Al infausto nacimiento de Inocencio no debió acudir ningún hada madrina. Y si, por error, alguna hubiese ocupado el puesto que tradicionalmente se les reserva a la vera de la cuna más humilde, tuvo que haber sido la última del mágico escalafón.
De otro modo, sería inconcebible la absoluta carencia de atractivo con que aquel desvaído puñado de carne abandonaba la condición de nonato para pasar a la de individuo.
El remedo de ranúnculo que, con su presencia, contribuía a la superpoblación del globo terráqueo, hizo su aparición y, simultáneamente, emitió un quejido, el primero de los que, a lo largo de su existencia, había de exhalar.
La enorme cabeza asentada sobre un cuello de pollo y las extremidades delgadas como astillas, no permitían albergar dudas respecto a sus futuras actividades en el campo del atletismo. Inocencio jamás lanzaría el martillo, nunca correría los cien metros lisos en menos de hora y media y, de ninguna manera lograría sobrepasar los veinticinco centímetros en el salto de longitud.
Una vez repuesta del difícil trance, la madre de Inocencio no pudo recobrarse del sobresalto causado por la contemplación de su hijo. Ni la más elevada dosis de cariño maternal conseguiría cegarla lo bastante para engañarla y, sintiéndose obligada a decir algo, no cedió a la tentación de mentir y se limitó a vaticinar:
– Este niño va a ser superdotado.
Las palabras de Doña Dolores, extraordinariamente ambiguas, tardaron muchos años en convertirse en realidad. Hasta los quince, su vida escolar fue un auténtico fracaso. A pesar del calibre de su cabeza, algo no marchaba bien. Las explicaciones de sus maestros resbalaban sin dejar huella, como si el imponente bulto que llevaba debajo del pelo fuera macizo.
Pero al cumplir los tres lustros, la biografía de Inocencio experimentó un cambio radical. Acompañado de su madre había ido a visitar a una familia con la que la suya mantenía estrechos y viejos lazos de amistad.
Se trataba de un matrimonio sin hijos. El marido había sido compañero de trabajo de Inocencio padre. Los dos tocaban en la misma orquesta sinfónica. El primero, el violonchelo; el segundo, la trompa.
Tras las amenidades de rigor, la visita fue introducida en la sala de estar, una estancia repleta de muebles de dudoso gusto y atestada de figuritas decididamente horrendas.
Tan pronto como entró en la habitación, la mirada de Inocencio fue atraída por el violonchelo depositado, junto con el arco, sobre los brazos de un sillón. Sus ojos, de un color desvaído que, al decir de quienes lo conocían, miraban hacia dentro en vez de hacia afuera, permanecían clavados fijamente en el silencioso instrumento.
Cuando Doña Dolores y la dueña de la casa se fueron a la cocina para dar los últimos toques a la merienda y Martín (el propietario del chelo) salió pretextando una necesidad urgente, el muchacho se quedó solo.
Realmente, Inocencio no se sintió abandonado. Del aparato de hacer música surgían ondas magnéticas que le ordenaban en tono perentorio: «Tómame en tus manos y hazme sonar».
El mandato llegó a ser tan porfiado que, incapaz de resistir por más tiempo la insólita situación, como en estado de trance, se levantó de la silla, asió el violonchelo, tomó asiento en el sillón que ocupaba éste y comenzó a pasar el arco sobre las cuerdas.
Las primeras notas que se elevaron en el pesado aire de la estancia tuvieron un sorprendente parecido con el vagido que se escapó de sus labios al nacer. Era como si, a los quince años, se hubiera convertido en el sujeto activo de su segundo nacimiento.
Después, poco a poco, el discordante conjunto de sonidos fue convirtiéndose en melodía. Una melodía extraña y desconocida que no había sido escrita nunca, que producía la sensación de venir de muy lejos.
Tocó durante largo rato y cuando, con los dedos doloridos, se detuvo, vió que en el umbral de la puerta, extasiados y sorprendidos, su madre, Martín y la esposa de éste lo contemplaban admirados.
Doña Dolores, conmovida, sólo tuvo fuerzas para decir: «¡Si tu padre, que en paz descanse, te hubiera escuchado…!»
Martín, realizando un visible esfuerzo para salir del estupor en que lo había sumido la pasmosa maestría de su joven visitante, exclamó con entusiasmo:
– ¡Formidable, hijo! Pero, ¿cuándo y dónde has aprendido a tocar así?
Inocencio, aún ausente en aquel mundo que hasta entonces únicamente había contemplado en sueños, respondió humillando la cabezota:
– Yo no sé tocar, Don Martín.
Como era lógico, el extraño suceso no podía ser olvidado. La profecía de Doña Dolores -este niño va a ser un superdotado- se había trocado en algo palpable o por lo menos audible.
