Archivo por meses: agosto 2015

Cambio de sexo

No me avergüenza confesarlo. Desde muy joven lamento no haber nacido mujer.

Cuando por primera vez tuve conciencia de mi cuerpo, involuntariamente comparé las formas groseras que veía con aquellas gráciles y armoniosas de las mujeres que conocía.

Pronto comprendí que el problema era más profundo de lo que, en principio, pudiera parecer, pues no sólo me encontraba en conflicto con mi apariencia externa, sino con mi personalidad, con mi yo íntimo.

A partir del día en que cambiamos de domicilio, la vida fue un tormento. A través de mi ventana, separada de la de la casa vecina por un angosto patio de luces, vi cómo una jovencita cepillaba repetidamente sus rubios cabellos, sentada ante el espejo del tocador.

Estaba vestida únicamente con un tenue camisón que no lograba disimular por completo la pureza de sus líneas.

Con la misma sinceridad con que declaré mi disconformidad con lo que soy y mis acuciantes anhelos de ser mujer, aseguro ahora que aquella deliciosa visión femenina no despertaba en mí, ni turbios pensamientos, ni deseos inconfesables.

En lo más recóndito de mi alma, la envidia feroz crecía y crecía, produciéndome una desagradable sensación de ahogo que terminaría por asfixiarme.

¿Por qué no puedo sentir sobre mi piel la suavidad de la seda, adornarme con joyas y dejar a mi paso una estela perfumada de Chanel número 5?

Un fatídico error del destino me hizo nacer con una sensibilidad casi enfermiza y una delicadeza de sentimientos claramente femeninos. Más de una vez me sorprendí tragando las lágrimas causadas por la impresionante armonía de un paisaje iluminado por la luz de la luna. Lo mismo me sucedía cuando escuchaba atentamente las tiernas notas de una balada de Chopin.

Mis padres, él aficionado a vagabundear pretextando la ampliación de nuestros recursos, ella siempre tumbada perezosamente, acicalándose coquetona, estaban desconcertados. Ignoraban el origen de aquellas manifestaciones extrañas. Yo lo conocía perfectamente.

Mi padre, que habia encontrado sobre una mesa un libro titulado «El médico en casa» y, por supuesto, no lo había leído, pues no sabía hacerlo, diagnosticó con cara de galeno: «Seguramente se trata de una carencia vitamínica».

Al observar mi incrédula y triste mirada, se retiró precipitadamente profiriendo un malhumorado bufido.

Por su parte, mi madre, más práctica como todas las madres, no cesaba de advertirme acerca de los peligros que encerraba una alimentación poco abundante. Utilizando un léxico no muy académico, pero quizás bastante apropiado, solía decirme:

«Mira, tú come. Cuando la barriga está vacía, la cabeza no puede estar llena. La danza sale de la panza. Con la tripa hueca no se mueve ni una rueca. Etc.»

Yo aguantaba el chaparrón pensando en otras cosas y, cuando mi madre consideraba que había agotado el tópico y, por ello, creía haber cumplido con su deber, me marchaba silenciosamente. Iba buscando la soledad que me permitía hacerme la ilusión de un repentino cambio.

En aquella época vivía en el santuario de mis sueños, huyendo de la desoladora realidad. Cerrando los ojos y haciendo un esfuerzo de imaginación lograba verme tal como deseaba ser. Alta, delgada, rubia; los ojos no los cambiaría, seguirían siendo verdes con reflejos amarillentos; la dentadura, blanca, perfecta. Los cabellos, rubio ceniza, larguísimos. Y el tipo, ¡qué tipo, santo Díos! Sería la envidia de las mujeres y la obsesión de los hombres.

Cuando, tras enérgica pugna, volvía a pisar el duro suelo de lo cotidiano y recordaba los innegables adelantos de la cirugía, me preguntaba si no sería viable un milagro quirúrgico que facilitara la oportunidad de vivir como deseaba. En una palabra, un cambio de sexo como los que había comentado T.V. en una emisión de divulgación científica y que contemplé con el corazón en la boca.

Sin embargo, no tenía más remedio que admitir lo impracticable de mis pretensiones, pues si bien el avance de la ciencia era prodigioso, aún faltaban muchos años, siglos quizás, para afrontar con posibilidades de éxito un caso como el mío.

