Cuando la vi por primera vez, se encontraba apoyada contra la pared de piedra de un viejo edificio público.
Eran las siete y cuarto de la mañana de un frío día de noviembre. Aún no había amanecido y, a la luz amarillenta que pugnaba con la niebla en lo alto de las columnas de alumbrado, resultaba una figura incongruente y un tanto patética.
Severamente vestida de negro, con el abrigo al brazo, la única nota alegre de aquel fúnebre conjunto, la prestaban sus cabellos blanquísimos, muy cortos.
Ambos íbamos a realizar, junto con otras personas, un viaje en autocar por distintos lugares de Andalucía. Cuando me presenté y le hice la observación de que se iba a enfriar, pues soplaba un viento cortante, respondió con una vocecilla dulce, bien modulada y utilizando un vocabulario escogido, que no pasara cuidado, que en la zona de donde procedía, las montañas astur-leonesas, hacía mucho más frío.
No pudimos cambiar demasiadas palabras, ya que, casi inmediatamente, llegó el autobús y ocupamos los asientos que nos fueron asignados.
Puede observar, no obstante, que llevaba una sola maleta, pequeña y negra, de poco peso, lo que incitaba a pensar que su propietaria estaba habituada a viajar y, por esa razón, no deseaba verse embarazada con excesiva vestimenta.
Eramos treinta y seis viajeros, que nos desconocíamos mutuamente, pero con una circunstancia en común. Todos habíamos alcanzado la jubilación. Formábamos parte de una excursión organizada especialmente para la llamada «tercera edad».
Confieso que aquella señora me llamaba la atención. Tenía algo indefinible que la hacía sobresalir por encima de los demás. Su aspecto y forma de hablar me intrigaban. La mirada inquisitiva de sus ojos muy negros, tras unas gafas con montura metálica, me causaba no poca desazón.
Todo eso fue suficiente para espolear mi curiosidad y obligarme a procurar el trato con persona aparentemente tan poco vulgar.
Cuando, ya en tierras leonesas, el vehículo efectuó una parada para que los excursionistas tomáramos un tentempié y desentumeciéramos las extremidades inferiores, la vi paseando lentamente. En su caminar desigual se ponía de manifiesto una leve cojera.
Me acerqué, con el pretexto de invitarla a tomar un café en el establecimiento ante el que nos habíamos detenido y reanudé la conversación que habíamos iniciado momentos antes de comenzar el viaje.
En su respuesta, «No, muchas gracias, yo no tomo nada entre horas», había un matiz de agradecimiento afectuoso, una suavidad y encanto en el tono, que encendió aún más mi deseo de conocerla mejor.
No soy aficionado a los enigmas, pero aquella mujer parecía guardar algún secreto.
A mis preguntas contestó diciendo que se llamaba Sara, tenía setenta y ocho años y había perdido a su esposo hacía dos. Tenía una hija, casada con un médico, que vivía en Pamplona. Ella residía normalmente cerca de Riaño; su casa era demasiado grande para ella y, sin nadie que la acompañara, se sentía muy sola desde el fallecimiento de su marido.
Después añadió una frase, que en los días siguientes repitió varias veces, totalmente carente de sentido para mí y que no amplió ni explicó. Dijo que «había sido muy mala madre».
Nuevamente hubimos de tomar posesión de nuestros puestos en el autocar y reemprender el viaje, interrumpiéndose así la conversación.
Nos detuvimos en Madrid a tomar el almuerzo y, tan pronto como me fue posible, después de aquél, comencé mi interesante interrogatorio. Parecía satisfecha por la atención que le prestaba y me habló mucho de su familia.
Sus padres, fallecidos hacía mucho tiempo, habían sido agricultores. Tuvieron siete hijos, cuatro mujeres y tres varones. Su padre, hombre muy serio y autoritario, les reunía todos los días para leer y comentar el periódico. Después, rezaban el rosario. Para dirigir el rezo y realizar la lectura había establecido un turno rotatorio que debía ser respetado a rajatabla.
Su madre, mujer sencilla y piadosa, les daba todo el cariño que su padre adusto y poco expresivo, parecía incapaz de transmitir.
«Mi familia era una verdadera delicia», volvió a repetir.
