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El paciente doctor Lucas

En la placa de bronce colocada sobre la puerta del consultorio, al igual que la fijada en el umbral de acceso a la escalera, podía leerse: Doctor Lucas Humera, especialista en pulmón y corazón. Consulta de 10 a 2 y de 4 a 7.

El insistente timbrazo que resonó de pronto en el piso silencioso, sobresaltó al doctor. Instintivamente, echó una ojeada al reloj de muñeca. Eran cerca de las ocho , y Laura, su enfermera y ayudante, hacía rato que se había ido.

La llamada volvió a hacerse oír, esta vez más prolongada y perentoria. Diciéndose que, a aquellas horas, debía de tratarse de un error, acudió a la puerta. Tras ella, en actitud presta a oprimir el pulsador, se encontraba un hombre alto, de aspecto macilento y mirada sombría.

Aunque hacía frío y amenazaba lluvia, el tardío visitante no llevaba abrigo o impermeable. Vestía un traje de paño verdoso cuya chaqueta, sin solapas y con coderas de cuero, recordaba la que visten los bávaros.

El recién llegado, cortésmente, se despojó del sombrero y dijo:

– Si es usted el doctor Lucas, tengo que hablarle. A cualquier precio.

– Si, soy el doctor, pero la consulta ya ha concluido. Tendrá que volver mañana.

– Mañana será tarde. Dentro de dos horas me marcharé. Vienen a buscarme.

– Y, ¿por qué tanta prisa? ¿No puede atenderle cualquier colega allá donde vaya?

– No; debe ser ahora mismo y usted.

– Está bien; pase. No comprendo el motivo de tanta urgencia. Su aspecto no parece indicar que disfruta de buena salud, pero tampoco creo que esté a punto de morirse. Sígame usted.

Lucas, precediendo a su cliente, avanzó pasillo adelante y lo introdujo en el despacho en que recibía a los enfermos. Este, en dos rápidas zancadas, se adelantó y ocupo el sillón de cuero habitualmente utilizado por el médico.

– Siento fobia por las sillas -ofreció como explicación de su inesperada conducta.

El doctor lo miró boquiabierto. En su dilatada experiencia practicando la medicina, jamás se había tropezado con algo semejante. Permaneció en pie unos instantes no sabiendo qué partido tomar. Finalmente, en tono que denotaba sorpresa y enfado, sugirió:

– Esas dos sillas son muy confortables; además, si lo desea, puedo traerle un cojín.

– Ya le he dicho que las sillas me producen una fobia invencible; aunque sean más cómodas que este sillón. Me recuerdan algo sumamente desagradable que soy incapaz de situar -se dignó aclarar el del traje gris, imprimiendo leves movimientos de vaivén al sillón giratorio.

«Formidable -pensó Lucas, un tanto asustado. A estas horas, sin nadie que me eche una mano, y en poder de un chiflado; porque este tío está más loco que un cencerro. Tendré que armarme de paciencia y seguirle la corriente hasta que se canse y se vaya por donde ha venido.»

Designado a su suerte, el especialista en pulmón y corazón ocupó una de las sillas despreciadas por el otro. Precavidamente, tomó posesión de la que se encontraba cercana a la estatuilla de mármol que adornaba la mesa. En aquellos momentos, lamentaba que sus aficiones no se hubiesen inclinado hacia el deporte en vez de hacia el arte. ¡Cuánto más tranquilo se sentiría con un bate de béisbol al alcance de la mano!

Una brusca pregunta vino a apartarlo de sus pesimistas pensamientos.

– ¿Dispone usted de rayos X?

La cuestión había sido formulada de sopetón y en voz tan alta, que el doctor se sobresaltó. Sin embargo, tuvo la virtud de aguzar su entendimiento. Advirtió algo en lo que no había reparado hasta entonces. El acento con que profirió la frase no le resultaba conocido, a pesar de sus frecuentes viajes por el extranjero en los que recorrió, prácticamente, toda Europa. ¿De dónde procedía aquel hombre? Nada, no podía localizar el país en que pronunciaban las erres, tes y uves de manera tan especial. Las vocales también resonaban de forma más apagada y oscura. Desde luego, no era español, ni de la América de habla hispana, pero dominaba el castellano a la perfección. ¿De dónde demonios procedería?

– Le he preguntado si dispone de rayos X -insistió ominosamente el enfermo.

– Pues claro que tengo rayos X; buen especialista sería si no fuera así. Y, puesto que la cosa parece urgente, vamos a dejarnos de rodeos; empecemos.

El doctor tomó una ficha del cajoncito que se encontraba sobre la mesa y se dispuso a escribir, pero antes de que tuviera tiempo a hacer la primera pregunta, la voz con acento inidentificable lo detuvo.

– ¿Qué va a hacer usted?

– Lo acostumbrado en estos casos; cubrir la ficha con sus datos personales.

– No hay tiempo para eso; ya le he dicho que me vendrán a buscar muy pronto.

– Está bien, está bien. Olvidaremos el trámite. No obstante debe usted de proporcionarme alguna pista que contribuya a orientarme hacia lo que he de buscar. Por ejemplo, ¿dónde le duele?, ¿qué síntomas nota usted?

