Archivo por meses: octubre 2015

El estado de la ciencia

¿Ha reflexionado usted alguna vez sobre la verdadera situación de la ciencia?

Yo si. Y ciertamente no he quedado muy satisfecho.

De dar por buenas las declaraciones de ciertas lumbreras que periódicamente alardean en público de los avances conseguidos en los campos de investigación tecnológica, médica, agrícola, etc., quienes fallecen han llegado a ese extremo por falta de información.

Quizás sea cierto que el hombre ha puesto el pie en la luna, aunque yo no lo crea hasta que me lleven allí.

Puede que los pollos alcancen en dos semanas el tamaño adecuado para ser sacrificados, pero su sabor recuerda sospechosamente al del plástico, tanto que el sacrificio corre a cargo de quien lo engulle.

Es posible que la energía eléctrica obtenida de las plantas atómicas sea más barata, que conseguida por métodos más modestos, pero ¿a qué letales peligros se somete a la humanidad?

Admitamos que la aplicación de la informática y la robótica en el mundo del trabajo contribuye a la pronta consecución de productos bien acabados, pero ¿qué porcentaje de culpa en la proliferación del paro se puede atribuir a las nuevas técnicas?

Concedamos que se han encontrado sistemas para obtener más alimentos, más cosechas, y potabilizar el agua del mar, pero ¿cuántos seres humanos mueren diariamente de hambre y sed?

Es innegable que se viaja en avión a mayor velocidad que la del sonido, pero ¿de qué nos sirve si perdemos tanto tiempo en acceder y alejarnos de los aeropuertos?

Es cierto que cada día vemos en los escaparates de los comercios objetos, muebles, ropa, electrodomésticos más hermosos y atrayentes, pero ¿cuánto tiempo transcurre desde el de su compra hasta que se nos quedan entre las manos?

Es perfectamente válido decir que el deporte es sano, pero ¿quién se toma la molestia de advertirnos de que los cementerios se encuentran repletos de personas en inmejorables condiciones físicas?

Por estas y otras razones que creo innecesario añadir, entiendo que la ciencia avanza como las personas privadas de visión, es decir, a tropezones sin saber muy bien a dónde va, lo que pretende, y para qué va a servirnos, de verdad, lo que encuentre.

A mi juicio, a la ciencia le falta valor. El valor de olvidar lo descubierto cuando, a la larga, pueda causar más mal que bien.

Desde estas líneas, me veo en la precisión de acusar a la ciencia de fantoche. ¿Qué otra cosa puede decirse de ella, que se ha preocupado, derrochando sumas astronómicas, por cuestiones de dudoso interés en un análisis final, y no ha encontrado solución definitiva para problemas tan sencillos como el constipado, las mudanzas sin roturas, los cigarrillos beneficiosos para la salud, calcetines frescos en verano, y cálidos en invierno, que rechacen la suciedad y cambien de color automáticamente para hacer juego con el traje que se vista, una inyección para terminar con la mala educación (sin acabar al propio tiempo con el energúmeno), unas pastilla, de consumo obligatorio, para que las palabras ser humano y tolerancia sean sinónimas.

Sospecho que todo ésto ya está inventado y las patentes en poder de las multinacionales.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, 1986

Vida social en el Arca

A lo largo de los tiempos han sido muchas las ocasiones en que la casualidad ha ido abriendo puertas a los hechos científicos.

En esta oportunidad ha ocurrido lo mismo. El ojo financiero de un grupo de acaudalados hombres de negocios adquiriendo terrenos para construir y la curiosidad de uno de mis amigos, catedrático en la Universidad de Ankara, decidido a inspeccionar el desván de la casa en que nací, situada en las afueras de la ciudad y destinada -junto con otras de la zona- al derribo, permitió el hallazgo del cuaderno de bitácora de Noé.

Uno de mis bisabuelos había formado parte del equipo que escaló por primera vez, en el año 1840, las dos cumbres del monte Ararat, y de allí, como correctamente supuso el profesor, trajo aquel conjunto de roídos papiros que permanecieron ignorados hasta 1960 en el polvoriento desván, y que habrían desaparecido a no ser por el espíritu investigador de mi amigo.

Cuando, al escuchar el espeluznante grito proferido por Kusmet, acudí corriendo espantado por la visión de alguien que se había caído por la escalera fracturándose los huesos, le encontré sentado sobre un antiquísimo arcón, con las gafas en la punta de la nariz y el cuello retorcido para aprovechar la poca luz que se filtraba, entre abundantes telarañas, por una claraboya.

Reía como un poseso y con los talones golpeaba nerviosamente la parte inferior de su improvisado acomodo.

«Pero, ¿tú sabes lo que tienes aquí? -me preguntó- ¿Tú te das cuenta del valor científico que representa esto?». Y sin transición añadió: «Tú que vas a saber. Pues se trata, nada más y nada menos que ¡del diario de navegación de Noé!

«¡Y pensar que mi padre me decía que estudiara alemán y que me dejara de pasar el tiempo con el arameo!».

Después de ímprobos esfuerzos logré calmarlo lo suficiente para que accediera a descender a la planta baja donde, al menos, podía sentarse cómodamente y gozar de más luz. Pero, tan pronto como se vio libre de mi fastidiosa solicitud, comenzó a leer en voz alta, ordenándome, como si yo fuera una simple secretaria, tomar algunas notas.

