Archivo por meses: febrero 2016

Los escéntricos

¿Qué? Ah, que escriba con equis. Ya lo sé, pero también yo tengo derecho a realizar excentricidades. ¿Por qué no? Muchas gentes lo hacen y no sólo resulta aceptable sino que les aplauden y pagan por ello.

Sucede que lo excéntrico es tan común que empieza a perder su calidad de tal y pasa a ser visto como una manifestación normal, corriente y vulgar de la personalidad moderna.

Actualmente, nadie se rasga las vestiduras cuando un actor o actriz de teatro, un futbolista o un torero comienza a grabar discos y a cantar en público. Generalmente, lo hacen fatal pero, gallos aparte, no se les tiene por excéntricos.

Tampoco cunde la alarma en el momento en que un boxeador decide interpretar a Shakespeare.

Y no digamos cuando se anuncia la apertura de un nuevo museo de arte contemporáneo. Hay que guardar cola para contemplar lo que parece un muestrario de pesadilla colectiva. Seres con un solo ojo debajo de la nariz, bocas contraídas en muecas satánicas, a pocos milímetros de una de las orejas, brazos como patas de elefante o como cañas de geranio alternan con animales de especies desconocidas y aspecto grotesco o amenazador.

Aún recuerdo la burla de que fui objeto por parte de varios amigos cuando visitamos una retrospectiva de la obra de uno de los más pagados y representativos pintores españoles del siglo actual.

A mi comentario de que nunca había visto un caballo verde, se me dijo que la pintura no era sólo color. Seguidamente mencioné la evidente desproporción entre las patas delanteras y las traseras de aquel adefesio. Contestaron que tampoco la armonía de líneas constituía el secreto. Al atreverme a preguntar cómo era más pequeña la figura de una persona, situada en primer término, que el caballo (o lo que fuera, pues en aquellos momentos no estaba seguro de nada), la respuesta fue el consabido: «La proporción no es…»

Entonces cometí la imprudencia más grande de mi vida. Creyendo que, de una vez por todas, les iba a dejar sin réplica, inquirí: «Queréis decirme, si la pintura no es color, línea, proporción, perspectiva o dibujo, ¿qué diablos es?

Pero como casi siempre, me engañé. Tenían contestación, y ésta fue unánime. A coro gritaron (aunque yo no vi ensayo alguno): «Perico, ¡eres un ignorante!»

Ahora, al cabo de los años, me pregunto muy seriamente, ¿quién estaba en aquel momento haciendo gala de excentricidad, mis amigos o yo?

No deja de resultar curioso que lo excéntrico sea algo un tanto intangible, no constreñible a medidas ni reglas fijas. La misma palabra y el concepto que describe, poseen un vaho nebuloso y de misterio. Ex-céntrico. Si, que se sale del centro. Pero, ¿de qué centro? ¿del parroquial, del de la tierra, del farmacéutico, del ideológico o de cuál?

Salga de donde salga, cualquiera que sea su origen, al tomar cartas de naturaleza entre los humanos ha perdido significación y fuerza.

Hace no muchos años cuando se decía, «Antidio es un excéntrico», se entendía que Antidio era un artista de circo que realizaba, bajo la carpa, una serie de ejercicios difíciles y extraños. Hoy en día, probablemente nadie sabría a qué se dedicaba el repetido Antidio. ¿Y por qué? Pues, elemental, mi querido Watson. Porque todos hacemos cosas raras sin que suceda nada y, naturalmente, sin que vengan a cuento.

Confieso que yo mismo, a las cinco de una tarde soleada, pasé conduciendo un coche, con la ventanilla abierta, por una calle muy concurrida, y por ello, a escasa velocidad, llevando en la cabeza una gran tartera con flores estampadas. Mucha gente me vio; estoy seguro. Sin embargo, dejando aparte el grito de ¿A dónde vas, chalao?, proferido por un crío de unos doce o trece años -y, por tanto, inexperto-, nadie se escandalizó a mi paso.

¿Pero por qué cometí semejante estupidez? Pues la verdad, no lo sé. Fue un impulso irresistible. Recuerdo, eso sí, que hube de descubrirme muy pronto a causa de un excesivo peso de aquel improvisado cubrecabezas. Debía de tratarse de una tartera de acero doble.

