Carta de desajuste

Aún no se me ha olvidado la ocasión en que, por primera vez, como alumno de segundo curso de Ciencias de la Información, me enviaron a la calle, grabadora en ristre, a realizar una encuesta.

La pregunta clave, abierta de par en par, daba lugar a muchas otras partiendo de las eventuales respuestas. Se trataba, simplemente, de conocer la opinión que TVE merecía  a los viandantes masculinos. De las mujeres se encargarían otros más afortunados que yo.

No me dieron instrucciones concretas, limitándose a decirme: «Hala, a ver como te las arreglas! Luego escribirás un artículo basado en lo que escuches.»

Recuerdo que, un poquillo nervioso, me dirigí al Retiro pensando que quienes se encontraran allí no tendrían mucha prisa y responderían de mejor grado que los transeúntes que circulaban precipitadamente por las pobladas calles madrileñas.

Después de meditarlo un momento, y tras vacilar repetidas veces, opté por un señor de mediana edad que, sentado plácidamente en un banco, dejaba vagar perezosamente su mirada sin fijarla en ningún sitio en particular.

Me senté a su lado y luego de saludarlo con un tímido buenos días, le confesé lo que pretendía de él, añadiendo que era la primera oportunidad en que hacía aquello. Junto a él tenía un neófito con grandes deseos de lucirse. Inmediatamente, me tranquilizó, prometiendo responder a cuantas preguntas le formulase.

Entonces, tratando de aparentar mayor seguridad de la que realmente sentía, hice la consulta inicial de la que esperaba se convirtiera en una brillante carrera plena de aciertos y triunfos

«¿Qué opinión le merece TVE?», indagué con la boca seca por la emoción.

«Lo que más me agrada de T.V. son los anuncios. Me encantan», dijo con acento de sinceridad. «Pero -continuó mientras aspiraba hondamente el humo del cigarrillo recién encendido- los destrozan totalmente intercalando con machaconería trozos de películas, partidos de fútbol y otras zarandajas. La Dirección General del ente público parece no comprender que la publicidad es el motor de la economía. La industria, el comercio y las finanzas se irían al traste sin el concurso formidable de la voz y la imagen publicitarias que, echando las campanas al vuelo, cantan las excelencias de los diferentes productos y servicios. Las autoridades televisivas ignoran que el rancio refrán de el buen paño en el arca se vende, ha pasado a mejor vida. Actualmente, quien no se anuncia no se come una rosca. Por esa razón, no quisiera por nada del mundo ser uno de los responsables de la hecatombe económica que se avecina. Es de todo punto continuar así. Deben cesar de inmediato los programas estúpidos que nos empujan a la ruina. Terminemos con las memeces; publicidad desde que se inicia la programación hasta que finaliza. Si acaso, breves tele-filmes en los que se muestre con detalle la fabricación de artículos de consumo, los métodos de trabajo en cadena y cosas por el estilo.»

Como mi primer cliente parecía dispuesto a continuar por idénticos derroteros, me permití pulsar el stop del aparatito; cortésmente me despedí agradeciendo su inestimable -y, a buen seguro, poco frecuente- opinión y me fui.

Hacía unos instantes, el sol, que hasta entonces mantenía con las nubes una enconada lucha para adueñarse del firmamento, se ocultó.

Resultaba superfluo disponer del título de meteorólogo para pronosticar una pronta lluvia. Efectivamente, no llegué a disponer del tiempo necesario para abandonar el Retiro. Cuando me acercaba a una de sus salidas, allá arriba se abrieron las espitas y el agua inició su descenso. Se trataba de un chaparrón impresionante que puso en desordenada fuga a cientos de paseantes.

Era como, si de pronto, se hubiese dado la orden de salida para un alocado maratón con metas en lugares diferentes.

A toda velocidad crucé la puerta del inmenso parque, atravesé la calle General Álvarez y enfoqué la del Doctor Castelo. No muy lejos, en la acera derecha, un letrero luminos, apagado entonces, pero no menos visible por ello, me indicaba donde podía encontrar refugio. Decía Cayena Pub.

Arriesgándome a tumbar de espaldas a cualquier atrevido que, a pesar de aquella manera de llover, se dispusieron a abandonar el establecimiento, atravesé su umbral y pasé al interior.

La instalación era moderna, demasiado para mis gustos más bien tradicionales. Mucha luz indirecta y escayola. En las ventanas, visillos color rosa de aspecto polvoriento. Una barra diminuta, el pavimento cubierto con moqueta verde limón que desentonaba rabiosamente con la decoración. Veinte o treinta mesitas cuadradas coronadas por ridículos mantelillos de encaje de imitación completaban el cuadro.