En conjunto, la memoria resultaba un soberano tostón. Día tras día, y a partir de la «primera jornada», se repetían las mismas palabras: «Navegamos a la deriva.» «Ignoro a donde nos dirigimos.» «No se ve más que agua.» «Continúa lloviendo.»

Aquello era natural porque, realmente, Noé carecía de conocimientos naúticos, y aunque dispusiera de instrumentos de navegación -sextante, por ejemplo- no le valdrían de nada pues al no verse el sol, no podía tomar la altura del mismo. Por otra parte, si el arca estuviera dotada de remos, ¿quién sería capaz de mover, a fuerza de brazos, aquella mole de 160 metros de largo, 25 de ancho y 15 de alto? ¿Y de poder dirigirla? ¿Hacía qué lugar encaminarla si todo estaba anegado?

Así que Noé se fiaba de Dios y flotaba, que era mucho más de lo que podía hacer el resto del género humano y cuantos animales no habían tenido la fortuna de ser elegidos para pasar a bordo.

El viaje no era, ni mucho menos, un crucero de placer. Noé, sus familiares y los irracionales que les acompañaban se encontraban hacinados y sumamente incómodos.

Era inevitable que, tras los primeros días, comenzaran a producirse algunas muestras de descontento. Y aquí, al relatar éstas, fue donde Noé empezó a dar señales de que era capaz de escribir, aunque sólo fuera de forma medianamente interesante, un relato que no actuara como improvisado soporífero.

Estoy seguro de que, modernamente, un especialista en el estudio del comportamiento animal hubiera sacado más partido de la situación que el justo Noé. Además, el manuscrito, quizás por la acción del tiempo, de los roedores o de ambos agentes a la vez, presentaba algunos defectos que hacían prácticamente imposible su total traducción.

No obstante, lo que quedaba era suficiente para poner de relieve la revolución, sin sangre todavía, que se fue gestando en el seno del zoológico flotante.

Como en aquella época animales y hombres utilizaban la misma lengua, Noé tenía la oportunidad de entender sus conversaciones que él preservó en el diario para la posteridad.

En la anotación correspondiente a la jornada veintiuna, el insospechado cronista mencionó la primera protesta. La formulaba un elefante que, por razones obvias, se había visto obligado a permanecer apartado de su pareja. el ocupaba el lado de babor. Ella no podía moverse de estribor. Noé suponía, acertadamente, que colocar unos doce mil kilos -pero aproximado del citado dúo- en la misma banda, constituiría un experimento que arriesgaría innecesariamente la flotabilidad de la embarcación. No le agradaba tomar aquella desagradable medida, pero atendiendo ante todo a la seguridad, la puso en práctica.

De nada sirvió que Noé tratara de razonar con los elefantes. Estos aducían que se sentían discriminados y que, a su alrededor, veían a cada oveja con su pareja. Esto último, naturalmente, era un decir, pues ovejas sólo habían emparejado a dos; un macho y una hembra. Noé tuvo que terminar prometiendo que, tan pronto como fuese posible, sin atentar contra la integridad del arca y el pasaje, intentaría reunir ambos paquidermos. El macho dijo la última palabra observando amenazador: «No olvides que los elefantes tenemos una memoria prodigiosa».

Dos días más tarde, es decir, en la jornada veintitrés, las jirafas se quejaron de que la hojarasca que les servían de comida, depositada en el suelo, les quedaba muy fuera de su alcance y debían doblarse en exceso para conseguirla. La boca se abría a casi seis metros por encima de su alimento. Por si esto fuera poco, hojas y hierbas habían ido secando y tenían un insoportable sabor a rancio.

Para dar satisfacción a sus cuellilargos pasajeros, Noé, convertido una vez más en carpintero de ribera, dispuso un ingenioso pesebre abriendo dos agujeros en el techo, por el que las jirafas pasaban parte de sus cuellos y cabezas para tomar el sustento depositado en el suelo del piso superior. En cuanto a mejorar la calidad del general yantar -todos los animales eran vegetarianos-, imposible. Habrían de arreglarse con lo que se encontrara a su disposición. Y que no faltase, pues si aquella pertinaz lluvia duraba mucho tiempo, se decía Noé, no habría manera de repostar. Por falta de agua no debía preocuparse, pero sin sólidos, qué iba a ocurrir. En fin, Dios proveería.

Entretanto, la monotonía del paisaje era tal que los ánimos comenzaban a flaquear. Navegaban por un inmenso y solitario océano. No se vislumbraba una sola señal de vida. El incansable infinito de las aguas les cercaba por todas parte, convirtiéndoles en viajeros que no iban a ningún lugar.

Únicamente Noé, con una fe inquebrantable, se encontraba libre de dudas y temores. Pero debái hacer frente a una situación que se deterioraba por momentos. Los animales no se recataban para expresar en voz alta su desagrado. Deseaban, decían a quien quisiera escuchar, volver a vagar libremente bajo los árboles, tumbarse al sol y rascarse las picaduras de las pulgas. Ahora, en un encierro tan prolongado como el que les mantenía en el arca, ni siquiera podían dedicarse a tarea tan sencilla y entretenida, pues solamente figuraban en el rol una pareja de pulgas a las que le habían prohibido formal y expresamente ejercer su oficio.