Cuando llegamos a nuestro destino para aquella noche, éramos amigos. En los días que siguieron y, hasta nuestra vuelta, era ella la que me buscaba. Parecía sentir un especial interés en comentar conmigo las incidencias del viaje. Me dijo que, durante éste, iba anotando las explicaciones del guía y luego, ya a solas en su habitación, escribía acerca de todo lo que había visto y oído a lo largo de la jornada.
Observé, un tanto sorprendido, la avidez con la que escuchaba cuanto se decía sobre la Alhambra y los Jardines del Generalife, las Cuevas de Nerja, las catedrales de Málaga y Sevilla. Parecía dotada de una sed inagotable de conocimientos que hacía juego con una memoria impresionante y agudeza y buen sentido en las observaciones.
En la catedral de Sevilla, nuestra visita coincidió con la celebración de la Misa, y cuando advirtió este hecho me pidió por favor que la esperase mientras confesaba y comulgaba. Naturalmente, accedí y pude comprobar con cuanta devoción lo hizo.
Cuando terminó, se acercó a mí con su paso lento y vacilante. «Muchísimas gracias. Ahora me temo que se haya ido todo el grupo y se va a aburrir Vd. conmigo hasta la hora de la salida», dijo.
La tranquilicé y salimos del templo. Efectivamente, fuera ya no había nadie. En vista de ello, paseamos despacito por estrechas pero soleadas calles y, cuando llegó el momento nos encaminamos hacia el lugar donde nos esperaba el autocar. Todavía no habían llegado nuestros compañeros. Únicamente el conductor se encontraba allí. Para hacer tiempo, caminamos lentamente arriba y abajo. Ella continuó sus confidencias. Repitió que había sido una mala madre y que echaba muchísimo de menos a su marido.
Yo, por discreción, no le pregunté el motivo de aquella reiterada confesión sobre su defectuosa maternidad.
En Torremolinos, donde haríamos noche para salir hacia Cádiz a primera hora del día siguiente, agradeció con apacible voz y palabras afables las atenciones que tenía con ella.
Agregó que el mundo y la sociedad de los humanos sería un auténtico paraíso si pudiera ser desterrada para siempre la intolerancia, origen de toda infelicidad y desgracia.
Así transcurrieron nueve días. Yo esperaba no sabía qué. Tenía la premonición de que aún había de decirme algo. Seguramente relacionado con su descontento por no haber sabido, querido o podido ser una buena madre. Me parecía que durante alguna de nuestras breves conversaciones había estado a punto de ampliar sus explicaciones.
Por fin, el último día, cuando a las nueve y media de una noche tan fría como la mañana de nuestra partida, llegamos a Oviedo, en el momento de entregarle su negra maleta, me asió por un brazo y, apartándome un trecho del resto de los viajeros, me dijo tristemente: «Si hubiera sabido lo sola que me iba a sentir sin mi marido, no le habría envenenado.» «Al fin y al cabo -añadió fijando sus ojos en los míos- una mirada a otra mujer carece de importancia.»
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura,1987.
A lo largo de los tiempos han sido muchas las ocasiones en que la casualidad ha ido abriendo puertas a los hechos científicos.
En esta oportunidad ha ocurrido lo mismo. El ojo financiero de un grupo de acaudalados hombres de negocios adquiriendo terrenos para construir y la curiosidad de uno de mis amigos, catedrático en la Universidad de Ankara, decidido a inspeccionar el desván de la casa en que nací, situada en las afueras de la ciudad y destinada -junto con otras de la zona- al derribo, permitió el hallazgo del cuaderno de bitácora de Noé.
Uno de mis bisabuelos había formado parte del equipo que escaló por primera vez, en el año 1840, las dos cumbres del monte Ararat, y de allí, como correctamente supuso el profesor, trajo aquel conjunto de roídos papiros que permanecieron ignorados hasta 1960 en el polvoriento desván, y que habrían desaparecido a no ser por el espíritu investigador de mi amigo.
Cuando, al escuchar el espeluznante grito proferido por Kusmet, acudí corriendo espantado por la visión de alguien que se había caído por la escalera fracturándose los huesos, le encontré sentado sobre un antiquísimo arcón, con las gafas en la punta de la nariz y el cuello retorcido para aprovechar la poca luz que se filtraba, entre abundantes telarañas, por una claraboya.
