Viaje para viejos. Un soplo de aire fresco

Paco se notaba sofocado. Ignoraba si como consecuencia de las numerosas copas que, en compañía de sus inseparables Juan y Ramón, había trasegado o, simplemente, por su falta de costumbre de verse encerrado en espacios tan reducidos como el camarote en que hacía la corta travesía Barcelona-Palma.

Sabía que sólo se trataba de unas horas. Al día siguiente, alrededor de las ocho de la mañana, el barco estaría entrando en la bahía. El folleto a colores, leído varias veces con detenimiento hasta casi conocer su contenido como lección bien aprendida, era explícito. No obstante, el mar no era su elemento. Tenía que confesar cierto nerviosismo. Lo suyo era el río.

Aún no habían hablado de acostarse aunque las literas, con los embozos doblados hacia abajo, formulaban su muda invitación para ser ocupadas. Los tres parecían remisos a retirarse de la circulación a pesar de hallarse en pie desde muchas horas antes.

Sin excesiva confianza en que sus palabras consiguieran el resultado apetecido, Paco dejó caer la propuesta de subir a cubierta para desentumecer las piernas y, sobre todo, para respirar un poco de aire fresco.

La sugerencia fue acogida con evidente satisfacción por sus camaradas de cabina, cosa que le hizo concebir la sospecha de que también ellos experimentaban idénticas sensaciones.

Sin embargo, transcurrió más de un cuarto de hora antes de que pudieran hacer realidad sus deseos. Anduvieron perdidos por pasillos y escaleras sin fijarse en los iluminados letreros que indicaban el camino hacia cubierta.

En un momento determinado, Ramón comentó con desaliento: “Y luego decimos que Oviedo está mal de señalización”.

Finalmente, encontraron una salida a la cubierta de proa. No eran los únicos que habían tenido la misma idea antes de entregarse al sueño. Paseando lentamente o apoyados de codos en la barandilla, podían verse varios pasajeros. Uno de ellos hablaba con alguien que, a juzgar por los galones en la gorra de plato y las bocamangas, debía ser oficial de la tripulación.

Reinaba una temperatura agradabilísima y la suave brisa que soplaba intermitentemente arrastraba un vigorizante olor a yodo. La luna iluminaba claramente la escena y arrancaba destellos de las aguas casi inmóviles.

Podía pensarse que nadie se atreviese a hablar en voz alta por temor a romper un silencio que, únicamente, el monótono zumbido del motor del barco intentaba combatir.

¡Qué diferencia con los momentos de confusión y alboroto producidos al embarcar!. Aunque todo estaba previsto y tanto el personal de la agencia de viajes como el perteneciente a la compañía naviera contaba con abundante experiencia, cosa que había que admitir, puede que por ponerse a tono con el medio marino, hubo ciertos instantes comparables sólo a un abordaje realizado con toda verosimilitud por los viajeros deseosos de tomar al asalto sus camarotes.

La única diferencia radicaba en que este vergonzoso acto de piratería -hecho execrable siempre que sea practicado por individuos no británicos- tenía lugar en el punto de atraque del propio barco y no en alta mar, como dispusieron en su día el ilustre Sir Francis Drake y otros no menos preclaros y conocidos bucaneros.

Es cierto que entre los asaltantes no se veían garfios, patas de palo o negros parches de tela, pero también es verdad que su falta se vio compensada con creces por la osada acometida de algunas señoras que, con empuje arrollador y sin temor a nada, dejaban atrás esposos y equipaje en pos de los camarotes más de su gusto.

Los que, como Paco, Juan y Ramón, conocían el folleto informativo no tomaron parte en la embestida. Esperaron pacientemente a que la turbamulta fuese desalojada. Los impacientes invasores descendieron nuevamente la pasarela. Traían las caras de circunstancias propias de quienes eran conscientes de haberse puesto en ridículo.

Pero aquellos momentos de apuro habían sido olvidados y constituían una referencia para ser recordada cuando, ya de vuelta en sus hogares, relataran con pelos y señales sus experiencias. Naturalmente, ellos, los que contaban el asalto, no habían tomado parte en él. Se limitaron a contemplarlo con una sardónica mueca en los labios.