Si conociera la existencia de un virtuoso del bisturí lo suficientemente atrevido o loco para intentar un cambio de sexo que me convirtiera, a mí, una gata de angora, en chica despampanante, lo buscaría infatigablemente aunque para encontrarlo tuviera que recorrer todos los tejados del mundo.

Sin dejar uno.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones en clave de fa, Oviedo, 1986

A las 10,30: Cuerda

Al infausto nacimiento de Inocencio no debió acudir ningún hada madrina. Y si, por error, alguna hubiese ocupado el puesto que tradicionalmente se les reserva a la vera de la cuna más humilde, tuvo que haber sido la última del mágico escalafón.

De otro modo, sería inconcebible la absoluta carencia de atractivo con que aquel desvaído puñado de carne abandonaba la condición de nonato para pasar a la de individuo.

El remedo de ranúnculo que, con su presencia, contribuía a la superpoblación del globo terráqueo, hizo su aparición y, simultáneamente, emitió un quejido, el primero de los que, a lo largo de su existencia, había de exhalar.

La enorme cabeza asentada sobre un cuello de pollo y las extremidades delgadas como astillas, no permitían albergar dudas respecto a  sus futuras actividades en el campo del atletismo. Inocencio jamás lanzaría el martillo, nunca correría los cien metros lisos en menos de hora y media y, de ninguna manera lograría sobrepasar los veinticinco centímetros en el salto de longitud.

Una vez repuesta del difícil trance, la madre de Inocencio no pudo recobrarse del sobresalto causado por la contemplación de su hijo. Ni la más elevada dosis de cariño maternal conseguiría cegarla lo bastante para engañarla y, sintiéndose obligada a decir algo, no cedió a la tentación de mentir y se limitó a vaticinar:

– Este niño va a ser superdotado.

Las palabras de Doña Dolores, extraordinariamente ambiguas, tardaron muchos años en convertirse en realidad. Hasta los quince, su vida escolar fue un auténtico fracaso. A pesar del calibre de su cabeza, algo no marchaba bien. Las explicaciones de sus maestros resbalaban sin dejar huella, como si el imponente bulto que llevaba debajo del pelo fuera macizo.

Pero al cumplir los tres lustros, la biografía de Inocencio experimentó un cambio radical. Acompañado de su madre había ido a visitar a una familia con la que la suya mantenía estrechos y viejos lazos de amistad.

Se trataba de un matrimonio sin hijos. El marido había sido compañero de trabajo de Inocencio padre. Los dos tocaban en la misma orquesta sinfónica. El primero, el violonchelo; el segundo, la trompa.

Tras las amenidades de rigor, la visita fue introducida en la sala de estar, una estancia repleta de muebles de dudoso gusto y atestada de figuritas decididamente horrendas.

Tan pronto como entró en la habitación, la mirada de Inocencio fue atraída por el violonchelo depositado, junto con el arco, sobre los brazos de un sillón. Sus ojos, de un color desvaído que, al decir de quienes lo conocían, miraban hacia dentro en vez de hacia afuera, permanecían clavados fijamente en el silencioso instrumento.

Cuando Doña Dolores y la dueña de la casa se fueron a la cocina para dar los últimos toques a la merienda y Martín (el propietario del chelo) salió pretextando una necesidad urgente, el muchacho se quedó solo.

Realmente, Inocencio no se sintió abandonado. Del aparato de hacer música surgían ondas magnéticas que le ordenaban en tono perentorio: «Tómame en tus manos y hazme sonar».

El mandato llegó a ser tan porfiado que, incapaz de resistir por más tiempo la insólita situación, como en estado de trance, se levantó de la silla, asió el violonchelo, tomó asiento en el sillón que ocupaba éste y comenzó a pasar el arco sobre las cuerdas.

Las primeras notas que se elevaron en el pesado aire de la estancia tuvieron un sorprendente parecido con el vagido que se escapó de sus labios al nacer. Era como si, a los quince años, se hubiera convertido en el sujeto activo de su segundo nacimiento.

Después, poco a poco, el discordante conjunto de sonidos fue convirtiéndose en melodía. Una melodía extraña y desconocida que no había sido escrita nunca, que producía la sensación de venir de muy lejos.

Tocó durante largo rato y cuando, con los dedos doloridos, se detuvo, vió que en el umbral de la puerta, extasiados y sorprendidos, su madre, Martín y la esposa de éste lo contemplaban admirados.

Doña Dolores, conmovida, sólo tuvo fuerzas para decir: «¡Si tu padre, que en paz descanse, te hubiera escuchado…!»