«Esta situación es insoportable», afirmaban.

Entonces, los búhos, que a partir de aquel momento comenzaron a gozar de fama de sabios, propusieron celebrar una asamblea general en la que se decidiera tomar alguna iniciativa para dar fin a su estado de inocentes presos, ignorantes de la duración de la sentencia.

Ellos, los animales, al fin y al cabo, no tenían la culpa de las maldades cometidas por el hombre. Si el género humano debía desaparecer a causa de sus inicuos pecados, no era justo que los brutos, seres inferiores, pagaran el pato.

Al escuchar esta observación, las ciento quince especies de la familia de las anátidas gritaron: «eso, eso».

Para decidir si se realizaba o no el original congreso hubo de acordarse, antes, el método que habrían de utilizar para recoger el voto de las bestias que no podían moverse de los lugares que ocupaban, so pena de alterar el equilibrio de la embarcación. El sistema elegido fue también el que pusieron en práctica en la celebración de la propia asamblea.

El concurso de las aves fue fundamental en ambas operaciones. En un vuelo podrían reunir las manifestaciones de cuantos tuvieran derecho a voto, o lo que es lo mismo, de todos los animales que viajaban en el arca.

La jornada treinta y tres fue la elegida para el acontecimiento. Desde muy temprano, aquel día pudo escucharse el intercambio de los más variados proyectos y las más descabelladas proposiciones. La toma de una decisión prometía resultar laboriosa y complicada, pero como -en realidad- no tenían cosa mejor que hacer, el detalle no les preocupaba.

La pareja de búhos, como promotores de la idea aprobada posteriormente por unanimidad, era la encargada de actuar en calidad de moderadora.

Buho real

Iniciaron la sesión con la propuesta de un presidente que dispusiera de voto de calidad.

A la petición de presentación de candidatos siguió un silencio general, roto finalmente por la voz del león, afirmando: «Estoy seguro de que el puesto me corresponde por derecho. No en vano se me conoce como el rey de la selva.»

Esta manifestación fue acogida con tímidos murmullos de desaprobación. La pantera incluso se atrevió a decir: «Aquí, desgraciadamente, no estamos en la selva. ¡Qué más quisiéramos! En fin, no es que yo pretenda el cargo, pero creo que tú no eres el más indicado.»

El león, estirándose cuanto pudo, exclamó irónicamente: «A otro can con ese hueso.»

El perro, que hasta aquel momento se había limitado a asentir a todo como si la cosa no fuese con él, se sintió profundamente ofendido y pidió la palabra, según aseguró, por alusiones.

Pinto: Zasi, la gata y Nico, el dálmata.

Los búhos se la concedieron y el perro, haciendo visibles esfuerzos para ocultar la rabia que le consumía, aseveró: «Ignoro de quién ha partido la innoble calumnia de que mi especie siente una predilección irresistible por los huesos. Se trata de un infundio alevoso que, enérgicamente, rechazamos. No sé lo que sucederá en el futuro -si salimos de ésta-, pero hasta hoy y desde siempre, hemos sido tan herbívoros como vosotros.»

El león, con una elegancia de espíritu que, de momento, le granjeó las simpatías del concurso, sin pedir ni siquiera la palabra, se apresuró a decir: «Te ruego me perdones. He estado de lo más desafortunado con mi tonta expresión.»

En este momento, uno de los búhos, temiendo que, con tantos dimes y diretes, la asamblea se les fuera de las manos y deseando, al mismo tiempo proceder sin más tardanza al nombramiento del presidente, interrogó una vez más: «¿Desea algún otro presentar su candidatura?; además del león, naturalmente.»

Transcurrió un buen rato y nadie respondió. En vista de ello, el moderador añadió: «Como no contamos con ningún candidato de última hora, entiendo que el león puede ocupar el puesto. Deseo que en su gestión actúe con la mayor prudencia y sus decisiones cuando haya de tomarlas, se encuentren regidas por la sabiduría.»

El león, entonces, avanzó un poquito -los escasos centímetros que el reducido espacio le permitían- acompañado de la leona que anhelaba compartir con su pareja tan importante momento en sus vidas.

«Hermanos -comenzó diciendo el recién nombrado presidente-, nada más lejos de mi intención que pavonearme presumiendo…»

«Bien empezamos -interrumpió el pavo real-. ¿Es que otros, aunque no tengan plumas de colores, como nosotros, no presumen de lo que tienen… o creen tener?», terminó malévolamente.

© 2010 M.T. Bravo Asturias. Oviedo. Parque San Francisco

«Te aseguro, hermano pavo -siguió diciendo el león- que mis palabras no encerraban la menor censura para tí ni para tu especie, que constituye un alegre espectáculo para los ojos. Lo que, de verdad, quise decir era que me propongo desempeñar las tareas inherentes a mi cargo con una gran dosis de humildad y dispuesto a servir en todo momento los intereses de la comunidad que me ha elegido. No soportaría que, con razón, alguno de entre vosotros pudiera decirme: «Cría cuervos y te sacarán los ojos.»