Reía como un poseso y con los talones golpeaba nerviosamente la parte inferior de su improvisado acomodo.
«Pero, ¿tú sabes lo que tienes aquí? -me preguntó- ¿Tú te das cuenta del valor científico que representa esto?». Y sin transición añadió: «Tú que vas a saber. Pues se trata, nada más y nada menos que ¡del diario de navegación de Noé!
«¡Y pensar que mi padre me decía que estudiara alemán y que me dejara de pasar el tiempo con el arameo!».
Después de ímprobos esfuerzos logré calmarlo lo suficiente para que accediera a descender a la planta baja donde, al menos, podía sentarse cómodamente y gozar de más luz. Pero, tan pronto como se vio libre de mi fastidiosa solicitud, comenzó a leer en voz alta, ordenándome, como si yo fuera una simple secretaria, tomar algunas notas.
En conjunto, la memoria resultaba un soberano tostón. Día tras día, y a partir de la «primera jornada», se repetían las mismas palabras: «Navegamos a la deriva.» «Ignoro a donde nos dirigimos.» «No se ve más que agua.» «Continúa lloviendo.»
Aquello era natural porque, realmente, Noé carecía de conocimientos naúticos, y aunque dispusiera de instrumentos de navegación -sextante, por ejemplo- no le valdrían de nada pues al no verse el sol, no podía tomar la altura del mismo. Por otra parte, si el arca estuviera dotada de remos, ¿quién sería capaz de mover, a fuerza de brazos, aquella mole de 160 metros de largo, 25 de ancho y 15 de alto? ¿Y de poder dirigirla? ¿Hacía qué lugar encaminarla si todo estaba anegado?
Así que Noé se fiaba de Dios y flotaba, que era mucho más de lo que podía hacer el resto del género humano y cuantos animales no habían tenido la fortuna de ser elegidos para pasar a bordo.
El viaje no era, ni mucho menos, un crucero de placer. Noé, sus familiares y los irracionales que les acompañaban se encontraban hacinados y sumamente incómodos.
Era inevitable que, tras los primeros días, comenzaran a producirse algunas muestras de descontento. Y aquí, al relatar éstas, fue donde Noé empezó a dar señales de que era capaz de escribir, aunque sólo fuera de forma medianamente interesante, un relato que no actuara como improvisado soporífero.
Estoy seguro de que, modernamente, un especialista en el estudio del comportamiento animal hubiera sacado más partido de la situación que el justo Noé. Además, el manuscrito, quizás por la acción del tiempo, de los roedores o de ambos agentes a la vez, presentaba algunos defectos que hacían prácticamente imposible su total traducción.
No obstante, lo que quedaba era suficiente para poner de relieve la revolución, sin sangre todavía, que se fue gestando en el seno del zoológico flotante.
Como en aquella época animales y hombres utilizaban la misma lengua, Noé tenía la oportunidad de entender sus conversaciones que él preservó en el diario para la posteridad.
En la anotación correspondiente a la jornada veintiuna, el insospechado cronista mencionó la primera protesta. La formulaba un elefante que, por razones obvias, se había visto obligado a permanecer apartado de su pareja. el ocupaba el lado de babor. Ella no podía moverse de estribor. Noé suponía, acertadamente, que colocar unos doce mil kilos -pero aproximado del citado dúo- en la misma banda, constituiría un experimento que arriesgaría innecesariamente la flotabilidad de la embarcación. No le agradaba tomar aquella desagradable medida, pero atendiendo ante todo a la seguridad, la puso en práctica.
De nada sirvió que Noé tratara de razonar con los elefantes. Estos aducían que se sentían discriminados y que, a su alrededor, veían a cada oveja con su pareja. Esto último, naturalmente, era un decir, pues ovejas sólo habían emparejado a dos; un macho y una hembra. Noé tuvo que terminar prometiendo que, tan pronto como fuese posible, sin atentar contra la integridad del arca y el pasaje, intentaría reunir ambos paquidermos. El macho dijo la última palabra observando amenazador: «No olvides que los elefantes tenemos una memoria prodigiosa».