Ahora, de buen humor y con sonrisa fácil, se acercaron a la borda en la que se acodaron dispuestos a fumar el último pitillo de la jornada teniendo como testigos el plácido mar, la luna y las estrellas que simulaban hacerles burlones guiños.

Juan, el elemento pesimista del amistoso trío, precavidamente, recomendó a Paco que no se inclinase tanto hacia afuera, añadiendo que un repentino bandazo del ferry podía arrojarle al agua.

Paco, juguetonamente, y más que nada por mantener en vilo a sus compañeros, volvió a asomarse avanzando peligrosamente la cabeza. En el mismo momento uno de sus pies resbaló en el pulido piso. Ramón intentó impedir la zambullida con el único resultado práctico de contribuir a que aquélla fuera más rápida.

La petición de auxilio de Paco, el chapuzón de éste y el tradicional grito de “hombre al agua” proferido por el oficial presente en cubierta, sonaron casi al unísono.

Inmediatamente, el ruido del motor cambió de tono, el barco comenzó a navegar marcha atrás y, poco después, al alcanzar la posición en que se encontraba cuando se produjo el involuntario abandono del buque por parte del miembro más joven del trío, inició una serie de viradas en redondo con la esperanza de recuperar al náufrago.

Dos lanchas neumáticas con motor fuera-borda fueron botadas en un tiempo récord y en la superestructura se encendieron potentes reflectores móviles cuya cegadora luz recorría incesantemente la superficie de las aguas sin resultado alguno. De Paco, ni rastro. ¿Habría tenido la desgracia de golpearse la cabeza en el casco hundiéndose a continuación? Víctima de un rechazo inevitable, ¿habría sucumbido al ingerir un elemento que normalmente no figuraba en su dieta?.

Nada de eso. Paco era uno de esos seres afortunados que habían salido indemnes de peores trances y al volver a la superficie, tras el inesperado remojón, extendió los brazos por encima de la cabeza y tropezó con una cuerda que el destino, siempre tolerante con los inconscientes, había colocado allí para él.

Como es habitual en casos parecidos, no tuvo escrúpulos de conciencia. No se detuvo para preguntarse quién sería el propietario de tan providencial asidero y, con las fuerzas hercúleas que la desesperación presta sin exigir a cambio garantes ni intereses, se abrazó a él. Fue un ejemplo claro de amor a primera vista.

Pronto sus brazos iniciaron una tímida protesta, pero Paco estaba dispuesto a permanecer colgado en aquella incómoda posición hasta el fin de los siglos. Había eliminado la posibilidad de deslizarse al agua al recordar y poner en práctica -a costa de grandes esfuerzos y circenses contorsiones- el antiguo sistema utilizado para efectuar rappel.

El truco consiste en hacer pasar hacia atrás la cuerda que desciende de lo alto y ante el cuerpo del alpinista por debajo de la pierna derecha, aproximadamente a nivel del glúteo, cruzarla por la espalda en dirección al hombro izquierdo y echarla hacia abajo, nuevamente por delante del torso. Soltando o sujetando los dos cabos de la cuerda se desciende o se detiene la bajada.

De pronto Paco, suspendido precariamente a unos cuarenta centímetros de la superficie del mar, tuvo una visión estremecedora. A su mente turbada acudieron escenas de la película Tiburón. De nada sirvieron sus tentativas de razonar acerca de la remotísima posibilidad de que rondaran marrajos en aquellas aguas.

Los juegos de luz y sombra que el mismo barco producía en su lento avance, se convertían a sus espantados ojos en amenazadoras aletas triangulares que cortaban velozmente el líquido elemento con el nefasto designio de aproximar al propietario de los puntiagudos dientes a su indefensa presa, tan inerme como un jamón colgado del techo en una sala de curado.