Al escuchar el repentino rumor de alas y los crecientes murmullos que se empezaban a elevar en el sector ocupado por los córvidos, el orador farfulló atropelladamente: «Os ruego que no os deis por aludidos. He querido expresar el horror que me causaría el merecido calificativo de ingrato. La emoción me ha hecho volver a la edad del pavo en la que uno…»

«Y, ¿qué ocurre con la edad del pavo?», volvió a interrumpir soliviantado el mismo faisánido que tan mal había tomado las primeras palabras del presidencial orador. «Todos los pavos -continuó- tenemos la edad contado desde el día de nuestro nacimiento. como todo el mundo, como vosotros. Ignoro por qué se alude a nuestra edad en tono burlón y peyorativo. Quizás yo no esté enterado y tú, presidente, en vez de tener la edad del león, tengas la del buey o la de cualquier otro animal, en cuyo caso eres un fenómeno de feria.»

La hembra del nuevo presidente, que se las había prometido tan felices, susurró algo al oído de su consorte, pero éste, muy molesto por las faltas de tacto cometidas,  no estaba para sugerencias. Así que, con lo que pudo constituir el primer gesto machista del reino animal, le mostró los dientes y recomenzó su perorata.

«Como os iba diciendo, hermanos, trataré de ser un presidente abierto a cuantas ideas se me formulen. Además, podéis contar con que cuando me equivoque -como acabo de hacer al mencionar la edad del pavo- reconoceré mi error pues no deseo se me tenga en cuenta por ser tan terco como una mula y…»

El concertado conjunto de iracundas protestas procedentes de todos los equinos ahogó sus palabras. Cuando la barahúnda decreció en intensidad, la mula, que aún sabiéndose un híbrido se sentía ufana de su linaje, hizo oír su más enérgica protesta contra lo que calificó de abuso de poder e injustificadas alusiones a indemostrables características de su raza. Finalizó añadiendo que desde el momento en que comenzó a hacer uso de la palabra, el león se había limitado a calumniar despiadadamente, recurso muy utilizado por autócratas y tiranos de la más baja estofa. Lo que hacía preguntarse si no se encontrarían en manos de un fascista disfrazado.

Ante la marea de aprobación que la acusación de la mula levantó entre los reunidos, el león se sintió absolutamente abochornado. Desconocía de qué manera conseguiría remendar el desgarrón que aquel torpe proceder había causado en su propia imagen.

Esperó unos momentos y, cuando se hizo el silencio, resolvió reanudar la ajetreada alocución. Estaba decidido a huir de todo término comparativo, metáfora y alusión -más o menos velada- a las familias, hábitos y peculiaridades de sus camaradas de cautiverio náutico.

Al llegar a este punto, Kusmet, que llevaba un rato leyendo dificultosamente porque la oscuridad había ido adueñándose de la habitación en que nos encontrábamos, me pidió que encendiera la luz. Cuando lo hube hecho, el profesor prosiguió.

«Queridos hermanos -principió el melenudo conferenciante- he de reconocer que mis palabras no han sido afortunadas. En mi descargo he de decir que ninguna de ellas pretendía agraviaros. Yo no soy, de ninguna manera, lo que la mula de fácil verbo ha insinuado, pero admito que, por cuanto he dicho hasta el momento, podría confundírseme con un ser reprobable. Concededme, al menos, el beneficio de la duda. Nunca he sido un ratón de biblioteca y…»

Ya estaba. La había armado nuevamente, pues los roedores, a una, promovieron un gran escándalo y, a gritos, proponían se pronunciara una moción de censura contra el orador. Poco faltó para que los ofendidos consiguieran su propósito pero, en definitiva, no se tomó decisión alguna.

De todos modos, el búho, a instancias de un buen número de animales, se vio obligado a tomar la palabra para calmar los ánimos excesivamente enardecidos por la desmesurada cantidad de disparates contenidos en las breves parrafadas del león.

«Amigos, amigos. Silencio, por favor. Hagamos un esfuerzo generoso que nuestro deseo de cambiar la penosa situación que padecemos merece. Honestamente creo que el león no trata de ofender a nadie. Debe tratarse, sencillamente de una incoercible fijación psicológica…»

«¿Y eso, ¿qué es?», murmuró medrosamente el asno, consciente de sus limitaciones culturales, y deseoso de ampliar su acervo de erudición.

No queriendo perderse en abstrusas explicaciones, el búho recapituló contestando: «Pues, que habla así porque no puede evitarlo.» Y continuó, «propongo que se le otorgue una última oportunidad. Si nos agrada lo que tiene que decirnos podría tomar posesión de su cargo de presidente. Caso contrario, nombraremos una junta directiva.»

Como no se elevó protesta alguna, el recalcitrante león carraspeó con disimulo y se lanzó otra vez, en esta ocasión en tono tan elevado que llegó a los más apartados rincones del arca. Prescindiendo de los engorrosos preámbulos que tan mal resultado le habían proporcionado, gritó: «Cuando yo comience a gobernaros…»

No se le dejó proseguir. Una auténtica avalancha de reproches surgió al unísono, de tal modo que las cuadernas de la embarcación se estremecieron, y el mismo Noé, que lo escuchaba todo, experimentó el temor de que su arca se partiera en dos, hundiéndose en pocos minutos.

Cuando las aves, actuando como ujieres, consiguieron restablecer el orden, la pareja de búhos retiró, sobre la marcha, la candidatura del león y nombró el triunvirato -formado por un zorro, una serpiente y un jabalí- que comenzó a actuar inmediatamente.

