Don Damián me quería. Y como le arrastraba hacia mí un cariño casi tan grande como el que yo mismo me profeso, repetía constantemente en mi beneficio una interminable ristra de bienintencionados consejos, habitualmente terminados por este: «procura estar siempre bien informado. Quien posee información tiene en su poder la llave que abre la puerta del éxito».
Nunca puse en duda lo acertado de sus exhortaciones. Especialmente, la que se referá a la información, sin duda por ir asociada a la atractiva palabra éxito, llegó a quedárseme profundamente grabada en el cerebro.
Procuré, pues, suscribirme a cuantas revistas ponen al alcance de los curiosos información extractada acerca de los más variados temas. Estos compendios informativos, obligadamente enanos, han de ser como son, pues, en otro caso, nadie podría enfrentarse a la avalancha de novedades, inventos, teorías, y otras zarandajas que, de contínuo, se producen en los lugares más insospechados de la tierra.
Pese a mis denodados esfuerzos y al innegable caudal de información que poseía, el éxito se mantenía obstinadamente fuera de mi alcance.
Entretanto, Don Damián había fallecido, pero continuaba prodigándome machaconamente su advertencia acerca de la información. Naturalmente, ya no era el D. Damián de carne y hueso. Ahora se me aparecía en sueños y, aunque su cantinela no variaba, entonces iba acompañada de una sonrisa levemente irónica, inexistente cuando existía.
Aquella mueca sarcástica me hizo reflexionar. Comencé a preguntarme si aquel nonagenario, aparentemente inofensivo, habría estado tomándome el pelo descaradamente y, en su misma muerte, encontré la solución.
Él, tan informado, con una fe ciega en el poder de los conocimientos, había sido incapaz de retrasar su propio óbito, pese a que es bien sabido el abultado número de centenarios que mantienen una vida activa en las montañas del Cáucaso.
La información, el saber y el conocimiento, me dije, son necesarios, pero una vez que se poseen, ¿qué hacer con todos ellos? ¿Cómo utilizarlos?
Varios días transcurrieron tratando vanamente de encontrar la respuesta. Por las noches, cuando se producía la visita de D. Damián, comenzaba a roncar estrepitosamente si detenerme hasta que mi inoportuno compañero, aburrido, se desvanecía.
Por fin, un día, creí dar con el «quid» de la cuestión. Este, como todo lo aparentemente difícil, era sencillísimo: «La información es necesaria, imprescindible y debe ser utilizada según aconsejen las circunstancias y los intereses del bien informado».
Para salir de dudas, decidí poner en práctica esta hipótesis y me encaminé decidido a un Banco. Fui a la ventanilla de información y solicité de la persona que se encontraba allí, me indicara dónde podría cambiar en moneda fraccionada un billete de mil pesetas.
El empleado, atento, me señaló una ventanilla diciéndome: «allí, en la número 7″.
Con esta información yo estaba perfectamente bien informado y me hacía cargo de que debería guardar cola con otros veinte aburridos congéneres.
Por esta razón, en vez de dirigirme a la ventanilla 7, me fuí a la 2, ante la que no había un alma.
Allí, le dije al funcionario que me saludó amablemente: Tú eres hijo de Manolo Albuerne, ¿no?. Igual, igual que tu padre. De la boca para arriba sois un verdadero calco. Bueno, y ¿qué tal te va desde que te nombraron apoderado? Me figuro que Manolo estará muy satisfecho. Enhorabuena, hombre».
El pobre chico, un poco desconcertado ante tamaño despiste, respondió: «Dispense usted, señor, pero no soy hijo de su amigo don Manolo. Yo me llamo Alberto, y soy auxiliar. De apoderado, nada».
«Vaya por Dios, perdónenme usted», le contesté. «Menuda desorientación que me gasto. Sin embargo tiene usted aspecto de persona importante y sus buenas maneras son evidentes».
Alberto, claramente satisfecho por la impresión causada, me interrumpió para decir: «Nada, nada. No tiene ninguna importancia. Pero, en realidad, ¿qué era lo que deseaba?. Y haga el favor de tratarme de tú».
«Poca cosa», contesté. «Sólo cambiar estas mil pesetas».
«Pues no faltaba más», me dijo. «Aguarde usted aquí, que en el departamento de caja tienen mucha gente y no va a estar usted esperando».
Con ésto, salió disparado, volviendo a los pocos momentos con el cambio deseado.
Conté las monedas, le dí las gracias, un fuerte apretón de manos y me fuí, no sin haber comprobado que la cola ante la ventanilla número 7 había aumentado considerablemente.
Había acertado en mis suposiciones, pensé satisfecho. Y decidí continuar informándome sin un momento de desfallecimiento, pero teniendo presente algo que don Damián no había tenido la gentileza de añadir a sus consejos acerca de la información. Esto: «… pero si no sabes utilizarla, no vale absolutamente para nada».