Martín, realizando un visible esfuerzo para salir del estupor en que lo había sumido la pasmosa maestría de su joven visitante, exclamó con entusiasmo:

– ¡Formidable, hijo! Pero, ¿cuándo y dónde has aprendido a tocar así?

Inocencio, aún ausente en aquel mundo que hasta entonces únicamente había contemplado en sueños, respondió humillando la cabezota:

– Yo no sé tocar, Don Martín.

Como era lógico, el extraño suceso no podía ser olvidado. La profecía de Doña Dolores -este niño va a ser un superdotado- se había trocado en algo palpable o por lo menos audible.

El niño -ya no tanto- defenestró los indigestos libros de texto, se matriculó en el Conservatorio y emprendió una nueva trayectoria.

Atrás quedarían los mortificantes recreos escolares, crueles, interminables cuartos de hora en los que, con la espalda apoyada en la pared, padecía observando, envidioso, los violentos juegos de sus compañeros de clase.

No se le permitía tomar parte en las impetuosas escaramuzas tras el balón. ¿Cómo podría hacerlo con tan ridículas patitas y la testa descomunal?

Gracias a Dios, en el Conservatorio se relacionaría con gente más sensata y pacífica, por cuyas venas correría sangre menos fogosa. Los arrebatos de sus futuros condiscípulos serían de otro estilo, más espiritual y alejado de aquel mundo de bárbaros atletas.

El error de cálculo estuvo a punto de aislarlo para siempre del trato con los demás. Cierto que el ambiente generla tenía más de intelectual que de otra cosa, pero las puyas de carácter especulativo escocían con igual, sino con más punzante, intensidad.

Inocencio encontraba alivio para su amargura en el estudio del violonchelo, en el que se había sumido con tanta pasión que sumía a su pobre madre en un auténtico estado de desequilibrio.

– Si tu padre, que en gloria esté, hubiera sabido separar su fanatismo por el «sople», sí, el de la trompa y el de la botella, no nos habría abandonado para irse al otro barrio, le decía cuando lo sorprendía arrebatado repitiendo incansable una pieza particularmente complicada.

Todo el mundo sostenía la misma opinión. Aquel chico era un verdadero genio que llegaría muy lejos. A los dieciocho años dió un recital que impresionó gratamente a público y crítica. Arrancaba del difícil instrumento sonoridades de tal calidad y pureza que pronto fue conocido como el Rostropovitch español.

La estampa ofrecida por Inocencio cuando, abrazado al chelo, impulsaba a los espectadores más materialistas a elevarse por encima de las miserias del mundo adentrándose de su mano en un vacío en que reinaba la melodía, era, por otra parte, sumamente ridícula.

La horrorosa testa, los hombros estrechos y huesudos, los brazos y piernas como cañas de bambú, contrastaban de tal modo con la expresión de felicidad sobrehumana reflejada en el rostro, que quienes alcanzaban a verlo no sabían si reir o llorar.

La reunión del tribunal milital que lo declaró inutil total cuando entró en quintas fue la más breve de la historia. Ni el más lerdo hubiera dudado un instante en afirmar que el mozo era estrecho de pecho, pies planos y, a efectos castrenses, prácticamente enano.

Continúo, pues, en el Conservatorio y, muy pronto, -obteniendo las máximas calificaciones y haciendo tres cursos por año- finalizó la carrera. Sin darse punto de reposo, preparó la oposición a la Sinfónica Nacional, en la que que había producido una vacante, logró la plaza y, casi sin transición, fue nombrado jefe de cuerda.

Su éxito en el terreno profesional no había hecho más que comenzar. Si como ejecutante de la música ajena resultaba de un virtuosismo rayano en la perfección, pues encontraba siempre el modo de poner de relieve los sutiles matices de tempo y acentuación que los propios compositores hubieran deseado recomendar en el entrepautado, cuando interpretaba su música, cuando improvisaba, -él no escribía ni una sola nota- alcanzaba la sublimidad.

Entre quienes tenían la fortuna de escucharle en los momentos de abandono, se producía invariablemente la sensación de que se transfiguraba, de que olvidando su trágica corporeidad, se convertía en el espíritu de la música.

Inocencio jamás se había atrevido a mirar a una mujer frente a frente, pero, a partir del momento en que pasó a formar parte de la Orquesta Sinfónica, hubo de fijar su mirada en la persona que tenía más cerca, la que usufructuaba la misma partitura que él mismo. Era una muchacha muy joven.