Antes de que se me olvide, apuntaré aquí, para general conocimiento, el sistema seguido por algunos compositores para encontrar la inspiración que les falta. Me hago cargo del enfado de estos originales músicos cuando adviertan que el admirable y astuto método que utilizan para arrobar a sus oyentes ha sido divulgado. Espero, no obstante, que su benevolencia y su estro corran parejas y no inventen una nueva tortura con destino a quien les ha puesto al descubierto.

El procedimiento consiste en cubrir un montón de papelitos con las notas de la escala musical. Una nota en cada papel. Pueden confeccionarse, por ejemplo, veinte papelitos con la nota do, y otros tantos con re, etc.

He observado que los compositores gordos utilizan en mayor proporción el do que el si. Inversamente, los flacos conceden más oportunidad a la nota si.

Elaborado el surtido de papeles, se colocan en el interior de una boina, se agitan a la luz de la luna (si se desea música romántica) o cerca de un martillo neumático (si se prefiere música militar y enérgica). Después, se van retirando de uno en uno y se anotan sobre el papel pautado. Si el autor no sabe solfeo, suele solicitar la colaboración de alguien que lo conozca.

La escultura merece un capítulo aparte. El simbolismo subyacente en esta manifestación artística no es fácil de dominar y resulta incomprensible para los no iniciados. Sin duda, por ello, nunca falta un alma caritativa que se encargue, totalmente gratis, de disipar nuestra ignorancia.

Así, he podido percatarme de que dos vigas de ferrocarril cruzadas en forma de equis representan las dificultades de un alumbramiento de nalga. Un montón de ladrillos con una silla rota en la parte superior y un palo colocado verticalmente del que pende una camiseta agujereada, significa «no me aguardes a las ocho, pues he de lavarme el pelo». Medio plátano gigantesco, cortado longitudinalmente, con dos protuberancias a media altura, valen por «fertilidad humana».

Podría continuar un buen rato pero, ¿merece la pena? Yo creo que no.

De todas maneras, antes de considerar finalizada esta historieta y al objeto de dejar establecida mi teoría de que nadie es ya excéntrico o, para el caso es igual, todos lo somos, les diré cómo conseguí que el incrédulo Rob (no, no se trata de Robert, sino de Robustiano), hiciese suya mi forma de pensar sobre esta cuestión.

Se negaba obstinadamente a admitir mi punto de vista cuando le dije: «Vamos a entrar en una cafetería céntrica y concurrida. Si el barman, o alguno de los presentes muestra su extrañeza al escuchar mi encargo, yo pagaré, pero, si no es así, el que paga serás tú».

Rob se limitó a responder, «Conforme».

El establecimiento en que entramos se encontraba muy animado. Eran las siete y media de la tarde y fijándonos en el escaso espacio disponible podía creerse que la crisis y la inflación se hallaban de vacaciones. Por fin, en la barra, quedaron dos sitios libres que nos apresuramos a ocupar.

«¿Qué va a ser?», preguntó el camarero.

«Para mi amigo, un descafeinado», le respondí. «Para mi mismo, lo mejor será que tome nota, pues es un poco complicado», añadí.

Cuando advertí que ya tenía en sus manos blog y bolígrafo, continué con voz recia: «En un vaso largo, a cuartas partes, vinagre, Ribeiro tinto, leche condensada y líquido de frenos. Ponga unas cañitas de perejil.»

El barman anotó cuidadosamente mi encargo y cuando escribió perejil, preguntó, «Y para comer, ¿desea algo?»

«Sí -respondí-, prepáreme un sandwich caliente de jamón serrano y caramelos de menta».

«Lo siento -contestó-, los caramelos de menta se nos han agotado. ¿Le valen de fresa?».

«Perfecto», añadí tranquilamente.

Durante este intercambio de palabras, nadie manifestó la menor sorpresa. El único que me miraba con incredulidad era el pobre Rob.

Poco tiempo después, el estoico asalariado depositó sobre la barra nuestro encargo y, antes de que se alejase, le pregunté, «¿Cuánto es todo?»

«Un momentito, por favor», replicó. Y tomando de un cajón una máquina de calcular, comenzó a hacer números.

Rob, viendo que trascurría el tiempo, y no salían las cuentas, comentó: «Bueno, no me extraña que sea un total difícil de obtener. Con unos sumandos tan poco frecuentes…»

El empleado levantó la cabeza y la maquinita de la que salía un cable y respondió. «No, no es eso. Lo que ocurre es que hoy la tengo conectada al carburo. Es más barato que la energía eléctrica, pero no hay duda de que es más lenta. Ustedes perdonen.»