El niño -ya no tanto- defenestró los indigestos libros de texto, se matriculó en el Conservatorio y emprendió una nueva trayectoria.
Atrás quedarían los mortificantes recreos escolares, crueles, interminables cuartos de hora en los que, con la espalda apoyada en la pared, padecía observando, envidioso, los violentos juegos de sus compañeros de clase.
No se le permitía tomar parte en las impetuosas escaramuzas tras el balón. ¿Cómo podría hacerlo con tan ridículas patitas y la testa descomunal?
Gracias a Dios, en el Conservatorio se relacionaría con gente más sensata y pacífica, por cuyas venas correría sangre menos fogosa. Los arrebatos de sus futuros condiscípulos serían de otro estilo, más espiritual y alejado de aquel mundo de bárbaros atletas.
El error de cálculo estuvo a punto de aislarlo para siempre del trato con los demás. Cierto que el ambiente generla tenía más de intelectual que de otra cosa, pero las puyas de carácter especulativo escocían con igual, sino con más punzante, intensidad.
Inocencio encontraba alivio para su amargura en el estudio del violonchelo, en el que se había sumido con tanta pasión que sumía a su pobre madre en un auténtico estado de desequilibrio.
– Si tu padre, que en gloria esté, hubiera sabido separar su fanatismo por el «sople», sí, el de la trompa y el de la botella, no nos habría abandonado para irse al otro barrio, le decía cuando lo sorprendía arrebatado repitiendo incansable una pieza particularmente complicada.
Todo el mundo sostenía la misma opinión. Aquel chico era un verdadero genio que llegaría muy lejos. A los dieciocho años dió un recital que impresionó gratamente a público y crítica. Arrancaba del difícil instrumento sonoridades de tal calidad y pureza que pronto fue conocido como el Rostropovitch español.
La estampa ofrecida por Inocencio cuando, abrazado al chelo, impulsaba a los espectadores más materialistas a elevarse por encima de las miserias del mundo adentrándose de su mano en un vacío en que reinaba la melodía, era, por otra parte, sumamente ridícula.
La horrorosa testa, los hombros estrechos y huesudos, los brazos y piernas como cañas de bambú, contrastaban de tal modo con la expresión de felicidad sobrehumana reflejada en el rostro, que quienes alcanzaban a verlo no sabían si reir o llorar.
La reunión del tribunal milital que lo declaró inutil total cuando entró en quintas fue la más breve de la historia. Ni el más lerdo hubiera dudado un instante en afirmar que el mozo era estrecho de pecho, pies planos y, a efectos castrenses, prácticamente enano.
Continúo, pues, en el Conservatorio y, muy pronto, -obteniendo las máximas calificaciones y haciendo tres cursos por año- finalizó la carrera. Sin darse punto de reposo, preparó la oposición a la Sinfónica Nacional, en la que que había producido una vacante, logró la plaza y, casi sin transición, fue nombrado jefe de cuerda.
Su éxito en el terreno profesional no había hecho más que comenzar. Si como ejecutante de la música ajena resultaba de un virtuosismo rayano en la perfección, pues encontraba siempre el modo de poner de relieve los sutiles matices de tempo y acentuación que los propios compositores hubieran deseado recomendar en el entrepautado, cuando interpretaba su música, cuando improvisaba, -él no escribía ni una sola nota- alcanzaba la sublimidad.
Entre quienes tenían la fortuna de escucharle en los momentos de abandono, se producía invariablemente la sensación de que se transfiguraba, de que olvidando su trágica corporeidad, se convertía en el espíritu de la música.
Inocencio jamás se había atrevido a mirar a una mujer frente a frente, pero, a partir del momento en que pasó a formar parte de la Orquesta Sinfónica, hubo de fijar su mirada en la persona que tenía más cerca, la que usufructuaba la misma partitura que él mismo. Era una muchacha muy joven.
Cuando Elena se inclinaba graciosamente hacia adelante para pasar página, su compañero simulaba observar el atril y los papeles que sustentaba, pero lo cierto era que espiaba, subyugado, los rasgos de la chica.
Aunque aceptaba que no entendía de aquellas cosas, tenía que reconocer la armonía de líneas del rostro tan cercano y lejano a la vez. Los largos cabellos negros, que en una ocasión rozaron su mano, le habían producido igual sensación que el enchufe eléctrico durante cuyo torpe intento de arreglo estuvo a punto de perecer electrocutado. Los inmensos ojos color violeta miraban con tal dulzura, que el virtuoso del chelo debía hacer verdaderos esfuerzos para no ejecutar alguna nota en falso. Y la voz…, la voz era por sí sola el más inspirado andante.