Cuando Elena se inclinaba graciosamente hacia adelante para pasar página, su compañero simulaba observar el atril y los papeles que sustentaba, pero lo cierto era que espiaba, subyugado, los rasgos de la chica.

Aunque aceptaba que no entendía de aquellas cosas, tenía que reconocer la armonía de líneas del rostro tan cercano y lejano a la vez. Los largos cabellos negros, que en una ocasión rozaron su mano, le habían producido igual sensación que el enchufe eléctrico durante cuyo torpe intento de arreglo estuvo a punto de perecer electrocutado. Los inmensos ojos color violeta miraban con tal dulzura, que el virtuoso del chelo debía hacer verdaderos esfuerzos para no ejecutar alguna nota en falso. Y la voz…, la voz era por sí sola el más inspirado andante.

El hecho de que Inocencio hubiera escuchado, sin proponérselo, cómo los componentes de la orquesta, sin pizca de originalidad, los designaban por el remoquete colectivo de «la bella y la bestia», le obligaba a encubrir la atracción que Elena ejercía sobre él.

Faltaban pocas fechas para Navidad y la dirección anunció que hasta después de Reyes no volverían a celebrarse ensayos ni conciertos. Tenían por delente unos quince días de vacaciones. Era la oportunidad, esperada desde hacía bastante tiempo -desde la muerte de su madre acaecida repentinamente meses antes- para visitar Asturias, donde la familia poseía una asita en la falda del Monte Naranco.

Después de un viaje bastante incómodo -el avión no le hacía ninguna gracia-, el tren lo dejó en Oviedo a las ocho de una soleada mañana y, un cuarto de hora más tarde, en taxi, llegó a su destino.

Cuando, tras abrir todas las ventanas para eliminar el olor a cerrado que invadía la vivienda, tomó asiento en una cómoda mecedora que sacó al porche, se sentía asaltado por la melancolía.

Las crestas nevadas de la Sierra del Aramo se recortaban en la lejanía contra un cielo azul purísimo impropio de la estación y del lugar que iluminaba. El sol refulgía centelleante sobre la nieve obligándole a entornar los párpados.

En aquel momento, ante el panorama grandioso que se ofrecía a su vista, Inocencio fue más consciente que nunca de su soledad. Sobre todo, de la que le deparaba el futuro. Estaba condenado a vivir como un solitario, fuera de la existencia, apartado de todo, con el único consuelo de la música que jamás podría sustituir cuanto le estaba velado.

El recuerdo de Elena, la seguridad de que no pasaría de ser la ocasional compañera musical, hizo que, por primera vez, acudiese a su mente la idea del suicidio.

Casí inmediatamente, rechazó el insidioso pensamiento. Sería una vergonzosa cobardía; la famosa huída hacían ninguna parte. Por otro lado, si bien no era persona dada a la exteriorización de sus ideas religiosas creía profundamente en el más allá. Hacía algunos años había sostenido consigo mismo una encarnizada lucha hasta admitir sin reservas la inescrutabilidad de los designios divinos.

Tenía que existir algún sitio en el que todos fueran como él o, por el contrario él, perdiendo definitivamente la monstruosa apariencia con que se había incorporado a este mundo, se pareciese a los demás. Eso, o se vería obligado a reconocer que, como castigo a culpas de las que se sabía inocente, había sido objeto de la cruel venganza de un dios despiadado e indiferente.

Había comenzado a soplar viento, un viento tan gélido como sus reflexiones. Inocencio se retiró a la estancia provista de una amplia chimenea, que se apresuró a encender. Observó unos momentos como las llamas empezaban a lamer los resecos troncos. Luego, tras los cristales del ventanal, continúo admirando el agreste horizonte.

Después, sintiéndose acometido de nuevo por una aguda oleada de tristeza, tomó el chelo iniciando la improvisación que sabía no le traería fellicidad ni  el olvido, pero sí, le constaba, la resignación y con ella, aunque fuese por un breve lapso de su atormentada vida, la paz.

Perdió por completo la noción del tiempo y cuando, mucho después, regresó al mundo real, el sol había desaparecido y en la chimenea no quedaban más que rescoldos.