Pues no; el hijo de su madre, se dijo Paco, no asistiría pasivamente a su propio sacrificio. Moriría, sí, pero no sin antes oponer la más encarnizada resistencia. No tenía madera de mártir. ¿De qué era su madera? Se sentía excesivamente confuso para recordar la clase de madera que tenía.

Entre las brumas de su desordenado cerebro comenzó a tomar cuerpo el germen de una idea. Sí, el rappel se utilizaba para realizar descensos pero, ¿por qué no había de servir también para lo contrario?. Sobremanera en situaciones tan especiales como aquélla. Todo consistiría en ejecutar los mismos movimientos en orden inverso. Además, ¿qué podía perder?. Y la burocracia, ¿qué?, se le ocurrió de pronto. ¿Qué ocurriría si el presidente de la Federación Nacional de Montañismo se llegaba a enterar del sacrilegio que estaba a punto de cometer?.

Sería capaz de dimitir ante semejante desprecio a las normas del reglamento y olvido de los estatutos.

“Bueno, pues que dimita; a mí me la trae floja”, musitó entre dientes.

No lo pensó más. Dándose ánimos, descansando de cuando en cuando, apoyando ambos pies en el casco del ferry y el resto del cuerpo formando ángulo recto con las extremidades inferiores, asió la cuerda descendente lo más alto que pudo y haciendo tracción, a pulso, fue ascendiendo, haciendo escurrir cada pocos centímetros el extremo que surgía sobre su hombro izquierdo.

Era una tarea extenuante que le obligaba a detenerse con excesiva frecuencia. Pero la certeza de que, salvo catástrofe, no volvería a parar al agua y de que los tiburones se quedarían en ayunas, le conferían una fuerza y un ánimo extraordinarios.

Dificultad complementaria la constituía la maldita oscuridad. El casco del barco se encargaba de ocultar la luna que ahora brillaría iluminando la otra borda.

Trepaba como una chorreante araña tentando cuidadosamente con los pies el lugar en que se iba a apoyar en cada movimiento de ascenso.

Repentinamente, sin previo aviso, su pie derecho -calculadamente separado del izquierdo para obtener mejor balance- no encontró sustento y se introdujo en el vacío. La sorpresa estuvo a punto de hacerle caer hacia atrás. Sacando fuerzas de flaqueza, se agarró desesperadamente a los dos cabos de la cuerda y con la pierna desaparecida exploró cauta y lentamente el desconocido lugar donde se había colado.

Tras un breve examen se dio cuenta de que se trataba de un agujero redondo, de bordes pulimentados y suaves que no cortaban ni le hacían el menor daño. Semejante a una circunferencia perfecta, estaba forrada de alguna sustancia blanda y elástica; quizá goma.

¿Cómo no lo había comprendido antes? Tenía que ser, era, sin duda, el ventanuco de un camarote. La fortuna condujo sus dificultosos pasos hacia lo que en términos marineros se denominaba un ojo de buey.

¡Estaba salvado! Ahora, doblando la pierna por la rodilla y colocando su parte inferior y el pie contra la pared interior de la cabina no habría huracán que lograra desalojarle de allí. Despreciaría olímpicamente a quien osara tratarle de lapa humana.

Cuando procedió a poner en práctica esta última idea, sucedieron tres cosas. Primero se escuchó el fortísimo ruido producido por el tacón del zapato al golpear contra la pared. Después, otro sonido más apagado, pero fácilmente audible y, casi simultáneamente, un terrorífico grito que parecía no terminar nunca.

Fuera, colgando de la cuerda salvadora, Paco sintió que los pelos se le ponían de punta. Aquel aullido no parecía provenir de garganta humana y tuvo la virtud de sembrar la duda en el agotado escalador. ¿Sería preferible perecer entre los sanguinarios tiburones o correr el riesgo de enfrentarse con un ser capaz de emitir tan estremecedor gemido?

Instantes después, se encendió una luz en el camarote y otro grito, por extraño que pudiera parecer más escalofriante y duradero que el anterior, vino a sumir a Paco, una vez más, en un abyecto estado de pánico.