Dos días más tarde, es decir, en la jornada veintitrés, las jirafas se quejaron de que la hojarasca que les servían de comida, depositada en el suelo, les quedaba muy fuera de su alcance y debían doblarse en exceso para conseguirla. La boca se abría a casi seis metros por encima de su alimento. Por si esto fuera poco, hojas y hierbas habían ido secando y tenían un insoportable sabor a rancio.
Para dar satisfacción a sus cuellilargos pasajeros, Noé, convertido una vez más en carpintero de ribera, dispuso un ingenioso pesebre abriendo dos agujeros en el techo, por el que las jirafas pasaban parte de sus cuellos y cabezas para tomar el sustento depositado en el suelo del piso superior. En cuanto a mejorar la calidad del general yantar -todos los animales eran vegetarianos-, imposible. Habrían de arreglarse con lo que se encontrara a su disposición. Y que no faltase, pues si aquella pertinaz lluvia duraba mucho tiempo, se decía Noé, no habría manera de repostar. Por falta de agua no debía preocuparse, pero sin sólidos, qué iba a ocurrir. En fin, Dios proveería.
Entretanto, la monotonía del paisaje era tal que los ánimos comenzaban a flaquear. Navegaban por un inmenso y solitario océano. No se vislumbraba una sola señal de vida. El incansable infinito de las aguas les cercaba por todas parte, convirtiéndoles en viajeros que no iban a ningún lugar.
Únicamente Noé, con una fe inquebrantable, se encontraba libre de dudas y temores. Pero debái hacer frente a una situación que se deterioraba por momentos. Los animales no se recataban para expresar en voz alta su desagrado. Deseaban, decían a quien quisiera escuchar, volver a vagar libremente bajo los árboles, tumbarse al sol y rascarse las picaduras de las pulgas. Ahora, en un encierro tan prolongado como el que les mantenía en el arca, ni siquiera podían dedicarse a tarea tan sencilla y entretenida, pues solamente figuraban en el rol una pareja de pulgas a las que le habían prohibido formal y expresamente ejercer su oficio.
«Esta situación es insoportable», afirmaban.
Entonces, los búhos, que a partir de aquel momento comenzaron a gozar de fama de sabios, propusieron celebrar una asamblea general en la que se decidiera tomar alguna iniciativa para dar fin a su estado de inocentes presos, ignorantes de la duración de la sentencia.
Ellos, los animales, al fin y al cabo, no tenían la culpa de las maldades cometidas por el hombre. Si el género humano debía desaparecer a causa de sus inicuos pecados, no era justo que los brutos, seres inferiores, pagaran el pato.
Al escuchar esta observación, las ciento quince especies de la familia de las anátidas gritaron: «eso, eso».
Para decidir si se realizaba o no el original congreso hubo de acordarse, antes, el método que habrían de utilizar para recoger el voto de las bestias que no podían moverse de los lugares que ocupaban, so pena de alterar el equilibrio de la embarcación. El sistema elegido fue también el que pusieron en práctica en la celebración de la propia asamblea.
El concurso de las aves fue fundamental en ambas operaciones. En un vuelo podrían reunir las manifestaciones de cuantos tuvieran derecho a voto, o lo que es lo mismo, de todos los animales que viajaban en el arca.
La jornada treinta y tres fue la elegida para el acontecimiento. Desde muy temprano, aquel día pudo escucharse el intercambio de los más variados proyectos y las más descabelladas proposiciones. La toma de una decisión prometía resultar laboriosa y complicada, pero como -en realidad- no tenían cosa mejor que hacer, el detalle no les preocupaba.
La pareja de búhos, como promotores de la idea aprobada posteriormente por unanimidad, era la encargada de actuar en calidad de moderadora.
Iniciaron la sesión con la propuesta de un presidente que dispusiera de voto de calidad.
A la petición de presentación de candidatos siguió un silencio general, roto finalmente por la voz del león, afirmando: «Estoy seguro de que el puesto me corresponde por derecho. No en vano se me conoce como el rey de la selva.»
Esta manifestación fue acogida con tímidos murmullos de desaprobación. La pantera incluso se atrevió a decir: «Aquí, desgraciadamente, no estamos en la selva. ¡Qué más quisiéramos! En fin, no es que yo pretenda el cargo, pero creo que tú no eres el más indicado.»