Al entra, no había muchos clientes. Después, a medida que la incesante lluvia acosaba a la gente, las mesas vacías fueron siendo más escasas.

A mi  espalda, en la mesa inmediata, dos personas hablaban con entusiasmo de teatro y cine. Agotado, probablemente el tema, la emprendieron con la televisión.

Hasta entonces no había prestado atención y sus palabras venían a ser una especie de música de fondo a mis reflexiones. Pero, tan pronto como escuché el vocablo T.V. agucé el oído.

Lo primero que me llamó la atención fuel el tono de voz de las dos chicas. Por lo que decían supe que una se llamaba Puri y la otra Merche. No me atreví a volverme para echarles una ojeada.

En aquella época, con la inocencia de los periodistas en embrión, aún creía que la primera virtud de un informador debía ser la discreción. Más tarde comprendí lo equivocado que estaba.

De pronto me decidí. Si hablaban de televisión ¿qué mal podía existir en que las entrevistase? Nada, fuera temores, y a por ellas.

Me puse en pié, giré la cabeza y la sorpresa estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio y la facultad de emitir sonido alguno.

Frente a mi se hallaban sentados dos seres de difícil definición. Iba a decir indescriptibles o inenarrables, pero recordé a tiempo que ambas palabras estaban proscritas del vocabulario particular de quien deseara escribir. «Si te consideras incapaz de describirlo todo, dedícate a otra cosa. Si puedes narrarlo todo, no utilices esas palabras», decía uno de nuestros profesores.

Así que, tratando valientemente de recobrarme de la impresión, me acerqué, confesé que involuntariamente había escuchado su conversación y les rogué que me confiaran su opinión sobres la dichosa T.V.

Aceptaron, aparentemente de buen grado, me invitaron a sentarme a su lado y, mientras expresaban su parecer, aproveché el tiempo para fijarme bien en mis acompañantes.

Por sus rasgos faciales, por el timbre de sus voces, el tamaño de sus manos, y el vello que adornaba el dorso de sus manos, eran dos hombres.

De caer en la trampa de sus nombres, del abundante maquillaje que cubría ambos rostros, del tinte que había convertido sus cabellos en una rara estopa platinada y de las palabras que utilizaban, debía admitir que me encontraba en compañía de dos mujeres.

Reflexionando más a fondo, hasta el punto de no enterarme de lo que decían, llegué a la conclusión de que estaba ante dos hermafroditas temperamentales, entes en contradicción consigo mismos, objetores de sus propias personalidades y en lucha continua contra sus anheladas antítesis.

¿Se darán cuenta de su triste situación o tendrán la fortuna de vivir su vida en la bendita inconsciencia de la ignorancia?, me pregunté.

Cuando terminaron de hablar, les di las gracias y me despedí aún sumido en pesimistas cavilaciones. Me acerqué a la puerta y comprobé aliviado que el sol volvía a lucir. Sentía curiosidad por escuchar las declaraciones de Merche y Puri, pero esperaría a llegar a casa donde podría poner en marcha la grabadora sin temor a interrupciones molestas.

Ensimismado todavía en lo que acababa de contemplar, caminaba calle adelante cuando me di un encontronazo con un hombre que marchaba en dirección contraria leyendo el periódico. Impedí que se fuera al suelo sujetándolo fuertemente por el brazo y le pedí excusas por mi torpeza.

No le dio importancia a lo sucedido y aún fue tan amable de aceptar mi petición de qué me confiara su parecer acerca de la televisión.

Quizás lo que le prestara su aire poco común fuese su blanca perilla, réplica exacta del cabello cortado a cepillo que coronaba su abultada cabeza. Me hizo pensar que si se pudiera al revés, es decir, boca abajo, la incómoda postura no aportaría gran diferencia a su aspecto facial.

Cuando se encontró dispuesto a hablar, comenzó diciendo que antes de emitir su veredicto era preciso me hiciera saber algunas particularidades de su existencia. Dijo que era ingeniero electrónico, especialista en sonido. Se había jubilado hacía algunos años. Acaso por deformación profesional, o Dios sabía por qué, nunca había sentido respeto por la televisión. Pero, cuando el invento se introdujo en España, adquirió un receptor y el día que se lo llevaron a casa tuvo la ocurrencia de sentarse ante el aparato y contemplar toda la emisión; desde la carta de ajuste hasta el cierre.