Aquella noche se fue a la cama sin probar bocado y a la mañana siguiente se dirigió al merendero cercano, solicitó autorización para utilizar el teléfono y llamó a la parada de taxis más próxima. Regresó a la casa, rehizo la maleta, cerró puetas y ventanas y salió a la carretera para aguardar la llegada del automóvil que lo conduciría al aeropuerto; adquirió el billete para Madrid y, unas horas más tarde se encontraba en su piso.

Durante las jornadas que aún faltaban para que concluyeran las vacaciones, no salió a la calle ni una sola vez. La señora que, desde la muerte de Doña Dolores, se encargaba de las labores caseras, le traía todo lo que precisaba. Dedicó todo el tiempo a reflexionar y cuando, al reanudarse los ensayos, volvió a tomar asiento al lado de Elena, le rogó que al finalizar el de aquel día no se fuera sin hablarle. Tenía que decirle algo importante.

Salieron juntos llevándose los enfundados instrumentos y se refugiaron de la insistente lluvia en la cafetería frecuentada por los miembros de la orquesta. Afortunadamente, se hallaba a dos pasos del edificio en que se realizaban los ensayos.

La entrada de la pareja produjo murmullos entre los músicos que les habían precedido. No se les quitaba ojo, pero Inocencio parecía haber adquirido un nuevo dominio de sí mismo y fingió no advertir nada anormal.

Aquella entrevista fue la primera de otras muchas y la extrañeza mostrada entonces por los colegas de ambos se convirtió en incredulidad cuando la propia Elena propaló la noticia de que ella y el jefe de cuerda de violonchelos contraerían matrimonio la primavera próxima.

– Imposible -exclamó despechado Carlos, el primer violín, que nunca había ocultado la calurosa admiración que sentía por Elena. «La bella y la bestia» es algo muy socorrido para la literatura, pero no para la música.

El concertino, seguro de su éxito entre las mujeres, encontraba inconcebible que Inocencio, aquel obsceno cabezudo paticorto -como lo llamaba en su fuero interno- cortara de raíz sus anhelos de conquista.

«Eso habrá que verlo», añadía mesándose la rizada cabellera.

Y, claro que se vió, pues a mediados del mes de mayo, Elena e Inocencio celebraron la boda. En la iglesia profusamente iluminida y adornada con flores, la orquesta en pleno -con las justificadas ausencias de los contrayentes- interpretó un variado y exquisito repertorio de música sacra y profana.

Para mayor amargura el primer violín hubo de actuar como solista en varias ocasiones y, aunque fue consciente de las burlonas miradas de algunos colegas, no consideró oportuno desafinar pero, a cambio, se prometió convertirse en agente catalizador del fracaso de la unión que tenía lugar ante sus ojos.

Diez días de permiso fue todo lo que los recién casados lograron para el viaje de novios. A la vuelta, coincidente con el inicio de una jira por algunas capitales, se incorporaron a la orquesta y partieron con el grupo.

Nada de su comportamiento, haría suponer que la pareja se había casado hacía pocas fechas. En público, se trataban con cortés frialdad, hasta con cierto distanciamiento.

Al observar el extraño comportamiento, el dolido Carlos decidió tomar cartas en el asunto. Sin perder tiempo comenzó a acercarse simulando no reparar en Elena. Con el mínimo pretexto acudía al primer chelo de la orquesta para consultarle detalles que cualquier alumno de primer curso del Conservatorio conocería perfectamente.

Al principio, Inocencio se mostró receloso. Desconfiaba del repentino interés que se había despertado en aquel individuo hasta entonces lejano, presuntuoso y dueño de una vanidad poco común. Pero pasaron las semanas y la sorda labor dio sus frutos. El concertino fue invitado al domicilio conyugal. Harían música.

Carlos, insidiosamente, no desaprovechaba la menor oportunidad de reprochar a Elena un leve retraso en la entrada o el excesivo volumen del pianísimo.

Las veladas se repitieron frecuentemente y el primer violín contemplaba cómo el aparente abismo que separa al matrimonio se convertía en realidad.

Inocencio, haciendo honor a su nombre, no se percataba de las intenciones que albergaba Carlos. De pronto, una noche, bien a causa de que el primero, creyéndose seguro, bajara la guardia, o a la visible actitud de adoración de su esposa hacia el constante censor, el marido tuvo la certeza de que allí estaba de más.

«Y, mañana a las diez y media, tenemos ensayo», se dijo con amargura.

No hizo manifestación alguna; enfundó el chelo y se retiró de la habitación en que estaban reunidos.

