Los vecinos de arriba

«Esto no puede continuar así», se dijo Julián cuando, a poco de acostarse, en el preciso momento en que el sueño comenzaba a invadirle, se inició el ruidoso golpeteo de la pata de palo justamente en la parte del techo situada sobre su cabeza.

«Si no fuera porque he visto al inquilino del tercero arrastrando trabajosamente escaleras arriba su extremidad de madera, juraría que está aprendiendo a bailar sevillanas. Debería darle vergüenza a su edad.»

Julián estaba verdaderamente indignado. A su llegada a Londres, había alquilado un apartamento en el segundo piso de una de las casitas, exactamente iguales, construidas a principios del siglo en Crescent Road por un arquitecto desprovisto por completo de imaginación.

En la delegación del oloroso superior, de Jerez, cuya regencia desempeñaba, le habían asegurado que la zona recomendada era de las más tranquilas de toda Inglaterra y que, como no se fuera a residir en el campo, no encontraría nada mejor.

«Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Ahora, las cabriolas del cojo; antes, las carreras estrepitosas del niño que parecía calzar zuecos y, primero aún, coincidiendo con su llegada a la vivienda, la estruendosa rotura de platos y objetos de cristal arrojados violentamente al suelo.»

«Y lo curioso, es que cuando los fui encontrando sucesivamente en el portal o la escalera, me parecieron gente normal, aunque, como todos los ingleses, excesivamente reservados. Ninguno de ellos me ha dirigido la palabra jamás; ni siquiera para responder a mi saludo.»

«Mañana, sin falta, hablaré con la portera. Que se enfrente al cojo y lo mande a ensayar frente al número diez de Downing Street.»

A pesar de que el zapateado arreciaba con un vigor totalmente impropio de la edad del ejecutante, y el enfado del involuntario oyente subía de punto, Julián terminó por dormirse profundamente.

Al otro día, la portera se encontraba en su puesto habitual. La vería por la tarde. Tenía el tiempo justo para alcanzar el autobús que lo dejaría a dos pasos de la oficina. En ésta, cuando hizo mención a la juerga flamenca celebrada en el piso superior, hubo de soportar las bromas de sus compañeros, cosa que afianzó aún más su resolución de poner remedio a las francachelas nocturnas del renco vejete.

Durante toda la mañana, Julián, con perseverancia y honradez dignas de encomio, intentó obstinadamente realizar su trabajo con eficacia, aunque sin resultado. Las ideas se le escapaban siguiendo derroteros que, indefectiblemente iban a desembocar en Crescent Road.

Su enojo y la situación anímica producto de aquel resultaban comprensibles. Pensar que en un plazo de tiempo inferior a los seis meses había tenido la desgracia de soportar bajo su techo a tres diferentes familias de energúmenos, chiflados e ineducados, era demasiado duro. Cualquiera perdería la ecuanimidad en un caso como el suyo.

Almorzó de mala gana, sin apetito alguno. No deseaba otra cosa que abandonar aquel lugar para regresar sin tardanza al que, nunca mejor dicho, le quitaba el sueño.

Por fin llegó la ansiada hora y Julián, con un farfullado «hasta mañana», se lanzó a la calle. Ahora vería el cojitranco émulo de Antonio Gades. En cuanto azuzase a la señora Merrywater, verdadero perro de presa que no se andaba con chiquitas en lo tocante a la moral y buenas costumbres de los inquilinos, milagro sería si el bailarín no terminaba en una silla de ruedas por falta de su única pierna original.

La Merrywater escuchó cuanto le dijo, en larga y vehemente tirada, sin interrumpir ni una sola vez, con una flema auténticamente británica. Después, cuando Julián, rojo como un pimiento de la lejana Rioja, se quedó callado, extrajo de un bolsillo de su hombruna chaqueta un manojo de llaves, y se limitó a inquirir:

-¿Está usted seguro?

-Naturalmente que estoy seguro; no me iba a inventar todas estas historias.

Entonces, la señora Merrywater, como si se hubiera transformado en una furgoneta de aeropuerto, dijo:

-Follow me.

Y Julián, obedientemente, la siguió escaleras arriba, si bien, temeroso de las represalias que probablemente pondría en práctica el danzarín noctámbulo, pueso buen cuidado ocultando su cuerpo tras la voluminosa densidad de la portera.

Llagados al tercer piso, la señora Merrywater, con un sentido del drama digno del más afamado escenógrafo, introdujo la lleve en la cerradura, empujó la puerta, dio un paso atrás y exclamó:

-Observe usted mismo.

La indignación de Julián se esfumó repentinamente siendo sustituida por la incredulidad y el asombro. Trató de hablar pero las palabras se negaron a acudir a sus labios. Tras un perceptible tartamudeo, logró musitar algo semejante a:

-Esto no puede ser. Todavía esta noche, aquí, debajo de esta habitación, he tenido que aguantar un ruido de todos los diablos…

-No, está usted en un error. Este piso y el de abajo llevan desalquilados más de treinta años. Fíjese bien. No hay un solo mueble; la vivienda está completamente vacía. Bueno, se ha convertido en un yacimiento de polvo. El polvo que se ha ido acumulando en treinta años. Y con el de abajo, sucede lo mismo.

-Eso sí que no, señora Merrywater. Yo mismo hago la limpieza a diario. Un poco por encima, es cierto, pero, por lo menos, quito el polvo. Me da la sensación de que quiere usted volverme loco.

-Nada de eso, señor Julián. Vayamos por partes. En primer lugar, yo no soy la señora Merrywater. Soy la señora Sadwater, hermana gemela de su portera. Usted vive en la casa de enfrente.

-Imposible; son demasiadas coincidencias y…

-Está bien; bajemos al segundo.

En el piso inferior, el desconcierto de Julián comenzó a convertirse en pánico. La vivienda estaba abandonada, y cantidades ingentes de polvo se habían adueñado por completo de las habitaciones.

-Pero entonces,  ¿cómo se explica usted los ruidos que vengo oyendo sobre mi cabeza desde la primera noche, hace ya seis meses?

-Pues existe una justificación sencilla y complicada al propio tiempo. A poco de ser construidas todas las viviendas de esta calle -ya se habrá dado cuenta de que son exactamente iguales- la inquilina del tercero de ésta fue asesinada cuando se encontraba fregando la vajilla; meses más tarde, un niño, el hijo de los inquilinos, que se había quedado sólo, fue perseguido por todo el piso hasta se alcanzado y estrangulado; un año después del primer suceso, un viejo que llevaba una pierna artificial, encontró la muerte al ser golpeado en la cabeza con su propia pata de palo. El o los asesinos, jamás fueron detenidos aunque se hicieron larguísimas investigaciones. Parece ser que, de tiempo en tiempo, en alguno de los pisos de esta zona se escuchan ruidos extraños. Es como si las víctimas de los crímenes reclamasen venganza o, por lo menos, que no se las olvide.

-Desde luego, señora Sadwater, yo no los olvidaré nunca, después de lo que me ha contado, sería imposible. He tenido mucho gusto en conocerla. Ah, ¿sería mucho atrevimiento por mi parte que le pidiera dos favores?

-Dígame lo que sea, señor Julián.

-Presente mis respetos a su hermana y dígale que he recibido un telegrama de España. Tengo que regresar inmediatamente. Enviaré a recoger mis cosas.

Julián se alejó presuroso jurándose que, en el futuro, se cercioraría de que sus nuevos vecinos de arriba residían realmente arriba y no enfrente.

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