Se había sentido tan defraudado, tan harto de las ordinarieces que trasmitían, que muy pocas veces había vuelto a mirar a la pantalla.

Sin embargo, estaba convencido de que una postura pasiva no era suficiente y, haciendo uso de sus conocimientos profesionales diseñó un sistema -en su opinión muy sencillo, pero para mí, lego en la materia, sin pies ni cabeza-, según el cual, mediante la inclusión en el circuito de un sensor conectado a un ordenador que retenía las palabras como «nuevo»; «actual», «moderno», «champú», «joven», «espuma», «técnica», «desodorante», «blanco» y otras, el aparato se desconectaba automáticamente tan pronto como se iniciaba un bloque publicitario, volviendo a entrar en funcionamiento cuando terminaban los anuncios.

Amargamente, reconocí después que el proceso llevaba implícito un fallo en el que no pensó cuando lo ideó. El fracaso se producía a causa de que cualquier espacio no publicitario podía incluir -y, de hecho incluía- las palabras clave y el aparato, como si se hubiese vuelto loco, se encendía y apagaba continuamente.

El descontento propietario delas dos perillas, o los dos tupés -no puedo ser más preciso- terminó revelándome que sus aspiraciones iban ahora más allá. Lo que había conseguido hasta entonces sería juego de niños cuando diera fin a lo que se traía entre manos.

Con mucho misterio y negándose a que aquella parte de su declaración fuese grabada, me hizo partícipe de su gran secreto. Tenía muy avanzada la construcción de un aparato con el cual interferiría e impediría la transmisión de todo mensaje publicitario.

A nivel mundial, añadió con un brillo diabólico en los ojos ocultos tras las gafas de gruesos cristales. Piense usted en los satélites, dijo por último antes de alejarse.

Después de aquello, no me quedaban ánimos para volver a poner a prueba mi suerte. Así que, en cuanto localicé un boca de metro, acompañado por lo que me pareció medio Madrid, descendí las escaleras y conseguí no morir en el empeño de introducirme en un vagón a punto de reventar. Eran las ocho menos cuarto de la tarde. Hora punta.

Impaciente, ascendí los nueve pisos que separaban la calle de mi domicilio, echando una resignada ojeada al familiar letrero de «No funciona» que, estoy convencido, debe ser facilitado por la casa al instalarse en el momento de colocar el ascensor.

En cuanto estuve en mi habitación, cómodamente repantigado en una mecedora, hice retroceder la cinta hasta el momento en que iniciaba su respuesta Puri.

«Pues a mí -aseguraba éste/a con acento en que se adivinaba un mohín de coquetería- me chiflan los pases de modelos; cuanto más atrevidos mejor. Sobre todo, los de ropa interior. Esas prendas finísimas, de tenue seda tienen que ser una caricia para la piel, ¿verdad, tesoro?»

Debía dirigirse a Merche, pues éste/a, respondía con voz de sochante y sonsonete de frágil damisela: «Claro, cariño, ¡qué gozada! Pero, qué va. A esos patosos de Prado del Rey, sólo les excitan los combates de boxeo, partidos de fútbol, el torneo de las cinco naciones y ese horror de corridas de toros. Pobres animalitos de mi corazón. a ellos deberían torearlos. y puede que a más de uno habría que afeitar.»

Intervenía de nuevo Puri para afirmar que mucha democracia y muchas narices pero, en realidad, no se respetaban los derechos humanos. Cada persona debería ser libre para ejercitar su opción individual a vivir de acuerdo con las normas del sexo que prefiriese.

«Bravo, Puri, amor. Tienes un pico de oro. Estoy segura de que si te decidieses a crear un partido político, te forrabas de votos», tercio Merche.

Basta, basta ya, decidí apagando el aparato. Como mañana no se me dé mejor esto, estoy fresco. Buen artículo voy a escribir si no encuentro nada más interesante.

Mientras tanto, la noche había caído y, cosa absolutamente normal, no se rompió nada. La noche lleva millones de días cayendo y jamás se fracturó un tobillo. Claro que, cuenta con un entrenamiento envidiable.

A la mañana siguiente, fortalecido por ocho horas de sueño ininterrumpido, salí a la calle con renovados bríos. Fuera temores. La vida es de los audaces, me decía, guiñando los ojos a causa del sol, que me daba en la frente.

Con estas sandeces y otras aún mayores que no declaro por pudor, me trasladé una vez más al Retiro y, osadamente, le disparé a bocajarro mi pregunta a un viejecito de apariencia inofensiva y bonachona.