Con paso cansino, se dirigió a la terraza y, apoyándose en la barandilla metálica se quedó mirando la calle doce pisos más abajo. ¡Qué fácil sería acabar con todo! Un salto y terminaría su miseria.

En la sala cercana se había hecho el silencio. ¿Qué estaría sucediendo entre aquellos dos seres, tan distintos a él y tan semejantes entre sí? Mejor no saberlo.

Repentinamente una violenta náusea lo invadió. Estaba asqueado de la vida; Elena y Carlos le producían repugnancia. Su innato sentido de la limpieza le impedía deshacerse del acre vómito que le subía a los labios.

Presuroso, se encaminó al cuarto de baño. Nada más cruzar el quicio de la puerta, una irresistible arcada le obligó a abrir la boca. Trató de no pisar la abundante vomitona pero el pie izquierdo se plantó en el centro de la misma. Resbaló, cruzó todo el cuarto y se cayó al suelo golpeando con la cabeza contra la tacilla. Se escuchó un leve crujido y cuello y cabeza permanecieron inmóviles formando un ángulo imposible.

Inocencio falleció instantáneamente, pero su muerte en el retrete, la postura -ridícula, pero expresiva- en que había de yacer hasta que el juez autorizara el levantamiento del cadáver, se convertía en un último y revelador mensaje.

«La vida es una mierda», parecía decir.

Pedro Martínez Rayón, ¡Atchis! y otros estornudos mentales

Tengo que consultar con la almohada

Cuando una persona, en vez de tomar una decisión sobre la marcha, pronuncia la frase que encabeza estas líneas, se provoca una molesta confusión mental.

Inevitablemente, me pregunto: ¿es que las almohadas son especialistas en todas las cuestiones que se les plantean?

No dudo que una almohada, rellena de lana, a la que se solicita consejo sobre asuntos ganaderos, se encuentra en condiciones de responder acertadamente. Pero si al mismo adminículo de dormitorio se le pregunta sobre el mejor momento para invertir en productos químicos, es imposible que conteste con el mismo conocimiento de causa que si su relleno fuera de caucho sintético.

Para problemas agrícolas habría que dirigirse a cabezales confeccionados con hoja de maíz, y así sucesivamente.

Otra cosa sería tener la candidez de comparar un simple pertrecho de alcoba con el Oráculo de Delfos.

Conozco el caso de un crédulo viajante de calzados, procedentes de Elda, el cual, advertido por la Gerencia de la fábrica de que, si no hacía la venta de determinado número de pares de zapatos, sería despedido fulminantemente, hizo noche en una conocidísima pensión de Oviedo y al acostarse decidió consultar con la almohada la forma más conveniente de enfocar el negocio.

Sus primeras preguntas al apoyo de su cabeza fueron formuladas en voz baja porque, la verdad, hacerlo le producía un cierto bochorno. Después, en vista de que no obtenía respuesta, elevó el tono de voz. Lo único que obtuvo como premio a su esfuerzo fue el enérgico taco procedente de una habitación contigua.

Meditó unos momentos y, luego, diciéndose que el apuro en que se encontraba bien merecía otra prueba, volvió a insistir en sus preguntas.

Esta vez, las protestas y zapatazos en las paredes de las habitaciones limítrofes fueron numerosos e indignados.

Permaneció en silencio un buen rato al cabo del cual, pensando que su almohada bien pudiera ser un poco sorda, reemprendió sus angustiadas solicitudes de consejo. Esta vez, el escándalo de sus compañeros nocturnos fue mayúsculo. A los gritos de : ¡A la calle con ese loco! ¡Qué lo tiren por la ventana!, siguió una amenaza más seria. Alguien golpeó su puerta y mencionó unas cuantas palabras de las que sólo entendió: … llamar a la policía!

Aquello pareció decidirle a guardar silencio definitivamente.

Sobre la mesilla de noche, el despertador indicaba el inexorable paso del tiempo, recordándole que se acercaba la hora en que habría de decidirse su suerte.

A las cinco de la mañana, no pudiendo resistir más, comenzó, otra vez, su plañidera súplica de ayuda y, en esta ocasión, sin importarle las consecuencias, a grito pelado.

Aquella, evidentemente, no era una almohada sorda. Estaba claro que no  entendía nada de zapatos ni de técnica de ventas.