El león, estirándose cuanto pudo, exclamó irónicamente: «A otro can con ese hueso.»
El perro, que hasta aquel momento se había limitado a asentir a todo como si la cosa no fuese con él, se sintió profundamente ofendido y pidió la palabra, según aseguró, por alusiones.
Los búhos se la concedieron y el perro, haciendo visibles esfuerzos para ocultar la rabia que le consumía, aseveró: «Ignoro de quién ha partido la innoble calumnia de que mi especie siente una predilección irresistible por los huesos. Se trata de un infundio alevoso que, enérgicamente, rechazamos. No sé lo que sucederá en el futuro -si salimos de ésta-, pero hasta hoy y desde siempre, hemos sido tan herbívoros como vosotros.»
El león, con una elegancia de espíritu que, de momento, le granjeó las simpatías del concurso, sin pedir ni siquiera la palabra, se apresuró a decir: «Te ruego me perdones. He estado de lo más desafortunado con mi tonta expresión.»
En este momento, uno de los búhos, temiendo que, con tantos dimes y diretes, la asamblea se les fuera de las manos y deseando, al mismo tiempo proceder sin más tardanza al nombramiento del presidente, interrogó una vez más: «¿Desea algún otro presentar su candidatura?; además del león, naturalmente.»
Transcurrió un buen rato y nadie respondió. En vista de ello, el moderador añadió: «Como no contamos con ningún candidato de última hora, entiendo que el león puede ocupar el puesto. Deseo que en su gestión actúe con la mayor prudencia y sus decisiones cuando haya de tomarlas, se encuentren regidas por la sabiduría.»
El león, entonces, avanzó un poquito -los escasos centímetros que el reducido espacio le permitían- acompañado de la leona que anhelaba compartir con su pareja tan importante momento en sus vidas.
«Hermanos -comenzó diciendo el recién nombrado presidente-, nada más lejos de mi intención que pavonearme presumiendo…»
«Bien empezamos -interrumpió el pavo real-. ¿Es que otros, aunque no tengan plumas de colores, como nosotros, no presumen de lo que tienen… o creen tener?», terminó malévolamente.
«Te aseguro, hermano pavo -siguió diciendo el león- que mis palabras no encerraban la menor censura para tí ni para tu especie, que constituye un alegre espectáculo para los ojos. Lo que, de verdad, quise decir era que me propongo desempeñar las tareas inherentes a mi cargo con una gran dosis de humildad y dispuesto a servir en todo momento los intereses de la comunidad que me ha elegido. No soportaría que, con razón, alguno de entre vosotros pudiera decirme: «Cría cuervos y te sacarán los ojos.»
Al escuchar el repentino rumor de alas y los crecientes murmullos que se empezaban a elevar en el sector ocupado por los córvidos, el orador farfulló atropelladamente: «Os ruego que no os deis por aludidos. He querido expresar el horror que me causaría el merecido calificativo de ingrato. La emoción me ha hecho volver a la edad del pavo en la que uno…»
«Y, ¿qué ocurre con la edad del pavo?», volvió a interrumpir soliviantado el mismo faisánido que tan mal había tomado las primeras palabras del presidencial orador. «Todos los pavos -continuó- tenemos la edad contado desde el día de nuestro nacimiento. como todo el mundo, como vosotros. Ignoro por qué se alude a nuestra edad en tono burlón y peyorativo. Quizás yo no esté enterado y tú, presidente, en vez de tener la edad del león, tengas la del buey o la de cualquier otro animal, en cuyo caso eres un fenómeno de feria.»
La hembra del nuevo presidente, que se las había prometido tan felices, susurró algo al oído de su consorte, pero éste, muy molesto por las faltas de tacto cometidas, no estaba para sugerencias. Así que, con lo que pudo constituir el primer gesto machista del reino animal, le mostró los dientes y recomenzó su perorata.