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa, Oviedo, 1986

Los enterados

El enterado es un ser, creo que insuficientemente estudiado, que, habiendo oído campanas, trata de causar, aunque no venga a cuento, la sensación de haber seguido distintos cursos en la Sorbona, Oxford, y el Instituto Técnico de Massashussetts.

Aparentemente, entiendo de todo. Está dotado de unos conocimientos tan profundos que, incluso contra su propia voluntad, se ve obligado a propinar a diestro y siniestro muestras de la sapiencia que brota de su boca, como un torrente imparable contra el que se encuentra inerme.

De nada vale que se intente argumentar la falta de conformidad que nos corroe e impide escuchar en silencio sus manifestaciones, pues tendrá a punto algún irracional racionamiento de casi imposible comprobación documental.

Sus doctas peroratas van desde la domesticidad del ornitorrinco australiano a la ética Zen, pasando por el prerrománico asturianense y las previsiones para el año 2000 sobre la extracción de carbones cotizables en la zona oeste de Checoslovaquia.

Si su boquiabierto y paciente auditorio sabe lo que le conviene, soporta el chaparrón sin perder la ecuanimidad, porque una leve discrepancia es suficiente para producir su enfado y el incremento de su colitis verbal.

Aún recuerdo la objeción formulada por un incauto, al escuchar la detallada explicación del enterado acerca de los motivos que habían decidido al Santo Cónclave a la elección de Juan XXIII como Papa.

Bastó con que el disconforme musitara, «Parece que estaba usted allí», para que se desencadenaran todas las furias del Averno. Despidiendo llamaradas por los ojos, babeante de rabia, el enterado lanzó mil invectivas, impetró la maldición divina para los descreídos y, tras sacar a colación la Summa Teológica, Calvino, el Concilio de Trento, y Darwin, que nada tenían que ver con lo que se trataba, comenzó a tranquilizarse, embarcándose luego en una interminable disertación sobre la hernia congénita.

Pues bien, ese mismo enterado (u otro cualquiera, ya que todos son parecidos), se encontraba no hace mucho tiempo en el Fontán, detrás de la Plaza de la Carne, cerca del lugar donde un pintor, sentado en una silla plegable, copiaba en su tela la torre de la iglesia de San Isidoro.

El artista no daba el tipo, es decir, parecía cualquier cosa menos lo que era; quizás se tratara de un ejemplo de la ley de la compensación, bien venida en una época en que tantos oficinistas parecen bohemios.

El enterado se acercó a quienes observaban el desarrollo de la obra pictórica, coincidiendo con la exclamación proferida por una mujeruca con pañuelo en la cabeza, dientes destartalados y un enorme cesto colgado del brazo: ¡Virgen de Covadonga, ´tá pintipará!

Nuestro insigne especialista en pinacotecas, pues en eso se había convertido instantáneamente, la observó con mirada conmiserativa  y profirió un desdeñoso: «No sea ignorante, señora. Lo que acaba de decir es una prueba de que no tiene usted la más remota. Fíjese en el inseguro trazo del pseudopintor. En lo que está haciendo, no me atrevo a llamarlo cuadro, no se observa la más pequeña señal del genio. Mire como representa al airoso remate de la torre. Esto es una desgracia. Carece de proporción». Y diciendo ésto, se inclinó sobre el caballete al tiempo que cerraba el puño, guiñaba un ojo, extendía el pulgar y lo utilizaba como instrumento de medida situándolo cerca de la pintura, primero y colocándolo entre el ojo y la masa de la iglesia, después.

«¿Y el color?, añadió. Si el hombre ve esos colores, no hay duda de que se trata de un daltónico. ¿Qué diría el divino Sorolla?».

La pobre mujer, asustada ante aquellas palabras que no entendía, se fue sin responder.

Entonces, el enterado, dirigiéndose a la espalda del pintor que no daba señales de oír, inició un largo discurso plagado de buenos consejos y reflexiones útiles a todo principiante.

Por si sus palabras no resultaban suficientemente claras, alargaba un brazo por encima del hombro del artista y aporreaba nerviosamente la tela con los dedos índice y medio.

El implacable monólogo continuó durante hora y media, sin la menor interrupción por parte de su destinatario. Al fin, éste se levantó, plegó silla y caballete, cerró la caja de pinturas y, volviéndose hacia el incansable charlatán, hizo una elegante inclinación de cabeza, entrechocó los talones en ruidoso taconazo y, antes de alejarse, dijo:

«Danke schön. Aufviedersehn».

