó con toda sinceridad la mala suerte que le impidió realizar aquel último viaje para el que no era necesaria la presión de la caldera.

De todos modos, él era un muerto en vida, un despojo humano cuya única ocupación consistía en administrar tacañamente la escasa pensión que le habían concedido.

El gasto de cada peseta tenía que ser estudiado y sopesado como si en el acto de soltar una moneda le fuese la vida. Y, en realidad, así era. La menor alegría podía significar verse sin blanca previamente a la llegada del fin de mes.

Con la práctica, se había convertido en un verdadero experto que, antes de adquirir cualquier cosa, comprobaba pacientemente los precios comparando incansable las ventajas ofrecidas por cada supermercado.

Ni la más ahorradora ama de casa le llegaba a la suela de los zapatos. Si se llevaba algo, si un artículo alimenticio formaba parte del contenido de la caja de cartón que cada dos meses y medio subía a su buhardilla y, previsoramente, era depositada en la nevera, no sería exagerado afirmar que en toda la ciudad no podría encontrarse otro igual a menor precio.

Lo de la nevera, el incongruente frigorífico que ocupaba media habitación, era algo que tenía historia. El culpable del dispendio había sido un gato.

El minino, un bichejo medio pelón, esmirriado, escuálido y famélico apareció un día funesto en que, para ventilar el cuarto, había entreabierto la lucera, adquirió la costumbre de materializarse tan pronto como se disponía a preparar la comida.

Lucrecio no estaba para dispendios y no le hizo el menor caso. El morrongo, con evidente mala intención, inició un pertinente concierto de maullidos que le amargaron el magro almuerzo. De nada sirvió el apresurado cierre de la escotilla. A través de la tejavana, se colaban las angustiosas reclamaciones. Por si las sonoras llamadas fueran insuficientes, el felino visitante, inmóvil sobre los cuartos traseros, fijó la mirada de sus ojos amarillentos y, sin pestañear, fue testigo de los bocados ingeridos como si los estuviera contabilizando.

El molesto inquilino de la zahúrda que, hasta aquel momento, deglutía despaciosamente haciéndose la vana ilusión de que la morosidad contribuía al aumento del aporte calórico, con un par de bocados, terminó la exhibición y el menú del día.

El indiscreto animal soltó un bufido despectivo, que a Lucrecio le sonó a amenaza y, con el paso silencioso desapareció.

Aquella visita fue el prólogo de las que habían de seguir. Si el condenado bicho se hubiera limitado a imponer su presencia en el tejado, el visitado hubiese terminado por habituarse y los esfuerzos habrían llegado a resultarle tan indiferentes como la música de Wagner, pero el osado bruto llevó su atrevimiento a introducirse en la habitación cuando Lucrecio se encontraba ausente. ¡Y, encima, era un ladrón redomado!

La comida almacenada nunca había sido abundante, así que, advertir la desaparición de parte de ella –aunque se trabara de una ínfima porción- carecía de dificultad.

Cuando Lucrecio confirmó sus sospechas sintió nacer en su corazón un odio mortal acompañado de una inextinguible sed de venganza contra aquel engendro del infierno.

No obstante, nada pudo hacer para terminar con su enemigo. Estaba dotado de una astucia increíble que lo llevaba a eludir cuantas trampas le preparó. Es más, en una ocasión el pobre Lucrecio estuvo a punto de ser víctima de un pescado envenenado colocado, como quien no quiere la cosa, bajo el colchón. Poco faltó para que el frustrado y hambriento vengador lo consumiese confundiéndolo con uno en buen estado.

De aquella aventura sólo sacó en limpio el inútil gasto de tres duros que le cobraron en la pescadería. El farmacéutico, más generoso, no se conformó con regalar el veneno; él mismo procedió a rellenar las entrañas del pez con un surtido de matarratas, infalible –según dijo-, en el caso de que el gato “picara”.

Cuantas argucias puso en práctica el jubilado, no dieron el menor resultado. La comida continuaba desapareciendo y él ni siquiera conseguía saber por dónde entraba el cauteloso ladrón de cuatro patas.

Harto de tolerar el expolio, decidió cortar por lo sano y, como las neveras se venden sin licencia de armas, adquirió el hermoso frigorífico casi de tamaño industrial que ahora adornaba de modo tan inadecuado el desván que le servía de vivienda.

Claro que, antes de optar por el que al final le llevaron a casa, volvió loco al gremio de vendedores de electrodomésticos porque, como se decía con toda razón, “comprar una nevera no es lo mismo que adquirir un cuarto de kilo de fideos”.

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