Su respuesta fue un modelo de síntesis: «No puedo contestarle, pues carezco de suficientes elementos de juicio. Si, poseo un aparato. No, no está estropeado. Me han cortado la corriente por falta de pago. Soy jubilado de la Renfe.»

Sin dejarme amilanar por semejante fracaso, me revolví como una alimaña y me encaré con mi próxima víctima, un hombre altísimo con cara de pocos amigos, pero, según dijo, dispuesto a hablar.

«Podría revelarle aspectos desconocidos acerca de la contemplación de imágenes en movimiento, pero soy individuo de pocas palabras. Sostengo firmemente que si la palabra es plata, el silencio es oro; en boca cerrada no entran moscas; por la boca muere el pez y la palabra más elocuente es la que no ha sido dicha.»

» De todos modos, ya que ha sido usted tan amable de solicitar mi opinión, haré una excepción, aunque sólo sea como mera devolución de su cortesía. Le responderé con toda brevedad, sencillez y veracidad. Verá usted.»

«Yo desciendo de familia modesta, no sobrada de recursos económicos, cosa que me obligó a abandonar los estudios tan pronto como supe leer y escribir. Por entonces, mi maestro de primeras letras había despertado en mi alma infantil una insaciable sed de saber…»

«Pero, pero, ¿qué tiene que ver…?», interrumpí desconcertado.

«Espere y verá, joven -respondió imperturbable. Pronto hallé la solución. Si no podía continuar estudiando de manera oficial, lo haría a mi aire y sin intervención de autoridades académicas. Por una módica suma mensual, podía acudir a la Biblioteca Pública y leer y releer…»

«Perdone, señor», corté impaciente. «Le he preguntado por su opinión sobre la televisión y no veo que esto tenga que ver con…»

«Todo se andará, jovencito», interpuso a su vez mi entrevistado sin descomponer la figura.

«…cuanto se encontraba archivado en aquel templo del saber. Leí incansablemente; cada minuto que el desagradable deber de procurarme la grosera pitanza me dejaba dueño de mis actos lo dedicaba a la gozosa adquisición de cultura. Mi figura llegó a hacerse tan familiar en la Biblioteca que ala mesa ante la que, indefectiblemente, me sentaba se la llegó a conocer por la mesa de la M, en exquisita alusión a mi saber enciclopédico, mi apellido Martínez y una clara referencia a la Real Academia de la Lengua…»

«Vuelvo a rogarle me disculpe si cerceno descortésmente su docta disertación, pero, o me responde con dos vocablos, o lo dejamos. A ver, ¿qué opinión le merece T.V.E.?»

«Abominable fiemo», contestó alejándose de pésimo humor aquel ambulante volumen en rústica.

Dos intentos y otros tantos fracasos, pensé con amargura. No obstante, encogí mentalmente los hombros (inténtelo y comprobará que puede hacerlo) y, resuelto a no marrar en el empeño, orienté el rumbo hacia la primera persona que se me puso a tiro.

Se trataba de una criatura del sexo masculino, de apariencia apocada que parecía caminar sin destino definido, dejando que los pies embutidos en zapatos cubiertos de polvo, lo llevaran a cualquier sitio.

«Dispense usted, señor -le dije repitiendo una vez más la pregunta que ya había logrado despertar en mi una inexplicable repulsión-: ¿qué le parece al televisión española?

«Pues, verá -respondió prontamente, deteniéndose en seco (recuerde que había cesado de llover y hacía un día imponente)-, me temo que no voy a serle de ninguna utilidad.»

«Ah, ya entiendo. No la ve usted.»

«La veo y no la veo. La veo de pasada, cuando entro en una cafetería, pero esa no es la manera. Suele haber tanto barullo y ruido que no puedo decirle si me gusta o no, si es buena, mala o regular. Y en casa…»

«En casa no la tiene», dije velozmente deseando cortar de raíz la posibilidad de encontrarme  con un encuestado tan insoportablemente locuaz como el anterior.

«Tampoco es eso. En casa tengo un receptor, pero no funciona. Lo he mandado a arreglar muchas veces sin resultado alguno. Me dicen que no tiene ninguna avería y, a pesar de todo, con capta sonido ni imagen. Verá usted, yo vivo solo y, por ello, cuando me marcho a la oficina dejo la llave del piso al portero que se la entrega al técnico. Luego éste  me llama por teléfono diciendo que el aparato marcha a la perfección y que le debo 1.500 pesetas de la salida. Por la noche, yo llego a casa y nada. Ya estoy más que harto.»