Por fin se calló. No tuvo mucho tiempo para extrañarse ante la falta de reacción de sus vecinos pues, muy pronto, una voz autoritaria dijo ante su puerta: «abra a la policía».

Me gustaría contarles el resultado del intento de venta de nuestro viajante, pero lo desconozco. Solamente puedo añadir que pasó doce horas en Comisaría y, a punto de ser recluído en un sanatorio para enfermos mentales, logró demostrar que su coeficiente de locura se encontraba dentro de los parámetros admitidos como normales, y que era, nada más, un inofensivo ser mal informado.

Almohadas a parte, los consejos no valen absolutamente para nada. Quienes los piden, únicamente están dispuestos a seguirlos si coinciden con lo que ya tienen decidido. De esta forma, si las cosas salen mal, disponen de chivo espiatorio.

A pesar de todo, me atrevo a aconsejarles que no pidan consejos.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Foz, Julio 1986

A la luna de Valencia

Por favor, no me interprete mal. No voy a tratar de demostrar que el idioma español, nuestro querido y difícil idioma, carece de desmesurada abundancia de palabras, expresiones y riqueza de giros, es decir, de un vocabulario amplísimo.

Quizás se haya sonreído al leer lo de difícil. Pues si, señor. Es muy difícil. Dígale usted cualquier cosa a un chino (no me busque a uno que hable nuestra lengua) y verá cómo no entiende ni palabra.

Lo que, de verdad, deseo es poner de relieve que la superabundancia de vocablos que se dan cita en nuestra lengua, resulta más dañina que la propia escasez. Especialmente, a los extranjeros carentes todavía de un léxico bien nutrido les origina una total incapacidad a la hora de enterarse del significado de lo que se habla al alcance de su atento oído.

Ya sé que el mismo hecho se produce en el caso de otros idiomas, pero, verdaderamente, el español es para volver loco al más cuerdo.

Un inglés, hombre preparado y cultísimo, conocedor de nuestra lengua en medida más que suficiente para sostener sin vacilaciones una conversación normal, me dijo hace poco que, por fin, había tenido la suerte de oir hablar un dialecto. El vallisoletano.

Su información me dejó un tanto asombrado y, deseando conocer qué se ocultaba tras aquella intrigante noticia, le rogué me repitiera, si podía, alguna frase o palabra del, hasta entonces, oculto tesoro lingüístico.

No sólo podía, sino que me hizo escuchar buena parte de la conversación previsoramente grabada en una cinta magnetofónica.

Se me han olvidado muchas de las expresiones que oí, pero trataré de reproducir para ustedes las que recuerdo, pues debo hacerles partícipes del descubrimiento filológico de mi amigo. Ahí va:

«¿Cuánto apoquinó?»

«Cincuenta mil machacantes, uno encima de otro»

«Narices, está a dos velas»

«Dos años hace que tengo la mosca detrás de la oreja»

«El tío es un faldero»

«¡Qué va, que vá!»

«Su costilla está que brama»

«Y dale. Tú erre que erre»

«A mí me soplaron que es de la acera de enfrente»

«¡Y un jamón!»

«No me apea de la burra ni mi madre»

Al llegar a este punto, le dije al estudioso británico: Detén la cinta, y haz el favor de decirme qué «sacas en limpio», bueno, perdona, qué has entendido de cuanto llevamos escuchando.

El fiel súbdito de su Graciosa Majestad, sacó de una maltrecha y abultada cartera de piel, repleta de papeles, las notas en las que resumía las innumerables acotaciones y explicaciones obtenidas de la transcripción de la cinta y muy seguro de si mismo, con evidente entusiasmo científico ante los positivos resultados de su laboriasa investigación, leyó:

«Consecución de 50.000 martillos o machacantes para derribar, ¿una casa?, situada en la acera de enfrente en la que se encuentra la madre (de uno de los que habla) con su burra y un perro faldero llamado «Tío» que tiene una costilla que protesta (brama). Un hombre (no pude saber cual) va dos veces a soplar unas velas.»

Tengo que confesar, añadió elevando la mirada, que no comprendo la frase en que alguien dice tener una mosca detrás de la oreja desde hace dos años. ¿Cómo es posible que una mosca permanezca tanto tiempo inmóvil?

Tampoco logro encontrar el motivo de incluir en la conversación las palabras «narices, erre que erre, y un jamón».

