Cuando la vi por primera vez, se encontraba apoyada contra la pared de piedra de un viejo edificio público.
Eran las siete y cuarto de la mañana de un frío día de noviembre. Aún no había amanecido y, a la luz amarillenta que pugnaba con la niebla en lo alto de las columnas de alumbrado, resultaba una figura incongruente y un tanto patética.
Severamente vestida de negro, con el abrigo al brazo, la única nota alegre de aquel fúnebre conjunto, la prestaban sus cabellos blanquísimos, muy cortos.
Ambos íbamos a realizar, junto con otras personas, un viaje en autocar por distintos lugares de Andalucía. Cuando me presenté y le hice la observación de que se iba a enfriar, pues soplaba un viento cortante, respondió con una vocecilla dulce, bien modulada y utilizando un vocabulario escogido, que no pasara cuidado, que en la zona de donde procedía, las montañas astur-leonesas, hacía mucho más frío.
No pudimos cambiar demasiadas palabras, ya que, casi inmediatamente, llegó el autobús y ocupamos los asientos que nos fueron asignados.
Puede observar, no obstante, que llevaba una sola maleta, pequeña y negra, de poco peso, lo que incitaba a pensar que su propietaria estaba habituada a viajar y, por esa razón, no deseaba verse embarazada con excesiva vestimenta.
Eramos treinta y seis viajeros, que nos desconocíamos mutuamente, pero con una circunstancia en común. Todos habíamos alcanzado la jubilación. Formábamos parte de una excursión organizada especialmente para la llamada «tercera edad».
Confieso que aquella señora me llamaba la atención. Tenía algo indefinible que la hacía sobresalir por encima de los demás. Su aspecto y forma de hablar me intrigaban. La mirada inquisitiva de sus ojos muy negros, tras unas gafas con montura metálica, me causaba no poca desazón.
Todo eso fue suficiente para espolear mi curiosidad y obligarme a procurar el trato con persona aparentemente tan poco vulgar.
Cuando, ya en tierras leonesas, el vehículo efectuó una parada para que los excursionistas tomáramos un tentempié y desentumeciéramos las extremidades inferiores, la vi paseando lentamente. En su caminar desigual se ponía de manifiesto una leve cojera.
Me acerqué, con el pretexto de invitarla a tomar un café en el establecimiento ante el que nos habíamos detenido y reanudé la conversación que habíamos iniciado momentos antes de comenzar el viaje.
En su respuesta, «No, muchas gracias, yo no tomo nada entre horas», había un matiz de agradecimiento afectuoso, una suavidad y encanto en el tono, que encendió aún más mi deseo de conocerla mejor.
No soy aficionado a los enigmas, pero aquella mujer parecía guardar algún secreto.
A mis preguntas contestó diciendo que se llamaba Sara, tenía setenta y ocho años y había perdido a su esposo hacía dos. Tenía una hija, casada con un médico, que vivía en Pamplona. Ella residía normalmente cerca de Riaño; su casa era demasiado grande para ella y, sin nadie que la acompañara, se sentía muy sola desde el fallecimiento de su marido.
Después añadió una frase, que en los días siguientes repitió varias veces, totalmente carente de sentido para mí y que no amplió ni explicó. Dijo que «había sido muy mala madre».
Nuevamente hubimos de tomar posesión de nuestros puestos en el autocar y reemprender el viaje, interrumpiéndose así la conversación.
Nos detuvimos en Madrid a tomar el almuerzo y, tan pronto como me fue posible, después de aquél, comencé mi interesante interrogatorio. Parecía satisfecha por la atención que le prestaba y me habló mucho de su familia.
Sus padres, fallecidos hacía mucho tiempo, habían sido agricultores. Tuvieron siete hijos, cuatro mujeres y tres varones. Su padre, hombre muy serio y autoritario, les reunía todos los días para leer y comentar el periódico. Después, rezaban el rosario. Para dirigir el rezo y realizar la lectura había establecido un turno rotatorio que debía ser respetado a rajatabla.
Su madre, mujer sencilla y piadosa, les daba todo el cariño que su padre adusto y poco expresivo, parecía incapaz de transmitir.
«Mi familia era una verdadera delicia», volvió a repetir.
Cuando llegamos a nuestro destino para aquella noche, éramos amigos. En los días que siguieron y, hasta nuestra vuelta, era ella la que me buscaba. Parecía sentir un especial interés en comentar conmigo las incidencias del viaje. Me dijo que, durante éste, iba anotando las explicaciones del guía y luego, ya a solas en su habitación, escribía acerca de todo lo que había visto y oído a lo largo de la jornada.
Observé, un tanto sorprendido, la avidez con la que escuchaba cuanto se decía sobre la Alhambra y los Jardines del Generalife, las Cuevas de Nerja, las catedrales de Málaga y Sevilla. Parecía dotada de una sed inagotable de conocimientos que hacía juego con una memoria impresionante y agudeza y buen sentido en las observaciones.
En la catedral de Sevilla, nuestra visita coincidió con la celebración de la Misa, y cuando advirtió este hecho me pidió por favor que la esperase mientras confesaba y comulgaba. Naturalmente, accedí y pude comprobar con cuanta devoción lo hizo.
Cuando terminó, se acercó a mí con su paso lento y vacilante. «Muchísimas gracias. Ahora me temo que se haya ido todo el grupo y se va a aburrir Vd. conmigo hasta la hora de la salida», dijo.
La tranquilicé y salimos del templo. Efectivamente, fuera ya no había nadie. En vista de ello, paseamos despacito por estrechas pero soleadas calles y, cuando llegó el momento nos encaminamos hacia el lugar donde nos esperaba el autocar. Todavía no habían llegado nuestros compañeros. Únicamente el conductor se encontraba allí. Para hacer tiempo, caminamos lentamente arriba y abajo. Ella continuó sus confidencias. Repitió que había sido una mala madre y que echaba muchísimo de menos a su marido.
Yo, por discreción, no le pregunté el motivo de aquella reiterada confesión sobre su defectuosa maternidad.
En Torremolinos, donde haríamos noche para salir hacia Cádiz a primera hora del día siguiente, agradeció con apacible voz y palabras afables las atenciones que tenía con ella.
Agregó que el mundo y la sociedad de los humanos sería un auténtico paraíso si pudiera ser desterrada para siempre la intolerancia, origen de toda infelicidad y desgracia.
Así transcurrieron nueve días. Yo esperaba no sabía qué. Tenía la premonición de que aún había de decirme algo. Seguramente relacionado con su descontento por no haber sabido, querido o podido ser una buena madre. Me parecía que durante alguna de nuestras breves conversaciones había estado a punto de ampliar sus explicaciones.
Por fin, el último día, cuando a las nueve y media de una noche tan fría como la mañana de nuestra partida, llegamos a Oviedo, en el momento de entregarle su negra maleta, me asió por un brazo y, apartándome un trecho del resto de los viajeros, me dijo tristemente: «Si hubiera sabido lo sola que me iba a sentir sin mi marido, no le habría envenenado.» «Al fin y al cabo -añadió fijando sus ojos en los míos- una mirada a otra mujer carece de importancia.»
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura,1987.