Tras un breve conciliábulo, el zorro, como portavoz del equipo, propuso suspender la sesión pues, según dijo, «se había perdido mucho tiempo.» Sugirió la conveniencia de señalar un periodo de reflexión -durante el cual todos los asistentes debería madurar ideas que se presentarían a debate- que, a su juicio, convendría que tuviera una duración de siete días. Recomendó la mayor seriedad en el estudio de las propuestas que consiguieran poner fin a la agobiante e insostenible situación que estaban viviendo.

La presencia del trío directivo fue aprobada por mayoría absoluta y la asamblea fue disuelta, si bien esto último era una manera de hablar ya que cada animal debía permanecer en el lugar que ocupaba.

Noé no ignoraba que se encontraba en apuros. Era consciente de que sus pasajeros estaban a punto de realizar alguna animalada (nada más lógico teniendo en cuenta su naturaleza). Pero aún faltaban siete días y en ese tiempo podían suceder muchas cosas. Así que hizo lo único que podía. Esperó.


Al amanecer el día de la jornada cuarenta y una, después de aquella lluvia torrencial que no se detuvo durante cuarenta días y otras tantas noches, el cielo estaba sin una nube. Brillaba un sol radiante que, como por encanto, hacía desaparecer la odiosa humedad en que todo se encontraba sumido. Era la fecha señalada para celebrar la asamblea general en la que se decidiría un plan salvador.

Como los ánimos se hallaban excitados, la reunión se inició casi sin respetar los trámites de rigor. El zorro apenas tuvo tiempo de declarar abierta la sesión y un destemplado coro de voces se elevó, pero tan confuso que se hacía imposible entender nada. De nuevo, las aves se vieron obligadas a realizar su tarea de mensajeros. Cuando terminó ésta pudo comprobarse que, con a sola oposición de algunas aves, el resto de los animales deseaban para empezar, desembarazarse de Noé, arrojándolo al agua. Luego, sin el estorbo del causante de todos sus males, ya se vería. Estaban hartos de ver conculcados sus derechos.

«¡Qué barbaros!», exclamó Kusmet, sin poder contenerse, levantando la mirada de los papiros que sostenía con manos temblorosas. «El pobre Noé conocía bien a sus animales», añadió.

«Continúa, por favor; no te detengas ahora. Estoy sobre ascuas», le dije.

Tal y como había sido convenido, las decisiones de la asamblea cuando, como en este caso, fuesen aprobadas por mayoría, habían de ser llevadas a la práctica inmediatamente. Así pues, la muerte de Noé era cosa hecha.

Y así hubiera sucedido si, en aquel preciso instante el arca no hubiese encallado violentamente en algún invisible promontorio rocoso, con un tremendo golpe que la hizo estremecerse.

Cuando se acallaron los gritos de terror de los ocupantes de la enorme embarcación, Noé efectuó una rápida inspección y comprobó satisfecho que los daños no eran importantes. Por el momento no existía peligro de hundimiento.

Instantes después, pudieron observar asombrados cómo el nivel del agua descendía velozmente y ponía a descubierto las agujas rocosas de la montaña en la que se encontraban embarrancados.

Kusmet, que traducía rápidamente, exclamó al volver una hoja: «Aquí falta al menos un papiro»; y continuó casi sin pausa, «no sabremos nunca cómo consiguió Noé hacer descender aquella escarbada montaña a todos sus huéspedes.»

Y, volviendo a coger el hilo de la historia, prosiguió:

Los animales bajaron apresuradamente la falda del monte y nuevamente se repartieron por todo el mundo. Pero ya nada fue como antes. Observé que habían perdido el don de la palabra y cada especie emitía un sonido peculiar y distinto de los utilizados por los demás. Todos se miraban con recelo dando la sensación de experimentar un repentino e inexplicable temor.

Sin embargo, las aves, precisamente las pocas que se habían opuesto al general deseo de acabar con mi vida, aunque perdieron su facultad de hablar como los humanos, recibieron como premio a sus buenos sentimientos, otras voces mucho más hermosas que la nuestra. Así sucedió con el jilguero, ruiseñores, canarios, alondras, y otros.

Kusmet, con un suspiro, recogió los papiros y volvió a introducirlos cuidadosamente en el enorme cuerno de toro en que habían permanecido ocultos durante siglos en lo algo del monte Ararat y, con voz soñadora, dijo:

«Entonces, quizás lo que nosotros llamamos la época de la muda, en la que los pájaros cantores permanecen callados, no sea más que un recordatorio de lo que les ha ocurrido a otros animales más crueles.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987

¡Pobrecito Goliat!

Una vez más, la ciencia ha venido a poner las cosas en su sitio. Otra leyenda, hermosa pero improbable, se ha visto reducida a polvo.

Los alemanes, con su insaciable sed de investigar, escudriñando incansablemente la maraña del pasado, el caos de hoy y la oscuridad del futuro, han hecho cisco una epopeya nacida entre los años 1000 y 960 antes de Cristo.

Estas cosas, como la fabricación de armas mortíferas, debieran estar formal y totalmente prohibidas.

La sublime lección del diminuto y jovencísimo David derribando de certera pedrada a Goliat, gigantón de más de tres metros de altura, ha sido, según los germanos Von Blumencual y Hanna Hortsch – antropólogos de fama mundial – una filfa.