En cuanto a lo de «qué va, qué va», me deja perplejo. Conozco la expresión «¿quién va?» que utilizan los centinelas, pero no creo que aquí…

Permaneció pensativo un buen rato y, finalmente agregó: ¿Tú que crees?

Estoy tan desorientado como tú, le dije con expresión seria. Y añadí: Creo que lo mejor sería, en vista de la dificultad que presenta el vallisoletano, que nos olvidásemos de él y nos dedicáramos al estudio del árabe.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina. Foz, Julio 1986

Ora et labora

Humildemente reconozco, tras cerca de cuarenta años trabajando, que no me gusta el trabajo. Soy un vago frustrado, carente de oportunidades para ejercer su vocación. Procuré, durante todo este tiempo, descubrir el medio que me permitiera despachar la corrida con el menor desgaste posible, y lo encontré. Se trata, sencillamente, de realizar la tarea de forma que el resultado sea mejor que aceptable.

El trabajo, resultante de la maldición divina, es algo mucho más desagradable de lo que en principio se nos impuso. En realidad, con el mandamiento de desahucio de nuestra paradisíaca residencia únicamente se nos dijo «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». Lo que vino a continuación fue la consecuencia natural de la gula humana.  ¿Se figura usted lo que sería esta perra vida si nos hubiéramos conformado con el pan? Bastaría con el trabajo de dos horas diarias para satisfacer nuestras necesidades.

Pero no. Tras el pan vinieron la mantequilla, los abrigos de visón, el chorizo de Cantimpalos y el champán francés. Y así, no hay modo de descansar.

De todas maneras, el trabajo tiene sus compensaciones. No de tipo crematístico, como era de esperar, pero sí de otra naturaleza.

El trabajo ennoblece, se dice. Y debe ser cierto, pues el Almanaque Gotha está repleto de aristocráticos nombres que han obtenido, sin duda los nobilísimos títulos, merced al infatigable desempeño de sus afanes laborales.

Existe uno que debe la distinción al admirable esfuerzo de imaginación y poderío físico de haber llevado a cuestas, a través de un lodazal, a cierto monarca, para mantener impoluta la blancura de los regios escarpines.

En otro orden de cosas, el «Who´s who» y el libro récords de Guinnes dan a conocer la aristocracia del dinero, el talento, el ingenio, la resistencia, etc., etc. en todos los terrenos y aspectos de la existencia, puesto todo ello de manifiesto a través de la perseverancia en el trabajo.

La veracidad de «Arbeit macht frei» (el trabajo libera) la demostraron más de 15 millones de judíos que lograron su libertad en las cámaras de gas nazis, como premio a su infatigable labor en campos de concentración cuyas puerta, sólo de entrada, se adornaban  con la profética frase.

En esta ocasión, los alemanes hicieron honor a la palabra dada y no impidieron, como probablemente podrían haber hecho, si se tiene en cuenta lo avanzado de su técnica, que los espíritus de sus involuntarios huéspedes alcanzaran la liberación. Al fin y al cabo, el cuerpo no sólo es materia.

Bastará con que observemos el saludable color de la raza negra para conceder crédito al dicho «el trabajo es salud». Es innegable que los negros siempre han trabajado para los blancos. Y así estamos. Tan pálidos, tan enfermizos que nuestra piel ya ha adquirido el tinte de los gusanos que nos han de comer.

Señalando con el dedo, cosa poco refinada según aseguran, los ingleses presentan una tonalidad malsana, lívida. En definitiva, cadavérica.

¿Y cree usted que es una cuestión de melanina? Pues, no. Se trata simplemente del secular ocio en que han vivido, ya desde antes del invento de la Commonwealth, original convenio a la fuerza, de acuerdo al cual, a cambio de un pasaporte de orden inferior y un trabajo que los pone negros, los nacidos en ciertas naciones tienen derecho a contemplar en el British Museum de Londres, el fruto de sus respectivas y lejanas civilizaciones.

Y ¿dónde queda lo del «ora»? He dejado para el fina la primera palabra del latinajo que preside estas líneas por entender que lo último que se lee es lo que más tiempo perdura en la memoria. Es importante que oremos impetrando la gracia del trabajo, la desaparición del paro y la creación de innumerables puestos de trabajo (aunque no sean más de 799.999).

De no ser escuchados, entraremos de sopetón en el marasmo de un ocio colectivo y permanente que nos convertirá en descoloridos fantasmas de los sanos currantes que hemos sido.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones con sordina, Oviedo, 1986