– No me duele absolutamente nada y no advierto síntoma alguno.

Entonces no comprendo a qué ha venido -dijo suavemente el doctor que, aún cuando estaba a punto de estallar de indignación, no osaba ofender al lunático.

– He venido exclusivamente en relación con los pulmones y el corazón.

– Muy bien, comencemos ya -decidió Lucas impaciente. Y, sin más palabras, se puso de pie y, rodeando la mesa, se dirigió al chocante ser al tiempo que extraía el fonendoscopio de uno de los profundos bolsillos de la bata.

– Y eso, ¿qué es? -interrogó el visitante, levantándose también.

– Un fonendoscopio; sirve para realizar la auscultación previa a la exploración radiológica.

– ¿Cómo funciona?

– De manera muy sencilla; introduzco estos dos extremos en los oídos y luego, apoyaré el tercero en su pecho. A ver, quítese la chaqueta y la camisa.

– Antes de hacerlo, quiero auscultarle yo a usted, doctor. Tengo ese capricho.

El doctor, cada vez más asustado ante la actitud imperiosa y, sobremanera, por el tono amenazador con que fue proferida la frase, accedió.

Tembloroso de rabia, se despojó de la bata y el polo de manga corta que vestía debajo de aquella y, en silencio, entregó el aparato y se sometió a los manejos del improvisado galeno.

– ¿De dónde proceden los golpes rítmicos que estoy escuchando?

– Son los latidos del corazón, ¿qué carajo va a ser? ¿O cree que ha conectado con radio Pamplona en el día de la Tamborrada? -retrucó exasperado.

– Vaya, vaya; no conviene que perdamos la paciencia -aconsejó burlonamente el falso discípulo de Hipócrates. Tome usted, ya basta -añadió devolviendo el aparato.

El doctor Humera volvió a ponerse la ropa que se había quitado un momento antes. Apenas lograba disimular su ira y el resentimiento que aquel individuo había despertado en él. Haciendo un esfuerzo, recogió el fonendoscopio y, con lógica curiosidad, inquirió:

– Pero, ¿trata de hacerme creer que nunca ha visto un aparato como éste? ¿Ni siquiera ha oído hablar de él?

– No, nunca -se limitó a decir en interrogado, sin inmutarse.

– Bueno, pues ahora es su turno. Quítese la ropa.

– No, doctor; solo la quitaré para que me vea con los rayos X y eso, únicamente si no hay otro remedio. Nada de auscultaciones previas.

Está negativa agotó la paciencia del médico. A dos dedos de soltar un exabrupto, miró a los ojos al hombre que tenía enfrente y algo debió de ver en ellos que le obligó a callarse.

– Pasemos, pues, a la sala de radioscopia -dijo, abriendo una puerta situada al fondo del despacho.

– De manera que ese trasto es el famoso artefacto -se asombró el inflexivo ignorante.

Efectivamente, el modelo instalado en la consulta del doctor Lucas pertenecía una generación relativamente anticuada. Aunque el hecho era innegable, resultaba sorprendente, dada la pretendida incompetencia sobre la materia que lo denostaba, que se atreviera a calificarlo como trasto.

– No comprendo su osadía al descalificar la máquina, teniendo en cuenta que ha confesado su ignorancia acerca de estos asuntos -contraatacó, resentido, Humera.

– Es que, por su aspecto vetusto, da la impresión de que no sirve para nada.

– Pues funciona perfectamente -remachó cada vez más molesto, mientras accionaba el interruptor que la activaba. Luego, apagó la lámpara central dejando la estancia sumida en suave penumbra, apenas disipada por la luz procedente de una diminuta bombilla piloto.

– ¿Para qué apaga la luz? -interrogó belicosamente aquel pelmazo monumental.

– Para que mis ojos se adapten a la luminosidad precisa.

Durante unos instantes, el silencio reinante en la sala de radioscopia, únicamente fue turbado por el monótono zumbido del aparato que parecía tomar fuerza para ser utilizado.

Después, volvió a escucharse la voz del peregrino sujeto que decía:

– Y, ¿está usted convencido de que, con ayuda de esta artificio, verá mis pulmones y mi corazón?

– Naturalmente. Oiga, amigo, dispense mi curiosidad pero, la verdad, no puedo soportarla un minuto más: ¿es posible que nunca se haya colocado ante un aparato de rayos X?, ¿qué jamás…?

– Y, ¿cómo funciona? -interrumpió su interlocutor como si no hubiera escuchado lo que se le decía.

– Ahora se lo diré, aunque, por supuesto, no espere ningún cursillo intensivo. Pero, dígame, ¿de dónde sale usted? Parece una persona culta y…

– Vamos, doctor apresúrese; no queda mucho tiempo.

Lucas descolgó de la cercana percha una especie de largo delantal y había comenzado a vestirlo cuando fue interrumpido sin contemplaciones.

– ¿Para qué es eso?