Desaparecido para siempre el aleccionador mito del triunfo de la habilidad y la intrepidez sobre la fuerza bruta, me pregunto entristecido qué sale ganando la humanidad.

David de Miguel Angel

¿Es que con el conocimiento de la verdad de los hechos vamos a ser más felices?

No, no creo que vayamos a lograr una más amplia ración de dicha; ni siquiera en el plano de las satisfacciones personales vamos a sentirnos más ufanos.

Entonces, ¿para qué revolver incesante en las brumas de lo remoto? Claro que Von Blumencual y la señora Hortsch, haciendo gala de su temperamento ávido de sensacionalismos, y en flagrante desacuerdo con mi teoría de que agua pasada no mueve molino, comenzaron a trabajar y no se detuvieron hasta dejar plenamente demostrado que Goliat no falleció de una pedrada.

¡Como si tuviera la menor importancia que un señor desaparecido hace casi 3000 años hubiera fenecido a causa de unas inoportunas paperas o del inopinado y violento encuentro con un trozo de roca!

Conocer la realidad de algo tan pasado de moda como esto, ¿va a proporcionarle a usted mejores posibilidades de ligue?

Si solicita aumento de sueldo a su jefe, ¿piensa usted que será un factor determinante que esté en el ajo de cómo murió Goliat?

Si cree ambas cosas, algo falla en su personalidad y es usted un ingenuo de tomo y lomo, perdone que se lo diga.

De todos modos, como el saber no ocupa lugar y, en último extremo, cuando esté al tanto de todo puede olvidarlo inmediatamente sin que suceda nada, voy a poner en su conocimiento el fruto de la laboriosidad de la sabia pareja alemana.

Hasta que los dos eruditos publicaron la monografía, por cuenta del Deutsch Anthropologish Anstalt naturalmente, la tradición aseguraba que Goliat era un gigante filisteo, bravucón y forzudo que tenía atemorizados a los ejércitos israelitas. Que en las sangrientas jaranas que se armaban por un quítame allá esas pajas, él solito despachaba una cohorte enemiga a guantazo limpio antes de darle tiempo a ponerse en guardia. Y, finalmente, utilizando con soltura un espadón descomunal – en consonancia con su estatura – segaba cabezas tan sencillamente como los campesinos alfalfa.

En cuanto a David, se creía que era el hijo menor de Isaí, tenía siete hermanos, tañía el arpa con singular maestría, pastoreaba ovejas y no había crecido en demasía.

Andando el tiempo, el Rey Saúl llamó a su corte a David para tener el placer de escuchar su música.

Al llegar aquí, la fábula no se resignaba a colocar el letrero de The End; ¡qué va! Aseguraba seriamente que en el transcurso de una de las acciones bélicas Goliat, con estentórea voz, desafió a todo el ejercito israelita mientras los filisteos (los filibusteros aún no habían hecho su aparición) se tronchaban de risa.

Los israelitas no osaban abrir la boca. Todos disimulaban como si la cosa no fuese con ellos. De pronto David, saliendo de las últimas filas avanzó y, plantándose ante todos, aceptó el desigual desafío.

El rey trató de disuadirle haciéndole ver que aquello era un suicidio y que Goliat lo iba a convertir en papilla.

David, terco como una mula y con una fe de las de antes, respondió que el Señor le concedería su protección. En el colmo de la confianza llegó hasta rechazar la armadura que el propio rey, soltó el arpa que, al caer, desgranó unas notas que sonaron algo así como: tin, tan, tin y, cogiendo del suelo cinco pedruscos, armó la honda con uno de ellos, salió a tierra de nadie y, enfrentándose al coloso que aún reía, le atizó tal pedrada en la frente que lo despenó.

Cuando se creía lo que acabo de recordad para los desmemoriados de turno, al llegar a este trágico pero adecuado final, era el momento de sacar a colación el aspecto moral de la cuestión.

La confianza en el Señor, el éxito del enclenque sobre la prepotencia, la maña triunfando y la fuerza derrotada, eran argumentos de los que un hábil conferenciante podía obtener razones para hablar durante dos o tres días.

En cambio, ¿qué nos han dejado ahora los autores del documentadísimo estudio monográfico?

No se moleste. Yo mismo contestaré. No nos han dejado absolutamente nada. Ningún charlista decente se atreverá hoy a sacar a relucir el tema David versus Goliat.

Y no me extraña nada, porque verá usted: David no era hijo de Isaí; no tenía ningún hermano. Era hijo natural de Saúl. Traía de cabeza a su real padre porque empinaba el odre con exceso y montaba unas francachelas de órdago. Varias veces trató de expulsarle de la corte sin el menor resultado. Tanto es así que, viendo Saúl que David no se prestaba voluntariamente al desigual combate, le propinó tal patada en la rabadilla que lo dejó solo ante Goliat para ver si de aquella forma se deshacía para siempre de su hijo indeseable.

Entre sollozos, David pidió la armadura citada en la leyenda pero su padre dijo que nones. David tampoco tocaba el arpa. Era como una especie de pianola con lo que destrozaba los tímpanos de quienes se encontraban a menos de dos leguas del infernal instrumento. Finalmente, el caballerete no apacentaba ovejas. Es cierto que conducía un rebaño, pero no de borregos, sino de mozas.