Con estas palabras se alejó lentamente, arrastrando los pies con tal aire de abatimiento que causaba lástima.

En cuanto se fue aquel frustrado televidente, se me acercó un chico joven, aproximadamente de mi edad, que me dijo: «He oído lo que le ha dicho ese señor. Yo soy el técnico que visita regularmente su domicilio. Su aparato no tiene ninguna avería. Estoy dispuesto a jurarlo ante Dios y ante los hombres. No se me ocurre otra cosa que pensar que se le olvida pulsar el interruptor de encendido. No me atrevo a decírselo.»

«Yo sí», atajé, corriendo ya hacia la figura de mi reciente entrevistado que estaba a punto de desaparecer tras una esquina, al fondo de la calle.

Tan pronto como le alcancé, disparé a bocajarro, sin preámbulos: «¿Le da usted al botón de encendido»»

Él, con ojos inocentes en los que se reflejaba todo un mundo de sorpresa y esperanza, respondió con otra pregunta: «Y, ¿qué botón es ese?

«Uno señalado con la palabra ON, osea, o, ene.»

Cuando comprendió, pareció trasformarse en otro hombre. Me dio calurosamente las gracias y se puso en marcha nuevamente hacia su solitario piso. Ahora caminaba con paso firme y hasta los zapatos parecían haber recuperado el brillo de otra época mejor, sin complicados botones misteriosos.

Una sensación de placidez me invadió. Era plenamente consciente de haber asistido al nacimiento de otro teleadicto. Incluso podía considerarme un poco como su padre.

En aquel momento de plenitud vi que se dirigía hacia mí un viejecito que andaba lentamente apoyándose en un nudoso bastón. Llevaba el cuello del abrigo levantado hasta las orejas y contaba con el refuerzo de una gruesa bufanda de lana, tejida quizás a mano, amorosamente, por una nieta que, a cambio sería probablemente abroncada por el uso de la minifalda y el abuso de los Ducados.

«Le ruego me disculpe, señor -le dije decidido. ¿Podría decirme qué, etc»

«¿Cómo dice?», inquirió con una voz cascada mientras me contemplaba con la misma benevolencia que si, de pronto, le hubiese colocado una víbora ante las narices.

«¿Qué si tiene la bondad de decirme qué opinión le merece Televisión Española?»

«Ah, creía que… pero, bueno. Si se trata de eso, le diré: Para mí, patriota donde los hay, la opción de que carece la aviación española, a pesar del programa Faca…»

«No, no señor. No le pregunté por la opción de que carece la aviación española, sino sobre…», dije elevando la voz un par de tonos con lo que conseguí que algunos transeúntes se volvieran a mirarme indignados ante tamaña falta de consideración hacia quien podía ser mi abuelo.

«Si se empeña en hablar en voz tan baja, no voy a poder entenderle», continuó el portador de la tremenda estaca, moviéndola impaciente. «Esto es un robo descarado -añadió golpeando la contera contra el pavimento. Compré las pilas hace cuatro días y ya deben de haberse agotado. Vamos, hable más alto y no me haga perder tiempo.»

«Si no tiene usted inconveniente -repetí a grito pelado- desearía que me diera a conocer…»

«Entendido jovencito. Pues le diré. Quiere usted saber qué sensación me ofrece la selección española. Pues lo siento, amigo, no soy aficionado al fútbol. Lo mío es el levantamiento de pesas y el judo. Ahora ya no, pero debería de haberme visto hace cincuenta años. En 1916, gané…»

Entonces hice algo de lo que me creía incapaz. Oprimí con fuerza el botón de stop de la grabadora y, a escape, desaparecí de escena sin despedirme.

Al día siguiente, devolví a la Facultad el trasto infernal que me había causado tantas molestias, sorpresas y sinsabores.

Estaba seguro de que, con mi decisión de abandonar los estudios de periodismo, iniciaba una guerra de familia, pero también tenía la certeza de que, cuando conociesen los motivos que me impulsaron a tomarla, se firmaría un armisticio duradero. Sin rencores.

De ninguna manera estaba dispuesto a escribir si entre mis futuros lectores se encontraban algunas cabezas como las conocidas hacía poco tiempo.

El público me comprendería más fácilmente si prestaba atención a sus pies.

Si, me haría pedicuro.

Pedro Martínez Rayón. Reflexiones sin partitura. Oviedo, 1987

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