– Para protegerme de los rayos. Verá usted…

– No le va a hacer falta, por lo menos de momento. Primero deberá usted situarse en el lugar que tendría que ocupar yo. Antes de que me mire, yo lo veré a usted. Rápido, ponga esa cosa en marcha, instálese donde proceda y dígame hacia donde he de mirar.

Las órdenes fueron impartidas con tal acento de autoridad, que el doctor optó por callarse y someterse. Volvió a desprenderse de la ropa y, sin una palabra de protesta, ocupó su sitio tras la pantalla, no sin antes oprimir un botón rojo, a la izquierda del cuerpo principal del aparato.

Inmediatamente, un resplandor verdoso inundó la habitación y, en la brillante superficie aparecieron, nítidamente dibujados, el corazón y los pulmones del atribulado médico.

– Veo una especie de barrotes curvados, más sombreados que algo como dos sacos y una bola que se agita. ¿Qué es todo eso?

– Los barrotes, las costillas; los sacos, los pulmones y la bola, el corazón -fue la escueta respuesta.

– Con que así son ustedes por dentro; ahora cambiemos de lugar y míreme. Se lo ha ganado a pulso, doctor.

Lucas, una vez más, obedeció, pero no consiguió localizar órganos, vísceras o huesos en el cuerpo situado ante los rayos.

Cuando se marchaba, el extraño paciente comentó con ironía:

– Ya no me sorprende que se averíen ustedes tan fácilmente.

Tengo que consultar con la almohada

Cuando una persona, en vez de tomar una decisión sobre la marcha, pronuncia la frase que encabeza estas líneas, se provoca una molesta confusión mental.

Inevitablemente, me pregunto: ¿es que las almohadas son especialistas en todas las cuestiones que se les plantean?

No dudo que una almohada, rellena de lana, a la que se solicita consejo sobre asuntos ganaderos, se encuentra en condiciones de responder acertadamente. Pero si al mismo adminículo de dormitorio se le pregunta sobre el mejor momento para invertir en productos químicos, es imposible que conteste con el mismo conocimiento de causa que si su relleno fuera de caucho sintético.

Para problemas agrícolas habría que dirigirse a cabezales confeccionados con hoja de maíz, y así sucesivamente.

Otra cosa sería tener la candidez de comparar un simple pertrecho de alcoba con el Oráculo de Delfos.

Conozco el caso de un crédulo viajante de calzados, procedentes de Elda, el cual, advertido por la Gerencia de la fábrica de que, si no hacía la venta de determinado número de pares de zapatos, sería despedido fulminantemente, hizo noche en una conocidísima pensión de Oviedo y al acostarse decidió consultar con la almohada la forma más conveniente de enfocar el negocio.

Sus primeras preguntas al apoyo de su cabeza fueron formuladas en voz baja porque, la verdad, hacerlo le producía un cierto bochorno. Después, en vista de que no obtenía respuesta, elevó el tono de voz. Lo único que obtuvo como premio a su esfuerzo fue el enérgico taco procedente de una habitación contigua.

Meditó unos momentos y, luego, diciéndose que el apuro en que se encontraba bien merecía otra prueba, volvió a insistir en sus preguntas.

Esta vez, las protestas y zapatazos en las paredes de las habitaciones limítrofes fueron numerosos e indignados.

Permaneció en silencio un buen rato al cabo del cual, pensando que su almohada bien pudiera ser un poco sorda, reemprendió sus angustiadas solicitudes de consejo. Esta vez, el escándalo de sus compañeros nocturnos fue mayúsculo. A los gritos de : ¡A la calle con ese loco! ¡Qué lo tiren por la ventana!, siguió una amenaza más seria. Alguien golpeó su puerta y mencionó unas cuantas palabras de las que sólo entendió: … llamar a la policía!

Aquello pareció decidirle a guardar silencio definitivamente.

Sobre la mesilla de noche, el despertador indicaba el inexorable paso del tiempo, recordándole que se acercaba la hora en que habría de decidirse su suerte.

A las cinco de la mañana, no pudiendo resistir más, comenzó, otra vez, su plañidera súplica de ayuda y, en esta ocasión, sin importarle las consecuencias, a grito pelado.

Aquella, evidentemente, no era una almohada sorda. Estaba claro que no  entendía nada de zapatos ni de técnica de ventas.

Por fin se calló. No tuvo mucho tiempo para extrañarse ante la falta de reacción de sus vecinos pues, muy pronto, una voz autoritaria dijo ante su puerta: «abra a la policía».

Me gustaría contarles el resultado del intento de venta de nuestro viajante, pero lo desconozco. Solamente puedo añadir que pasó doce horas en Comisaría y, a punto de ser recluído en un sanatorio para enfermos mentales, logró demostrar que su coeficiente de locura se encontraba dentro de los parámetros admitidos como normales, y que era, nada más, un inofensivo ser mal informado.

Almohadas a parte, los consejos no valen absolutamente para nada. Quienes los piden, únicamente están dispuestos a seguirlos si coinciden con lo que ya tienen decidido. De esta forma, si las cosas salen mal, disponen de chivo espiatorio.

A pesar de todo, me atrevo a aconsejarles que no pidan consejos.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Foz, Julio 1986