Por suerte, cuando se extinguieron los ecos del espantoso lamento, llegaron a sus oídos unas palabras que le tranquilizaron. No estaba, gracias a Dios, en el barco del holandés errante o en un buque fantasma.

Una voz serena, con fuerte acento gallego, preguntaba calmosamente: “Y luego; ¿qué te pasa, Flora? ¿Por qué enciendes la luz?”.

La respuesta, que inequívocamente sugería el origen galaico de la mujer que la profería, fue inmediata. En su tono se advertía la amenaza de un inminente ataque de nervios: “Alvariño, ¿Estás sordo o qué? ¿No has oído dos golpes aquí dentro?”.

Y, sin dar tiempo a que el adormilado Álvaro contestase, la asustada Flora, que había saltado de la litera y, en camisón, con los escasos y teñidos cabellos recogidos en rulos componía un poco atractivo cuadro, articuló el tercer alarido de la noche, mientras señalaba  con dedo tembloroso el extraño objeto caído en medio de la cabina.

Tapándose los ojos con las manos, incapaz de resistir el repugnante aspecto que ofrecía aquello, Flora gritó: “Haz algo Álvaro; no te quedes ahí. Alguien ha entrado a robar y ha perdido un trozo de pierna. ¡Qué asco!”.

Álvaro, aún tumbado en la cama, no podía ver lo que Flora le señalaba y se limitó a decir: “No digas barbaridades, pobriña. Tuviste una pesadilla”. Pero, ante la insistencia de su esposa y deseando terminar cuanto antes con el problema que le impedía dormir como anhelaba, se levantó apresuradamente aproximándose a lo que Flora indicaba.

Inclinándose tomó en sus manos lo que efectivamente resultó ser un trozo de pierna -de madera- con pie, calcetín y zapato.

En aquel momento, Paco se jugó una vez más el tipo realizando una nueva contorsión, logró aproximar la cabeza al ojo de buey y con voz temblorosa aunque lo suficientemente clara para ser escuchado, dijo: “Ese pedazo de pierna y todo lo demás es mío. Me he caído de cabeza al agua y no sé cómo pude llegar hasta aquí. Avisen a alguien. Ya no aguanto más”.

Flora, oportuna, aprovechó la coyuntura para lanzar un mi sostenido que, a no ser por el pavor que despertaba entre sus desprevenidos oyentes, hubiera envidiado la mismísima María Callas.

Álvaro, más práctico, suplicó mentalmente a todos los santos de la corte celestial que accedieran a un trueque de alojamiento del reuma padecido por su esposa -desde las piernas a la garganta-, gritó en dirección a la ventanilla que aguantara un poquito más y salió corriendo a dar el correspondiente aviso.

Todo funcionó perfectamente y, en escasos minutos, Paco fue izado a bordo, devuelto a los brazos de sus amigos y ahuyentó el temor a un resfriado soplando, con expresión de alivio, un par de dobles de auténtico ron de Jamaica, obsequio del capitán.

Los botes neumáticos fueron recuperados y devueltos a sus lugares de almacenamiento, los focos, extinguidos y el barco, como si nada hubiera sucedido, volvió a poner rumbo a Palma.

A punto de apagarse la luz en el camarote ocupado por Paco y sus inseparables, éste se quejó de que se encontraba incompleto. Echaba de menos la prótesis olvidada en la cabina de los gallegos.

Juan se ofreció a reclamarla y se aprestaba a hacerlo cuando se produjo una tímida llamada en la puerta. Era Álvaro que, delicadamente envuelto en una toalla, devolvía el inofensivo adminículo cuya aparición tan sonoramente había denunciado Flora. Tuvo, incluso, la deferencia de explicar que si les molestaba a semejante hora se debía a que su mujer se negaba a permanecer un segundo más en compañía de aquel objeto, según ella, obsceno.

Medio dormido, Paco aún tuvo lucidez para responder desde su litera: “Pues dígale usted que eso que tanto le repugna es de caoba legítima, el juego del pie, de aluminio anodinado y  el zapato, de artesanía. Ah -añadió- y el calcetín está completamente limpio. Los pies de madera, apenas sudan”.

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