En cuanto a Goliat, el pobre e inofensivo Goliat era el tonto del pueblo filisteo. Su excesivo crecimiento se debía a un trastorno glandular. Si hubiera nacido en otra época su hipófisis hubiera sido tratada debidamente y no hubiese alcanzado aquella gigantesca estatura. Pero los galenos de entonces mataban por procedimientos más rudimentarios y desconocían hasta dónde llegarían los de hoy.

Goliat era incapaz de matar una mosca y su más ferviente deseo era pasar desapercibido. Pero, ¿cómo hacerlo midiendo tres metros? Era una imposibilidad física. Un hambre atroz roía los kilométricos tubos digestivos que, como la inmensa red de alcantarillas de Viena, ocupaban su vientre enorme.

Merodeaba incansablemente tratando de hallar algo comestible, aunque debe reconocerse que no se trataba precisamente de un gourmet. En su corpachón insaciable primaba la cantidad sobre la calidad.

Y si la muerte le sorprendió en el campo de batalla no se debió a su espíritu bélico. Era, ciertamente, tonto pero no ignoraba que un ejercito deja detrás tal desbarajuste que, lo más probable, sería toparse con algo digerible.

Cuando se encontró al frente del ejército filisteo, fue porque, desde un altozano próximo vio un caballo muerto. Aquello era lo que precisaba y, sin darle un ardite la ensalada que se iba a montar en unos instantes, se lanzó cuesta abajo hacia el equino. A unos pasos del mismo, cayó fulminado como por el cuchillo del matarife.

¿Qué había ocurrido? Algo muy sencillo. Al contemplar aquel montón de carne a su alcance, la boca se le hizo agua. Pero en tal cantidad, que se ahogó en ella.

David, maligno y astuto como era en realidad, observó que Goliat vacilaba y lanzó su piedra tan oportunamente que pareció golpear al inofensivo Goliat pero, en realidad, pasó silbando por encima de los circunstantes sin tocar a nadie.

Seguramente lo habría hecho mejor cualquier aldeano de Asturias, respondiendo a la popular pregunta de: ¿quién tiró la piedra?

Después de estos hechos, la leyenda se confunde con la historia y es cierto que los israelitas aclamaron a David, que, oportunamente, ascendió al trono, creó una dinastía, amplió el reino llevando sus límites hasta el Mediterráneo, el Eufrates, el Líbano y el Mar Rojo.

Pero, a pesar de lo que digan los doctos teutones en su libraco, personalmente, me gustaba más la primitiva leyenda. Tenía más garra.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987

Los intocables

En el año 1947 la república de la India decretó la abolición del sistema de castas.

Así, de un plumazo, se daba fin a un injusto estado de cosas que, desde hacía siglos, prohibía a todo miembro de una casta inferior el contacto con los pertenecientes a las superiores.

Aunque sólo fuese de una manera oficial, porque en la práctica, ¡vaya usted a saber!, los desgraciados intocables quedaban reintegrados en la sociedad.

En nuestro país, para tantas cosas el reino del revés, los intocables no están situados, como en la India, en el fondo, sino en la superficie; no se mueven humilde y silenciosamente tratando de pasar desapercibidos en la zona más negra de la sombra, sino que, por el contrario, marchan estirados y orgullosos como gallos de pelea, haciendo alarde de intocabilidad con irritantes quiquiriquís de desafío.

El presunto canto de tan molestos pajarracos viene traducido por frases que se escuchan frecuentemente y que dejan asombrados a quienes, dotados de sentido común, las oyen y prefieren hacerse los sordos a dejarse atrapar en discusiones absurdas.

Suelen ser expresiones como: «Usted no sabe con quien está hablando», «Usted ignora quien soy», «Me parece que usted no me conoce», y otras de estilo parecido.

Dejando aparte la evidente falta de modestia de que se encuentran aquejados los que sueltan semejantes chorradas -porque, vamos a ver, ¿existe alguna disposición oficial que obligue a los ciudadanos a conocer nombres y circunstancias de todos sus compatriotas?-, ¿qué demonios nos importa quiénes son las personas con las que nos codeamos en la escalera, en la calle, en el cine o en el campo de fútbol?

Si, de verdad, se hubiera promulgado ley tan disparatada y cruel que impusiera el conocimiento del prójimo, ¿cómo se iba a arreglar D. Mariano para llevar a Luisita a merendar a aquel restaurante de las afueras, sin que se enterase todo el censo de población?

Entre otras consecuencias que se derivarían de tan alocada acción legislativa, no sería de reducida importancia la desaparición de la expresión, amable y pícara a la vez, «de tapadillo».

EL anonimato, tan íntimamente reconfortante, que se experimenta cuando se deambula por las calles de una ciudad desconocida, se trocaría en una interminable letanía de saludos y adioses.

Además, con la entrada de nuestro país en la Comunidad Europea, la situación sería imposible de soportar. Nos pasaríamos la vida estudiando los nombres, características, ocupaciones y domicilios de más de 300 millones de comunitarios.

Y todo, ¿para qué? Pues únicamente para pasearnos por Brujas, Colonia, Turín, Oporto, etc., diciendo: «Adieu, Charles», «Guten Morgen, Adolf»; «Buon Giorno, Carlo»; «Até logo, Joao».