«Como os iba diciendo, hermanos, trataré de ser un presidente abierto a cuantas ideas se me formulen. Además, podéis contar con que cuando me equivoque -como acabo de hacer al mencionar la edad del pavo- reconoceré mi error pues no deseo se me tenga en cuenta por ser tan terco como una mula y…»
El concertado conjunto de iracundas protestas procedentes de todos los equinos ahogó sus palabras. Cuando la barahúnda decreció en intensidad, la mula, que aún sabiéndose un híbrido se sentía ufana de su linaje, hizo oír su más enérgica protesta contra lo que calificó de abuso de poder e injustificadas alusiones a indemostrables características de su raza. Finalizó añadiendo que desde el momento en que comenzó a hacer uso de la palabra, el león se había limitado a calumniar despiadadamente, recurso muy utilizado por autócratas y tiranos de la más baja estofa. Lo que hacía preguntarse si no se encontrarían en manos de un fascista disfrazado.
Ante la marea de aprobación que la acusación de la mula levantó entre los reunidos, el león se sintió absolutamente abochornado. Desconocía de qué manera conseguiría remendar el desgarrón que aquel torpe proceder había causado en su propia imagen.
Esperó unos momentos y, cuando se hizo el silencio, resolvió reanudar la ajetreada alocución. Estaba decidido a huir de todo término comparativo, metáfora y alusión -más o menos velada- a las familias, hábitos y peculiaridades de sus camaradas de cautiverio náutico.
Al llegar a este punto, Kusmet, que llevaba un rato leyendo dificultosamente porque la oscuridad había ido adueñándose de la habitación en que nos encontrábamos, me pidió que encendiera la luz. Cuando lo hube hecho, el profesor prosiguió.
«Queridos hermanos -principió el melenudo conferenciante- he de reconocer que mis palabras no han sido afortunadas. En mi descargo he de decir que ninguna de ellas pretendía agraviaros. Yo no soy, de ninguna manera, lo que la mula de fácil verbo ha insinuado, pero admito que, por cuanto he dicho hasta el momento, podría confundírseme con un ser reprobable. Concededme, al menos, el beneficio de la duda. Nunca he sido un ratón de biblioteca y…»
Ya estaba. La había armado nuevamente, pues los roedores, a una, promovieron un gran escándalo y, a gritos, proponían se pronunciara una moción de censura contra el orador. Poco faltó para que los ofendidos consiguieran su propósito pero, en definitiva, no se tomó decisión alguna.
De todos modos, el búho, a instancias de un buen número de animales, se vio obligado a tomar la palabra para calmar los ánimos excesivamente enardecidos por la desmesurada cantidad de disparates contenidos en las breves parrafadas del león.
«Amigos, amigos. Silencio, por favor. Hagamos un esfuerzo generoso que nuestro deseo de cambiar la penosa situación que padecemos merece. Honestamente creo que el león no trata de ofender a nadie. Debe tratarse, sencillamente de una incoercible fijación psicológica…»
«¿Y eso, ¿qué es?», murmuró medrosamente el asno, consciente de sus limitaciones culturales, y deseoso de ampliar su acervo de erudición.
No queriendo perderse en abstrusas explicaciones, el búho recapituló contestando: «Pues, que habla así porque no puede evitarlo.» Y continuó, «propongo que se le otorgue una última oportunidad. Si nos agrada lo que tiene que decirnos podría tomar posesión de su cargo de presidente. Caso contrario, nombraremos una junta directiva.»
Como no se elevó protesta alguna, el recalcitrante león carraspeó con disimulo y se lanzó otra vez, en esta ocasión en tono tan elevado que llegó a los más apartados rincones del arca. Prescindiendo de los engorrosos preámbulos que tan mal resultado le habían proporcionado, gritó: «Cuando yo comience a gobernaros…»
No se le dejó proseguir. Una auténtica avalancha de reproches surgió al unísono, de tal modo que las cuadernas de la embarcación se estremecieron, y el mismo Noé, que lo escuchaba todo, experimentó el temor de que su arca se partiera en dos, hundiéndose en pocos minutos.
Cuando las aves, actuando como ujieres, consiguieron restablecer el orden, la pareja de búhos retiró, sobre la marcha, la candidatura del león y nombró el triunvirato -formado por un zorro, una serpiente y un jabalí- que comenzó a actuar inmediatamente.
Tras un breve conciliábulo, el zorro, como portavoz del equipo, propuso suspender la sesión pues, según dijo, «se había perdido mucho tiempo.» Sugirió la conveniencia de señalar un periodo de reflexión -durante el cual todos los asistentes debería madurar ideas que se presentarían a debate- que, a su juicio, convendría que tuviera una duración de siete días. Recomendó la mayor seriedad en el estudio de las propuestas que consiguieran poner fin a la agobiante e insostenible situación que estaban viviendo.
