Fracaso escolar

Desde hace demasiado tiempo  viene hablándose del fracaso escolar sin que, a juzgar por la contumacia con que continúa prodigándose, se vislumbre su eventual desaparición. Hoy por hoy goza de una envidiable salud.

Cuando, con avisos previos o de sopetón, se materializa el espectro de un «no apto», la angustia es su inevitable compañera y propina jaque mate a la esperanza, alimentada durante todo el curso, de repetir aquel verano delicioso del año anterior.

¿Cómo es posible que la enseñanza, y los que se dedican a ella, no hayan caído en la cuenta de que la solución a tan aterrador problema es sencillísima?

Por supuesto, no voy a permitir al inmodestia de ofrecer consejos para el aprendizaje de la música, pues soy bastante más ignorante en este tema que en los demás. Lo que sí me decido a proponer a reglón seguido es el método de ahuyentar el coco del suspenso, dejando, para personas dotadas de más cacumen, la explicación de sistemas aplicables a la interpretación de esa especie de piedra Rosetta que constituye el conjunto de moscas atrapadas en el pentagrama.

Pero antes de dar a conocer al país lo que ya se debería haber descubierto sin mi ayuda, pondré de manifiesto el plan de trabajo que me condujo al gran hallazgo.

Se imponía, en primer lugar, localizar y aislar las posibles causas de que un elevado número de estudiantes fueran premiados a final de curso con denigrantes calabazas. Las que encontré fueron las siguientes:

Del cuerpo docente:

  • Padecía de mudez incurable
  • Constituía la suma de la ignorancia de sus miembros individuales.
  • Obedeciendo torvas consignas de una negra conjura, se expresaba en un idioma desconocido.
  • Hablaba español, pero en un tono absolutamente inaudible
  • Haciendo gala de un cinismo increíble explicaban, en español, con voz que llegaba al último rincón de las aulas y en términos fácilmente comprensibles, conceptos que en nada se parecen a lo que se tiene por verdad científica.

De los alumnos:

  • Imbéciles congénitos
  • Sordos como tapias
  • Indiferentes a lo que sucede en las clases
  • Confabulados para hacer el vacío al cuerpo docente
  • Se entrenaban para parados

Enfrenté, después, las supuestas causas atribuidas a verdugos y víctimas al objeto de eliminar aquellas de imposible aceptación por resultar inverosímiles.

Si los alumnos fuesen sordos como tapias, carecería de importancia que sus profesores padecieran de mudez, se expresaran en un idioma u otro, hablaran nuestro idioma pero en voz excesivamente baja, o asegurasen que la luna era la esposa del sol.

Llegado a este punto de mi investigación pude comprobar que, de los supuestos achacados inicialmente al ente profesional, únicamente quedaba «vivo» el segundo, el referente a la ignorancia.

Por lo que se refiere a los alumnos, salvo la «sordera como tapias», sobrevivían el resto de razones.

Venía ahora lo más difícil. Era imposible comparar los conceptos restantes por resultar heterogéneos. Se imponía, pues, el mayor cuidado, pues estaba manejando nociones más inestables y peligrosas que la nitroglicerina.

La primera debía de ser eliminada ipto facto por ser matemáticamente imposible que todos los estudiantes se encontrasen aquejados de imbecilidad congénita. Fuera con ella.

La cuarta, suprimida sin contemplaciones, pues sería mucho suponer una confabulación estudiantil generalizada para hacer vacíos. Si se tratara de hacer ruido, la decisión habría de ser tomada con mayor cautela.

A estas alturas de la investigación, solo permanecían en el candelero, para la enseñanza la segunda (ignorancia) y para el aprendizaje la indiferencia y el entrenamiento para el paro.

Aunque los elementos constitutivos del caldo de cultivo sometido a estudio se habían reducido considerablemente, todavía resultaba comprometido determinar la causa última del fracaso escolar. No obstante, había que decidirse de una vez. Así pues, para acortarlo un poco más, resolví, creo que con razón, fundir en uno solo los componentes atribuidos a los alumnos, denominando al cóctel resultante: «indiferencia ante la inevitabilidad del paro».

Frente a frente quedaban ahora la ignorancia de los preceptores y lo ya citado en el párrafo anterior.

Ante la imposibilidad de admitir, por muchos razonamientos favorables que pudieran ser aducidos, que el fracaso escolar se debe a la falta de conocimientos de los maestros o a la apatía de los discípulos, pues ambas conclusiones serían injustas, necias y embusteras, hube de admitir que la existencia del problema aludido se debe, como el cáncer, a algo que está ahí, que no vemos hasta que nos hace polvo y del que solamente palpamos las consecuencias.

Sin embargo, este cáncer de las aulas, tiene cura y ésta es la que, modestamente, ofrezco a las atribuladas familias que lo padecen. Y, como curandero temeroso de ser acusado de intrusismo por un Colegio Oficial de Médicos cualquiera, absolutamente gratis.

Reconozco que el remedio es un tanto radical pero, qué le vamos a hacer. A grandes males, grandes remedios.

Puesto que, como ha quedado demostrado, la enseñanza no vale para otra cosa que para producir calabazas, propongo una suspensión inmediata de todo núcleo de instrucción: los enseñantes dedicarán sus esfuerzos a la agricultura, actividad en la que podrán obtener satisfacciones sin cuento cultivando gordísimas cucurbitáceas.

En cuanto a los estudiantes, se les señalará únicamente como obligación ineludible la de divertirse. Por desgracia, no tendrán mucho tiempo para realizar tan agradable deber. La juventud se nos va a una velocidad endiablada.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986

 

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