Si Chesterton escribió, «Soy demasiado escéptico como para no tomar en serio la leyenda», yo, no tan conocido como el autor inglés, pero con la inmensa ventaja de encontrarme, aunque sólo sea provisionalmente, entre los vivos, afirmo seriamente que soy excesivamente crédulo para admitir lo evidente.
Por supuesto, existen casos en que la repetición de los hechos, la naturaleza con que se producen y lo improbable de su misma probabilidad, me imponen su aceptación.
No me cabe la menor duda acerca de lo correcto de la teoría de Darwin. Basta con observar imparcialmente y sin prejuicios, algunos ejemplares humanos que circulan libremente por las calles, sin ser importunados por celadores del Zoo o laceros municipales, para comprender que el genial científico dió en el clavo.
Es cierto; el hombre desciende de otro animal. Y no estoy aludiendo al padre real, humano e inmediato, sino, literalmente, a otro irracional de distinta familia.
En ciertas ocasiones la progenie es innegable y, así, tenemos el privilegio de contemplar bípedos implumes con rostro de chimpancé, cara de besugo, fisonomía de bull-dog, semblante de zorro, rasgos de ardilla, figura de elefante.
En ocasiones, el linaje natural se hace patente en la forma de andar, resultanto divertido observar los saltitos nerviosos, como de canario, de una formidable matrona que daría en la báscula los cien kilos, o el paso receloso y precavido propio de un bambi puesto en fuga, de un gigantón con cara y melena de león, o el caminar bamboleante y perezoso, peculiar de un oso panda, de un hombrecillo cuya faz es el calco de una ardilla.
Hasta la voz delata nuestro origen animal. Que levante el dedo quien no haya escuchado nunca un rugido estremecedor demandando: «¿Cómo, aún está sin terminar lo que ya ordené hace veinte segundos?»
Hay quienes causan la sensación de emitir gruñidos, en vez de palabras y, en fin, otros cuya elocución más se asemeja a concurso de ladridos que a comunicación humana.
Incluso cuando éramos unos inofensivos animalitos, es decir, de niños, hemos sobresaltado al vecindario con nuestra tosferina.
Por contra, existe la voz amorosa, la que arrulla, también de procedencia animal, la de la paloma.
Cuando decimos que fulanita tiene mirada perruna, no estamos exagerando. Pero casi siempre que hacemos esta afirmación aludimos a una mirada triste, resignada y fiel.
Quizás para equilibrar la balanza, en ocasiones, el hombre avizora con ojos de can asilvestrado, de animal de presa dispuesto a liarse a dentelladas con su propia sombra. Se trata del revés de la mirada del cordero degollado.
En el transcurso del ineludible acto de alimentación, algunos humanos son incapaces de disimular la bestial avidez que les sojuzga. Como lobos, cebándose en su presa palpitante, observan de reojo a quienes se encuentran próximos y devoran codiciosamente la pitanza, temerosos de que se la arrebaten.
Efectivamente, la evolución es un hecho, pero, además de continuar manifestándose la que ya nos es familiar, ¿no se habrá iniciado una retroevolución?
Me formulo esta pregunta porque me encuentro profundamente desconcertado. Ignoro si los prototipos comentados son los últimos coletazos de la evolución que comenzó en el momento mismo en que apareció la vida o, por el contrario, se trata de las primeras criaturas que van a gozar del dudoso honor de iniciar la cadena de la retroevolución.
Me asalta la fundada sospecha de que la segunda hipótesis es la única aceptable.
El comportamiento colectivo es suficiente para confirmar la verosimilitud de la conjetura. El «modus operandi» que hoy aplica el hombre a sus semejantes es tan despiadado como, cuando en la infancia del mundo, únicamente se conocía la ley del más fuerte. Por supuesto, ahora, la cosa es mucho más grave ya que, desde la aparición del Código de Hammurabi (1730 años antes de Cristo), el catálogo legislativo no ha cesado de crecer.
Ya sé que Darwin es inocente, pero no es menos cierto que la evolución de las características físicas debería haber sido paralela a la mutación moral; pero ésta, si se ha producido, únicamente fue en detrimento de la ética primitiva.
Al menos, en defensa de nuestros cascarrabias predecesores puede decirse que los únicos alegatos legislativos que les sonaban eran los redactados a base de una descomunal cachiporra sobre los cráneos de los litigantes.
Sí, me inclino a creer que hemos alcanzado el punto más alto de la pirámide evolutiva y comenzamos a rodar por otra vertiente en cuyo fondo quizás nos aguarde el germen de otra humanidada menos bestia.
Los signos son transparentes y no dejan lugar a dudas. La vida tuvo su cuna en el mar, y si los seres humanos somos capaces de prestar un oído tan sordo como una tapia a la ancestral llamada de nuestras raíces y continuamos acudiendo en tropel, como una enorme manada, por algo será.
Desde luego, no creo que por las tentadoras ofertas de las agencias de viaje.
Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986