El hecho de que Inocencio hubiera escuchado, sin proponérselo, cómo los componentes de la orquesta, sin pizca de originalidad, los designaban por el remoquete colectivo de «la bella y la bestia», le obligaba a encubrir la atracción que Elena ejercía sobre él.
Faltaban pocas fechas para Navidad y la dirección anunció que hasta después de Reyes no volverían a celebrarse ensayos ni conciertos. Tenían por delente unos quince días de vacaciones. Era la oportunidad, esperada desde hacía bastante tiempo -desde la muerte de su madre acaecida repentinamente meses antes- para visitar Asturias, donde la familia poseía una asita en la falda del Monte Naranco.
Después de un viaje bastante incómodo -el avión no le hacía ninguna gracia-, el tren lo dejó en Oviedo a las ocho de una soleada mañana y, un cuarto de hora más tarde, en taxi, llegó a su destino.
Cuando, tras abrir todas las ventanas para eliminar el olor a cerrado que invadía la vivienda, tomó asiento en una cómoda mecedora que sacó al porche, se sentía asaltado por la melancolía.
Las crestas nevadas de la Sierra del Aramo se recortaban en la lejanía contra un cielo azul purísimo impropio de la estación y del lugar que iluminaba. El sol refulgía centelleante sobre la nieve obligándole a entornar los párpados.
En aquel momento, ante el panorama grandioso que se ofrecía a su vista, Inocencio fue más consciente que nunca de su soledad. Sobre todo, de la que le deparaba el futuro. Estaba condenado a vivir como un solitario, fuera de la existencia, apartado de todo, con el único consuelo de la música que jamás podría sustituir cuanto le estaba velado.
El recuerdo de Elena, la seguridad de que no pasaría de ser la ocasional compañera musical, hizo que, por primera vez, acudiese a su mente la idea del suicidio.
Casí inmediatamente, rechazó el insidioso pensamiento. Sería una vergonzosa cobardía; la famosa huída hacían ninguna parte. Por otro lado, si bien no era persona dada a la exteriorización de sus ideas religiosas creía profundamente en el más allá. Hacía algunos años había sostenido consigo mismo una encarnizada lucha hasta admitir sin reservas la inescrutabilidad de los designios divinos.
Tenía que existir algún sitio en el que todos fueran como él o, por el contrario él, perdiendo definitivamente la monstruosa apariencia con que se había incorporado a este mundo, se pareciese a los demás. Eso, o se vería obligado a reconocer que, como castigo a culpas de las que se sabía inocente, había sido objeto de la cruel venganza de un dios despiadado e indiferente.
Había comenzado a soplar viento, un viento tan gélido como sus reflexiones. Inocencio se retiró a la estancia provista de una amplia chimenea, que se apresuró a encender. Observó unos momentos como las llamas empezaban a lamer los resecos troncos. Luego, tras los cristales del ventanal, continúo admirando el agreste horizonte.
Después, sintiéndose acometido de nuevo por una aguda oleada de tristeza, tomó el chelo iniciando la improvisación que sabía no le traería fellicidad ni el olvido, pero sí, le constaba, la resignación y con ella, aunque fuese por un breve lapso de su atormentada vida, la paz.
Perdió por completo la noción del tiempo y cuando, mucho después, regresó al mundo real, el sol había desaparecido y en la chimenea no quedaban más que rescoldos.
Aquella noche se fue a la cama sin probar bocado y a la mañana siguiente se dirigió al merendero cercano, solicitó autorización para utilizar el teléfono y llamó a la parada de taxis más próxima. Regresó a la casa, rehizo la maleta, cerró puetas y ventanas y salió a la carretera para aguardar la llegada del automóvil que lo conduciría al aeropuerto; adquirió el billete para Madrid y, unas horas más tarde se encontraba en su piso.
Durante las jornadas que aún faltaban para que concluyeran las vacaciones, no salió a la calle ni una sola vez. La señora que, desde la muerte de Doña Dolores, se encargaba de las labores caseras, le traía todo lo que precisaba. Dedicó todo el tiempo a reflexionar y cuando, al reanudarse los ensayos, volvió a tomar asiento al lado de Elena, le rogó que al finalizar el de aquel día no se fuera sin hablarle. Tenía que decirle algo importante.
Salieron juntos llevándose los enfundados instrumentos y se refugiaron de la insistente lluvia en la cafetería frecuentada por los miembros de la orquesta. Afortunadamente, se hallaba a dos pasos del edificio en que se realizaban los ensayos.
La entrada de la pareja produjo murmullos entre los músicos que les habían precedido. No se les quitaba ojo, pero Inocencio parecía haber adquirido un nuevo dominio de sí mismo y fingió no advertir nada anormal.
