El jardín de doña Luz

Decididamente, no comprendía la razón de aquel precipitado cambio de domicilio. Tampoco veía muy clara la súbita desaparición de sus sobrinas Eva y Ana que siempre, desde pequeñitas, habían vivido con ella en la enorme casa de Barcelona.

Echaba de menos a sus criadas, especialmente a Jacinta, la paciente ama de llaves heredada de sus padres tanto años antes que, por muy atrás que hiciera retroceder sus pensamientos en el recuerdo, era incapaz de contemplarse a sí misma sin atisbar, al fondo y como tratando de pasar desapercibida, la figura protectora y el rostro amable de la omnipresente Cinta.

Cinta, como la llamaba cariñosamente, fue el sempiterno paño de lágrimas. Primero, cuando era una mocosuela de caminar vacilante, sus acogedores brazos estaban prestos a recibirla para prodigarle los maternales cuidados que la fría y distante madre no sabía o no quería dispensar. Luego, ya de adolescente, se convirtió en la incansable caja de resonancia de interminables confidencias y, por fin, cuando Lucita pasó a ser doña Luz, Cinta representó un baluarte contra las horas de desánimo, dolor y amargura causadas por la muerte del novio desaparecido en la guerra.

Y ahora, no sólo se había esfumado Cinta. Las demás, vestidas de la mañana a la noche con severos y elegantes trajes negros, la habían dejado en poder de los nuevos criados, todos hombres, enfundados en sus ridículos uniformes constituidos por pantalones azules y chaquetas blancas. No podía evitarlo; el personal de su flamante domicilio le producía la misma impresión que los atareados camareros de un hotel de no muy elevada categoría.

No, no era que los criados hicieran alarde de mala educación, que se comportaran con brusquedad o que sus modales dejaran algo que desear. Nada de eso. Sin embargo, no le agradaban. Detrás de su cortesía superficial, se ocultaba alguna malévola intención que, por el momento, era incapaz de determinar.

Y, ¿qué decir de los invitados? El hecho de que sus sobrinas hubieran brindado la oportunidad de pasar una temporada en su casa -al fin y al cabo, no les pertenecía a ellas- a un grupo de desconocidos, era una muestra de frescura. Y, encima, ¡se habían ido dejándola a solas con toda aquella gente!

El proceder, la falta de consideración de Ana y Eva, no tenía perdón. Tan pronto como les echara la vista encima iba a cantarles las verdades del barquero. Además exigiría que se deshicieran del servicio y repusieran en sus puestos a Cinta y al resto de su antiguo personal. Y, por supuesto, que se largaran todos los gorrones que andaban por la casa como Pedro por la suya, muchos de ellos sin tomarse siquiera la molestia de darle los buenos días.

Había algo, no obstante, que aunque a regañadientes, no tenía más remedio que reconocer. Su actual residencia podía tener inconvenientes, pero contaba con un jardín -más que jardín merecía el nombre de parque- muy superior al de la antigua casa, en realidad unos pocos metros cuadrados de césped no muy bien cuidado.

Pasear por el parque, aún con la seguridad de encontrarse con algunos de los extraños convidados, representaba un auténtico gozo que doña Luz se regalaba a diario, soportando sol, agua, frío o calor.

Su lento deambular por las amplias avenidas, bajo la frondosa arboleda, a dos pasos de los espléndidos macizos de flores, le deparaban la ocasión de tropezar con un señor, muy anciano y correcto, que, invariablemente, se descubría ante ella y, con el sombrero en la mano, la cumplimentaba con una frase -todos los días la misma- en algún idioma extranjero que doña Luz no entendía pero que se aprendió de memoria.

Sonaba algo así como: «Jaben si gut gueschlafen?»

¿De dónde habrían sacado sus endemoniadas sobrinas aquel estafermo? ¿De qué lo conocían si no hablaba español?

A pesar del malestar que le causaba el extraño individuo, su presencia llegó a resultarle tan familiar que los paseos parecían incompletos hasta que se producía su aparición, habitualmente de manera repentina.

Por el contrario, no acaba de resignarse a que el mayordomo -o lo que fuese aquel individuo joven, vestido completamente de azul oscuro que trataba autoritariamente al resto del servicio- no consultara con ella, como había hecho cada día Cinta, en qué consistirían los menús para el almuerzo y la cena.

Allí parecía darse todo por sentado. Como si su opinión no contara lo más mínimo. En aquella cuestión comenzaba a sentirse más que harta. El consuelo que, en un principio, suponía estar preparada para responder con un rotundo no a la solicitud de dinero para el sostenimiento de la casa, había empezado a difuminarse. Según sus cálculos, había llegado a su nuevo hogar hacía más de tres meses y nada; el mayordomo -o lo que fuera aquel tipo de azul oscuro- no le había hablado de la cuestión económica ni una sola vez.

Y, desde luego, no por falta de oportunidad pues, cada dos o tres días se hacía el encontradizo y con gran cortesía, esos sí, se interesaba por su salud con tanta insistencia que llegaba a resultar un poco pesado e indiscreto.

«¿Cómo se encuentra la señora?» «¿Ha dormido usted bien?» «¿Tiene buen apetito?» «¿Echa de menos alguna cosa?» «¿Necesita algo?»

Pero las preguntas que estuvieron a punto de sacar de sus casillas a doña Luz fueron las siguientes:

-¿Hace usted de vientre? ¿Cómo marcha ese intestino?

En aquella ocasión, doña Luz demostró de una vez y para siempre, que una señora es una señora. Realizando un esfuerzo sobrehumano y tragándose la indignación que pugnaba por exteriorizarse, lanzó al indiscreto preguntón una mirada que debió producirle ronchas, y respondió:

-Las señoras como yo, carecemos de vientre e intestinos.

La tía de las irresponsables Eva y Ana confiaba en que, a partir de entonces, aquel maleducado mayordomo -o lo que fuese- encontraría a forma de mantenerse en su lugar; el que le correspondiera de acuerdo a su posición en la casa y en el servicio de la misma. Pues no faltaría más.

«Pase por que se interese por el estado de mi apetito, si me mantengo o no desvelada, si necesito alguna cosa; al fin y al cabo es una muestra de buena educación. Pero, pero lo otro ha sido de una indecencia inaudita. Me van a oír mis sobrinas, esas locas de atar que me han colocado en semejante situación.»

Tanta cólera produjo este incidente a la desgraciada doña Luz, que las lágrimas incontenibles, acudieron a sus ojos. Para ocultarlas de las miradas de los invitados, subió rauda a su habitación. Lloró un rato y, cuando se calmó un poquito, paso al cuarto de baño para enjugar el llanto. Después de hacerlo, al colocar la toalla en el soporte, reparó en las grandes letras azules esparcidas sobre la felpa.

«Clínica Mental El Sosiego», decían las despiadadas palabras no vistas hasta entonces.

Por si en su confusa mente quedara alguna duda, aquella noche, coincidiendo con las campanadas de las diez, pudo escuchar el cauteloso clic indicativo de que la puerta de su dormitorio había sido cerrada desde fuera.

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