No quiero ni imaginarlo siquiera. Una auténtica pesadilla. Pero volviendo a los intocables, ¡cómo me agradaría poseer la facultad de introducirme, aunque sólo fuera un ratito, en sus extraños cerebros! Es probable que si, sinceramente, creen pertenecer a una casta superior y no actúan representando una comedia, es decir, fingiéndose superiores aunque no se sientan así, más que desprecio, merezcan conmiseración.

En cualquier caso, hacer uso de semejante situación para provocar el desconcertado apocamiento de quienes tienen la poca fortuna de encontrarse a su alcance, no es digno de otra respuesta que una carcajada homérica.

Como usted puede suponer, yo nunca oí reír a Homero pero, según se dice, sus carcajadas debían resultar tan sonoras, por lo menos, como media docena de grupos de rock duro.

Pes bien, no menos estúpido que adoptar esta majestuosa actitud, se manifiesta la de quienes se dejan influir por ella, la de aquellos que aceptan pasivamente ser utilizados como felpudo.

Quizás fuera conveniente -lo propongo únicamente en plan de prueba- ante un tonto quiquiriquí, poner en escena un pequeño guión como el que sigue:

La escena tiene lugar delante de la taquilla de un cine. Aguardan pacientemente cerca de doscientas personas.

Usted ocupa la «plaza» número ciento noventa y nueve.

Con aire disciplente se acerca un intocable y, con aspecto de hacerle un favor, se le coloca delante. Usted protesta y él responde.

Vd.: «Oiga, si no le importa, póngase detrás, no delante de mí».

El: «¿Habla usted conmigo?».

Vd.: «Naturalmente; no tengo la costumbre de hablar solo».

El: «Y, ¿qué decía?».

Vd.: «Que tenga la amabilidad de colocarse donde le corresponde».

El: «Ya lo he hecho».

Vd.: «No es cierto. Cuando usted llegó, yo ya me encontraba aquí. Por tanto, usted es el último».

El: (En tono compasivo). «Yo el último? Usted no sabe quién soy yo?»

Vd.: «Es eso tiene razón. Pero se produce un empate, porque usted también ignora quien soy yo «.

El: (Un tanto desconcertado). «Bueno, eso a mi no me va, ni me viene. No me interesa lo más mínimo quien es usted».

Vd.: «Otro empate».

El: «Pero, ¿qué dice?».

Vd.: «Que me importa un rábano quién diablos pueda ser usted. Que aunque se tratara del mismísimo Zar de todas las Rusias, o se coloca detrás de mí, o llamo al 092».

El: «Hágalo. Mi primo es el Jefe de la Guardia municipal».

Vd.: «Como si es Sherlock Homes».

El: «No, ese era el Jefe de la Policía Montada de Londres».

Vd.: «¡Menudo barullo geográfico-detectivesco! Pero, en fin. Como esto no nos lleva a ninguna parte, dígame quien es usted».

Los dos rivales dialécticos, movidos por una misma idea, hacen un ademán y sacan, simultáneamente, la ¿pistola?, no, la tarjeta de visita.

Mutuamente se las entregan y, tras unos instantes de silencioso estupor, dicen a coro: «No puede ser».

La duplicada sorpresa está ampliamente justificada. En la de la persona que venimos conociendo por El, puede leerse: Antón Hondo del Pozo y Marcos, mientras que en la tarjeta del que hasta ahora designábamos por Vd., dice: Marcos del Pozo Hondo y Antón.

Ambos Pozos guardan un minuto de silencio -porque los pozos, aunque sean de ciencia, no hablan-, y no en memoria de algún amigo fallecido; simplemente están cargando baterías, pero reanudan el «amistoso» coloquio así:

El: «Los Hondo del Pozo somos una familia antiquísima cuyos orígenes se remontan a la batalla de las Navas de Tolosa. Seguramente no puede usted decir otro tanto».

Vd.: «Mire, Antón. No me venga con monsergas. Yo…»

Aquí el indignado Antón interrumpe violentamente a Marcos y, dirigiéndose a un joven vestido con un buzo azul que, encaramado a mitad de una escalera de mano, pega un cartel anunciador de la inminente actuación de una compañía de zarzuela, le dice:

«Oiga, ¿tendrá por ahí un distinguidómetro?».

El operario, que lleva un buen rato escuchando aquel auténtico diálogo para besugos y que, habiendo sido nombrado recientemente enlace sindical por CCOO, no está dispuesto a ser oprimido por la bota capitalista, les mira furioso y, echando chispas por la boca, responde:

«Hombre, precisamente un eso que acaba de decir, no. Pero si quiere le fabrico, a medida, un loquímetro con ayuda de esta brocha y el caldero de engrudo».

Antes decía que una conversación como ésta puede proponerse únicamente en plan de prueba. Debe tenerse en cuenta que, de producirse en la realidad, podrían originarse estas situaciones:

  • El diálogo es susceptible de prolongarse «ad infinitum».
  • Los enzarzados discutidores no advierten que personas más sensatas y calladas han ido colándose al no encontrar oposición.

Y la más grave:

  • Al caminar el metro y medio que les separa de su objetivo, advierten un cartelito que anuncia: NO HAY ENTRADAS.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa. Oviedo, 1986