Por una vez, el enterado se quedó sin habla.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

La hora tonta

Cuando faltaban dos días para el partido Oviedo-Madrid, ni en broma consideraba la posibilidad de convertirme en espectador.

El sábado no quería ni pensar en ello. El domingo, a media mañana, fui derrotado por la hora tonta.

También los hombres padecemos más de una vez estos 60 minutos. Los míos fueron más que tontos. Fueron imbéciles, menos, retrasados mentales.

Al acercarme a la taquilla pensé: «Los dos puntos ya se encuentran camino de Pajares. Esa es la fija. Así que, tú tranquilo. Observa y calla.»

Mis intenciones eran buenas, pero sólo eran eso, intenciones. Ni la conocida flema británica garantizaría la impasibilidad y las buenas maneras ante la exhibición de cinismo y la tomadura de pelo que constituyeron el denominador común en la actuación del mal llamado árbitro del encuentro.

Por tanto, de tranquilidad, nada de nada. Y de callar, menos. En mi vida he sentido tantos deseos de asesinar a alguien. Pero, ¿a quién? ¿A Orellana? Creo que no sería justo que él pagara los vidrios rotos por sus antecesores. El u otro, no importa. «Ellos» son la herramienta del trabajo diario de un club que utiliza aquello de «A vencer en buena lid», únicamente en el estribillo de un himno ramplón, lleno de lugares comunes y, por supuesto, muy alejado de la política puesta en práctica en la consecución de títulos.

Se me ha dicho que, cuando «los albos corderos madrileños» levantan los brazos, los colocan en jarras o gesticulan como posesos, no se trata, como pudiera parecer, de una sesión al estilo eslavo. Tampoco impetran el favor de los dioses. La realidad, muy distinta, es que dan órdenes al Orellana de turno mediante un código de señales secretas, mezcla de las utilizadas por los señaleros de la marina y del alfabeto para sordos.

Al parecer, un marinero natural de Santa Pola, viejo y bastante borrachín él, naufragó hace muchos años frente a las costas de Borneo. Acogido por los naturales del país, convivió con ellos el tiempo suficiente para aprender el sistema de señales con que se comunicaban a distancia. A su vuelta a la civilización, lo dio a conocer a un veraneante de su patria chica, un tal Don Santiago, (sí, el mismo que ustedes piensan), el cual, viendo las posibilidades que la cosa ofrecía, perfeccionó el sistema agregándole de paso los gestos correspondientes a «anula ese gol», «canta penalty» y «cierra los ojos que voy a dar estopa», además de otros que, como los citados, no figuraban aún en el catálogo, posiblemente por no haber sido introducido aún el fútbol en aquellas latitudes.

De todo esto a considerar obligatorio el dominio del «idioma» para cuantos pretendiesen fichar por el equipo «merengue», no hubo más que un paso.

Hoy manejan la lengua a la perfección Amancio, Pirri, Benito y Verdugo; la chapurrean bastante bien los demás y, falla algo Zoco, ya que, por agitar en demasía las extremidades superiores, comete de vez en cuando un penalty, naturalmente no visto por el vendido en funciones.

A riesgo de alargar esto más de la cuenta, expondré ahora mi particular procedimiento para terminar con esta desagradable situación, que un domingo sí, y otro también, se viene planteando a los equipos «subdesarrollados».

Con todo lo genial, es muy sencillo. Propongo que, tras el saque inicial, los once componentes del equipo que se enfrenta al Real Madrid se sienten en una esquina del terreno de juego, poniendo especial cuidado en no estorbar las evoluciones de los «pentas». Ya colocados en el rincón, deberán dedicarse a resolver crucigramas.

Con mi sistema, se consiguen varios objetivos. El Madrid ahorrará mucho dinerito y, sobre todo, ganará todos los encuentros. De paso, sus rivales acrecentarán su particular cultura, cosa no poco interesante.

Ya, ya se. Y de los espectadores, ¿qué? También eso está pensado. En vez de enronquecer gritando cosas feas a los Orellanas, podrían formar un orfeón gigantesco, que tampoco es moco de pavo.

De todas formas, creo que el «viejo chocho» tiene razón. Es incomprensible la manía que se tiene en provincias al Club de su digna dirección. En cambio, es aparente que D. Santi padece daltonismo. ¿No es cierto que lo ve todo blanco?

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986