La presencia del trío directivo fue aprobada por mayoría absoluta y la asamblea fue disuelta, si bien esto último era una manera de hablar ya que cada animal debía permanecer en el lugar que ocupaba.
Noé no ignoraba que se encontraba en apuros. Era consciente de que sus pasajeros estaban a punto de realizar alguna animalada (nada más lógico teniendo en cuenta su naturaleza). Pero aún faltaban siete días y en ese tiempo podían suceder muchas cosas. Así que hizo lo único que podía. Esperó.
Al amanecer el día de la jornada cuarenta y una, después de aquella lluvia torrencial que no se detuvo durante cuarenta días y otras tantas noches, el cielo estaba sin una nube. Brillaba un sol radiante que, como por encanto, hacía desaparecer la odiosa humedad en que todo se encontraba sumido. Era la fecha señalada para celebrar la asamblea general en la que se decidiría un plan salvador.
Como los ánimos se hallaban excitados, la reunión se inició casi sin respetar los trámites de rigor. El zorro apenas tuvo tiempo de declarar abierta la sesión y un destemplado coro de voces se elevó, pero tan confuso que se hacía imposible entender nada. De nuevo, las aves se vieron obligadas a realizar su tarea de mensajeros. Cuando terminó ésta pudo comprobarse que, con a sola oposición de algunas aves, el resto de los animales deseaban para empezar, desembarazarse de Noé, arrojándolo al agua. Luego, sin el estorbo del causante de todos sus males, ya se vería. Estaban hartos de ver conculcados sus derechos.
«¡Qué barbaros!», exclamó Kusmet, sin poder contenerse, levantando la mirada de los papiros que sostenía con manos temblorosas. «El pobre Noé conocía bien a sus animales», añadió.
«Continúa, por favor; no te detengas ahora. Estoy sobre ascuas», le dije.
Tal y como había sido convenido, las decisiones de la asamblea cuando, como en este caso, fuesen aprobadas por mayoría, habían de ser llevadas a la práctica inmediatamente. Así pues, la muerte de Noé era cosa hecha.
Y así hubiera sucedido si, en aquel preciso instante el arca no hubiese encallado violentamente en algún invisible promontorio rocoso, con un tremendo golpe que la hizo estremecerse.
Cuando se acallaron los gritos de terror de los ocupantes de la enorme embarcación, Noé efectuó una rápida inspección y comprobó satisfecho que los daños no eran importantes. Por el momento no existía peligro de hundimiento.
Instantes después, pudieron observar asombrados cómo el nivel del agua descendía velozmente y ponía a descubierto las agujas rocosas de la montaña en la que se encontraban embarrancados.
Kusmet, que traducía rápidamente, exclamó al volver una hoja: «Aquí falta al menos un papiro»; y continuó casi sin pausa, «no sabremos nunca cómo consiguió Noé hacer descender aquella escarbada montaña a todos sus huéspedes.»
Y, volviendo a coger el hilo de la historia, prosiguió:
Los animales bajaron apresuradamente la falda del monte y nuevamente se repartieron por todo el mundo. Pero ya nada fue como antes. Observé que habían perdido el don de la palabra y cada especie emitía un sonido peculiar y distinto de los utilizados por los demás. Todos se miraban con recelo dando la sensación de experimentar un repentino e inexplicable temor.
Sin embargo, las aves, precisamente las pocas que se habían opuesto al general deseo de acabar con mi vida, aunque perdieron su facultad de hablar como los humanos, recibieron como premio a sus buenos sentimientos, otras voces mucho más hermosas que la nuestra. Así sucedió con el jilguero, ruiseñores, canarios, alondras, y otros.
Kusmet, con un suspiro, recogió los papiros y volvió a introducirlos cuidadosamente en el enorme cuerno de toro en que habían permanecido ocultos durante siglos en lo algo del monte Ararat y, con voz soñadora, dijo:
«Entonces, quizás lo que nosotros llamamos la época de la muda, en la que los pájaros cantores permanecen callados, no sea más que un recordatorio de lo que les ha ocurrido a otros animales más crueles.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987