Nicotiana tabacum

Es de suponer el desconcierto que experimentarían los conquistadores españoles al enfrentarse con un mundo nuevo para el que carecían de toda referencia.

En su descargo hay que admitir que Luis Pancorbo aún no había comenzado a filmar la interesante serie «Otros pueblos».

De todos modos, como la historia impone la fijación de una cabeza de turco, hay que buscarla. Aunque en este caso, no es preciso. Es bien visible. El responsable, a quien acuso sin la menor vacilación, es el señor Calviño, Director General de T.V. Mi conciencia no ha sufrido remordimiento alguno al hacerlo, y estoy seguro de que la del pobre señor aludido tampoco. Ya está acostumbrado.

Es evidente que si Pancorbo hubiera madrugado un poquito, los primeros españoles que pusieron pie en América no hubieran actuado con el típico despiste del paleto fuera de su término, dejándose timar por el primer desaprensivo que se hace el encontradizo.

Nada podía hacer pensar a los descubridores, en su lógica ignorancia, que algunos de los productos recomendados por los indígenas, y transportados a la patria, iban a ser el origen de tantos problemas. Por fijarnos en uno sólo, hablemos de la «nicotiana tabacum», vulgo: tabaco.

Para empezar, digamos que su consumo nos hace víctimas de un vicio absurdo. ¿No sería más cómodo y, sobre todo, infinitamente más sano quemar la ración diaria de una vez, en un montón, como se dice en Asturias, haciendo un borrón? Contemplando las volutas de humo desde una prudente distancia y al aire libre, estaríamos a salvo de ligeras molestias como el cáncer de pulmón, la afonía y el ennegrecimiento de la dentadura.

El tabaco y cuanto se relaciona con su consumo, sumergen al observador imparcial, no fumador, en un estado de perplejidad problemáticamente soportable.

Se trata de una droga poseedora de una incomprensible componente contradictoria. Mientras quienes, sin cosa mejor que hacer, fuman para matar el tiempo, otros ocultan sus intenciones, piensan en lo que nos van a decir y, ganando tiempo, encienden un pitillo tras otro. Los hay desgraciados que no precisan dar golpe, haciendo tiempo convertidos en humana chimenea.

Todavía existe un cuarto grupo de fumadores. A éste pertenecen cuantos no han sido atrapados por el tabaco a causa del peligroso atractivo que supone, sino por altruismo. Simplemente, para contribuir a la elevación y el mantenimiento de la cotización en Bolsa de las acciones de Tabacalera.

Me entusiasma la generosidad de miras pero no hasta el punto de embobarme ante quienes, como estos últimos, son como niños jugando con fuego. ¿Ignoran que quince gotas de nicotina inyectadas en el torrente sanguíneo de un caballo lo dejan frito sin necesidad de aceite?

Por supuesto, yo no he hecho la prueba de las gotas, que me parece una verdadera barbaridad. Es algo que he leído en alguna parte.

Y, a propósito de fallecimientos, ¿ha pensado alguna vez si los animales como los humanos, pasan a mejor vida?

Yo sí, lo he pensado, y me da en la nariz que los únicos irracionales acreedores de esa distinción son los perros. El motivo, fácil de comprender. En este mundo su vida ha sido de perros y, lógicamente, su destino definitivo no puede ser peor.

Parece seguro que en la entraña del tabaco reside desde siempre el fin de la vida. Antiguamente se conocía este hecho, pues era frecuente la utilización de soluciones de agua y tabaco para la desparasitación de cultivos vegetales.

Y contra semejante enemigo, ¿no existe remedio? Claro que sí. Basta con dejar de fumar. Se trata de un desenlace pasivo. No es necesario hacer nada especial. Sólo dejar de adquirir tabaco y, por supuesto, dejar de gorronearlo. Es muy fácil. El único inconveniente se encuentra en el hecho de que aún es más fácil reanudar los sutiles lazos que tan fuerte atan.

Todo resultaría más sencillo si no se dieran casos como el del doctor que, con un enorme cigarro puro entre dientes, decía a uno de sus pacientes aquejado de un descomunal enfisema: «Nada, nada, repito que el tabaco es sumamente perjudicial para la salud. No me explico como alguien con sentido común aún puede hacer lo que usted. Le prohíbo terminantemente que fume ni un solo pitillo»

También es curiosa la ocurrencia de uno de mis amigos, el cual, respondiendo a sus hijos que le suplicaban que dejara de fumar, dijo: «No os esforcéis más. Es imposible. Lo más que he conseguido, después de encarnizadas batallas, ha sido cambiar de marca.»

En cuanto a mí, tendré que dar por perdido el encendedor. Antes de que cierren, bajaré al estanquillo a comprar cerillas. Ya no aguanto más.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Oviedo, 1986

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