Aquella entrevista fue la primera de otras muchas y la extrañeza mostrada entonces por los colegas de ambos se convirtió en incredulidad cuando la propia Elena propaló la noticia de que ella y el jefe de cuerda de violonchelos contraerían matrimonio la primavera próxima.
– Imposible -exclamó despechado Carlos, el primer violín, que nunca había ocultado la calurosa admiración que sentía por Elena. «La bella y la bestia» es algo muy socorrido para la literatura, pero no para la música.
El concertino, seguro de su éxito entre las mujeres, encontraba inconcebible que Inocencio, aquel obsceno cabezudo paticorto -como lo llamaba en su fuero interno- cortara de raíz sus anhelos de conquista.
«Eso habrá que verlo», añadía mesándose la rizada cabellera.
Y, claro que se vió, pues a mediados del mes de mayo, Elena e Inocencio celebraron la boda. En la iglesia profusamente iluminida y adornada con flores, la orquesta en pleno -con las justificadas ausencias de los contrayentes- interpretó un variado y exquisito repertorio de música sacra y profana.
Para mayor amargura el primer violín hubo de actuar como solista en varias ocasiones y, aunque fue consciente de las burlonas miradas de algunos colegas, no consideró oportuno desafinar pero, a cambio, se prometió convertirse en agente catalizador del fracaso de la unión que tenía lugar ante sus ojos.
Diez días de permiso fue todo lo que los recién casados lograron para el viaje de novios. A la vuelta, coincidente con el inicio de una jira por algunas capitales, se incorporaron a la orquesta y partieron con el grupo.
Nada de su comportamiento, haría suponer que la pareja se había casado hacía pocas fechas. En público, se trataban con cortés frialdad, hasta con cierto distanciamiento.
Al observar el extraño comportamiento, el dolido Carlos decidió tomar cartas en el asunto. Sin perder tiempo comenzó a acercarse simulando no reparar en Elena. Con el mínimo pretexto acudía al primer chelo de la orquesta para consultarle detalles que cualquier alumno de primer curso del Conservatorio conocería perfectamente.
Al principio, Inocencio se mostró receloso. Desconfiaba del repentino interés que se había despertado en aquel individuo hasta entonces lejano, presuntuoso y dueño de una vanidad poco común. Pero pasaron las semanas y la sorda labor dio sus frutos. El concertino fue invitado al domicilio conyugal. Harían música.
Carlos, insidiosamente, no desaprovechaba la menor oportunidad de reprochar a Elena un leve retraso en la entrada o el excesivo volumen del pianísimo.
Las veladas se repitieron frecuentemente y el primer violín contemplaba cómo el aparente abismo que separa al matrimonio se convertía en realidad.
Inocencio, haciendo honor a su nombre, no se percataba de las intenciones que albergaba Carlos. De pronto, una noche, bien a causa de que el primero, creyéndose seguro, bajara la guardia, o a la visible actitud de adoración de su esposa hacia el constante censor, el marido tuvo la certeza de que allí estaba de más.
«Y, mañana a las diez y media, tenemos ensayo», se dijo con amargura.
No hizo manifestación alguna; enfundó el chelo y se retiró de la habitación en que estaban reunidos.
Con paso cansino, se dirigió a la terraza y, apoyándose en la barandilla metálica se quedó mirando la calle doce pisos más abajo. ¡Qué fácil sería acabar con todo! Un salto y terminaría su miseria.
En la sala cercana se había hecho el silencio. ¿Qué estaría sucediendo entre aquellos dos seres, tan distintos a él y tan semejantes entre sí? Mejor no saberlo.
Repentinamente una violenta náusea lo invadió. Estaba asqueado de la vida; Elena y Carlos le producían repugnancia. Su innato sentido de la limpieza le impedía deshacerse del acre vómito que le subía a los labios.
Presuroso, se encaminó al cuarto de baño. Nada más cruzar el quicio de la puerta, una irresistible arcada le obligó a abrir la boca. Trató de no pisar la abundante vomitona pero el pie izquierdo se plantó en el centro de la misma. Resbaló, cruzó todo el cuarto y se cayó al suelo golpeando con la cabeza contra la tacilla. Se escuchó un leve crujido y cuello y cabeza permanecieron inmóviles formando un ángulo imposible.
Inocencio falleció instantáneamente, pero su muerte en el retrete, la postura -ridícula, pero expresiva- en que había de yacer hasta que el juez autorizara el levantamiento del cadáver, se convertía en un último y revelador mensaje.
«La vida es una mierda», parecía decir.
Pedro Martínez Rayón, ¡Atchis! y otros estornudos mentales
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